La idea de Judas Adambis era el secreto de-
seo de la mayor parte de los humanos. Tanto se
había progresado en psicología, que no había
un mal zapatero de viejo que no fuera un Scho-
penhauer perfeccionado. Ya todos los hombres,
o casi todos, eran almas superiores aparte, l'eli-
te, dilletanti, como ahora pueden serlo Ernesto
Renán o Ernesto García Ladevese. En siglos
remotos algunos literatos parisienses habían
convenido en que ellos, unos diez o doce, eran
los cínicos que tenían dos dedos de frente; los
cínicos que sabían que la vida era una banca-
rrota, un aborto, etc., etc. Pues bueno; en tiem-
pos de Adambis, la inmensa mayoría de la
humanidad estaba al cabo de la calle; casi todos
estaban convencidos de eso, de que esto debía
dar un estallido. Pero, ¿cómo estallar? Esta era
la cuestión.
El doctor Adambis, no sólo había encontrado la fórmula de la aspiración universal, sino que
prometía facilitar el medio de poner en práctica
su grandiosa idea. El suicidio individual no
resolvía nada; los suicidios menudeaban; pero
los partos felices mucho más. Crecía la pobla-
ción que era un gusto, y, por ahí no se iba a
ninguna parte.
El suicidio en grandes masas se había ensa-
yado varias veces, pero no bastaba. Además, las
sociedades de suicidas o voluntarios de la muerte,
que se habían creado en diferentes épocas, da-
ban pésimos resultados; siempre salíamos con
que los accionistas y los comanditarios de bue-
na fe pagaban el pato, y los gestores sobreviví-
an y quedaban gastándose los fondos de la so-
ciedad. El caso era encontrar un medio para
realizar el suicidio universal.
Los Gobiernos de todos los países se enten-
dieron con Judas Adambis, el cual dijo que lo
primero que necesitaba, era un gran empréstito,
y además, la seguridad de que todas las naciones aceptaban su proyecto, pues sin esto no
revelaría su secreto ni comenzarían los trabajos
preparatorios de tan gran empresa.
Aunque ya no había Inglaterra hacía mucho
tiempo, pues se la había tragado el mar siglos
atrás, no faltaban políticos anglómanos, y hubo
quien sacó a relucir el habeas corpus como ar-
gumento en contra. Otros, no menos atrasados,
hablaron de la representación de las minorías. Ello era que no todos, absolutamente todos los
hombres aceptaban la muerte voluntaria.
El Papa, que vivía en Roma, ni más ni menos
que San Pedro, dijo que ni él ni los Reyes podí-
an estar conformes con lo del suicidio univer-
sal; que así no se podían cumplir las profecías.
Un poeta muy leído por el bello sexo, aseguró
que el mundo era excelente, y que por lo me-
nos, mientras él, el poeta, viviese y cantase, el
querer morir era prueba de muy mal gusto.
Triunfó, a pesar de estas protestas y de las corruptelas de algunos políticos atrasados, la
genuina interpretación de la soberanía nacional.
Se puso a votación en todas las asambleas legis-
lativas del mundo el suicidio universal, y en
todas ellas fue aprobado por gran mayoría.
Pero, ¿qué se hizo con las minorías? Un es-
critor de la época dijo que era imposible que el
suicidio universal se realizase desde el momen-
to que existía una minoría que se oponía a ello.
«No será suicidio, será asesinato, por lo que
toca a esa minoría».
«¡Sofisma! ¡Sofisma! ¡Metafísica! ¡Retórica!» -
gritaron las mayorías furiosas-. «Las minorías,
advirtió el doctor Adambis en otro folleto, cuya
propiedad vendió en cien millones de pesetas,
las minorías no se suicidarán, es verdad; ¡ pero las suicidaremos!». Absurdo, se dirá. No, no es ab-surdo. Las minorías no se suicidarán, en cuanto
individuos, o per se; pero como de lo que se
trata es del suicidio de la humanidad, que en
cuanto colectividad es persona jurídica, y la persona jurídica, ya desde el derecho romano,
manifiesta su voluntad por la votación en ma-
yoría absoluta, resulta que la minoría, en cuan-
to parte de la humanidad, también se suicidará,
per accidens».
Así se acordó. En una Asamblea universal,
para elegir cuyos miembros hubo terribles dis-
turbios, palos, pedradas, tiros (de modo y ma-
nera que por poco se acaba la gente sin necesi-
dad del suicidio); digo que en una Asamblea
universal se votó definitivamente el fin del
mundo, por lo que tocaba a los hombres, y se
dieron plenos poderes al doctor Adambis para
que cortara y rajara a su antojo.
El empréstito se había cubierto una vez y
cuartillo (menos que el de Panamá), porque la
humanidad de entonces, como la de ahora, se
prestaba a entusiasmarse, a suicidarse; se pres-
taba a todo menos a prestar dinero.
Con auxilio de los Gobiernos pudo Adambis llevar a cabo su obra magna, que por medio de
aplicaciones mecánicas de condiciones quími-
cas hoy desconocidas, puso a todos los hom-
bres de la tierra en contacto con la muerte.
Se trataba de no sé qué diablo de fuerza re-
cientemente descubierta que, mediante conduc-
tores de no se sabe ahora qué género, convertía
el globo en una gran red que encerraba en sus
mallas mortíferas a todos los hombres, velis
nolis. Había la seguridad de que ni uno solo podría escaparse del estallido universal. Adambis recordó al público en otro folleto, al revelar
su invención, que ya un sabio antiquísimo que
se llamaba, no estaba seguro si Renán o Fusti-
gueras, había soñado con un poder que pusiera
en manos de los sabios el destino de la huma-
nidad, merced a una fuerza destructora descu-
bierta por la ciencia. Aquel sueño de Fustigue-
ras iba a realizarse; él, Adambis, dictador del
exterminio, gracias al gran plebiscito que le
había hecho verdugo del mundo, tirano de la
agonía, iba a destruir a todos los hombres, a
hacerlos reventar en un solo segundo, sin más
que colocar un dedo sobre un botón.
Sin hacer caso de los gritos y protestas de la
minoría, se dispuso en todos los países civiliza-
dos, que eran todos los del mundo, cuanto era
necesario para la última hora de la humanidad
doliente. El ceremonial del tremendo trance
costó muchas discusiones y disgustos, y por
poco fracasa el gran proyecto por culpa de la
etiqueta. ¿En qué traje, en qué postura, qué día
y a qué hora debía estallar la humanidad?
Se aprobó que el traje fuese el de etiqueta
rigurosa entre las clases altas, y en las demás el
traje nacional. Se desechó una proposición de
suicidarse en el traje de Adán, antes de las
hojas de higuera. El que esto propuso, se fun-
daba en que la humanidad debía terminar co-
mo había empezado; pero como lo de Adán no
era cosa segura, no se aprobó la idea. Además,
era indecorosa. En cuanto a la postura, cada cual podía adoptar la que creyese más digna y
elegante. ¿Día? Se designó el primero de año,
por aquello de año nuevo, vida nueva. ¿Hora?
Las doce del día, para que el sol aborrecido
presidiese, y pudiera dar testimonio de la su-
prema resolución de los humanos.
El doctor Adambis pasó un atento B. L. M. a
todos los habitantes del globo, avisándoles la
hora y demás circunstancias del lance. Decía así
el documento:
«El doctor Judas Adambis
B. L. M.
al Sr. D...
y tiene el gusto de anunciarle que el día de año
nuevo, a las doce de la mañana, por el meridia-
no de tal, sentirá una gran conmoción en la
espina dorsal; seguida de un tremendo estalli-
do en el cerebro. No se asuste el Sr. D... porque la muerte será instantánea, y puede tener el
consuelo de que no quedará nadie para contar-
lo. Ese estallido será el símbolo del supremo
momento de la humanidad. Conviene tener
hecha la digestión del almuerzo para esa hora.
El doctor Judas Adambis aprovecha esta
ocasión para ofrecer... etc., etc., etc.».
Llegó el día de año nuevo, y a las once y
media de la mañana el doctor Judas, acompa-
ñado de su digna y bella esposa Evelina Apple,
se presentó en el palacio en que residía la Co-
misión internacional organizadora del suicidio
universal.
Vestía el doctor rigoroso traje de luto, frac y
corbata negra y gasa en el sombrero. Evelina
Apple, rubia, alta, de anchas caderas y vientre
arrogante, de negro también, escotada y con
manga corta, daba el brazo a su digno esposo.
La comisión en masa, de frac y corbata negra
también, salió a recibirlos al vestíbulo. Entraron en el salón del Gran Aparato, sentáronse los esposos en un trono, en sendos sillones; alrede-
dor los comisionados, y en silencio todos espe-
raron a que sonaran las doce en un gran reloj
de cuco, colocado detrás del trono. Delante de
este había una mesa pequeña, cuadrada, con
tabla de marfil. En medio de esta, un botón
negro, sencillísimo, atraía las miradas de todos
los presentes.
El reloj era una primorosa obra de arte. Esta-
ba fabricado con material de un extraño pe-
drusco que la ciencia actual permitía asegurar
que era procedente del planeta Marte. No cabía
duda; era el proyectil de un cañonazo que nos
habían disparado desde allá, no se sabía si en
son de guerra o por ponerse al habla. De todas
suertes, la tierra no había hecho caso, votado
como estaba, ya el suicidio de todos.
La bala o lo que fuera se aprovechó para
hacer el reloj en que había de sonar la hora su-
prema. El cuco era un esqueleto de este pajarra-co. Entonces se le dio cuerda. No daba las me-
dias horas ni los cuartos. De modo que sonaría
por primera y última vez a las doce.
Judas miró a Evelina con aire de triunfo a las
doce menos un minuto. Entre los comisionados
ya había cinco o seis muertos de miedo. Al co-
misionado español se le ocurrió que iba a per-
der la corrida del próximo domingo (los toros
de invierno eran ya tan buenos como los de
verano y viceversa) y se levantó diciendo... que
él adoptaba el retraimiento y se retiraba.
Adambis, sonriendo, le advirtió que era inútil,
pues lo mismo estallaría su cerebro en la calle
que en el puesto de honor. El español se sentó,
dispuesto a morir como un valiente.
¡Plin! Con un estallido estridente se abrió la
portezuela del reloj y apareció el esqueleto del
cuco.
-¡Cucú, cucú!
Gritó hasta seis veces, con largos intervalos de silencio.
-¡Una, dos!
Iba contando el doctor.
Evelina Apple fue la que miró entonces a su
marido con gesto de angustia y algo desconfia-
da.
El doctor sonrió, y por debajo de la mesa que
tenía delante dio a su mujer la mano. Evelina se
asió a su marido como a un clavo ardiendo.
-¡Cucú...! ¡Cucú!
-¡Tres!... ¡Cuatro!
-¡Cucú! ¡Cucú!
-¡Cinco! ¡seis!... Adambis puso el dedo índice
de la mano derecha sobre el botón negro.
Los comisionados internacionales que aún
vivían, cerraron los ojos por no ver lo que iba
pasar, y se dieron por muertos.
Sin embargo, el doctor no había oprimido el
botón.
La yema del dedo, de color de pipa culotada,
permanecía sin temblar rozando ligeramente la
superficie del botón frío de hierro.
-¡Cucú! ¡Cucú!
-¡Siete! ¡ocho!
-¡Cucú! ¡Cucú!
-¡Nueve! ¡diez!