- IV -

El autor de toda esta farsa necesita, al llegara este punto de su narración, interrumpirla,aunque lo sienta y mortifique a esas pléyadesde jóvenes naturalistas en román paladino, queno pueden ver sin disgusto que aparezca en lanovela o cuento, o lo que sea, la personalidaddel escritor. Yo, de buena gana, continuaría siendo tan objetivo como hasta aquí; pero notengo más remedio que sacará plaza mi humil-de personalidad, aunque sea pecando contratodos los cánones y Falsas Decretales del natura-lismo traducido al vulga-puck (lengua universaldel vulgo).

Esas pléyades de naturalistas imberbes (y nodigo pléyade, en singular, porque pléyades notiene ni puede tener singular, aunque lo olvi-den la mayor parte de nuestros periodistas) medispensarán; pero al presentar en escena nadamenos que al Deus ex machina de la Biblia, nece-sito hacer algunas manifestaciones.

Pintar a Jehová (así lo llama el vulgo) tal

como es, sin idealizarlo ni nada de eso, es empresa superior a mis fuerzas, porque yo nunca

le he visto.

Discuten los sabios si el mismo Moisés llegó

a verlo cara a cara; algunos afirman que sólo

una vez gozó de su presencia; pero yo, sin ser sabio, me inclino al parecer de los que piensan

que ni Moisés ni nadie puso en él los ojos en la

vida. Otra cosa es aquello de sentir el Espíritu

del Señor que pasa, el soplo divino que hiere el

rostro, etc., etc. Eso es posible.

Más fácil me sería, una vez presentado en

escena Jehová, hacer que su carácter fuera soste-

nido desde el principio hasta el fin, como piden

los preceptistas, que de camino son gacetilleros,

a los autores de dramas y novelas. Para soste-

ner el carácter de Jehová me basta con los do-

cumentos bíblicos, pues se ve en ellos que su

energía no decae ni un momento y que en él no

hay contradicciones; porque el haber hecho el

mundo, y arrepentirse después, no es una con-

tradicción, toda vez que, si a eso fuéramos, ahí

está Cánovas, que primero fue revolucionario y

después se arrepintió, y la energía de Cánovas,

sin embargo, está fuera de toda discusión. Y me

alegro de haber citado a este personaje, porque

si ustedes quieren buscarle a Jehová, según le presenta la Biblia, un parecido, el mayor que

encontrarán en la historia, para tener idea del

Zeus bíblico, será ese, Cánovas, el Feus mala-gueño.

Y ahora tengo que entendérmelas con los

timoratos y escrupulosos en materia religiosa,

que acaso quieran ver ribetes de impiedad en

mi cuento. No hay tal impiedad; primero y

principalmente, porque sólo se trata de una

broma, y yo aquí no quiero probar nada, ni

acabar con la Iglesia de Pedro, ni siquiera con

los abusos del clero madrileño. Ni yo soy cléri-

go de El Resumen, ni siquiera redactor de Las

Dominicales, ni ese es el camino. Por no ser, ni

soy como el autor de Namouna, adorador de

Cristo y además de Ahura-Mazda y de Brahma

y de Apis y de Vichnú, etc., etc. Estos eclecti-

cismos religiosos no se han hecho para mí. Lo

que puedo jurar es que respeto a Jehová, escrí-

base como se escriba, tanto como el que más, y

que en este cuento no pretendo reemplazar la religión de nuestros mayores por otra de mi

invención. Para significar ese respeto precisa-

mente, prescindo de los procedimientos natura-

listas, y en vez de presentar al nuevo personaje

obrando y hablando, como quiere la buena re-

tórica, pasaré como sobre ascuas sobre todo lo

que se refiere a sus relaciones con Adambis, mi

héroe, valiéndome de una narración indirecta y

no de una descripción directa y plástica.

Apresúrome a decir que la bata que Evelina

creyó haber visto pendiente de los hombros del

que se paseaba por aquel prado del Paraíso, no

debía de ser tal bata, ni las barbas, barbas; pero

ya saben ustedes que las mujeres todo lo mate-

rializan.

Ello es que aquel era Jehová, efectivamente,

y que se estaba paseando por aquel prado del

Paraíso, como solía todas las tardes que hacía

bueno; costumbre que le había quedado desde

los tiempos de Adán. Adambis, aturdido con la

presencia del Señor, de que no dudaba, pues si hubiese sido un hombre como los demás hubiera muerto a las doce de la mañana, Adambis,

lleno de terror y de vergüenza, perdió los estri-

bos... del globo, como si dijéramos; es decir,

trocó los frenos, o de otro modo, dejó que la

máquina de dirigir el aerostático se descompu-

siese, y el globo comenzó a bajar rápidamente y

se enredó en las ramas de un árbol.

Evelina gritaba, espantando las aves del Pa-

raíso, que volaban en grandes círculos alrede-

dor de los inesperados viajeros.

Levantó el Señor la cabeza al oír tanto ruido,

y viendo el trance, acudió a salvar a los náufra-

gos del aire.

A presencia de Jehová, el doctor Judas per-

manecía silencioso y avergonzado. Evelina mi-

raba al Señor con curiosidad, pero sin asombro.

Encontrarse con un Dios personal de manos a

boca, le parecía tan natural, como le hubiera

parecido la demostración matemática de que

Dios no existe. Lo que ella quería era tomar

algo.

Con arreglo a lo dicho, se renuncia a copiar

aquí el diálogo que medió entre Jehová y el

sabio de Mozambique. Pero se dirá la sustancia.

El Señor no abusó, como hubiera hecho Júpi-

ter, o El Siglo Futuro, de su situación, que le daba una superioridad incontestable. Nada de

pullas, ni de sarcasmos mucho menos. Dema-

siado sabía él que Adambis, desde que había

estudiado Anatomía comparada, se había pa-

sado la vida negando la posibilidad de un Dios

personal. Los dos sabían esto. ¿Para qué hablar

de ello?

Judas se creyó en el deber de humillarse y de

confesar su error. Pero Jehová, con una delica-

deza que nunca tuvieron los Nocedales en sus

palizas a La Unión, hizo que la conversación

cambiase de rumbo.

Lo pasado, pasado. Ahora se trataba de re-formar la humanidad por segunda vez. Lo de

Adán había salido mal; el remedio del diluvio

tampoco había probado; tal vez el mal habría

estado en dejar vivos a tantos parientes; un

mundo que comienza entre suegros y cuñadas,

no puede ir bien. Además, lo primero que había

hecho Noé, pasada la borrasca, había sido em-

borracharse... Jehová esperaba más formalidad

por parte de Judas Adambis. Judas había aca-

bado con la humanidad... Corriente. Poco se

había perdido.

El pesimismo era la tontería que menos po-

día tolerar Elhoim; la humanidad se había

hecho pesimista... bien muerta estaba. Ahora se

trataba de otro ensayo: Adambis iba a repoblar

el mundo, y si esta nueva cría salía mal tam-

bién, bastaba de ensayos; la tierra se quedaría

en barbecho por ahora.

El matrimonio de Adambis y Evelina había

sido hasta entonces infecundo; pero con las

aguas del Paraíso, Jehová prometía que la fecundidad visitaría el seno de aquella señora.

-No serán ustedes inocentes -vino a decir

Jehová- porque eso ya no puede ser. Pero esto

mismo me conviene. Inocente y todo, Adán

hizo lo que hizo. Usted, señor Adambis, es un

sabio verdadero, a pesar de sus errores teológi-

cos, y quiero ver si me conviene más la supre-

ma malicia que la suprema inocencia. Desde

hoy llevan ustedes en arrendamiento todo este

jardín amenísimo. La renta que me han de pa-

gar serán sus buenas obras. Todo lo que uste-

des ven es de ustedes.

-¿Absolutamente todo? -exclamó Evelina.

Y Jehová, aunque con otras palabras, vino a

decir:

-Sí, señora... sin más excepción que una...

insignificante. Pongo por condición... la misma

que puse al otro. No se ha de tocar a este man-

zano, que en un tiempo fue el árbol de la ciencia del bien y del mal, y que ahora no es más

que un manzano de la acreditada clase de los

que producen las ricas manzanas de Balsaín.

Por comer de esos manzanos no sabrán ustedes

ni más ni menos de lo que saben, ni serán como

dioses, ni nada de eso. Si Satanás se presenta

otra vez y quiere tentar a esta señora, no le

haga caso ninguno. Como este manzano los hay

a porrillo en todo el Paraíso. Pero yo me en-

tiendo, y no quiero que se toque en ese árbol. Si

coméis de esas manzanas... vuelta a empezar;

os echo de aquí, tendréis que trabajar, parirá

esta señora con dolor, etc., etc. En fin, ya saben

ustedes el programa. Y no digo más.

Y desapareció Jehová Elhoim.

Y casi me alegro, porque ahora ya puedo

copiar el diálogo textualmente.

Evelina encogió los hombres y dijo:

-Tú, Judas, ¿qué opinas de todo esto?

-¡Figúrate!

-Valiente sabio estabas tú. Mira qué bien

hacía yo en ir a misa, por un si acaso. Tú eres

un tonto, que por poco nos haces condenarnos

a los dos. Afortunadamente, el Señor parece un

señor muy amable...

-¡Oh! La Bondad infinita...

-Sí, pero...

-El Sumo Bien...

-Sí, pero...

-La Sabiduría infinita.

-Sí, pero...

-¿Pero qué, hija?

-Pero algo raro.

-Y tan raro, como que es el único.

-No, no quiero decir raro en ese sentido, sino

en el de.. ¡Mira tú que prohibirnos comer de

esas manzanas como si fuéramos unos chiqui-

llos!...

-Y no comeremos.

-Claro que no, hombre. No te pongas tan

fiero. Pues por eso digo que es raro. ¿Qué tra-

bajo nos cuesta a nosotros ponernos formales,

y, escarmentados, prescindir de unas pocas

manzanas que son como las demás?

-Mira, en eso no nos metamos. Dios es Dios,

¿estás? y lo que Él hace, bien hecho está.

-Pero confiesa que eso es un capricho.

-No confieso tal, ni tú tampoco; y te prohíbo

blasfemar en adelante. Por lo pronto, no pien-

ses más en tales manzanas... que el diablo las

carga.

-¡Qué ha de cargar, infeliz! Buena soy yo. A propósito, tengo sed. . deseo de eso, de eso... de

fruta... de manzanas precisamente, y de Balsa-

ín.

-¡Mujer!

-¡Bobalicón! ¿No ha dicho que de esa clase

hay aquí a porrillo? Pues vamos a buscar otro

árbol igual, y me das un hartazgo. ¿Conoces tú

el Balsaín?

-Sí, Evelina. (Busca.) Aquí tienes otro árbol

igual que ese prohibido. Toma. ¿Ves qué her-

mosa manzana? Balsaín legítimo.

Evelina clavó los blancos y apretados dientes

en la manzana que le ofrecía su esposo.

Mientras Judas volvía la espalda y buscaba

otro ejemplar de la hermosa fruta, una voz,

como un silbido, gritó al oído de Evelina.

-¡Eso no es Balsaín!

Tomó ella el aviso por voz interior, por reve-lación del paladar, y gritó irritada:

-Mira, Judas, a mí no me la das tú ¡Esto no es

Balsaín!

Un sudor frío, como el de las novelas, inun-

dó el cuerpo de Adambis.

-Buenos estamos -pensó-. ¡Si Evelina empie-

za a desconfiar... no va a haber Balsaín en todo

el Paraíso!

Así fue... a cien árboles se arrancó fruta: y la

voz siempre gritaba al oído de la esposa:

-¡Eso no es Balsaín!

-No te canses, Judas -dijo ella ya fatigada-.

No hay más manzanas de Balsaín en todo el

Paraíso que las del árbol prohibido.

Hubo una pausa.

-Pues hija... -se atrevió a decir Adambis- ya ves... no hay más remedio... Si te empeñas en

que no hay irás que esas... tienes que quedarte

sin ellas.

-¡Bien, hombre, bien; me quedaré! Pero no es

esa manera de decírselo a una.

La voz de antes gritó al oído de Evelina:

-¡No te quedarás!

-Otro sería más... enamorado que tú. Claro,

un sabio no sabe lo que es pasión...

-¿Qué quieres decir, Evelina?...

-Que Adán, con ser Adán, era más cumplido

amador que tú.

-Tengamos la fiesta en paz y renuncia al Bal-

saín.

-¡Bueno! Pues tú... ya que prefieres cumplir un capricho de quien hace una hora negabas

que existiese, a satisfacer un deseo de tu mu-

jer... tú, mameluco, renuncia a lo otro.

-¿Qué es lo otro?

-¿No se nos ha dicho que seré fecunda en

adelante?

-Sí, hija mía; de eso iba a hablarte...

-Pues no hay de qué. Nada de fecundidad.

-Pero, hija...

-Nada, que no quiero.

-¡Así, perfectamente! -dijo la voz que le

hablaba al oído a Evelina.

Volviose ella y vio al diablo en figura de

serpiente, enroscado en el tronco del árbol

prohibido.

Evelina contuvo una exclamación, a una

señal del diablo, que comprendió perfectamen-

te; se dirigió a su marido y le dijo sonriente:

-Pues mira, pichón; si quieres que seamos

amigos, corre a pescarme truchas de aquel río

que serpentea allá abajo...

-Con mil amores...

Y desapareció el sabio a todo escape. Evelina

y la serpiente quedaron solos.

-Supongo que usted será el demonio... como

la otra vez.

-Sí, señora; pero créame usted a mí: debe

usted comer de estas manzanas y hacer que

coma su marido. No digo que después serán

ustedes iguales que dioses; nada de eso. Pero la

mujer que no sabe imponer su voluntad en el

matrimonio, está perdida. Si ustedes comen,

perderán ustedes el Paraíso; ¿y qué? Fuera tie-

ne usted las riquezas de todo el mundo civilizado a su disposición... Aquí no haría usted

más que aburrirse y parir...

-¡Qué horror!

-Y eso por una eternidad..

-¡Jesús! No lo quiera Dios. Venga, venga; y

Evelina se acercó al árbol, arrancó una, dos, tres

manzanas, y las fue hincando el diente con ape-

tito de fiera hambrienta.

Desapareció la serpiente, y a poco volvió

Adambis... sin truchas.

-Perdóname, mona mía, pero en ese río... no

hay truchas...

Evelina echó los brazos al cuello de su espo-

so.

Él se dejó querer.

Una nube de voluptuosidad los envolvió

luego.

Cuando el doctor se atrevió a solicitarlas

más íntimas caricias, Evelina le puso delante de

la boca media manzana ya mordida por ella, y

con sonrisa capaz de seducir a Saia Muní, dijo:

-Pues come...

Vade retro! -gritó Judas poniéndose en salvo

de un brinco-. ¿Qué has hecho, desdichada?

-Comer, perderme... Pues ahora piérdete

conmigo, come... y yo te haré feliz... mi adorado

Judas...

-Primero me ahorcan. No, señora, no como.

Yo no me pierdo. Tú no sabes cómo las gasta

Jehová. No como.

Irritose Evelina, y fue en vano. No sirvieron

ruegos, ni amenazas, ni tentaciones. Judas no

comió.

Así pasaron aquel día y la noche, riñendo como energúmenos. Pero Judas no comió la

fruta del árbol prohibido.

Al día siguiente, muy de madrugada, se pre-

sentó Jehová en el huerto.

-¿Qué tal, habéis comido bien? -vino a pre-

guntar.

En fin, hubo explicaciones. Jehová lo supo

todo.

-Pues ya sabéis la pena cuál es -vino a decir,

pero sin incomodarse-. Fuera de aquí, y a ga-

narse la vida...

-Señor -observó Adambis- debo advertir a

vuestra Divina Majestad que yo no he comido

del fruto prohibido... Por consiguiente, el des-

tierro no debe ir conmigo.

-¿Cómo? ¿Y me dejarás marchar sola? -gritó

ella furiosa.

-Ya lo creo. Hasta aquí hemos llegado. A

perro viejo no hay tus tus.

-De modo -vino a decir el Señor- que lo que

tú quieres es el divorcio... quo ad thorum et habi-

tationem.

-Justo, eso; la separación de cuerpos, que deci-

mos los clásicos.

-Pero entonces se va a acabar la humanidad

en muriendo tu esposa... es decir, no quedará

más hombre que tú. . que por ti solo no puedes

procrear -vino a decir Jehová.

-Pues que se acabe. Yo quiero quedarme

aquí.

Y en efecto, se quedó Adambis en el Paraíso.

Y salió Evelina, arrastrada por dos ángeles

de guardia.

Renuncio a describir el furor de la desdeña-da esposa al verse sola fuera del Paraíso. La

Historia no dice de ella sino que vivió sola al-

gún tiempo como pudo. Una leyenda la supone

entregada al feo vicio de Pasifal, y otra más

verosímil cuenta que acabó por entregar sus

encantos al demonio.

En cuanto al prudente Adambis, se quedó,

por lo pronto, como en la gloria, en el Paraíso.

-¡Ahora sí que es esto Paraíso! ¡Dos veces

Paraíso! ¡Todo es mío, todo... menos mi mu-

jer!... ¡Qué mayor felicidad!...

Pasaron siglos y siglos, y Adambis llegó a

cansarse del jardín amenísimo. Intentó varias

veces el suicidio, pero fue inútil. Era inmortal.

Pidió a Dios la traslación, y Judas fue transpor-

tado de la tierra, según ya lo habían sido Enoch

y algún otro.

Así fue como, al fin, se acabó el mundo, por lo que toca a los hombres.

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Año de la primera publicación: 1893 Licencia: CC BY-SA 4.0 Edición: Manuel Fernandez y Lasanta, Madrid, 1893 Notas: Relato incluido en la obra: "El señor y lo demás, son cuentos" Última revisión: Octubre 22, 2017

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