- II -

Observo, señores, en la mayor parte de los

libros, oraciones académicas y artículos que he

tenido que leer y examinar, para hablaros hoy

de algo que no fuera pura imaginación mía,

que la grave cuestión pedagógica de la actuali-

dad está influida y podría decirse que prejuz-

gada por ese culto del utilitarismo, que parece

dogma indiscutible de conducta para los mis-

mos que tanto empeño muestran en negar au-

toridad a otros dogmas. El utilitarismo respon-

de, en la esfera práctica de las aplicaciones, de

lo que en lato sentido podría llamarse política,

o sea, en cuanto materia de conducta social, a lo

que se denomina en el terreno de lo teórico, de

la pura investigación, positivismo, usando una

palabra que hoy ha tomado una significación

más extensa que la de apellido de una escuela

filosófica determinada, la de Comte. No sería

difícil demostrar, y pocos habrá que lo nieguen,

que el positivismo, aun como filosofía, aunque se bautizó en Francia, es de origen inglés; en

rigor el positivismo, aparte de lo que tiene de

herencia de empirismos antiquísimos, nació en

aquella comunión filosófica de unos pocos sa-

bios ingleses que se juntaban a renovar el sen-

sualismo de ilustres patriotas suyos; comunión

intelectual que nos describe magistralmente

Fouillée al historiar los antecedentes de la idea

inglesa del derecho. No cabe duda: el positi-

vismo, en lato sentido, como el utilitarismo en

cuanto criterio para la vida, representan el espí-

ritu práctico inglés, su prurito de finalidad in-

mediata, que tan bien nos pinta Taine cuando

estudia, con motivo de Stuart Mill, los caracte-

res generales del genio inglés en su filosofía, en

comparación del alemán y del latino.

Pues bien; el recuerdo de lo que dice ese

Taine, al cual parece que también es moda para

algunos olvidar o tener ya en poco, ese recuer-

do debía bastar para advertir a muchos peda-

gogos teóricos más o menos improvisados, que

no cabe proclamar como fin y tendencia natural y lógica de toda la civilización contemporánea

lo que puede ser, a lo sumo, temperamento

especial de una gran nacionalidad, carácter de

una raza. Porque es de advertir que el argu-

mento más serio, más importante, el que sirve

de quicio a los más para pedir en la enseñanza

la reforma antisentimental, que llaman algunos,

la derrota del ingenio, de la retórica, de las

humanidades y de la idealidad, la abolición del

mandarinato europeo nacido de las aulas, el

argumento Aquiles es el utilitarismo, o sea, la

universalización de algunos caracteres del ge-

nio inglés, que si le dan positivas ventajas por

muchos respectos, en otras relaciones lo limi-

tan. Y sobre todo, que en el mundo hay más. Yo

seré el primero a poner sobre mi cabeza las ex-

celencias del espíritu inglés y de la cultura de

este país, desde el momento en que no se me

ofrezca como modelo único y no se convierta

en ideal genérico, abstracto, lo que no es más,

en suma, que un estado de progreso en que se

expresa el genio particular de una raza, libre y sabiamente desenvuelto. Pero el utilitarismo

inglés, que tiene su explicación histórica y sus

ventajas parciales constantes, si debe legítima-

mente influir en la vida moral y aun material

de otros pueblos civilizados, también debe de-

jarse influir por elementos sanos y racionales,

que en otras partes nacen naturalmente y pro-

gresan y crean instituciones y tendencias que

son ornato y gloria de la vida moderna. Así,

por ejemplo, en esta materia pedagógica, mejor

que alabar sin medida todo lo inglés, será dis-

tinguir y reconocer que, en cuanto a la instruc-

ción de la juventud se refiere, los alemanes les

sacan ventaja, mientras en el propósito educa-

tivo el país británico lleva la palma, aunque a

mi juicio con ciertas reservas.

A esta preocupación y excesiva estima del

espíritu inglés y de su utilitarismo hay que aña-

dir, como corolario en cierto modo de tales ten-

dencias, otro punto de vista parcial, y también

exclusivo, en que muchos tratadistas de educa-

ción y enseñanza se colocan hoy al proponer

reformas y novedades en este orden. Me refiero

a lo que puede llamarse preocupación patrióti-

ca, al exclusivismo nacional. Nada más legítimo

que el amor a la patria, ni nada más racional

que estudiar cualquier problema del orden so-

ciológico con atención a las condiciones y cir-

cunstancias del pueblo de que directamente se

trata. Hay en la ciencia y en el sentimiento cier-

to cosmopolitismo que se pierde en vagueda-

des, no cabe duda; hay una cierta filantropía

que no es más que una confusión sentimental,

ineficaz y hueca; hay un cierto derecho natural

que es sólo una abstracción insulsa que, como

algunas aves, necesita que al calor de nido aje-

no brote la vida de lo que ella engendra: no

trato yo de defender nada de esto. Sin llegar al

extremo de pensar, con Savigny, que el derecho

no es más que un producto consuetudinario

que nace de las entrañas de cada pueblo, veo la

legitimidad con que la escuela histórica ate-

nuada, pudiera decirse, de algunos ilustres filó-

sofos jurisconsultos de nuestros días, da todo el valor que le corresponde a la variedad jurídica

determinada por toda variedad histórica: ¿có-

mo no, si a mi juicio, en entender así el derecho

consiste el entender el derecho, que no es más

que una forma universal de vida? Tampoco

negaré que en el momento presente de la civili-

zación todavía el predominio de la vida nacio-

nal sobre todo otro modo social jurídico es el

oportuno y propio por razón del tiempo; y en

nombre de esta idea, lo mismo que combatiría

la descentralización mal entendida, un regiona-

lismo desmedido, combato un cosmopolitismo

imprudente, divina música del porvenir, que

ahora sólo puede ser eficaz y armónica en va-

gos preludios estéticos y poéticos, no como

realidad política inmediata, que es como lo en-

tienden ciertos utopistas, soñadores de bajo

vuelo, como lo son todos aquellos que no saben

soñar sino cual sonámbulos, porque quieren

hacer dormidos lo que sueñan. El utilitarismo

de los soñadores es todavía menos recomenda-

ble que el otro. Se puede tolerar, en todo caso, al que sólo ve la utilidad parcial inmediata de

algo que efectivamente pueda realizarse; pero

son intolerables los groseros soñadores que nos

proponen la utilidad inmediata de perfecciones

futuras que sólo por traerlas al presente quedan

contrahechas y debilitadas. Por todo lo cual, me

guardaré muy bien de proponer ni en política,

ni en derecho civil, ni en pedagogía, ni en nada,

una especie de modelo académico universal,

abstracto; un ideal, como suele decirse. La idea-

lidad bien entendida, aquella que me refería al

decir que nos la recuerda la muerte, es quien

más huye de ideales mecánicos, estáticos, que

fácilmente se convierten en ídolos. Creo que no

cabe hacer más concesiones al espíritu del pa-

triotismo nacional; pero repito que éste, como

todo, puede tener sus excesos, y los tiene,

cuando se convierte en aspiración exclusiva y

pone en olvido derechos sagrados del indivi-

duo y derechos sagrados de la humanidad.

Concretándome a lo que a mi asunto impor-ta, diré que he notado que muchos modernísi-

mos tratadistas, particularmente franceses, es-

criben de estas materias pedagógicas con abso-

luto abandono de todo respecto que no sea el

nacional; para ellos parece que no hay más cri-

terio que aquel expresado por Napoleón I,

cuando se quejaba en Santa Elena de que M. de

Fontanes no hubiese sabido apreciar su concep-

to de la instrucción pública. Al crear la Univer-

sidad, decía, se había propuesto que la ciencia

quedase relegada a un lugar secundario y que

se atendiera ante todo aux principes et à la doc-

trine nationale. También algunos escritores

modernos quieren que ante todo la enseñanza

pública les sirva para preparar desquites políti-

cos y hacerse respetar, como potencia, en el

extranjero. No es extraño que coincidan con

Napoleón estos partidarios del utilitarismo na-

cional exclusivo; Bonaparte, que despreciaba la

ciencia y la miraba, no ya como ancilla Theolo-

giae siquiera, sino como servidora de los inter-

eses nacionales, era el mismo que, en un mo-

mento de mal humor, expresaba el deseo de

arrojar al agua a todos los metafísicos. Algo así

viene a hacer, en lo que de él depende, M. Fra-

ry, el discreto pero temerario autor del famoso

libro titulado La cuestión del latín que hace seis

años se publicó, produciendo un gran estrépito,

que algunos calificaron de escándalo. Raul Fra-

ry opina que Fichte, Schelling y Hegel con sus

lucubraciones dialécticas no hicieron, en rigor,

más que perder el tiempo. Esto viene a ser co-

mo echar al agua a los metafísicos, en la medi-

da en que puede hacerlo un periodista de París

sin mero ni mixto imperio. También es moda

entre muchos franceses tener en poco, relati-

vamente, a Napoleón; pero yo veo que algunos,

sin pensarlo acaso, le imitan en cierta afectada

rudeza y antipatía a lo ideal y delicado, en cier-

tas salidas o boutades, como dicen ellos, que no

revelan al hombre de genio. Este señor Frary,

que tanto desprecia a los metafísicos, es entu-

siasta, como ninguno, de los ingleses, y partida-

rio de guiar la enseñanza pública por el criterio de una utilidad inmediata y terre à terre, material podía decirse; para él tampoco hay que

atender más que a formar, por lo pronto, ciu-

dadanos (estaba por escribir soldados) que sir-

van para recuperar la Alsacia y cosas por el

estilo. Santa es, sin duda, toda patria, aunque

no sea la nuestra, y respetables todos los senti-

mientos que a ella se refieren; pero yo estimo

que ni a la patria misma se sirve del mejor mo-

do supeditando al interés de una próxima cam-

paña, o por lo menos de una emulación inter-

nacional, cosa tan alta y tan constante, y pudie-

ra decirse perdurable, como es la educación y

cultura intelectual de los pueblos. Mucho más

patriótico que el famoso libro de Frary es, a mi

juicio, el de M. Breal, por lo mismo que es más

prudente, más sereno, más técnico, menos re-

volucionario en la apariencia y más en el fondo;

y por cierto que para dar sanas lecciones a sus

compatriotas, no necesita el sabio profesor del

Colegio de Francia recomendar ante todo la

geografía y la lengua inglesa, el desprecio de la idealidad, el amor de las riquezas y otros platos

fuertes de epicurismo moderno; antes prefiere

ganar camino respetando lo respetable... y to-

mando lecciones de esos mismos alemanes a

quien él también supongo que desearía vencer

en toda clase de contiendas.

Frary recomienda las reformas en la ense-

ñanza como puede recomendarse la pólvora sin

humo o un método para movilizar un ejército.

Así, no es de extrañar que cuando llega a la

famosísima cuestión del latín, o sea del estudio

de las lenguas clásicas, casi nos convenza, pe-

rentoriamente, de que sobran tales quebraderos

de cabeza, como en efecto sobrarían y estorba-

rían, si lo único que tuviera que hacer una na-

ción fuera prepararse para una guerra incierta

con los alemanes o con quien queramos supo-

ner. Nadie pretenderá, en efecto, que por saber,

o no saber (que esta es otra cuestión) traducir

los Comentarios de César o los libros de Xeno-

fonte, van los franceses, ni nadie, a conquistar

la Germanía, ni siquiera a retirarse con orden en caso de nuevas desgracias. Pero no es bajo

esta preocupación guerrera, ni tampoco aten-

diendo principalmente al comercio ultramarino

y a la emigración colonial, como pueden tratar-

se científicamente cuestiones tan graves y tan

poco materiales como las que se refieren a los

estudios propios de la juventud en un país muy

civilizado.

No habéis de extrañar que tantas palabras

dedique a la obra de Raul Frary; aún he de

hablar de ella más adelante varias veces, al tra-

tar una y otra cuestión concreta: y he de confe-

sar que mucho antes de nombrar este libro, a él

estaba aludiendo, casi desde el principio, si

bien no a él solo. De las tendencias que repre-

senta, y que yo combato, es la obra de más re-

lieve publicada en estos últimos años, la que

más ha llamado la atención seguramente, y una

de las que merecen más detenido examen, por-

que no cabe duda que el autor tiene talento y

sabe no poco, aunque no sea, en mi concepto,

un verdadero escritor de pedagogía teórica

como el citado Breal, ni como Gabelli, también

nombrado. Por cierto que este último, en la

obra a que ya me he referido, procura también

principalmente un fin patriótico; pero ¡por cuán

distintos senderos! Arístides Gabelli, que es, en

concepto del insigne Pascual Villari, el más

notable pedagogo que ha existido en Italia, es

todo un pensador y un hombre práctico, sin

necesidad de desdeñosos positivismos: es un

ilustre iniciador y reformador a quien Italia

debe, merced a sus escritos, a su administración

y a sus consejos, oídos por ministros y secreta-

rios generales, grandísima parte de los adelan-

tos en la instrucción pública. Pues bien: este

hombre ilustre, que ha demostrado su amor a

Italia consagrándole su vida, llena de sacrifi-

cios, también aspira en sus estudios pedagógi-

cos a mejorar la patria; pero no en son de gue-

rra contra nadie, no en lucha sangrienta, no

preparando ante todo generaciones que venzan

a otros pueblos o por las armas o en la no me-

nos terrible lucha por la existencia, material, egoísta. No reniega del ideal, como no reniega

ningún buen pedagogo moderno; más bien se

burla discretamente, y hasta cierto punto, de un

gran cañón que en el concurso internacional de

Viena figuraba en la galería italiana entre los

objetos pertenecientes al ramo de instrucción

pública. Este cañón, tan mal colocado, paréce-

me un símbolo de libros como el de M. Frary y

de muchos discursos y artículos escritos mo-

dernamente con ese mismo criterio. Gabelli

quiera la enseñanza reformada, progresiva, no

para comparar a Italia con otras naciones, sino

porque siendo un pueblo que ha conquistado

política y formalmente su soberanía, no podrá

decir que es libre de veras hasta que se libre de

su propia ignorancia, hasta que se libre de la

rutina. La teoría general de Gabelli, y la del

mismo Breal, y la de Lavisse y otros notables

tratadistas de educación y método de enseñan-

za, es ésta: que los pueblos modernos no son

modernos de veras si insisten en tener Colegios

y Universidades que se rijan por el sistema inventado sabiamente por los jesuitas para fines

muy diferentes de los que pueden perseguir las

naciones que tienen o piden el sufragio univer-

sal y todos los derechos revolucionarios. Esta

pretensión es, en general, muy legítima, porque

no cabe duda que la vida del siglo XIX ha de-

terminado nuevas necesidades en todos los

órdenes, y que la enseñanza antigua, en lo que

tiene de rutinaria, de mecánica, y aun en lo que

tiene de excesivamente retórica, estética, como

se ha dicho con cierta impropiedad gráfica, no

puede servir a nuestro tiempo ni para hacer

progresar la ciencia, ni para hacer progresar la

actividad industrial, política, etc., etcétera. Mas

no hace falta, a mi entender, para que se em-

prendan con valor y constancia las reformas

indispensables, que hagamos tabla rasa de la

tradición, que nos figuremos abstractamente

colocados en un mundo nuevo, como si acabá-

ramos de descubrir el suelo que pisamos, o co-

mo si saliéramos del Arca de Noé y toda la tie-

rra no fuera más que el cementerio de toda la historia condenada a universal catástrofe. Estas

palingenesias absolutas que decretan escritores

y filósofos un poco ligeros, no son más que ilu-

siones; no hemos de estar creando el mundo

todos los días; no hemos de figurarnos como

generaciones que estrenan la civilización y pue-

den olvidar el pasado. No somos más que un

eslabón de una cadena, que no sabemos ni dón-

de empieza ni dónde acaba. La idea del progre-

so es salvadora, la idea de la evolución es muy

probable y sugestiva; pero, mal entendidos,

evolución y progreso engendran un falso con-

cepto de las leyes biológicas, que es preciso

rechazar, porque en pedagogía como en todo,

dan de sí teorías absurdas de desdén y hasta

menosprecio de lo ya vivido, de la historia san-

ta, que es, después del ideal anhelado, lo más

poético; y antes de todo, lo más sagrado. Tal

vez a los hijos se les quiera más que a los pa-

dres; pero la veneración mayor es para éstos, y

de éstos vienen las más saludables enseñanzas.

La gran experiencia de los siglos nos mira ca-llando, desde los sepulcros. ¿Qué es lo que po-

demos inventar y preparar para mañana noso-

tros, generación efímera, comparado con todo

lo que nos han hecho saber las penas, los traba-

jos y también las glorias y las alegrías de los

siglos muertos? Y entre estos siglos y entre es-

tas razas de cuya experiencia humana es here-

dera nuestra precaria sabiduría, hay razas y

hay siglos a quien debemos lo más y lo mejor

de lo que somos; y contra esos tiempos y contra

esos pueblos, sin embargo, se revuelve princi-

palmente el furor de los que quieren acabar con

todo lo que no sea preparación urgente para la

carrera de comercio y otras especiales, todas

ellas de próximo lucro; porque, M. Frary lo re-

pito, lo primero es hacerse rico.

No creáis que exagero, ni que tergiverso el

sentido de las tendencias que combato: si se me

pide un resumen rápido de la idea de M. Frary

en su célebre apología del utilitarismo en la

enseñanza, puedo decir, seguro en mi concien-

cia de que digo lo que he comprendido: para el discreto cronista político de la revista de ma-dame Adam, la patriota exaltada, para M. Fra-

ry, lo que hace falta, si se ha de salvar Francia, y

quien dice Francia dirá el mundo, es suprimir

la enseñanza del griego y del latín y llenar el

hueco principalmente con geografía, no como

la estudiaban en aquel colegio que Dickens nos

describe al comienzo de su novela Los tiempos

duros, sino una geografía que viene a ser una

especie de enciclopedia fisio-sociológica, en la

que entran piedras, plantas y animales, y hasta

hombres, pero con exclusión de los pueblos

clásicos, ya que éstos no se dejan estudiar con

la prisa e inexactitud con que se puede hablar

de los esquimales, sin grave perjuicio para los

estudiantes. Con toda seriedad, señores, con

toda la seriedad que es necesaria en este sitio:

yo no veo en el ataque a la idealidad y al

humanismo que caracteriza el libro de Frary,

argumento más sólido, ni propósito más fecun-

do en bienes para la humanidad. No quiere

nada con griegos y romanos; admite todos los

demás asuntos ordinarios de la enseñanza,

aunque con gran cuidado de ir negando impor-

tancia a todo lo que pueda recordarnos que no

somos meras máquinas de hacer utilidad... no

para nosotros, sino para la nación, para la pa-

tria; y así, por ejemplo, se ensaña en el despre-

cio de la ética y se burla con un humor poco

ameno de la psicología... vulgar, esa pobre psi-

cología que en poniéndole un apodo cualquiera

se cree autorizado para tenerla en poco; a pesar

de que Wundt nada menos, en su gran Psicolo-

gía fisiológica, se queda muy lejos de abordar la

parte de su ciencia que trata directamente las

cuestiones en que cabría demostrar, si cabía,

que la psicología tradicional, la de la introspec-

ción, nada puede decirnos acertado acerca de lo

que somos en la conciencia. Muchas atenciones

merecen a M. Frary las lenguas modernas, la

inglesa, es claro, principalmente, más por un

fin de utilidad material, ante todo; así, al reco-

mendar, en cuarto o quinto término, el español,

lo hace, más que por nada, porque los escritores y otros industriales de París tengan en nuestra

América española un gran mercado para sus

novedades, ya sean pedagógicas, ya mercanti-

les, ya del orden que se quiera. Y sin desdeñar

la historia, M. Frary llega a la geografía, y allí se

encanta, porque para él, que no sabe qué puede

importarles a los bolsistas, ni a los cosecheros,

ni a los comisionistas lo que pensó Aristóteles,

lo que cantó Virgilio, qué fueron Grecia y Ro-

ma, estas dos madres de nuestro pobre espíri-

tu... vulgar, eso sí, de nuestro espíritu moderno;

para él, hasta los bolsistas, los cosecheros y los

comisionistas necesitan hacerse cargo de cómo

va un mundo formándose y pereciendo, sin

sacudidas ni cataclismos, por la labor acumula-

da del insecto y de la gota de agua. En lo que

dice al alma la formación de las dunas, encuen-

tra el escritor francés más enseñanzas y más

poesía que en todo lo que pueden decir los clá-

sicos y la vida de romanos y de griegos. M. Fra-

ry llega hasta aconsejar a algunos el estudio del

annamita, del chino y del japonés; todo antes que latín y griego. ¿Son éstas puras extravagancias? No, todo responde a un sistema; el utilita-

rismo nacional: es decir, la colocación rápida y

segura de todos los franceses que no tengan

concluida la carrera y asegurado el pan. En

suma, monsieur Frary extremando su tesis llega

a incurrir en el mismo lamentable error, que

dio ocasión en esa Inglaterra tan admirada, a

una protesta que publicó la revista The Nine-

teenth Century, y que fueron los primeros a

firmar hombres como el citado Freeman, Fede-

rico Hárrison y el ilustre Max Müller; protesta

en la cual se levanta un grito de indignación

contra el mal, tan generalizado en estos últimos

años, de mirar la ciencia como un medio de

conseguir puestos, de hacer carrera, de lograr

con los exámenes adquirir, no sabiduría, sino

títulos oficiales para dedicarse a la ganancia.

Esto, que no es más, en el vulgo inglés, que una

manera natural y lógica de entender el utilita-

rismo la plebe intelectual y los necesitados, es

en resumen, y aunque sea triste decirlo, lo mismo que viene a predicar M. Frary, acaso sin

proponerse llegar a tal extremo. Y quien dice el

joven escritor francés ¡dice tantos otros!

¡Cuántos en España piensan así, aunque no

sean capaces de decirlo en un libro tan hábil

como el que combato!

Con tan falso concepto de lo que es la ense-

ñanza y de lo que es la utilidad, no hay más

remedio que llegar a tales consecuencias. Mas

dejo ahora el tono polémico y aténgome a se-

guir con mejor orden el hilo de mis propias

ideas.

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