Ni la vida es para la utilidad empíricamente
considerada, fuera de toda finalidad metafísica,
ni la enseñanza es directamente para fin alguno
ajeno a ella misma. Así como el arte sólo llega a ser útil a otros fines si primero se le deja ser
quien es, sólo arte, así la ciencia sólo da sus
frutos de bien individual y social cuando se
cultiva ante todo por ella misma.
La influencia beneficiosa del saber en todas
las demás esferas legítimas de actividad huma-
na, es infalible, pero no ha de violentarse, no ha
de profanarse con exigencias que lo más que
pueden conseguir es tomar por ciencia un arti-
ficio. Por ser así indirectas estas ventajas refle-
jas, puede decirse, de la enseñanza, cuando se
cultiva por sí misma, es muy atinada la obser-
vación de M. Breal cuando dice: «Las cualida-
des que la enseñanza científica da a una nación,
se sienten más bien que se definen, y más fá-
cilmente se nota su necesidad cuando faltan,
que se describen sus ventajas, sin caer en la
vulgaridad.»
Pero es el caso que la ciencia considerada así,
y la enseñanza vista con tal carácter, exceden
del criterio que lógicamente puede adoptar el
utilitarismo, porque esto de saber por saber es pura idealidad. Una idealidad que se remonta a
los tiempos oscuros de Salomón. Para muchos,
las palabras del Eclesiastés tienen que ser de
pura sabiduría; más aún: para el que en menos
las estime, tienen que ser dignas de meditación
y revelarle un hondo sentido.
Ya comienza el real predicador desde el ca-
pítulo primero persuadiéndonos de la semejan-
za de las cosas que son y fueron y serán; y aun-
que al parecer se inspira en lo que hoy se lla-
maría, con palabra impropia aplicada a este
caso, pesimismo, como quiera que este deses-
perado de las vanidades del mundo no deses-
pera de Dios, y con Dios no hay pesimismo
posible, hay que penetrar más y ver que de las
palabras famosas del Eclesiastés se puede sacar
doctrina análoga a la que ya indicaba yo al refe-
rirme al modo vulgar de entender el progreso y
la evolución. Ni la evolución ni el progreso hay
que referirlos al universo, bajo pena de llegar
inmediatamente a lo que llama Spencer un no-
pensamiento. La evolución es siempre de algo
particular que se considera aparte con abstrac-
ción de lo que con ella subsiste; el progreso es
siempre relativo a seres determinados. Y a más
de esto, hay que tener en cuenta lo que pudiera
llamarse la dignidad de cada momento, el valor
real del objeto en cada instante de su evolución;
de otro modo: que el progreso no es un eterno
anhelar, no consiste en considerar lo que atrás
queda como puro medio, como escalón para
llegar más arriba; que no hay momentos sus-
tanciales y momentos accesorios; que no vamos
corriendo por la vida para alcanzar un fin que
esté, como una meta, a lo último en un estado
ideal, que es pura abstracción así considerado;
cada día tiene su ideal, cada hora tiene su ideal;
y así lo entienden los santos que en todos los
momentos de su vida procuran ser perfectos.
Por eso no es melancólica la idea de dar a lo
que atrás queda, igual valor, en lo esencial, que
a lo que nos aguarda; por eso no debe darnos
tristeza que la Iliada, después de tantos siglos,
no haya sido vencida por ningún poema de los
muchos buenos que hicieron más tarde los
hombres, como el mismo Frary, buen humanis-
ta, confiesa.
«Generación va y generación viene, dice
Salomón, mas la tierra siempre permanece.» ¿Y
qué? También se irá la tierra, mas no por eso se
acabará el mundo. Amemos la realidad, no
amemos el tiempo. Los afanes son por el tiem-
po, por las mudanzas, por la forma. La sereni-
dad de los dioses nació de su vista de águila,
que abarcaba la igualdad fundamental de lo
que fue, de lo que es y de lo que será un día. Y
tened en cuenta que si no hubo jamás dioses, es
decir, dioses falsos, hubo hombres capaces de
inventarlos, y de pensar y sentir como debieran
pensar ellos; y éste es el modo mejor que cabe
de haber existido los dioses. Desde este punto
de vista, en las palabras del rey sabio sobre la
tristeza brilla la santidad, es decir, la dignidad
sagrada de las cosas, y no cabe llamar ya a esto
pesimismo. Y en cuanto al valor real de cada
momento, a la igualdad de interés e importan-
cia de cada cosa en su género, también en el
libro de que hablo encontramos confirmacio-
nes, pues el capítulo III comienza diciendo:
«Para todas las cosas hay sazón, y todo debajo
del cielo tiene su tiempo; hay tiempo de vivir y
tiempo de morir, tiempo de agenciar y tiempo
de perder...; tiempo de guardar y tiempo de
arrojar; Dios todo lo hizo hermoso en su tiem-
po, y aun el mundo dio en su corazón de mane-
ra que no alcance el hombre la obra de Dios
desde el principio hasta el cabo. Yo he conocido
que no hay nada mejor para los hombres que
alegrarse y hacer bien en su vida.» Todo esto
que dice el sabio de la Biblia, está preñado de
sanos y profundos preceptos pedagógicos, que
fácil sería deducir de lo copiado. Fijémonos
sólo en esto: el plan del Universo excede de los
alcances del hombre; la utilidad definitiva no
podemos nosotros decir cuál es; pero alegré-
monos y hagamos el bien, que viene a ser lo
mismo para el bueno: obrar bien es lo que im-
porta, dice nuestro Calderón. ¡Cuán lejos del utilitarismo estamos! Pero en cambio estamos
en plena idealidad. Aplicad todo esto a la cien-
cia y a la enseñanza, y veréis que debemos
hacer el bien del saber, que es buscar la verdad,
por el bien mismo, por la verdad misma, no con
el anhelo y el ansia de sacrificarlo todo al me-
dro, a mejorar de fortuna, porque todo eso es
vanidad y nada nuevo en suma; no porque no-
sotros sepamos cuál es la utilidad definitiva de
las cosas, porque esa está en manos de Dios, es
decir, excede de nuestro horizonte visible, sino
porque la verdad como tal, como bien, como
alegría, es lo único que nos toca procurar. Pero
hay más: en el capítulo II, Salomón trata direc-
tamente nuestro objeto. Él es rey, un rey, como
dice él mismo francamente, que ha sabido darse
muy buena vida; dudo yo que los comisionistas
y literatos de M. Frary que han de llegar a ex-
plotar el comercio y la literatura, respectiva-
mente, de Annam y de la América española,
cuando sepan annamita y español, puedan lle-
gar a tener el regalo y el ocio, suprema aspiración de sus estudios, de que disfrutaba el hijo
de David. Él nos lo cuenta: se propuso agasajar
su carne con vino, y así lo hizo: edificó casas,
plantó viñas, hízose huertos y jardines, estan-
ques para regar los bosques; tuvo siervos y
siervas, e. hijos de familia; vacas y ovejas, plata
y oro, cantores y cantoras, instrumentos músi-
cos, todos los deleites; de nada privó a sus ojos,
ningún placer negó a su corazón; ¿y qué resultó
de todo esto? Que todo era vanidad y aflicción
de espíritu, y nada más había debajo del sol. Y
sin embargo, era el rey; y como él dice: ¿quién
comerá y quién se cuidará mejor que yo? Harto
de tanta utilidad... inútil, volviose Salomón a
mitrar la sabiduría y los desvaríos y la necedad:
y he visto, dice, que la sabiduría sobrepuja a la
ignorancia como la luz a las tinieblas, porque el
sabio tiene sus ojos en su cabeza (es decir, ve
por sí mismo, otro gran principio de la ense-
ñanza racional) y el necio anda en tinieblas.
Mas no por esto se crea que la sabiduría ha de
servirlo al sabio para fines de interés material, para pasarlo mejor, para elevarse, en cuanto
hombre, sobre las miserias comunes de la vida;
el Eclesiastés nos lo dice inmediatamente des-
pués de señalar un abismo entre saber y no
saber: «Empero también entendí yo que un
mismo suceso acaecerá al uno y al otro,» al ne-
cio y al sabio. «En los días venideros ni de uno
ni de otro habrá memoria.» Es verdad: la gloria
tampoco es un fin desinteresado, y está envuel-
ta en la vanidad de todo. «Morirá el sabio como
el necio.» Mas todo esto le sirve a Dios para
probar al hombre; y más lejos va la prueba,
porque el sabio, como criatura mortal, no sólo
iguala al ignorante, sino al animal miserable.
«Porque el suceso de los hijos de los hombres y
el suceso del animal, el mismo es; como mueren
los unos, así mueren los otros, y una misma
respiración tienen todos; ni tiene más el hombre
que la bestia, porque todo es vanidad. Todo va
a un lugar; todo es hecho del polvo y todo se
tornará en el mismo polvo. ¿Quién sabe que el
espíritu de los hijos de los hombres suba arriba y que el espíritu del animal descienda debajo
de la tierra? Así que he visto, concluye el rey,
que no hay bien como alegrarse el hombre con
lo que hiciere».
No diré, señores, que esta teoría anti-
utilitaria, desenvuelta poéticamente por Salo-
món, sea algo idéntico al dilettantismo filosófi-
co, entendido en toda su profundidad, de algu-
nos pensadores modernos; pero es indudable
que, sin violencia, de lo examinado se concluye
que la sabiduría que el texto alaba es la desinte-
resada, la que no sirve para fines extraños a ella
misma, ni siquiera para sacarnos de la angus-
tiosa duda de nuestro destino ultratelúrico. Ya
lo visteis; el saber humano ni siquiera puede
asegurarnos del vuelo que toma nuestro espíri-
tu al llegar la muerte. Dios nos prueba deján-
donos ignorarlo: la ciencia puramente humana
en tiempo del Eclesiastés, no llegaba hasta sa-
ber eso; hoy le pasa lo mismo. Y sin embargo, la
ciencia es buena. Todos estos capítulos que he
extractado parecen obra, no de mil años ante-
rior a Jesús, o por lo menos de cien años ante-
rior, según se crea, sino contemporánea nues-
tra. Ved el sentido que da Taine al espíritu de la
especulación en la filosofía del Continente, en
oposición al de la filosofía utilitaria en Inglate-
rra; ved la explicación que da Renan de su di-
lettantismo racional, y hallaréis en el fondo lo
mismo que el Eclesiastés nos enseña. Repasad
el libro que el P. Didon consagra al pueblo ale-
mán; ved lo que dice del fin que persigue la
Universidad alemana, en su concepto; ved las
rectificaciones de Lavisse al entusiasmo extre-
mado del ilustre dominico; comparad la ten-
dencia del criterio que preside a la enseñanza
superior de escuelas especiales separadas y la
tendencia de la enseñanza orgánica de la Uni-
versidad alemana, y en todo eso no descubri-
réis un principio diferente del que puede dedu-
cirse del antiquísimo texto oriental: la ciencia
no hay que mirarla como un remedio para los
males del mundo, no es esclava de nuestras
lacerias: la ciencia es buena porque es la verdad, sea la verdad lo que sea.
Mas si los que no admiten que el Eclesiastés
sea obra de Salomón, como es posible suceda a
M. Frary, me dijeran: todo eso no lo escribió el
hijo de Bat-Shebá, sino un admirador suyo, que
vivió probablemente más de ochocientos años
después; un admirador de su sabiduría, de su
hackma, es decir, de su habilidad política a lo
oriental, respondo que, aunque así fuera, aquí
podríamos decir lo que antes dije de los dioses,
que lo esencial para mi asunto es que haya
habido quien pensara así; y resultará siempre,
como reconoce el mismo Renan, que «Salomón
no hubiera rechazado como ajenas a su idea las
elocuentes palabras que el Eclesiastés le atribu-
ye para exponer el vacío absoluto de la vida
cuando se la considera únicamente por el lado
personal».
No faltará acaso quien encuentre hasta poco
serio, por lo menos poco académico, que se
empleen tantas páginas en fortificar una doc-
trina con textos antiquísimos, tratándose de
una cuestión de actualidad palpitante, como
suele decirse. Para satisfacer a quien muestre
escrúpulos de este género, voy a saltar a lo más
moderno que cabe, a un libro póstumo del ma-
logrado filósofo francés Guyau, uno de los más
ilustres representantes de cierta juventud de
ahora que se encamina con mucha ciencia, mu-
cho corazón, mucha sinceridad y mucha pru-
dencia, al descubrimiento de la filosofía nueva,
que para muchos ha de ser una metafísica, sin
ser una reacción metafísica. De estas pléyades
interesantes, que ofrecen en todos sus hombres
ciertos caracteres típicos, como son el respeto a
la verdad, primero de todo, pero también el
amor a lo tradicional, el cultivo del sentimiento,
como dato para el conocer mismo, el cultivo de
la estética y la atenta reflexión de las ideas ge-
nerales, sin dejar el trabajo asiduo de lo particu-
lar, del pormenor interesante; de estas pléyades
de sabios jóvenes, esperanza de un porvenir
mejor que el presente, digo que tenemos ejem-
plares en España, por fortuna, aunque sólo fue-ra mi queridísimo condiscípulo el insigne y
admirable Menéndez y Pelayo. Pues bien: este
Guyau, que viene a ser un santo de la filosofía,
dejó entre sus escritos un libro, titulado: Educa-
ción y herencia, que se publicó el año pasado
bajo la inspección de un ilustre maestro del
autor, M. Fouillée. Guyau declara que la inspi-
ración en el propósito educativo debe ser, lo
mismo que yo he dicho, idealidad, y para él
basta con demostrar que un precepto pedagó-
gico obedece al utilitarismo, para creerlo con-
denado. Lo principal en la educación del pen-
samiento no es, para Guyau, el aprender por
saber muchas cosas, por tener datos, y menos
por sacar utilidad material, ventajas para el
egoísmo, sino el despertar la propia reflexión,
la iniciativa de la investigación con un propósi-
to desinteresado. Mas ya se verá concretamente
la idea de este filósofo respecto al desinterés de
la instrucción y de la educación, cuando haya
que recordar su doctrina en las dos cuestiones
particulares que me propongo tratar brevemen-
te en este discurso, después de haber conside-
rado en general esta materia de la tendencia
utilitaria en la enseñanza. No citaré por ahora
más que algunas palabras suyas: «No hay que
recomendar a los niños el bien moral por la
utilidad que reporta, sino por su belleza»; es
decir, por su elemento ideal, desinteresado. Y
en otro pasaje dice: «Por conocimientos de lujo
no entendemos de ningún modo las altas ver-
dades y los principios especulativos de las cien-
cias, las bellezas de la literatura y de las artes;
este pretendido lujo es cosa necesaria a nues-
tros ojos, porque es el único medio de elevar (y
educar) los espíritus; de moralizarlos por el
amor desinteresado de lo verdadero y de lo
bello. Hay, pues, que distinguir en la enseñanza
los conocimientos tenidos por no utilitarios y
los conocimientos inutilizables; esta distinción
es capital, pues la instrucción debe elevarse
muy por encima de lo utilitario, de lo usual, de
lo rastrero...»
Y dejándome ahora de autoridades antiguas y modernas, para concluir esta parte general de
mi trabajo que sirve de principal y previo ar-
gumento para las cuestiones particulares que
vienen detrás, voy, en resumen, a combatir de
frente, y con la concisión que pueda, la idea
capital del utilitarismo pedagógico que se es-
cuda con el amor de la patria.
El utilitarismo nace del egoísmo, y cuando se
extiende a todo lo nacional, debe llamarse ego-
ísmo nacional, como, en efecto, lo llama Ihe-
ring, refiriéndose al pueblo romano, a quien
compara, desde este punto de vista, con el pue-
blo inglés. Para Ihering el egoísmo nacional es
una gran fuerza, y no tiene el carácter bajo y
repugnante del egoísmo individual. No cabe
negar que el egoísmo social, sea del grado que
sea, no ofrece tan visible ni tan grave corrup-
ción moral como el egoísmo del individuo; pero
es porque está mezclado con elementos de los
que se llaman ahora altruistas o de abnegación,
que pudiéramos decir. No es el egoísmo nacio-
nal tolerable por lo que tiene de egoísmo, sino por lo que tiene de sacrificio, cuando lo tiene, a
un bien superior de una sociedad, aunque sea
limitada. Pero obsérvese que todavía hay gran-
des males en ese egoísmo social; primeramente
tiene la levadura del egoísmo individual que en
cierto modo le acompaña: pues ¿por qué ama-
mos exclusivamente esta nación y se lo sacrifi-
camos todo? Porque es la nuestra. Yo veo en el
bien de mi nación la razón suprema de obrar,
porque es la mía; por este lado no tenemos más
que el propio egoísmo agrandado. Y muchos
así entienden y sienten el patriotismo. Alaban a
su país por lo que se les parece, porque en él
están los propios intereses y las propias vani-
dades. Además, la mayor parte de las veces lo
que sacrifica el egoísta nacional a su nación, no
es lo suyo, sino lo ajeno. Se la quiera grande a
costa de otras naciones, para vivir mejor, para
poseer más en la parte alícuota de soberanía y
prosperidad pública que a cada cual le corres-
ponda. Cuanto más democrático es un país;
cuanto más influye el ciudadano en el Gobierno y más garantías tiene de ser libre y no ser mo-lestado, más patriota se hace; pero suele ser por
esto mismo, porque el egoísmo nacional de esta
situación exige menos del individuo y le da
más. El civis romanus defiende en Roma sus
derechos políticos y privados, y casi siempre
aplica el egoísmo nacional a los bárbaros, a los
extraños, sacrificándolos efectivamente a la
patria. El inglés defiende sus derechos at home,
como cosa sagrada, y el Estado nacional se
guardará muy bien de atacarle en este punto;
donde el inglés muestra su gran deseo de en-
grandecer a su patria a toda costa, es al en-
grandecerla en otras islas y en los continentes.
Pero, aun suponiendo el egoísmo nacional en lo
que tiene de más noble, en la parte que exige
sacrificio individual al interés común del país,
como, v. gr., en ciertos esfuerzos de la educa-
ción, que pueden ser penosos, que exigen traba-
jo, constancia y hasta sacrificios de la sensibili-
dad; aun aquí, si por un lado debemos alabar lo
que hay de sacrificio, por otro tenemos que
encontrar deficiente un criterio moral limitado
que se detiene antes de llegar al motivo puro, y
que puede verse en oposición con la ley racio-
nal, con las exigencias de la naturaleza más
nobles y armónicas. Así, por ejemplo, cuando
los espartanos se criaban exclusivamente como
ciudadanos militares de un pueblo que quería
vencer a otros, subsistir como tal, olvidaban
muchos sagrados aspectos de la vida, y la His-
toria se encargó da dar la razón a sus rivales los
atenienses. Sí; a la larga, son más grandes y más
gloriosos los pueblos que tienen un ideal desin-
teresado, humano, que los que alcanzan por
unos pocos siglos, nunca muchos, una hege-
monía material, a costa de supeditarlo todo a
ese egoísmo de nación, que entusiasma a tan-
tos. El pueblo de Israel, sólo por llamarse así,
trajo al mundo una misión tan alta, que no cabe
otra superior. Del templo de Jehovah no quedó
piedra sobre piedra, pero la pasión religiosa de
Israel dio la ley al mundo civilizado; y el por-
venir ideal es suyo, en cuanto es de sus herederos. Atenas vivió un soplo en la Historia, y el
espíritu ateniense es todavía la flor del espíritu
humano, y hoy las almas más escogidas, a lo
más que aspiran, es a comprender y sentir en
toda su pureza el helenismo. Francia, cuyo pa-
triotismo exaltado no sabe ser egoísta, estuvo a
punto de perecer por la locura de su gran revo-
lución de aspiraciones universales, de tenden-
cia cosmopolita. Roma e. Inglaterra no se com-
prometen por idealidades. Son más fuertes,
pero tienen menos razón. No: no se puede decir
primero la patria, después la humanidad, lo
último el individuo; en esto no hay orden: si se
ha de ser lógico, para que la patria vaya antes
que la humanidad, hay que empezar de otra
manera: primero yo, después la patria, después
lo que queda. Y, en rigor, así hacen ordinaria-
mente los que se crían para utilitarios naciona-
les. Sólo diciendo: primero la idea, Dios, des-
pués la humanidad, después la patria, yo lo
último, hay autoridad racional para sujetar al
egoísmo natural, verdadero, al más terrible, al más cierto, al de la bestia ángel de Pascal. Porque, señores, es muy fácil predicar el odio o el
desprecio, que es peor, de la idealidad; decir,
como dice M. Frary, que hoy por hoy no se
puede fundar el motivo de la moralidad más
que en el hábito, y después proclamar el utilita-
rismo como regla de conducta, pero advirtien-
do que se trata, no de nuestra utilidad perso-
nalmente, sino de la utilidad de un grupo étni-
co, o de una aglomeración histórica de gentes o
de tribus. Lo difícil es que la realidad después
responda a lo que se exige de los hombres a
quien se manda sacrificarse a la nación, no por
nada, sino por hábito, y esto contradiciendo y
venciendo los instintos propiamente egoístas,
que también tienen su valor hereditario. No
negaré que sea imprudente la conducta de
aquella clase de metafísicos que niegan que la
moral pueda ser pura y constante en los hom-
bres que no ven nada por encima de lo relativo;
pero es, sin duda, más peligrosa la afirmación
rotunda de M. Frary, que, hoy por hoy, no en-
cuentra más fundamento para la moralidad que
la fuerza del hábito. El egoísmo también puede
presentar un remotísimo abolengo, y si al indi-
viduo se lo pide que se sacrifique a su pueblo,
no por nada, sino por seguir la costumbre, por
obedecer a tendencias naturales, cuya razón no
puede explicarse, es muy probable que el ego-
ísmo arguya defendiendo su propio arraigo en
la triste humanidad, en quien, sin duda, por
cada arranque de abnegación se puede registrar
mil y más de egoísmo. Mas quiero yo suponer
al hombre utilitario completamente abnegado,
dispuesto a sacrificarse, sin saber por qué, a su
ciudad, es decir, hoy, a su nación, y si se quiere
a la humanidad toda, pero siempre con fin utili-
tario. El bien para el utilitarismo es necesaria-
mente un provecho, una ventaja, un vivir me-
jor, en el sentido de experimentar más satisfac-
ciones, de cumplir más deseos legítimos; mien-
tras no se admita criterio superior para la con-
ducta que el originado de ese empirismo ético,
no cabe pensar que el individuo vea el bien de sus semejantes en cosa diferente de lo que sería
bien para él mismo; de otro modo, que los bie-
nes que el individuo ha de procurar a la socie-
dad sacrificándose, son como los que satisfarían
su egoísmo si él pudiera dar a éste lo que le
pide. Los seres que han de gozar del fruto de
ese sacrificio son como el que se sacrifica, tie-
nen las mismas necesidades y aspiraciones;
porque sería absurdo pensar que la persona
colectiva, aun dándole todos los caracteres per-
sonales que se quiera, goza como tal persona
colectiva, satisface deseos que no tienen los
individuos que la constituyen. No: la persona
social, así considerada, es un mito, un ídolo
renovado. Luego nuestro utilitario altruista
tiene que pensar, si no hay más que utilitaris-
mo, en el bien positivo de los demás indivi-
duos, que son los que pueden saborear esta
clase de bienes. Pues bien; la dicha de los de-
más, que son como él, no puede consistir en un
constante trabajo para adquirir ventajas mate-
riales... para la colectividad... que no puede, como tal, satisfacer necesidades de las que el
utilitarismo satisface. El hombre que reflexiona
y siente, sea utilitario o no, tendrá que ver por
sí mismo lo que son los demás, y verá que no se
trae dicha al mundo por acumular productos y
formas sociales que no colman os anhelos del
individuo, sino que procuran ciertas ventajas
pasajeras que son para todos, pero que nadie
aprecia en mucho, porque no responden a lo
que pide principalmente la naturaleza de cada
uno. Sabe, el que debe sacrificarse, que ha de
morir, y que para él la vida con la idea de la
muerte toma perspectivas ideales, que le aíslan
del mundo, como la niebla forma un círculo de
confusión y sombra en torno de cada cual. El
mismo progreso general, los adelantos materia-
les y las formas sociales que los facilitan, tienen,
para todo el que no es un necio, un valor relati-
vo, transitorio, por lo que a él propio toca. Se
goza de todo, el verdad, y no son los idealistas
muchas veces los que menos gozan, como vi-
mos ya en Salomón, pero no se ve en este orden de dicha lo que más importa; y así, hasta las
sociedades más sensuales, no siendo miserables
e incultas, refinan sus placeres con ciertos con-
dimentos de idealidad, como lo prueba el géne-
ro de voluptuosidades que gozan las clases más
elevadas en los grandes emporios de corrup-
ción y cultura. Pues lo que lo sucede al altruista
que nos estamos figurando, sabe él que les su-
cede a los demás; todos han de morir, todos,
como individuos, ven un gran negocio singular
que a ellos directa, y, por lo pronto, exclusiva-
mente importa; todos los adelantos de la indus-
tria, todos los placeres que pueda procurar el
comercio, toda la dicha que cabe apurar en la
deliciosa copa... de una buena forma de Go-
bierno, pongamos por ejemplo, le interesan al
individuo, como ser uno, substractum especifi-
co del egoísmo social, mucho menos que el
asunto de su propio destino, de su muerte. Y
generación va y generación viene, y siempre
pasa lo mismo. ¿Quién queda para gozar de
veras, sin las congojas de lo deleznable, esa dicha social, nacional, o como se quiera, que se
va formando a costa de los sacrificios de ideali-
dad y de esteticismo a que estamos obligados
todos por amor a la patria? ¿Quién queda para
disfrutar de ferrocarriles, globos, libertad de
comercio, crédito moviliario, sufragio verdad y
tantas y tantas venturas utilitarias, sin apren-
sión, sin dudas, sin idealismos, sin sueños de
muerte? No queda nadie, no queda nada. ¡Y
por este resultado hemos de sacrificarnos! El
utilitarismo es, en definitiva, el goce; pero el
utilitarismo social, o aunque fuera cosmopolita,
es el goce que exige el sacrificio del individuo
para que, en definitiva también, no goce nadie.
Sin duda que la persona social es algo más que
una suma de sus componentes; pero no hay
nada en ella que no sea de la sustancia de los
elementos simples que la componen. Así lo ha
entendido el cristianismo, que siendo ante todo
una gran preocupación individualista, la salva-
ción del alma, ha formado la sociedad más
fuerte, como tal, que ha existido en el mundo.
La ciudad antigua, que sacrificaba el hombre al
pueblo, ha desaparecido; y el cristianismo, que
emancipa al hombre, ha llegado a ser un tejido
social, cuya resistencia sin semejante es innega-
ble. El utilitarismo, para lograr la dicha mate-
rial, tangible, por decirlo así, de un ente de ra-
zón, en lo que se refiere a gozar, mutila al hom-
bre, le roba lo mejor de su herencia, desconoce
su naturaleza. Si queréis tener buenos ciudada-
nos, no volváis a la idea pagana del ciudadano
fraccionario; no hagáis del altruismo una hipo-
cresía, y educad al que ha de servir a la patria,
no como un soldado, ni como un industrial,
sino, ante todo, como un hombre. Y si amáis la
democracia verdadera, no olvidéis que todos
los hombres merecen que se les tome por hom-
bres del todo; porque no hay unos que sean
cuerpo y otros alma; todos tienen esto que lla-
mamos espíritu; todos tienen facultades que
responden a necesidades nobles; y si hay que
reconocer que a un Dante, a un Leopardi, a un
San Francisco de Asís, a un Beethoven, a un
Goethe no se les podría hacer felices sólo con
mucha agricultura, mucho comercio y buena
administración, debemos ver en cada semejante
un espíritu capaz de encaminarse por los mis-
mos senderos de perfección, que elevarían sus
gustos, que ennoblecerían sus anhelos. No seré
yo quien diga que se enseñe griego a los capa-
taces de minas, v. gr.; pero sí afirmo que si pu-
diera llegar a existir una sociedad tan rica, tan
adelantada, en que los capataces de minas y
todos los hombres de su clase tuvieran tiempo
y cultura suficientes para leer con fruto la Iliada
y la Odisea en el original, nada se habría perdi-
do, y no sería contrario al destino racional de
esos hombres que emplearan sus ocios en tal
género de recreo.
No lo dudemos: el individuo no vive de uti-
litarismo; el individuo cree, o padece dudando,
o se desespera y niega, o niega sin dolor, por
enfermedad del espíritu, o por esfuerzo moral
que puede tener su misteriosa grandeza, su
idealidad, negativa, pero no menos idealidad.
Hay que insistir en esto: todos los adelantos
modernos; todas las doctrinas sensualistas y
positivistas; toda la preponderancia económica,
no han hecho del hombre un ser diferente de lo
que era: un ser con espíritu racional para quien,
satisfechas ciertas elementales necesidades eco-
nómicas, lo principal es vivir para el alma, de
una o de otra manera. La sociedad no muere,
pero su organización está influida en mil res-
pectos por la idea de la muerte. Bien se conoce
en todo que es una sociedad de mortales. Y sin
embargo, a lo que parece que tiende el utilita-
rismo es a engañar al mísero mortal haciéndole
trabajar en una clase de actividad de fines co-
lectivos, si no superiores, extraños a la muerte.
Pero ¿quién se deja engañar? Cada cual, pen-
sando en la muerte, da cierto sentido trascen-
dental a la vida. La idea de la muerte, decía yo
antes, nos aísla del mundo; sí, del mundo que
vemos y tocamos, del que nos rodea, pero nos
abre otros horizontes ideales, nos hace dar un
valor sustantivo, como simbólico de toda la
realidad virtual que no vivimos, a la vida breve
de que tenemos conciencia; más o menos, todos
venimos a considerar la existencia sub specie
aeternitatis podría decirse; el creyente no hay
que decir por qué; el que no cree en otra vida,
porque necesita concentrar en ésta toda la ca-
pacidad poética y soñadora, toda la idealidad
que su alma alimenta, no se olvide, ni más ni
menos que el alma del creyente. Por la muerte
la vida es artística, es dramática, es toda una
obra de composición, a veces complicada sa-
biamente, como en Goethe. Por la idea de
muerte adquieren valor infinitas cosas que no
son para alargar la vida. El desinterés, que sua-
viza el dolor de morir, de la idea de muerte se
alimenta. Y ese desinterés, referido a su fun-
damento, es la idealidad, y esa idealidad, en
relación a la belleza es el arte, y en relación al
sentimiento de unidad fundamental es la reli-
gión, y en relación a la verdad es la ciencia pu-
ra, o por lo menos la investigación racional des-
interesada. ¿Queréis ahora que la sociedad viva conforme a su propio bien? Buscad el cumpli-miento del fin racional de sus elementos huma-
nos; haced que la sociedad viva principalmente
atenta a esa idealidad que hemos visto que para
el hombre es lo más interesante y lo más desin-
teresado. Y como la educación del pensamien-
to, la enseñanza, es uno de los fines sociales,
concluyamos legítimamente que, en el sentido
explicado, la instrucción debe inspirarse, en
general, no en el utilitarismo, sea individual o
colectivo, sino en la naturaleza humana, según
es, para este respecto, el de conocer la verdad; a
saber, desinteresada.
Nada menos que todo lo dicho, y acaso más,
se necesita, en mi opinión, para llegar, con sóli-
dos fundamentos, a estudiar cualquiera de las
múltiples cuestiones que el empirismo moder-
no gusta de tratar desordenadamente y por
ocasión extraída a todo sistema, lo mismo en
materias pedagógicas que en otras muchas. Es
claro que el criterio señalado ha de influir en la
solución de los muchos y graves problemas que abarca esa ciencia pedagógica que hoy sólo
fragmentariamente existe; pero yo, en el angus-
tioso término en que debo acabar mi discurso,
sólo puedo ya referirme, con suma brevedad, a
dos de esos asuntos que la pedagogía inspirada
en la idea pura del saber tiene que mirar y tra-
tar de modo muy diferente del que aconseja el
utilitarismo. De todos los problemas pedagógi-
cos de la actualidad, son acaso los más intere-
santes, los que más preocupan la opinión y los
de más trascendencia, en cuanto depende de la
indicada diversidad de criterio, el problema de
la enseñanza clásica y el problema de la ense-
ñanza religiosa, de la enseñanza religiosa como
fundamento racional y estético (en el rigoroso
sentido de la palabra) de la moralidad de la
educación intelectual. Estas dos cuestiones,
diferentes por su objeto, nos ofrecen la unidad
de relación a la materia que he tratado en gene-
ral hasta ahora. El mantenimiento y reforma
necesaria de la enseñanza clásica responde al
criterio pedagógico no utilitario, de idealidad histórica; como la destrucción, que así puede
llamarse, de las disciplinas griega y latina, que
piden muchos, responde a una lógica conse-
cuencia del utilitarismo en la enseñanza. Y en
cuanto a la enseñanza influida por el elemento
religioso-ético, directa y orgánicamente, no en
abstracta separación, que mutila el espíritu, y
seca la fe, y enfría la ciencia, y la reduce a fór-
mulas abstractas, responde al criterio pedagó-
gico no utilitario de idealidad filosófica y estéti-
ca, a la idealidad metafísica y de conducta futu-
ra, de finalidad y actividad eficaz y fecunda;
mientras que la separación de la enseñanza y
de la religión es también, en el laicismo utilita-
rio, una consecuencia lógica del criterio general
que el utilitarismo aplica a la educación intelec-
tual de los pueblos.
Yo quisiera, señores, aun con lo poquísimo
que sé, tener espacio para escribir sendos libros
acerca de uno y otro asunto; pero aquí no pue-
do ni siquiera consagrar a cada uno de ellos las
páginas que exigirían las buenas proporciones de mi trabajo. Sin embargo, para la brevedad
que en adelante necesito podrá servirme el
haberme detenido a considerar en general mi
asunto; como sirve, por ejemplo, en un tratado
de derecho civil, para abreviar razones en la
parte especial, el haberse extendido oportuna-
mente en la investigación de los elementos ju-
rídicos generales.