- III -

Ni la vida es para la utilidad empíricamente

considerada, fuera de toda finalidad metafísica,

ni la enseñanza es directamente para fin alguno

ajeno a ella misma. Así como el arte sólo llega a ser útil a otros fines si primero se le deja ser

quien es, sólo arte, así la ciencia sólo da sus

frutos de bien individual y social cuando se

cultiva ante todo por ella misma.

La influencia beneficiosa del saber en todas

las demás esferas legítimas de actividad huma-

na, es infalible, pero no ha de violentarse, no ha

de profanarse con exigencias que lo más que

pueden conseguir es tomar por ciencia un arti-

ficio. Por ser así indirectas estas ventajas refle-

jas, puede decirse, de la enseñanza, cuando se

cultiva por sí misma, es muy atinada la obser-

vación de M. Breal cuando dice: «Las cualida-

des que la enseñanza científica da a una nación,

se sienten más bien que se definen, y más fá-

cilmente se nota su necesidad cuando faltan,

que se describen sus ventajas, sin caer en la

vulgaridad.»

Pero es el caso que la ciencia considerada así,

y la enseñanza vista con tal carácter, exceden

del criterio que lógicamente puede adoptar el

utilitarismo, porque esto de saber por saber es pura idealidad. Una idealidad que se remonta a

los tiempos oscuros de Salomón. Para muchos,

las palabras del Eclesiastés tienen que ser de

pura sabiduría; más aún: para el que en menos

las estime, tienen que ser dignas de meditación

y revelarle un hondo sentido.

Ya comienza el real predicador desde el ca-

pítulo primero persuadiéndonos de la semejan-

za de las cosas que son y fueron y serán; y aun-

que al parecer se inspira en lo que hoy se lla-

maría, con palabra impropia aplicada a este

caso, pesimismo, como quiera que este deses-

perado de las vanidades del mundo no deses-

pera de Dios, y con Dios no hay pesimismo

posible, hay que penetrar más y ver que de las

palabras famosas del Eclesiastés se puede sacar

doctrina análoga a la que ya indicaba yo al refe-

rirme al modo vulgar de entender el progreso y

la evolución. Ni la evolución ni el progreso hay

que referirlos al universo, bajo pena de llegar

inmediatamente a lo que llama Spencer un no-

pensamiento. La evolución es siempre de algo

particular que se considera aparte con abstrac-

ción de lo que con ella subsiste; el progreso es

siempre relativo a seres determinados. Y a más

de esto, hay que tener en cuenta lo que pudiera

llamarse la dignidad de cada momento, el valor

real del objeto en cada instante de su evolución;

de otro modo: que el progreso no es un eterno

anhelar, no consiste en considerar lo que atrás

queda como puro medio, como escalón para

llegar más arriba; que no hay momentos sus-

tanciales y momentos accesorios; que no vamos

corriendo por la vida para alcanzar un fin que

esté, como una meta, a lo último en un estado

ideal, que es pura abstracción así considerado;

cada día tiene su ideal, cada hora tiene su ideal;

y así lo entienden los santos que en todos los

momentos de su vida procuran ser perfectos.

Por eso no es melancólica la idea de dar a lo

que atrás queda, igual valor, en lo esencial, que

a lo que nos aguarda; por eso no debe darnos

tristeza que la Iliada, después de tantos siglos,

no haya sido vencida por ningún poema de los

muchos buenos que hicieron más tarde los

hombres, como el mismo Frary, buen humanis-

ta, confiesa.

«Generación va y generación viene, dice

Salomón, mas la tierra siempre permanece.» ¿Y

qué? También se irá la tierra, mas no por eso se

acabará el mundo. Amemos la realidad, no

amemos el tiempo. Los afanes son por el tiem-

po, por las mudanzas, por la forma. La sereni-

dad de los dioses nació de su vista de águila,

que abarcaba la igualdad fundamental de lo

que fue, de lo que es y de lo que será un día. Y

tened en cuenta que si no hubo jamás dioses, es

decir, dioses falsos, hubo hombres capaces de

inventarlos, y de pensar y sentir como debieran

pensar ellos; y éste es el modo mejor que cabe

de haber existido los dioses. Desde este punto

de vista, en las palabras del rey sabio sobre la

tristeza brilla la santidad, es decir, la dignidad

sagrada de las cosas, y no cabe llamar ya a esto

pesimismo. Y en cuanto al valor real de cada

momento, a la igualdad de interés e importan-

cia de cada cosa en su género, también en el

libro de que hablo encontramos confirmacio-

nes, pues el capítulo III comienza diciendo:

«Para todas las cosas hay sazón, y todo debajo

del cielo tiene su tiempo; hay tiempo de vivir y

tiempo de morir, tiempo de agenciar y tiempo

de perder...; tiempo de guardar y tiempo de

arrojar; Dios todo lo hizo hermoso en su tiem-

po, y aun el mundo dio en su corazón de mane-

ra que no alcance el hombre la obra de Dios

desde el principio hasta el cabo. Yo he conocido

que no hay nada mejor para los hombres que

alegrarse y hacer bien en su vida.» Todo esto

que dice el sabio de la Biblia, está preñado de

sanos y profundos preceptos pedagógicos, que

fácil sería deducir de lo copiado. Fijémonos

sólo en esto: el plan del Universo excede de los

alcances del hombre; la utilidad definitiva no

podemos nosotros decir cuál es; pero alegré-

monos y hagamos el bien, que viene a ser lo

mismo para el bueno: obrar bien es lo que im-

porta, dice nuestro Calderón. ¡Cuán lejos del utilitarismo estamos! Pero en cambio estamos

en plena idealidad. Aplicad todo esto a la cien-

cia y a la enseñanza, y veréis que debemos

hacer el bien del saber, que es buscar la verdad,

por el bien mismo, por la verdad misma, no con

el anhelo y el ansia de sacrificarlo todo al me-

dro, a mejorar de fortuna, porque todo eso es

vanidad y nada nuevo en suma; no porque no-

sotros sepamos cuál es la utilidad definitiva de

las cosas, porque esa está en manos de Dios, es

decir, excede de nuestro horizonte visible, sino

porque la verdad como tal, como bien, como

alegría, es lo único que nos toca procurar. Pero

hay más: en el capítulo II, Salomón trata direc-

tamente nuestro objeto. Él es rey, un rey, como

dice él mismo francamente, que ha sabido darse

muy buena vida; dudo yo que los comisionistas

y literatos de M. Frary que han de llegar a ex-

plotar el comercio y la literatura, respectiva-

mente, de Annam y de la América española,

cuando sepan annamita y español, puedan lle-

gar a tener el regalo y el ocio, suprema aspiración de sus estudios, de que disfrutaba el hijo

de David. Él nos lo cuenta: se propuso agasajar

su carne con vino, y así lo hizo: edificó casas,

plantó viñas, hízose huertos y jardines, estan-

ques para regar los bosques; tuvo siervos y

siervas, e. hijos de familia; vacas y ovejas, plata

y oro, cantores y cantoras, instrumentos músi-

cos, todos los deleites; de nada privó a sus ojos,

ningún placer negó a su corazón; ¿y qué resultó

de todo esto? Que todo era vanidad y aflicción

de espíritu, y nada más había debajo del sol. Y

sin embargo, era el rey; y como él dice: ¿quién

comerá y quién se cuidará mejor que yo? Harto

de tanta utilidad... inútil, volviose Salomón a

mitrar la sabiduría y los desvaríos y la necedad:

y he visto, dice, que la sabiduría sobrepuja a la

ignorancia como la luz a las tinieblas, porque el

sabio tiene sus ojos en su cabeza (es decir, ve

por sí mismo, otro gran principio de la ense-

ñanza racional) y el necio anda en tinieblas.

Mas no por esto se crea que la sabiduría ha de

servirlo al sabio para fines de interés material, para pasarlo mejor, para elevarse, en cuanto

hombre, sobre las miserias comunes de la vida;

el Eclesiastés nos lo dice inmediatamente des-

pués de señalar un abismo entre saber y no

saber: «Empero también entendí yo que un

mismo suceso acaecerá al uno y al otro,» al ne-

cio y al sabio. «En los días venideros ni de uno

ni de otro habrá memoria.» Es verdad: la gloria

tampoco es un fin desinteresado, y está envuel-

ta en la vanidad de todo. «Morirá el sabio como

el necio.» Mas todo esto le sirve a Dios para

probar al hombre; y más lejos va la prueba,

porque el sabio, como criatura mortal, no sólo

iguala al ignorante, sino al animal miserable.

«Porque el suceso de los hijos de los hombres y

el suceso del animal, el mismo es; como mueren

los unos, así mueren los otros, y una misma

respiración tienen todos; ni tiene más el hombre

que la bestia, porque todo es vanidad. Todo va

a un lugar; todo es hecho del polvo y todo se

tornará en el mismo polvo. ¿Quién sabe que el

espíritu de los hijos de los hombres suba arriba y que el espíritu del animal descienda debajo

de la tierra? Así que he visto, concluye el rey,

que no hay bien como alegrarse el hombre con

lo que hiciere».

No diré, señores, que esta teoría anti-

utilitaria, desenvuelta poéticamente por Salo-

món, sea algo idéntico al dilettantismo filosófi-

co, entendido en toda su profundidad, de algu-

nos pensadores modernos; pero es indudable

que, sin violencia, de lo examinado se concluye

que la sabiduría que el texto alaba es la desinte-

resada, la que no sirve para fines extraños a ella

misma, ni siquiera para sacarnos de la angus-

tiosa duda de nuestro destino ultratelúrico. Ya

lo visteis; el saber humano ni siquiera puede

asegurarnos del vuelo que toma nuestro espíri-

tu al llegar la muerte. Dios nos prueba deján-

donos ignorarlo: la ciencia puramente humana

en tiempo del Eclesiastés, no llegaba hasta sa-

ber eso; hoy le pasa lo mismo. Y sin embargo, la

ciencia es buena. Todos estos capítulos que he

extractado parecen obra, no de mil años ante-

rior a Jesús, o por lo menos de cien años ante-

rior, según se crea, sino contemporánea nues-

tra. Ved el sentido que da Taine al espíritu de la

especulación en la filosofía del Continente, en

oposición al de la filosofía utilitaria en Inglate-

rra; ved la explicación que da Renan de su di-

lettantismo racional, y hallaréis en el fondo lo

mismo que el Eclesiastés nos enseña. Repasad

el libro que el P. Didon consagra al pueblo ale-

mán; ved lo que dice del fin que persigue la

Universidad alemana, en su concepto; ved las

rectificaciones de Lavisse al entusiasmo extre-

mado del ilustre dominico; comparad la ten-

dencia del criterio que preside a la enseñanza

superior de escuelas especiales separadas y la

tendencia de la enseñanza orgánica de la Uni-

versidad alemana, y en todo eso no descubri-

réis un principio diferente del que puede dedu-

cirse del antiquísimo texto oriental: la ciencia

no hay que mirarla como un remedio para los

males del mundo, no es esclava de nuestras

lacerias: la ciencia es buena porque es la verdad, sea la verdad lo que sea.

Mas si los que no admiten que el Eclesiastés

sea obra de Salomón, como es posible suceda a

M. Frary, me dijeran: todo eso no lo escribió el

hijo de Bat-Shebá, sino un admirador suyo, que

vivió probablemente más de ochocientos años

después; un admirador de su sabiduría, de su

hackma, es decir, de su habilidad política a lo

oriental, respondo que, aunque así fuera, aquí

podríamos decir lo que antes dije de los dioses,

que lo esencial para mi asunto es que haya

habido quien pensara así; y resultará siempre,

como reconoce el mismo Renan, que «Salomón

no hubiera rechazado como ajenas a su idea las

elocuentes palabras que el Eclesiastés le atribu-

ye para exponer el vacío absoluto de la vida

cuando se la considera únicamente por el lado

personal».

No faltará acaso quien encuentre hasta poco

serio, por lo menos poco académico, que se

empleen tantas páginas en fortificar una doc-

trina con textos antiquísimos, tratándose de

una cuestión de actualidad palpitante, como

suele decirse. Para satisfacer a quien muestre

escrúpulos de este género, voy a saltar a lo más

moderno que cabe, a un libro póstumo del ma-

logrado filósofo francés Guyau, uno de los más

ilustres representantes de cierta juventud de

ahora que se encamina con mucha ciencia, mu-

cho corazón, mucha sinceridad y mucha pru-

dencia, al descubrimiento de la filosofía nueva,

que para muchos ha de ser una metafísica, sin

ser una reacción metafísica. De estas pléyades

interesantes, que ofrecen en todos sus hombres

ciertos caracteres típicos, como son el respeto a

la verdad, primero de todo, pero también el

amor a lo tradicional, el cultivo del sentimiento,

como dato para el conocer mismo, el cultivo de

la estética y la atenta reflexión de las ideas ge-

nerales, sin dejar el trabajo asiduo de lo particu-

lar, del pormenor interesante; de estas pléyades

de sabios jóvenes, esperanza de un porvenir

mejor que el presente, digo que tenemos ejem-

plares en España, por fortuna, aunque sólo fue-ra mi queridísimo condiscípulo el insigne y

admirable Menéndez y Pelayo. Pues bien: este

Guyau, que viene a ser un santo de la filosofía,

dejó entre sus escritos un libro, titulado: Educa-

ción y herencia, que se publicó el año pasado

bajo la inspección de un ilustre maestro del

autor, M. Fouillée. Guyau declara que la inspi-

ración en el propósito educativo debe ser, lo

mismo que yo he dicho, idealidad, y para él

basta con demostrar que un precepto pedagó-

gico obedece al utilitarismo, para creerlo con-

denado. Lo principal en la educación del pen-

samiento no es, para Guyau, el aprender por

saber muchas cosas, por tener datos, y menos

por sacar utilidad material, ventajas para el

egoísmo, sino el despertar la propia reflexión,

la iniciativa de la investigación con un propósi-

to desinteresado. Mas ya se verá concretamente

la idea de este filósofo respecto al desinterés de

la instrucción y de la educación, cuando haya

que recordar su doctrina en las dos cuestiones

particulares que me propongo tratar brevemen-

te en este discurso, después de haber conside-

rado en general esta materia de la tendencia

utilitaria en la enseñanza. No citaré por ahora

más que algunas palabras suyas: «No hay que

recomendar a los niños el bien moral por la

utilidad que reporta, sino por su belleza»; es

decir, por su elemento ideal, desinteresado. Y

en otro pasaje dice: «Por conocimientos de lujo

no entendemos de ningún modo las altas ver-

dades y los principios especulativos de las cien-

cias, las bellezas de la literatura y de las artes;

este pretendido lujo es cosa necesaria a nues-

tros ojos, porque es el único medio de elevar (y

educar) los espíritus; de moralizarlos por el

amor desinteresado de lo verdadero y de lo

bello. Hay, pues, que distinguir en la enseñanza

los conocimientos tenidos por no utilitarios y

los conocimientos inutilizables; esta distinción

es capital, pues la instrucción debe elevarse

muy por encima de lo utilitario, de lo usual, de

lo rastrero...»

Y dejándome ahora de autoridades antiguas y modernas, para concluir esta parte general de

mi trabajo que sirve de principal y previo ar-

gumento para las cuestiones particulares que

vienen detrás, voy, en resumen, a combatir de

frente, y con la concisión que pueda, la idea

capital del utilitarismo pedagógico que se es-

cuda con el amor de la patria.

El utilitarismo nace del egoísmo, y cuando se

extiende a todo lo nacional, debe llamarse ego-

ísmo nacional, como, en efecto, lo llama Ihe-

ring, refiriéndose al pueblo romano, a quien

compara, desde este punto de vista, con el pue-

blo inglés. Para Ihering el egoísmo nacional es

una gran fuerza, y no tiene el carácter bajo y

repugnante del egoísmo individual. No cabe

negar que el egoísmo social, sea del grado que

sea, no ofrece tan visible ni tan grave corrup-

ción moral como el egoísmo del individuo; pero

es porque está mezclado con elementos de los

que se llaman ahora altruistas o de abnegación,

que pudiéramos decir. No es el egoísmo nacio-

nal tolerable por lo que tiene de egoísmo, sino por lo que tiene de sacrificio, cuando lo tiene, a

un bien superior de una sociedad, aunque sea

limitada. Pero obsérvese que todavía hay gran-

des males en ese egoísmo social; primeramente

tiene la levadura del egoísmo individual que en

cierto modo le acompaña: pues ¿por qué ama-

mos exclusivamente esta nación y se lo sacrifi-

camos todo? Porque es la nuestra. Yo veo en el

bien de mi nación la razón suprema de obrar,

porque es la mía; por este lado no tenemos más

que el propio egoísmo agrandado. Y muchos

así entienden y sienten el patriotismo. Alaban a

su país por lo que se les parece, porque en él

están los propios intereses y las propias vani-

dades. Además, la mayor parte de las veces lo

que sacrifica el egoísta nacional a su nación, no

es lo suyo, sino lo ajeno. Se la quiera grande a

costa de otras naciones, para vivir mejor, para

poseer más en la parte alícuota de soberanía y

prosperidad pública que a cada cual le corres-

ponda. Cuanto más democrático es un país;

cuanto más influye el ciudadano en el Gobierno y más garantías tiene de ser libre y no ser mo-lestado, más patriota se hace; pero suele ser por

esto mismo, porque el egoísmo nacional de esta

situación exige menos del individuo y le da

más. El civis romanus defiende en Roma sus

derechos políticos y privados, y casi siempre

aplica el egoísmo nacional a los bárbaros, a los

extraños, sacrificándolos efectivamente a la

patria. El inglés defiende sus derechos at home,

como cosa sagrada, y el Estado nacional se

guardará muy bien de atacarle en este punto;

donde el inglés muestra su gran deseo de en-

grandecer a su patria a toda costa, es al en-

grandecerla en otras islas y en los continentes.

Pero, aun suponiendo el egoísmo nacional en lo

que tiene de más noble, en la parte que exige

sacrificio individual al interés común del país,

como, v. gr., en ciertos esfuerzos de la educa-

ción, que pueden ser penosos, que exigen traba-

jo, constancia y hasta sacrificios de la sensibili-

dad; aun aquí, si por un lado debemos alabar lo

que hay de sacrificio, por otro tenemos que

encontrar deficiente un criterio moral limitado

que se detiene antes de llegar al motivo puro, y

que puede verse en oposición con la ley racio-

nal, con las exigencias de la naturaleza más

nobles y armónicas. Así, por ejemplo, cuando

los espartanos se criaban exclusivamente como

ciudadanos militares de un pueblo que quería

vencer a otros, subsistir como tal, olvidaban

muchos sagrados aspectos de la vida, y la His-

toria se encargó da dar la razón a sus rivales los

atenienses. Sí; a la larga, son más grandes y más

gloriosos los pueblos que tienen un ideal desin-

teresado, humano, que los que alcanzan por

unos pocos siglos, nunca muchos, una hege-

monía material, a costa de supeditarlo todo a

ese egoísmo de nación, que entusiasma a tan-

tos. El pueblo de Israel, sólo por llamarse así,

trajo al mundo una misión tan alta, que no cabe

otra superior. Del templo de Jehovah no quedó

piedra sobre piedra, pero la pasión religiosa de

Israel dio la ley al mundo civilizado; y el por-

venir ideal es suyo, en cuanto es de sus herederos. Atenas vivió un soplo en la Historia, y el

espíritu ateniense es todavía la flor del espíritu

humano, y hoy las almas más escogidas, a lo

más que aspiran, es a comprender y sentir en

toda su pureza el helenismo. Francia, cuyo pa-

triotismo exaltado no sabe ser egoísta, estuvo a

punto de perecer por la locura de su gran revo-

lución de aspiraciones universales, de tenden-

cia cosmopolita. Roma e. Inglaterra no se com-

prometen por idealidades. Son más fuertes,

pero tienen menos razón. No: no se puede decir

primero la patria, después la humanidad, lo

último el individuo; en esto no hay orden: si se

ha de ser lógico, para que la patria vaya antes

que la humanidad, hay que empezar de otra

manera: primero yo, después la patria, después

lo que queda. Y, en rigor, así hacen ordinaria-

mente los que se crían para utilitarios naciona-

les. Sólo diciendo: primero la idea, Dios, des-

pués la humanidad, después la patria, yo lo

último, hay autoridad racional para sujetar al

egoísmo natural, verdadero, al más terrible, al más cierto, al de la bestia ángel de Pascal. Porque, señores, es muy fácil predicar el odio o el

desprecio, que es peor, de la idealidad; decir,

como dice M. Frary, que hoy por hoy no se

puede fundar el motivo de la moralidad más

que en el hábito, y después proclamar el utilita-

rismo como regla de conducta, pero advirtien-

do que se trata, no de nuestra utilidad perso-

nalmente, sino de la utilidad de un grupo étni-

co, o de una aglomeración histórica de gentes o

de tribus. Lo difícil es que la realidad después

responda a lo que se exige de los hombres a

quien se manda sacrificarse a la nación, no por

nada, sino por hábito, y esto contradiciendo y

venciendo los instintos propiamente egoístas,

que también tienen su valor hereditario. No

negaré que sea imprudente la conducta de

aquella clase de metafísicos que niegan que la

moral pueda ser pura y constante en los hom-

bres que no ven nada por encima de lo relativo;

pero es, sin duda, más peligrosa la afirmación

rotunda de M. Frary, que, hoy por hoy, no en-

cuentra más fundamento para la moralidad que

la fuerza del hábito. El egoísmo también puede

presentar un remotísimo abolengo, y si al indi-

viduo se lo pide que se sacrifique a su pueblo,

no por nada, sino por seguir la costumbre, por

obedecer a tendencias naturales, cuya razón no

puede explicarse, es muy probable que el ego-

ísmo arguya defendiendo su propio arraigo en

la triste humanidad, en quien, sin duda, por

cada arranque de abnegación se puede registrar

mil y más de egoísmo. Mas quiero yo suponer

al hombre utilitario completamente abnegado,

dispuesto a sacrificarse, sin saber por qué, a su

ciudad, es decir, hoy, a su nación, y si se quiere

a la humanidad toda, pero siempre con fin utili-

tario. El bien para el utilitarismo es necesaria-

mente un provecho, una ventaja, un vivir me-

jor, en el sentido de experimentar más satisfac-

ciones, de cumplir más deseos legítimos; mien-

tras no se admita criterio superior para la con-

ducta que el originado de ese empirismo ético,

no cabe pensar que el individuo vea el bien de sus semejantes en cosa diferente de lo que sería

bien para él mismo; de otro modo, que los bie-

nes que el individuo ha de procurar a la socie-

dad sacrificándose, son como los que satisfarían

su egoísmo si él pudiera dar a éste lo que le

pide. Los seres que han de gozar del fruto de

ese sacrificio son como el que se sacrifica, tie-

nen las mismas necesidades y aspiraciones;

porque sería absurdo pensar que la persona

colectiva, aun dándole todos los caracteres per-

sonales que se quiera, goza como tal persona

colectiva, satisface deseos que no tienen los

individuos que la constituyen. No: la persona

social, así considerada, es un mito, un ídolo

renovado. Luego nuestro utilitario altruista

tiene que pensar, si no hay más que utilitaris-

mo, en el bien positivo de los demás indivi-

duos, que son los que pueden saborear esta

clase de bienes. Pues bien; la dicha de los de-

más, que son como él, no puede consistir en un

constante trabajo para adquirir ventajas mate-

riales... para la colectividad... que no puede, como tal, satisfacer necesidades de las que el

utilitarismo satisface. El hombre que reflexiona

y siente, sea utilitario o no, tendrá que ver por

sí mismo lo que son los demás, y verá que no se

trae dicha al mundo por acumular productos y

formas sociales que no colman os anhelos del

individuo, sino que procuran ciertas ventajas

pasajeras que son para todos, pero que nadie

aprecia en mucho, porque no responden a lo

que pide principalmente la naturaleza de cada

uno. Sabe, el que debe sacrificarse, que ha de

morir, y que para él la vida con la idea de la

muerte toma perspectivas ideales, que le aíslan

del mundo, como la niebla forma un círculo de

confusión y sombra en torno de cada cual. El

mismo progreso general, los adelantos materia-

les y las formas sociales que los facilitan, tienen,

para todo el que no es un necio, un valor relati-

vo, transitorio, por lo que a él propio toca. Se

goza de todo, el verdad, y no son los idealistas

muchas veces los que menos gozan, como vi-

mos ya en Salomón, pero no se ve en este orden de dicha lo que más importa; y así, hasta las

sociedades más sensuales, no siendo miserables

e incultas, refinan sus placeres con ciertos con-

dimentos de idealidad, como lo prueba el géne-

ro de voluptuosidades que gozan las clases más

elevadas en los grandes emporios de corrup-

ción y cultura. Pues lo que lo sucede al altruista

que nos estamos figurando, sabe él que les su-

cede a los demás; todos han de morir, todos,

como individuos, ven un gran negocio singular

que a ellos directa, y, por lo pronto, exclusiva-

mente importa; todos los adelantos de la indus-

tria, todos los placeres que pueda procurar el

comercio, toda la dicha que cabe apurar en la

deliciosa copa... de una buena forma de Go-

bierno, pongamos por ejemplo, le interesan al

individuo, como ser uno, substractum especifi-

co del egoísmo social, mucho menos que el

asunto de su propio destino, de su muerte. Y

generación va y generación viene, y siempre

pasa lo mismo. ¿Quién queda para gozar de

veras, sin las congojas de lo deleznable, esa dicha social, nacional, o como se quiera, que se

va formando a costa de los sacrificios de ideali-

dad y de esteticismo a que estamos obligados

todos por amor a la patria? ¿Quién queda para

disfrutar de ferrocarriles, globos, libertad de

comercio, crédito moviliario, sufragio verdad y

tantas y tantas venturas utilitarias, sin apren-

sión, sin dudas, sin idealismos, sin sueños de

muerte? No queda nadie, no queda nada. ¡Y

por este resultado hemos de sacrificarnos! El

utilitarismo es, en definitiva, el goce; pero el

utilitarismo social, o aunque fuera cosmopolita,

es el goce que exige el sacrificio del individuo

para que, en definitiva también, no goce nadie.

Sin duda que la persona social es algo más que

una suma de sus componentes; pero no hay

nada en ella que no sea de la sustancia de los

elementos simples que la componen. Así lo ha

entendido el cristianismo, que siendo ante todo

una gran preocupación individualista, la salva-

ción del alma, ha formado la sociedad más

fuerte, como tal, que ha existido en el mundo.

La ciudad antigua, que sacrificaba el hombre al

pueblo, ha desaparecido; y el cristianismo, que

emancipa al hombre, ha llegado a ser un tejido

social, cuya resistencia sin semejante es innega-

ble. El utilitarismo, para lograr la dicha mate-

rial, tangible, por decirlo así, de un ente de ra-

zón, en lo que se refiere a gozar, mutila al hom-

bre, le roba lo mejor de su herencia, desconoce

su naturaleza. Si queréis tener buenos ciudada-

nos, no volváis a la idea pagana del ciudadano

fraccionario; no hagáis del altruismo una hipo-

cresía, y educad al que ha de servir a la patria,

no como un soldado, ni como un industrial,

sino, ante todo, como un hombre. Y si amáis la

democracia verdadera, no olvidéis que todos

los hombres merecen que se les tome por hom-

bres del todo; porque no hay unos que sean

cuerpo y otros alma; todos tienen esto que lla-

mamos espíritu; todos tienen facultades que

responden a necesidades nobles; y si hay que

reconocer que a un Dante, a un Leopardi, a un

San Francisco de Asís, a un Beethoven, a un

Goethe no se les podría hacer felices sólo con

mucha agricultura, mucho comercio y buena

administración, debemos ver en cada semejante

un espíritu capaz de encaminarse por los mis-

mos senderos de perfección, que elevarían sus

gustos, que ennoblecerían sus anhelos. No seré

yo quien diga que se enseñe griego a los capa-

taces de minas, v. gr.; pero sí afirmo que si pu-

diera llegar a existir una sociedad tan rica, tan

adelantada, en que los capataces de minas y

todos los hombres de su clase tuvieran tiempo

y cultura suficientes para leer con fruto la Iliada

y la Odisea en el original, nada se habría perdi-

do, y no sería contrario al destino racional de

esos hombres que emplearan sus ocios en tal

género de recreo.

No lo dudemos: el individuo no vive de uti-

litarismo; el individuo cree, o padece dudando,

o se desespera y niega, o niega sin dolor, por

enfermedad del espíritu, o por esfuerzo moral

que puede tener su misteriosa grandeza, su

idealidad, negativa, pero no menos idealidad.

Hay que insistir en esto: todos los adelantos

modernos; todas las doctrinas sensualistas y

positivistas; toda la preponderancia económica,

no han hecho del hombre un ser diferente de lo

que era: un ser con espíritu racional para quien,

satisfechas ciertas elementales necesidades eco-

nómicas, lo principal es vivir para el alma, de

una o de otra manera. La sociedad no muere,

pero su organización está influida en mil res-

pectos por la idea de la muerte. Bien se conoce

en todo que es una sociedad de mortales. Y sin

embargo, a lo que parece que tiende el utilita-

rismo es a engañar al mísero mortal haciéndole

trabajar en una clase de actividad de fines co-

lectivos, si no superiores, extraños a la muerte.

Pero ¿quién se deja engañar? Cada cual, pen-

sando en la muerte, da cierto sentido trascen-

dental a la vida. La idea de la muerte, decía yo

antes, nos aísla del mundo; sí, del mundo que

vemos y tocamos, del que nos rodea, pero nos

abre otros horizontes ideales, nos hace dar un

valor sustantivo, como simbólico de toda la

realidad virtual que no vivimos, a la vida breve

de que tenemos conciencia; más o menos, todos

venimos a considerar la existencia sub specie

aeternitatis podría decirse; el creyente no hay

que decir por qué; el que no cree en otra vida,

porque necesita concentrar en ésta toda la ca-

pacidad poética y soñadora, toda la idealidad

que su alma alimenta, no se olvide, ni más ni

menos que el alma del creyente. Por la muerte

la vida es artística, es dramática, es toda una

obra de composición, a veces complicada sa-

biamente, como en Goethe. Por la idea de

muerte adquieren valor infinitas cosas que no

son para alargar la vida. El desinterés, que sua-

viza el dolor de morir, de la idea de muerte se

alimenta. Y ese desinterés, referido a su fun-

damento, es la idealidad, y esa idealidad, en

relación a la belleza es el arte, y en relación al

sentimiento de unidad fundamental es la reli-

gión, y en relación a la verdad es la ciencia pu-

ra, o por lo menos la investigación racional des-

interesada. ¿Queréis ahora que la sociedad viva conforme a su propio bien? Buscad el cumpli-miento del fin racional de sus elementos huma-

nos; haced que la sociedad viva principalmente

atenta a esa idealidad que hemos visto que para

el hombre es lo más interesante y lo más desin-

teresado. Y como la educación del pensamien-

to, la enseñanza, es uno de los fines sociales,

concluyamos legítimamente que, en el sentido

explicado, la instrucción debe inspirarse, en

general, no en el utilitarismo, sea individual o

colectivo, sino en la naturaleza humana, según

es, para este respecto, el de conocer la verdad; a

saber, desinteresada.

Nada menos que todo lo dicho, y acaso más,

se necesita, en mi opinión, para llegar, con sóli-

dos fundamentos, a estudiar cualquiera de las

múltiples cuestiones que el empirismo moder-

no gusta de tratar desordenadamente y por

ocasión extraída a todo sistema, lo mismo en

materias pedagógicas que en otras muchas. Es

claro que el criterio señalado ha de influir en la

solución de los muchos y graves problemas que abarca esa ciencia pedagógica que hoy sólo

fragmentariamente existe; pero yo, en el angus-

tioso término en que debo acabar mi discurso,

sólo puedo ya referirme, con suma brevedad, a

dos de esos asuntos que la pedagogía inspirada

en la idea pura del saber tiene que mirar y tra-

tar de modo muy diferente del que aconseja el

utilitarismo. De todos los problemas pedagógi-

cos de la actualidad, son acaso los más intere-

santes, los que más preocupan la opinión y los

de más trascendencia, en cuanto depende de la

indicada diversidad de criterio, el problema de

la enseñanza clásica y el problema de la ense-

ñanza religiosa, de la enseñanza religiosa como

fundamento racional y estético (en el rigoroso

sentido de la palabra) de la moralidad de la

educación intelectual. Estas dos cuestiones,

diferentes por su objeto, nos ofrecen la unidad

de relación a la materia que he tratado en gene-

ral hasta ahora. El mantenimiento y reforma

necesaria de la enseñanza clásica responde al

criterio pedagógico no utilitario, de idealidad histórica; como la destrucción, que así puede

llamarse, de las disciplinas griega y latina, que

piden muchos, responde a una lógica conse-

cuencia del utilitarismo en la enseñanza. Y en

cuanto a la enseñanza influida por el elemento

religioso-ético, directa y orgánicamente, no en

abstracta separación, que mutila el espíritu, y

seca la fe, y enfría la ciencia, y la reduce a fór-

mulas abstractas, responde al criterio pedagó-

gico no utilitario de idealidad filosófica y estéti-

ca, a la idealidad metafísica y de conducta futu-

ra, de finalidad y actividad eficaz y fecunda;

mientras que la separación de la enseñanza y

de la religión es también, en el laicismo utilita-

rio, una consecuencia lógica del criterio general

que el utilitarismo aplica a la educación intelec-

tual de los pueblos.

Yo quisiera, señores, aun con lo poquísimo

que sé, tener espacio para escribir sendos libros

acerca de uno y otro asunto; pero aquí no pue-

do ni siquiera consagrar a cada uno de ellos las

páginas que exigirían las buenas proporciones de mi trabajo. Sin embargo, para la brevedad

que en adelante necesito podrá servirme el

haberme detenido a considerar en general mi

asunto; como sirve, por ejemplo, en un tratado

de derecho civil, para abreviar razones en la

parte especial, el haberse extendido oportuna-

mente en la investigación de los elementos ju-

rídicos generales.

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