- V -

Llego muy tarde, con muy poco tiempo a mi

disposición, al último punto que me había pro-

puesto estudiar en este discurso. Y apenas oso

desflorar la materia, que es lo único que ya

puedo hacer, porque es predilecta para mí, la

que considero más grave, más digna de aten-

ción y más compleja.

Más bien que detenido examen, que serie de

ordenados raciocinios, será lo que diga de la

relación religiosa de la enseñanza, manifesta-

ción casi dogmática de mi opinión, protesta de

mis ideas, de mi sentir, que me obligue en con-

ciencia a desenvolver en otra ocasión más hol-

gada lo que ahora no haré más que anunciar y dejar demostrado.

El utilitarismo, que mata el idealismo en su

faz histórica rompiendo los lazos de la civiliza-

ción actual con el mundo clásico, quiere tam-

bién matar el idealismo en su respecto primor-

dial, cortando los lazos espirituales que nos

unen con la idea y con el amor de lo absoluto.

De tantas y tantas horrorosas operaciones

quirúrgicas como lleva a cabo la especulación

abstracta, falsa, propiamente idolátrica, ningu-

na tan nociva como esta que divide la realidad

y deja de un lado lo que mira a lo temporal y de

otro lo que corresponde a las perspectivas de lo

absoluto, de lo infinito, de lo eterno. Esta mal-

hadada tendencia abstracta, queriendo ser pru-

dente, queriendo acabar con luchas seculares

de los fanatismos, ha inventado el laicismo co-

mo un terreno neutral; y aunque en muchos

casos, en la vida política particularmente, ha

evitado graves males esta neutralidad del Esta-

do; aunque ha sido garantía contra las preten-

siones injustas de las sectas, ello es que, mal entendido por los más lo que esta posición imparcial de la vida civil significaba, hemos llega-

do, sin abandonar en idea la religión, a vivir sin

religión, a lo menos la mayor parte del tiempo;

hemos llegado en la especulación a la incerti-

dumbre respecto de nuestras relaciones con la

Divinidad y respecto de la esencia y aun exis-

tencia de esta Divinidad; pero en la práctica

viven los pueblos más civilizados como si

hubiéramos llegado a la certidumbre negativa.

Bien se puede decir, aunque sea triste, que gran

parte de los hombres más instruidos, más cul-

tos, piensan como escépticos y viven como

ateos. El agnosticismo reconoce que puede

haber Dios; por boca de uno de sus más ilustres

representantes, Spencer, ha llegado a confesar

la realidad innegable del Ser Uno, fundamento

de todo; y a pesar de esto, a pesar de que el

ateísmo declarado, dogmático, es cosa de po-

cos, no es cosa de ningún gran filósofo moder-

no, en la duda de unos y en la afirmación de los

más, vivimos como si la negación fuera la verdad adquirida. No nace de perversión semejan-

te estado, de perversión moral; nace de esas

abstracciones que quitan a la vida ordinaria el

jugo místico; y como nosotros, los tristes morta-

les, vivimos sumidos en lo relativo, en este sue-

lo

De noche rodeado

en sueño y en olvido sepultado,

como dice Fray Luis de León a don Oloarte;

como toda nuestra actividad parece laica, por

que es relativa, resulta ¡funesto resultado! que

no entendemos por vida no laica, más que las

formas de los cultos, las funciones externas de

lo eclesiástico, que para los más son res inter

alios acta; y casi casi viene a suceder que no

viven como racionales religiosos más que los

buenos sacerdotes y la gente devota de este o el

otro culto: y, sin embargo, lo repito, nuestra

filosofía actualmente no se inclina al ateísmo

como se inclinaba, en general en tiempos no

remotos; y lo que predomina es la reserva, la

prudencia, el criterio abierto a todas las posibilidades, y añádase, porque es verdad, una ten-

dencia estética y hereditaria a desear que la

verdad sea afirmativa en el gran problema de

lo trascendental. Y a pesar de esto, apenas se

vive religiosamente. Empiezan las Constitucio-

nes de los Estados, allí donde no siguen come-

tiendo la injusticia de establecer la ley de las

castas para las creencias, empiezan por acorra-

lar -esta es la palabra- a la religión, en sus cul-

tos, en su hermosa vida plástica, simbólica; y a

las antiguas teorías, hecatombes, sacrificios en

lo alto de las montañas, misterios en los bos-

ques y procesiones y predicaciones en las calles,

en los campos, al aire libre, cara a cara con el

cielo, suceden las precauciones reglamentarias,

policiacas, las medidas de buen gobierno para

aislar los cultos como si fueran focos epidémi-

cos, para encerrarlos entre cuatro paredes, para

arrinconarlos, como se arrinconan ciertas fla-

quezas humanas. Por ir de prisa, refiramos esto

a la enseñanza, y se verá que la abstracción de

que hablo ha inventado, con apariencias de

equidad y liberalismo, el mayor daño posible

para la educación armónica, propiamente

humana; la separación, así, separación de la

enseñanza religiosa y de las demás enseñanzas

que no sé cómo llamarlas, así separadas, como

no las llame irreligiosas. Porque téngase en

cuenta que en este punto el abstenerse es negar;

quien no está con Dios, está sin Dios; la ense-

ñanza que no es deista, es atea. Un ilustre pro-

fesor y filósofo español, dignísimo profesor

mío, en un discurso célebre, que oían señoras,

creía ser muy imparcial diciendo que como él,

en conciencia, no sabía si en el mundo de lo

trascendental existía un principio, la unidad

divina, en suma, se abstenía de aconsejar a los

suyos ni la creencia ni el descreimiento; y en

consecuencia, los educaba sin prejuzgar esta

cuestión. Pues yo digo, señores, con el grandí-

simo respeto que me merece la persona a quien

aludo, que la cuestión queda prejuzgada, por-

que los hijos que se educan en la duda de Dios,

se educan como si no le hubiera; y más diré, que si no lo hubiera, no está muy claro que fuera muy perjudicial para la buena educación

portarse como si le hubiese; mientras que si hay

Dios, el prescindir de la Divinidad no puede

menos de ser funesto.

Yo doy a las circunstancias históricas en este

asunto, como en todos, lo que es suyo. En tal

país podrá ser necesario conservar -la enseñan-

za religiosa de un culto determinado, en las

escuelas públicas, por ser exigencia racional del

pueblo; en otros países son oportunos los expe-

dientes que se usan de la previa declaración

confesional de los padres de familia; en alguna

parte habrá que temer la competencia de un

sacerdocio exclusivista y que lleva miras extra-

ñas a la pura fe; mas nada de esto quita que, en

general, la tendencia racional en ese punto ten-

ga que ser la armónica de la educación inspira-

da, en cierto respecto, en el sentimiento religio-

so. Dejar para el domicilio la enseñanza religio-

sa y en la escuela no encontrar más que doctri-

nas en que se mutile la realidad de la vida

humana, haciendo abstracción de toda ideali-

dad piadosa, es desconocer el principio funda-

mental de la educación intelectual y de sus re-

laciones con la educación ética y estética.

Como por lo mucho que importa terminar

pronto este discurso, no me queda espacio para

referirme a los autores que hablan de estos

asuntos, ni para digresiones históricas, ni para

cuestiones particulares dentro de esta cuestión

general, me contentaré con citar una autoridad

nada sospechosa de fanatismo religioso, la del

malogrado Guyau, que en el libro de que hablé

antes trata con gran profundidad y criterio muy

elevado este difícil problema del modo del ele-

mento religioso en la enseñanza pública. Re-

cuérdese que Guyau es autor de la obra titula-

da: Irreligión del porvenir. Pues con todo, él es

quien dice: «Creemos que el hombre, cualquie-

ra que sea su clase o su raza, filosofará siempre

acerca del mundo y de la gran sociedad cósmi-

ca. Lo hará, ya con profundidad, ya con inocen-

te sencillez, según su instrucción y las tendencias individuales de su espíritu. Siendo así, no

podemos admitir que se deba declarar la guerra

a las religiones en la enseñanza, porque tienen

su utilidad moral en el estado actual del espíri-

tu humano. Constituyen uno de los elementos

que impiden la disgregación del edificio social,

y no hay que descuidar nada que sea una fuer-

za de unión, sobre todo dada la tendencia indi-

vidualista y anárquica de nuestros demócratas.

Las escuelas públicas, en Francia, no pueden

ser confesionales; pero una doctrina filosófica,

tal como el amplioteísmo enseñado en nuestras

escuelas, no es una confesión ni es un dogma:

es la exposición de la opinión filosófica con-

forme a las tradiciones de la mayoría. El ateís-

mo, por otra parte, no es un dogma, ni una con-

fesión que pueda tener el derecho de excluir

toda opinión contraria como un atentado a la

libertad de conciencia... El fanatismo antireli-

gioso ofrece graves peligros.»

He copiado tan larga cita, más que por nada, para que se vea cómo se puede ser completamente independiente en la propia razón, y, sin

embargo, reconocer que la separación de la

enseñanza religiosa... y las demás, no es, en

definitiva, la solución del problema, sino un

paliativo cuya justicia a veces será evidente,

pero que pido ser reemplazado por una armó-

nica forma que respete la santa unidad del alma

humana y la imagen, también sagrada, que el

alma lleva en sí, para vivir sin enloquecer o

desesperarse, o hundirse en el marasmo, de la

unidad y del orden del mundo. Dejad que el

hombre adulto vea después lo que hay de este

orden, de esta unidad; pero no planteéis el pro-

blema en la enseñanza mientras ésta conserve

propósito educativo.

Y concluyo, señores. Dejo sin tratar, sobre

todo en este último capítulo, multitud de aspec-

tos de las respectivas cuestiones; sé cuán in-

completo es mi trabajo, no ya sólo por mi corto

saber, sino por las muchas lagunas que, aun

pudiendo llenarlas, he tenido que dejar en mi discurso por motivos extraños al plan del mismo. A lo que me obligan tales deficiencias es a

insistir en el examen de tan importantes pro-

blemas, buscando para ello ocasiones de más

holgura que la presenta, y prometiéndome que

este ensayo me sirva de prólogo para otros su-

cesivos.

Y, así como yo me propongo consagrar parte

de mis estudios y de mi tiempo a estas materias

pedagógicas, os invito a vosotros, mis queridos

compañeros, a que sigáis haciendo o comencéis

a hacer lo mismo.

Volver los ojos a la juventud, cuidar de su

educación, es un consuelo y una esperanza,

sobre todo en esta España que tuvo días de

gloria y de fuerza universalmente reconocidas,

y que hoy, angustiada por la idea de su propia

decadencia, se entrega al marasmo y acaso al

pesimismo. No, no desesperemos; los pueblos

no deben creerse viejos; no deben contar sus

años, aunque deben amar su historia; no está

probado que no sea posible una resurrección: mas, para que la triste realidad no haga absurda toda ilusión halagüeña, miremos al porve-

nir, trabajemos, mediante una educación racio-

nal, sistemática, que sea en nosotros un cons-

tante sacrificio, una virtud; trabajemos en la

dirección de las generaciones nuevas, ya que no

sea posible encontrar manera de hacer mejores

a los hombres que hoy tienen la responsabili-

dad de la suerte de la patria. Cuando un incen-

dio devora nuestra hacienda, un campo, una

casa, si advertimos que es imposible librar de

las llamas cierta parte de nuestros bienes, acu-

dimos, abandonándola, a salvar lo más lejano,

aislando el fuego, cortando el paso a la hogue-

ra. Espíritus nobles y fuertes, desesperados por

lo que toca al destino de su generación, en vez

de entregarse a vanas declamaciones, trabajan

por acortar el paso a la corrupción y decadencia

presentes, y atiende a la juventud para salvarla

del contagio, para crearle nuevas y más sanas

condiciones de vida. Imitemos a estos dignos maestros.

Recordando las grandezas de la España que

fue, trabajemos por las posibles grandezas de la

España del porvenir. Observa un publicista

ruso que desde los tiempos de Pedro el Grande

y de Catalina, el imperio moscovita se preparó,

como en profecía, para dar digno albergue a las

grandezas futuras, construyendo soberbios

monumentos, proporcionados a los esplendo-

res de la gran prosperidad que, según su fe

patriótica, aguardaba a Rusia. Pues nosotros,

que no necesitamos soñar, sino recordar, para

que surjan grandezas y esplendores de España,

construyamos, no Escoriales, alcázares y basíli-

cas, que ya tenemos, sino el edificio espiritual

de la futura España regenerada, resucitada,

mediante una educación y una enseñanza ins-

piradas en el ideal más alto, pero llenas de la

vida moderna. Tamaño trabajo, arduo sin duda,

es para nosotros de pura abnegación; los que a

él se consagren no esperen recompensas exte-

riores, halagos del mundo y de la vanagloria; no esperen tampoco vivir para el tiempo en que

den fruto sus esfuerzos de ahora. Tengamos

caridad; vivamos y trabajemos para el porvenir

que no hemos de ver, y seamos como aquellos

ancianos de que nos habla Cicerón en su trata-

do De Senectute:... Sed iidem in eis elaborant,

quae sciunt nihil ad se omnino pertinere.

HE DICHO.

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