XXIII

Mientras aguardábamos la salida, nuestras lenguas no estaban ociosas, y aunque Marijuán me entretenía por un lado con sus donaires y chuscadas, por el otro era de tanto interés un diálogo entablado entre Santorcaz y D. Diego, que a las palabras de estos dirigí toda mi atención. No puedo menos de copiarlo íntegro y tal cual lo oí, por si mis lectores quieren meditar un poco sobre el mismo tema.

—Lo que me indicó usted hace poco —decía Santorcaz— acerca de que esa linda joven que se le destina para esposa no quiere salir del convento, debe tenerle sin cuidado. Esas son gazmoñerías de las muchachas españolas que, engañadas por su fantasía, se creen enamoradas de Jesucristo, cuando lo que sienten es verdadera pasión por un ideal mundano.

—Y si no quiere salir, que no salga —respondió el joven—. ¡Si yo no la he visto, si yo no comprendo por qué razón he podido pensar en ella una sola vez!

—¿Pero la quiere usted?

—Confesaré a usted lo que me pasa. Cuando mi madre me llamó un día, y después de darme dos palmetazos porque tenía las manos manchadas de tinta, me dijo que había determinado casarme, sentí mucha alegría, y al volver a mi cuarto rompí todas las planas de escritura, diciendo a D. Paco que yo era un hombre y no me daba la gana de obedecerle. A todas horas pensaba en mi mujercita y en las delicias del matrimonio. Mi madre escribía cartas y más cartas para concertar mi boda, y cuando yo le preguntaba con la mayor curiosidad: «Señora madre, ¿cómo va eso?», me respondía: «Anda a estudiar, mocoso. Ahora, con la novelería del casamiento no coges un libro en la mano». Por fin mi mamá, a fuerza de cartas, lo arregló todo. Cuando fuí a Córdoba creí que me la enseñarían; pero aquellas señoras dijéronme que la discreta joven no quería salir del convento, y, por último, me dieron el medallón que usted tiene guardado. Después la sobrina me regaló unos dulces, y su tía un pito para que fuera pitando por las calles, y en mi segunda y tercera visita pasó lo mismo, excepto que no me dieron más pitos. Cuando vi el retrato me gustó tanto la muchacha, que por la calle le iba dando besos, y por la noche la acosté conmigo en mi cama. Estoy prendado de ella; mejor dicho, lo estuve estos días atrás, porque ya, habiendo discurrido sobre la necedad de prendarme de un retrato, me río de mí mismo, y digo: «¡Si de carne y hueso encontraré tantas, a qué volverme loco por una pintura!».

—Pues no, Sr. D. Diego —dijo Santorcaz—. Puesto que la señora Condesa le escogió a usted esa esposa, sin duda es un gran partido, y usted debe insistir en casarse con ella.

—¿Sí? Pues vaya usted a sacarla del convento —añadió Rumblar—. Vamos, que según me dijeron, no hay quien le hable de otro esposo que Jesucristo.

—Ya lo he dicho: esas son gazmoñerías de las españolas, por lo general mujeres nerviosas, muy extremadas en sus pasiones, y dispuestas siempre a confundir en un mismo sentimiento la voluptuosidad y el misticismo. Cuidado con las monjitas de quince años, que reniegan del siglo y juran que han de morir de viejas en el claustro. Yo conocí una joven y linda novicia que tampoco quería tener más esposo que Jesucristo, y que se ponía furiosa cuando le hablaban de salir del convento, hasta que un viernes santo vio a cierto joven al través de la verja del coro. A los quince días la hermosa novicia abrió por la noche una de las rejas del convento, y se arrojó a la calle, donde le esperaba su amante y hoy feliz esposo.

—¡Oh! ¡Bonitísimo suceso! —exclamó con entusiasmo D. Diego—. ¡Cuánto daría porque a mí me pasase uno semejante!

—¿Ella le ha visto a usted?

—No.

—Pues en cuanto le vea, apuesto a que la muchacha se apresura a salir por la puerta, sin exponerse a los peligros de arrojarse por la ventana. Pero ahora que me ocurre, Sr. D. Diego: si usted en vez de ser un muchacho apocadito, educado a la antigua, y sencillo como un fraile motilón, fuera un hombre atrevido, arrojado..., pues..., como somos todos aquellos que no hemos recibido la educación de grandes de España; si usted se echara de una vez fuera del cascarón de huevo en que le ha empollado la ciencia de D. Paco y los mimos de sus hermanitas, ahora podríamos lanzarnos a una aventura deliciosa.

—¿Cuál, amigo Santorcaz?

—Mire usted. Después de la batalla, y cuando volvamos a Córdoba, sacar a esa joven del convento.

—¿Cómo?

—Demonio, ¿cómo se hacen las cosas? ¡Si viera usted! Eso es muy divertido. ¿Ve usted este rasguño que tengo en la mano derecha? Me lo hice saltando las tapias de un convento. Son cinco los que he escalado, por trapicheos con otras tantas novicias y monjas. ¡Ay, señor D. Diego de mi alma! El recuerdo de estas y otras cosillas es lo que le alegra a uno, cuando se siente ya en las puertas de la triste vejez.

—Hombre, eso me parece muy bonito —dijo D. Diego, saltando sobre la silla—. Pues yo quiero hacer lo mismo, yo quiero rasguñarme saltando tapias de convento. Conque diga usted, ¿qué hacemos? ¿Nos entramos de rondón en el convento, y cogiendo a la muchacha me la llevo a mi casa? Sí; y habrá que pegarle un par de sablazos a alguien, y romper puertas, y apagar luces. Hombre, ¡magnífico! ¡Si dije que usted es el hombre de las grandes ideas! ¡Qué cosas tan nuevas y tan preciosas me dice! Estoy entusiasmado, y me parece que antes de venir al ejército era yo un zoquete. Cabalmente recuerdo que he pensado alguna vez en eso que usted me dice ahora..., sí.., allá..., cuando iba a misa con mi madre a las Dominicas.

—Estas cosas, D. Diego, son la vida —añadió Santorcaz—; son la juventud y la alegría.

—¡Soberbia idea! ¿Conque vamos a buscar a esa jovenzuela, mi futura esposa? ¡Qué preciosa ocurrencia! Verá ella si yo soy hombre que se deja burlar por niñerías de novicia. Nada, nada: mi esposa tiene que ser, quiera o no quiera. Pero oiga usted: ¿y si nos descubren los alguaciles y nos llevan presos?

—Por eso hay que andar con cuidado, pero en ese mismo cuidado, en las precauciones que es preciso tomar, consiste el mayor gusto de la empresa. Si no hubiera obstáculos y peligros, no valía la pena de intentarla.

—Efectivamente. A mí me gustan los peligros, Sr. D. Luis. A mí me gusta todo aquello que no se sabe adónde va a parar. Siga usted hablándome del mismo asunto. ¿Qué precauciones tomaremos?

—¡Oh! Cuando llegue el caso... Yo soy muy corrido en esas cosas. Ya no estoy para fiestas, es verdad, y por cuenta mía no intentaría aventuras de esta especie, pero son tan grandes las disposiciones que descubro en usted para ser hombre a la moderna, hombre de ideas atrevidas y para echar a un lado las ranciedades y rutinas de España, que volveré a las andadas y entre los dos haremos alguna cosa.

—Pero, hombre, ¿cuándo se dará esa batalla, cuándo volveremos a Córdoba, para enseñarle yo a mi señorita como se portan los caballeros de ideas modernas, que han recibido un desaire de las novias de Jesucristo? Pero diga usted, Santorcaz: si perdemos la batalla, si nos matan...

—Todavía no se ha hecho la bala que me ha de matar. Y usted, ¿qué presentimientos tiene?

—Creo que tampoco he de morir por ahora. ¡Ay! ¡Si viera usted!, tengo un fuego dentro de la cabeza... Me hierven aquí tantos pensamientos nuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, que se me figura he de vivir lo necesario para que sepa el mundo que existe un D. Diego Afán de Ribera conde de Rumblar.

—¡Bueno, magnífico! Lo mismo era yo cuando niño. Fui después a Francia, donde aprendí muchísimas cosas que aquí ignoraban hasta los sabios. Al volver he encontrado a esta gente un poco menos atrasada. Parece que hay aquí cierta disposición a las cosas atrevidas y nuevas. En Madrid se han fundado varias sociedades secretas.

—¿Para asaltar conventos?

—No, no son sociedades de enamorados. Si algún día se ocupan de conventos, será para echar fuera a los frailes y vender luego los edificios...

—Pues yo no los compraría.

—¿Por qué?

—Porque esas casas son de Dios, y el que se las quite se condenará.

—¿Qué es eso de condenarse? Me río de vuestras simplezas. Pues, hijo, adelantado estáis.

—Vivamos en paz con Dios —dijo D. Diego—. Por eso creo que antes de robar del convento a mi novia, debemos confesar y comulgar, diciéndole al Señor que nos perdone lo que vamos a hacer, pues no es más que una broma para divertirnos, sin que nos mueva la intención de ofenderle.

Santorcaz rompió a reír desahogadamente.

—Conque usted es de los que encienden una vela a Dios y otra al diablo? Robamos a la muchacha, ¿sí o no?

—Sí, y mil veces sí. Ese proyecto me tiene entusiasmado. Y me marcharé con ella a Madrid, porque yo quiero ir a Madrid. Dicen que allí suele haber alborotos. ¡Oh! ¡Cuánto deseo ver un alboroto, un motín, cualquier cosa de esas en que se grita, se corre, se pega! ¿Ha visto usted alguno?

—Más de mil.

—Eso debe de ser encantador. Me gustaría a mí verme en un alboroto, me gustaría gritar con los demás diciendo: abajo esto o lo otro. ¡Ay! ¡Cómo me alegraba cuando mi señora madre reñía a D. Paco, y este a los criados, y los criados unos con otros! No pudiendo resistir el alborozo que esto me causaba, iba al corral, ponía canutillos de pólvora a los gatos, y encerrándolos en un cuarto con las gallinas, me moría de risa.

Santorcaz, lejos de reír con esta nueva barrabasada de su discípulo, estaba con la mirada fija en el horizonte, completamente abstraído de todo, y meditando sin duda sobre graves asuntos de su propio interés. No sé cuál será la opinión que el lector forme de las ideas de aquel hombre, pero no se les habrá ocultado que sus ingeniosas sugestiones encerraban segundo intento. El atolondrado rapaz, lanzado a las filas de un ejército sin tener conocimiento alguno del mundo, con mucha imaginación, arrebatado temperamento y ningún criterio, igualmente fascinado por las ideas buenas y las malas, con tal que fueran nuevas, pues todas echaban súbita raíz en su feraz cerebro, acogía con júbilo las lecciones del astuto amigo; y su lenguaje, su nervioso entusiasmo, sus planes entre abominables e inocentes, todo anunciaba que D. Diego se disponía a cometer en el mundo mil disparates.

Santorcaz, después de permanecer por algunos minutos indiferente a las preguntas de su discípulo, reanudó la conversación; pero apenas comenzada esta, oímos un tiro, en seguida otro, luego otro y otro.

Share on Twitter Share on Facebook