VI


A la salida del teatro recordó Alberto que el joven del albornoz blanco, o sea Rurico de Cálix, o mejor dicho, Óscar el Encubierto, lo había emplazado para aquel día, para aquella hora, en la orilla del Guadalquivir, y le ocurrió la humorada de acudir a la cita, aunque sabía que su adversario no podía comparecer, pues que lo había visto enterrar en el foso del castillo de Silly.

Despidiose de su esposa y de sus amigos, diciendo que volvía pronto, y se dirigió al sitio concertado.

Alberto no era supersticioso; pero, según se aproximaba al río, se iba arrepintiendo de su pesada broma.

-¡Diablo! -murmuraba-. Diré «Diablo» ahora que nadie me oye. ¡Ese pirata es capaz de resucitar para acudir a la cita!

Llegó, al fin, al mismo punto donde un año antes habló con el desconocido, y se paró a encender un cigarro.

En esto sintió leve rumor en el agua.

El joven se estremeció y miró al río.

Hacía luna.

Alberto distinguió a su incierta claridad un bote que se acercaba hacia aquel sitio.

-¡Diablo! -exclamó, sintiendo frío en los huesos.

Pasado un momento, empezó a percibir una figura blanca sobre el fondo obscuro del barco.

El joven retrocedió.

La aparición siguió aproximándose.

Alberto vio entonces perfectamente que el hombre que gobernaba la barca vestía un albornoz blanco exactamente igual al que usaba el difunto noruego.

-¡Él es! -pensó el esposo de Matilde-. ¿No murió del todo, o ha resucitado?

Y trémulo, despavorido, montó sus pistolas.

El hombre del albornoz blanco saltó a tierra.

Alberto vaciló un momento; luego se decidió y se arrojó sobre el aparecido.

-¡Ladrones! -gritó el de lo blanco.

-¿Quién eres? -preguntó el joven, apuntándole al pecho.

-¡Señor... soy un pobre barquero con mucha familia!

Alberto lo miró entonces atentamente, y vio que, en efecto, era un tosco pescador.

-¿De dónde has sacado ese disfraz? -preguntó el joven con un resto de duda.

-¡Señor... me lo encontré el año pasado, tal noche como ésta, ahí... en medio del río!

-¡Soy un imbécil! -exclamó Alberto, guardando las pistolas-. Este albornoz blanco es el que nuestro pirata echó al Guadalquivir aquella noche... Perdone usted, buen hombre... -añadió.

Y le llenó de plata la mano, pidiéndole en cambio aquella estropeada vestimenta.

El barquero aceptó el trato con regocijo.

Alberto volvió a su casa, y mostró su trofeo a los asombrados ojos de Brunilda y Serafín.

Contó su cómica aventura, que arrancó varios estremecimientos a los recién casados, y ésta fue la última vez que hablaron en toda su vida de aquella larga serie de desgracias.

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