IX. ¡Arre, Burra!

Por dondequiera que pasaban el personaje y su apéndice, los labradores dejaban sus faenas y se descubrían hasta los pies, con más miedo que respeto; después de lo cual se decían en voz baja:

—¡Temprano va esta tarde el señor Corregidor a ver a la señá Frasquita!

—¡Temprano... y solo!—añadían algunos, acostumbrados a verlo siempre dar aquel paseo en compañía de otras varias personas.

—Oye, tú, Manuel: ¿por qué irá solo esta tarde el señor Corregidor a ver a la navarra?—le preguntó una lugareña a su marido, el cual la llevaba a grupas en la bestia.

Y, al mismo tiempo que la pregunta, le hizo cosquillas, por vía de retintín.

—¡No seas mal pensada, Josefa! (exclamó el buen hombre). La señá Frasquita es incapaz...

—No digo yo lo contrario... Pero el Corregidor no es por eso incapaz de estar enamorado de ella... Yo he oído decir que, de todos los que van a las francachelas del molino, el único que lleva mal fin es ese madrileño tan aficionado a faldas...

—¿Y qué sabes tú si es o no aficionado a faldas?—preguntó a su vez el marido.

—No lo digo por mí...¡Ya se hubiera guardado, por más corregidor que sea, de decirme los ojos tienes negros!

La que así hablaba era fea en grado superlativo.

—Pues mira, hija, ¡allá ellos! (replicó el llamado Manuel). Yo no creo al tío Lucas hombre de consentir...¡Bonito genio tiene el tío Lucas cuando se enfada!...

—Pero, en fin, ¡si ve que le conviene!...—añadió la tía Josefa, retorciendo el hocico.

—El tío Lucas es hombre de bien...(repuso el lugareño); y a un hombre de bien nunca pueden convenirle ciertas cosas...

—Pues entonces, tienes razón...¡Allá ellos!—¡Si yo fuera la señá Frasquita!...

—¡Arre, burra!—gritó el marido, para mudar la conversación.

Y la burra salió al trote; con lo que no pudo oírse el resto del diálogo.

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