XV. DESPEDIDA EN PROSA

Serían las nueve de aquella misma noche, cuando el tío Lucas y la señá Frasquita, terminadas todas las haciendas del molino y de la casa, se cenaron una fuente de ensalada de escarola, una libreja de carne guisada con tomates, y algunas uvas de las que quedaban en la consabida cesta; todo ello rociado con un poco de vino y con grandes risotadas a costa del Corregidor: después de lo cual miráronse afablemente los dos esposos, como muy contentos de Dios y de sí mismos, y se dijeron, entre un par de bostezos que revelaban toda la paz y tranquilidad de sus corazones:

—Pues, señor, vamos a acostarnos, y mañana será otro día.

En aquel momento sonaron dos fuertes y ejecutivos golpes aplicados a la puerta grande del molino.

El marido y la mujer se miraron sobresaltados.

Era la primera vez que oían llamar a su puerta a semejante hora.

—Voy a ver...—dijo la intrépida navarra, encaminándose hacia la plazoletilla.

—¡Quita! ¡Eso me toca a mí! (exclamó el tío Lucas con tal dignidad, que la señá Frasquita le cedió el paso).—¡Te he dicho que no salgas!—añadió luego con dureza, viendo que la obstinada Molinera quería seguirle.

Ésta obedeció, y se quedó dentro de la casa.

—¿Quién es?—preguntó el tío Lucas desde en medio de la plazoleta.

—¡La Justicia!—contestó una voz al otro lado del portón.

—¿Qué Justicia?

—La del Lugar.—¡Abra V. al señor Alcalde!

El tío Lucas había aplicado entretanto un ojo a cierta mirilla muy disimulada que tenía el portón, y reconocido a la luz de la luna al rústico Alguacil del Lugar inmediato.

—¡Dirás que le abra al borrachón del Alguacil!—repuso el Molinero, retirando la tranca.

—¡Es lo mismo...(contestó el de afuera); pues que traigo una orden escrita de su Merced!—Tenga V. muy buenas noches, tío Lucas...—agregó luego entrando, con voz menos oficial, más baja y más gorda, como si ya fuera otro hombre.

—¡Dios te guarde, Toñuelo! (respondió el murciano).—Veamos qué orden es esa...¡Y bien podía el señor Juan López escoger otra hora más oportuna de dirigirse a los hombres de bien!—Por supuesto, que la culpa será tuya.—¡Como si lo viera, te has estado emborrachando en las huertas del camino!—¿Quieres un trago?

—No, señor; no hay tiempo para nada. ¡Tiene V. que seguirme inmediatamente! Lea V. la orden.

—¿Cómo seguirte? (exclamó el tío Lucas, penetrando en el molino, después de tomar el papel).—¡A ver, Frasquita! ¡alumbra!

La señá Frasquita soltó una cosa que tenía en la mano, y descolgó el candil.

El tío Lucas miró rápidamente el objeto que había soltado su mujer, y reconoció su bocacha, o sea un enorme trabuco que calzaba balas de a media libra.

El Molinero dirigió entonces a la navarra una mirada llena de gratitud y ternura, y le dijo, tomándole la cara:

—¡Cuánto vales!

La señá Frasquita, pálida y serena como una estatua de mármol, levantó el candil, cogido con dos dedos, sin que el más leve temblor agitase su pulso, y contestó secamente:

—¡Vaya, lee!

La orden decía así:

«Para el mejor servicio de S. M. el Rey Nuestro Señor (Q. D. G.), prevengo a Lucas Fernández, molinero, de estos vecinos, que tan luego como reciba la presente orden, comparezca ante mi autoridad sin excusa ni pretexto alguno; advirtiéndole que, por ser asunto reservado, no lo pondrá en conocimiento de nadie: todo ello bajo las penas correspondientes, caso de desobediencia.—El Alcalde:

Juan López.»

Y había una cruz en vez de rúbrica.

—Oye, tú. ¿Y qué es esto? (le preguntó el tío Lucas al Alguacil). ¿A qué viene esta orden?

—No lo sé...(contestó el rústico; hombre de unos treinta años, cuyo rostro esquinado y avieso, propio de ladrón o de asesino, daba muy triste idea de su sinceridad).

Creo que se trata de averiguar algo de brujería, o de moneda falsa... Pero la cosa no va con V.... Lo llaman como testigo o como perito.—En fin, yo no me he enterado bien del particular... El señor Juan López se lo explicará a V. con más pelos y señales.

—¡Corriente! (exclamó el Molinero). Dile que iré mañana.

—¡Ca! ¡no, señor!... Tiene V. que venirse ahora mismo, sin perder un minuto.—Tal es la orden que me ha dado el señor Alcalde.

Hubo un instante de silencio.

Los ojos de la señá Frasquita echaban llamas.

El tío Lucas no separaba los suyos del suelo, como si buscara alguna cosa.

—Me concederás cuando menos (exclamó al fin, levantando la cabeza) el tiempo preciso para ir a la cuadra y aparejar una burra...

—¡Qué burra ni qué demontre! (replicó el Alguacil). ¡Cualquiera se anda a pie media legua! La noche está muy hermosa, y hace luna...

—Ya he visto que ha salido...—Pero yo tengo los pies muy hinchados...

—Pues entonces no perdamos tiempo. Yo le ayudaré a V. a aparejar la bestia.

—¡Hola! ¡Hola! ¿Temes que me escape?

—Yo no temo nada, tío Lucas...(respondió Toñuelo con la frialdad de un desalmado). Yo soy la Justicia.

Y, hablando así, descansó armas; con lo que dejó ver el retaco que llevaba debajo del capote.

—Pues mira, Toñuelo... (dijo la Molinera). Ya que vas a la cuadra... a ejercer tu verdadero oficio..., hazme el favor de aparejar también la otra burra.

—¿Para qué?—interrogó el Molinero.

—¡Para mí!—Yo voy con vosotros.

—¡No puede ser, señá Frasquita! (objetó el Alguacil). Tengo orden de llevarme a su marido de V. nada más, y de impedir que V. lo siga.—En ello me van «el destino y el pescuezo.»—Así me lo advirtió el señor Juan López.—Conque... vamos, tío Lucas...

Y se dirigió hacia la puerta.

—¡Cosa más rara!—dijo a media voz el murciano sin moverse.

—¡Muy rara!—contestó la señá Frasquita.

—Esto es algo... que yo me sé...—continuó murmurando el tío Lucas, de modo que no pudiese oírlo Toñuelo.

—¿Quieres que vaya yo a la ciudad (cuchicheó la navarra), y le dé aviso al Corregidor de lo que nos sucede?...

—¡No! (respondió en alta voz el tío Lucas). ¡Eso no!

—¿Pues qué quieres que haga?—dijo la Molinera con gran ímpetu.

—Que me mires...—respondió el antiguo soldado.

Los dos esposos se miraron en silencio, y quedaron tan satisfechos ambos de la tranquilidad, la resolución y la energía que se comunicaron sus almas, que acabaron por encogerse de hombros y reírse.

Después de esto, el tío Lucas encendió otro candil y se dirigió a la cuadra, diciendo al paso a Toñuelo con socarronería:

—¡Vaya, hombre! ¡Ven y ayúdame... supuesto que eres tan amable!

Toñuelo lo siguió, canturriando una copla entre dientes.

Pocos minutos después, el tío Lucas salía del molino, caballero en una hermosa jumenta y seguido del Alguacil.

La despedida de los esposos se había reducido a lo siguiente:

—Cierra bien...—dijo el tío Lucas.

—Embózate, que hace fresco...—dijo la señá Frasquita, cerrando con llave, tranca y cerrojo.

Y no hubo más adiós, ni más beso, ni más abrazo, ni más mirada.

¿Para qué?

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