XIII. Le dijo el grajo al cuervo.

Hora y media después todos los ilustres compañeros de merienda estaban de vuelta en la ciudad. El señor obispo y su familia habían llegado con bastante anticipación, gracias al coche, y hallábanse ya en palacio, donde los dejaremos rezando sus devociones.

El insigne abogado, que era muy seco, y los dos canónigos, a cual más grueso y respetable, acompañaron al Corregidor hasta la puerta del ayuntamiento, donde su señoría dijo tener que trabajar, y tomaron luego el camino de sus respectivas casas, guiándose por las estrellas como los navegantes, o sorteando a tientas las esquinas como los ciegos: pues ya había cerrado la noche; aun no había salido la luna, y el alumbrado público, lo mismo que las demás luces de este siglo, todavía estaba allí en la mente divina.

En cambio, no era raro ver discurrir por algunas calles tal o cual linterna o farolillo con que respetuoso servidor alumbraba a sus magníficos amos, quienes se dirigían a la habitual tertulia o de visita a casa de sus parientes...

Cerca de casi todas las rejas bajas se veía, o se olfateaba, por mejor decir, un silencioso bulto negro. Eran galanes que al sentir pasos, habían dejado por un momento de pelar la pava...

—¡Somos unos calaveras!—iban diciéndose el abogado y los dos canónigos.—¿Qué pensarán en nuestras casas al vernos llegar a estas horas?

—Pues ¿qué dirán los que nos encuentren en la calle, de este modo, a las siete y pico de la noche, como unos bandoleros amparados de las tinieblas?

—Hay que mejorar de conducta...

—¡Ah, sí... pero ese dichoso molino!...

—Mi mujer lo tiene sentado en la boca del estómago...—dijo el académico, con un tono en que se traslucía mucho miedo a próxima pelotera conyugal.

—Pues ¿y mi sobrina?—exclamó uno de los canónigos, que por cierto era penitenciario.—Mi sobrina dice que los sacerdotes no deben visitar comadres...

Y sin embargo, interrumpió su compañero, que era magistral, lo que allí pasa no puede ser más inocente...

—¡Toma! Como que va el mismísimo señor obispo!

—Y luego, señores, ¡a nuestra edad!... repuso el penitenciario. Yo he cumplido ayer los setenta y cinco.

—¡Es claro!—replicó el magistral.—Pero hablemos de otra cosa: ¡qué guapa estaba esta tarde la señá Frasquita!

—¡Oh, lo que es eso... como guapa, es guapa!—dijo el abogado, afectando imparcialidad.

—Muy guapa... repitió el penitenciario dentro del embozo.

—Y si no,—añadió el predicador de oficio,—que se lo pregunten al Corregidor...

—¡El pobre hombre está enamorado de ella!...

—¡Ya lo creo!—exclamó el Confesor de la catedral.

—¡De seguro! (agregó el Académico... correspondiente).—Conque, señores, yo tomo por aquí para llegar antes a casa... ¡Muy buenas noches!

—Buenas noches...—le contestaron los Capitulares.

Y anduvieron algunos pasos en silencio.

—¡También le gusta a ese la Molinera!—murmuró entonces el Magistral, dándole con el codo al Penitenciario.

—¡Como si lo viera! (respondió éste, parándose a la puerta de su casa).—¡Y qué bruto es!—Conque hasta mañana, compañero.—Que le sienten a V. muy bien las uvas.

—Hasta mañana, si Dios quiere...—Que pase V. muy buena noche.

—¡Buenas noches nos dé Dios!—rezó el Penitenciario, ya desde el portal, que por más señas tenía farol y Virgen.

Y llamó a la aldaba.

Una vez solo en la calle, el otro Canónigo (que era más ancho que alto, y que parecía que rodaba al andar) siguió avanzando lentamente hacia su casa; pero, antes de llegar a ella, se paró, y murmuró, pensando sin duda en su cofrade de coro:

—¡También te gusta a ti la señá Frasquita!...—¡Y la verdad es (añadió al cabo de un momento) que, como guapa, es guapa!

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