¡Adiós, cordera!

Leopoldo Alas Clarín

¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colga-

dura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de

hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo,

plantado allí como pendón de conquista, con

sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a

derecha e izquierda, representaba para Rosa y

Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso,

temible eternamente ignorado. Pinín, después

de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días

y días el poste tranquilo, inofensivo, campe-

chano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la

aldea y parecerse todo lo posible a un árbol

seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza

al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta

cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a

tocar la porcelana de arriba, que le recordaba

las jícaras que había visto en la rectoral de

Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le

acometía un pánico de respeto, y se dejaba res-balar deprisa hasta tropezar con los pies en el

césped. Rosa, menos audaz, pero más enamo-

rada de lo desconocido, se contentaba con

arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos,

y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los

formidables rumores metálicos que el viento

arrancaba a las fibras del pino seco en contacto

con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces

intensas como las del diapasón, que aplicado al

oído parece que quema con su vertiginoso latir,

eran para Rosa los papeles que pasaban, las

cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje

incomprensible que lo ignorado hablaba con lo

ignorado; ella no tenía curiosidad por entender

los que los de allá, tan lejos, decían a los del

otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba?.

Su interés estaba en el ruido por el ruido mis-

mo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus

compañeros, verdad es que, relativamente, de

edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado,

y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo

que era para ella efectivamente, como cosa

muerta, inútil, que no le servía siquiera para

rascarse. Era una vaca que había vivido mucho.

Sentada horas y horas, pues, experta en pastos,

sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que

comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el

cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien

alimenta el alma, que también tienen los brutos;

y si no fuera profanación, podría decirse que

los pensamientos de la vaca matrona, llena de

experiencia, debían de parecerse todo lo posible

a las más sosegadas y doctrinales odas de

Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcitos en-

cargados de llindarla, como una abuela. Si pu-

diera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que

ella, la Cordera, no se extralimitase, no se me-

tiera en la vía del ferrocarril ni saltara a la here-

dad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho,

cada día menos, pero con atención, sin perder

el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad

necia, escogiendo sin vacilar los mejores boca-

dos, y después sentarse sobre el cuarto trasero

con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite

del no padecer, y todo lo demás aventuras peli-

grosas. Ya no recordaba cuando le había picado

la mosca.

“El xatu (el toro), los saltos locos por las

praderas adelante..., ¡todo eso estaba tan lejos!”

Aquella paz sólo se había turbado en los

días de prueba de la inauguración del ferroca-

rril.La primera vez que la Cordera vio pasar el

tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto

del Somonte, corrió por prados ajenos, y el te-

rror duró muchos días, renovándose, más o

menos violento, cada vez que la máquina aso-

maba por la trinchera vecina.. Poco a poco se

fue acostumbrando al estrépito inofensivo.

Cuando llegó a convencerse de que era un peli-

gro que pasaba, una catástrofe que amenazaba

sin dar, redujo sus precauciones a ponerse de

pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al

formidable monstruo; más adelante no hacía

más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y

desconfianza; acabó por no mirar al tren siquie-

ra. En Pinín y Rosa la novedad del tren produjo

impresiones más agradables y persistentes. Si al

principio era una alegría loca, algo mezclada de

miedo supersticioso, una excitación nerviosa,

que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pan-

tomimas descabelladas, después de un recreo

pacífico, suave, renovado varias veces al día.

Tardó mucho en gastarse aquella emoción de

contembra de hierro, que llevaba dentro de sí

tanto ruido y tantas castas de gentes descono-

cidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo

de menos: un accidente pasajero que se ahoga-

ba en el mar de soledad que rodeaba el prao

Somonte. Desde allí no se veía vivienda huma-na; allí no llegaban ruidos del mundo más que

al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos

del sol, a veces entre el zumbar de los insectos,

la vaca y los niños esperaban la proximidad del

mediodía para volver a casa. Y luego, tardes

eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mis-

mo prado, hasta venir la noche, con el lucero

vespertino por testigo mudo en la altura. Roda-

ban las nubes allá arriba, caían las sombras de

los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros. empezaban a

brillar algunas estrellas en lo más oscuro del

cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los

hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la

dulce serenidad soñadora de la solemne y seria

naturaleza, callaban horas y horas, después de

sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados

cerca de la Cordera, que acompañaba el augus-

to silencio de tarde en tarde con un blanco son

de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva,

había amores. Se amaban los dos hermanos

como dos mitades de un fruto verde, unidos

por la misma vida, con escasa conciencia de lo

que en ellos era distinto, de cuanto los separa-

ba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca

abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía

una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la

Zavala de Ramayana, la vaca santa; tenía en la

amplitud de sus formas, en la solemne sereni-

dad de sus pausados y nobles movimientos,

aire y contorno de ídolo destronado, caído, con-

tento con su suerte, más satisfecha con ser vaca

verdadera que dios falso. La Cordera, hasta

donde es posible adivinar estas cosas, puede

decirse que también quería a los gemelos en-

cargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con

que los toleraba cuando en sus juegos ella les

servía de almohada, de escondite, de montura,

y para otras cosas que ideaba la fantasía de los

pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían

hecho por la Cordera los imposibles de solici-

tud y cuidado. No siempre Antón de Chinta

había tenido el prado Somonte. Este regalo era

cosa relativamente nueva. Años atrás la Corde-

ra tenía que salir a la gramática, esto es, a apa-

centarse como podía, a la buenaventura de los

caminos y callejas de las rapadas y escasas pra-

derías del común, que tanto tenían de vía pú-

blica como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días

de penuria, la guiaban a los mejores altozanos,

a los parajes más tranquilos y menos esquima-

lados, y la libraban de las mil injurias a que

están expuestas las pobres reses que tienen que

buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuan-

do el heno escaseaba y el nervaso para estrar el

lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa

y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le

hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los

tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y

regalo de la nación y el interés de los Chintos,

que consistía en robar a las ubres de la pobre

madre toda la leche que no fuera absolutamen-

te indispensable para que el ternero subsistiese!

Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban

de parte de la Cordera, y en cuanto había oca-

sión, a escondidas, soltaban el recental que,

ciego y como loco, a testaradas contra todo,

corría a buscar el amparo de la madre, que le

albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza

agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos son los que no

se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la

mejor pasta de vaca sufrida del mundo.

Cuando se

veía emparejada bajo el yugo con cualquier

compañera, fiel a la gamella, sabía meter su

voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en

incómoda postura, velando en pie mientras la

pareja dormía en tierra.

Antón de Chinta comprendió que había

nacido para pobre cuando palpó la imposibili-

dad de cumplir aquel sueño dorado suyo de

tener un corral propio con dos yuntas por lo

menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran

mares de sudor y purgatorios de privaciones,

llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó

de ahí; antes de poder comprar la segunda se

vio obligado, para pagar atrasos al amo, el

dueño de la casería que llevaba en renta, a lle-

var al mercado a aquel pedazo de sus entrañas,

la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había

muerto a los dos años de tener la Cordera en

casa. El establo y la cama del matrimonio esta-

ban pared por medio, llamando pared a un

tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz.

Ya Chinta, musa de la economía en aquel hogar

miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje,

senalándola como salvación de la familia.

“Cuidadla; es vuestro sustento”, parecían

decir los ojos de la pobre moribunda, que mu-

rió de hambre y de trabajo.

El amor de los gemelos se había concen-

trado en la Cordera; el regazo, que tiene su ca-

riño especial, que el padre no puede reempla-

zar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y

allá en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su ma-

nera, confusamente. De la venta necesaria no

había que decir palabra a los neños. Un sábado

de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera

por delante, sin más atavío que el collar de es-

quila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había

que despertarlos a azotes. El padre los dejó

tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la

Cordera. “Sin duda, mío pá la había llevado al

xatú.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa

opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos aca-baba por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban

por la corrada, mahinos, cansados y cubiertos

de polvo. El padre no dio explicaciones, pero

los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido porque nadie había que-

rido llegar al precio que a él se le había puesto

en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cari-

ño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se

atreviese a llevársela. Los que se habían acerca-

do a intentar fortuna se habían alejado pronto

echando pestes de aquel hombre que miraba

con ojos de rencor y desafío al que osaba insis-

tir en acercarse al precio fijo en que él se abro-

quelaba. Hasta último momento del mercado

estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando

plazo a la fatalidad. “No se dirá –pensaba- que

yo no quiero vender: son ellos que no me pagan

la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspiran-

do, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Can-dás, adelante, entre la confusión y el ruido de

cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno

conducían con mayor o menor trabajo, según

eran de antiguo las relaciones entre dueños y

bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos cami-

nos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a

quedarse sin la Cordera: un vecino de Carrió

que le había rondado todo el día ofreciéndole

pocos duros menos de los que pedía, le dio un

último ataque, algo borracho.

El de Carrío subía, subía, luchando entre la

codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón,

como una roca. Llegaron a tener las manos en-

lazadas, parados en el medio de la carretera,

interrumpiendo el paso. . por fin la codicia pu-

do más; el pico de los cincuenta los separó co-

mo un abismo; se soltaron las manos, cada cual

tiró por su lado; Antón, por una calleja que,

entre madreselvas que aún no florecían y zar-zamoras en flor, le condujo hasta su casa.

Desde aquel día en que adivinaron el peli-

gro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media sema-

na se personó el mayordomo en el corral de

Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia,

de malas pulgas, cruel con los caseros atrasa-

dos. Antón, que no admitía reprimendas, se

puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería

a la vaca a vil precio, por una merienda. Había

que pagar o quedarse en la calle.

El sábado inmediato acompañó al Hume-

dal Pinín a su padre. El niño miraba con horror

a los contratistas de carne, que eran los tiranos

del mercado. La Cordera fue comprada en su

justo precio por un rematante de Castilla. Se la

hizo una señal en la piel y volvió a su establo

de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemen-

te la esquila. Detrás caminaban Antón de Chin-

ta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Ro-

sa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la

Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

“¡Se iba la vieja!”, pensaba con el alma des-

trozada Antón el huraño.

“¡Ella será una bestia, pero sus hijos no te-

nían otra madre ni otra abuela!”

Aquellos días, en el pasto, en la verdura

del Somonte, el silencio era fúnebre. La Corede-

ra, que ignoraba su suerte, descansaba y pare-

cía como siempre, sub specie aeternitatis, como

descansaría y comería un minuto antes de que

aquel brutal porrazo la derribase muerta. Pero

Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre

la hierba, inútil en adelante. Miraban con ren-

cor los trenes que pasaban, los alambres del

telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan

lejos de ellos por un lado y por otro, el que les

llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida.

Vino un encargado del rematante de Castilla

por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el

comisionado, y se saco a la quintana a la Cor-

dera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le

animaba también. Quería aturdirse. Hablaba

mucho, alababa las excelencias de la vaca. EL

otro sonreía, porque las alabanzas de Antón

eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y

tantos xarros de leche? ¿Qué era noble en el

yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de

pocos días había de estar reducida a chuletas y

otros bocados suculentos? Antón no quería

imagina esto; se la figuraba viva, trabajando,

sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de

sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, senta-

dos sobre el montón de cucho, recuerdo para

ellos sentimental de la Cordera y de los propios

afanes, unidos por las manos, miraban al ene-

migo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abra-

zos: hubo de todo. No podían separarse de ella.

Antón, agotada de pronto la excitación del vi-

no, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y

entró en el corral oscuro.

Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indife-rente comisionado y la Cordera, que iba de ma-

la gana con un desconocido y a tales horas. Por

fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado,

clamaba desde casa:

-Bah, bah, neños, acá os digo; basta de pame-

mes! – así gritaba de lejos el padre, con voz de

lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura, que

hacían casi negra los altos setos, formando casi

bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que

parecía negra de lejos. Después no quedó de

ella más que el tintan pausado de la esquila,

desvanecido con la distancia, entre los chirridos

melancólicos de cigarras infinitas.

-

¡Adiós, Cordera!- gritaba Rosa deshecha

en llanto -¡Adiós Cordera de mío alma!

-

¡Adiós, Cordera!- repetía Pinín, no más

sereno.

-

Adiós- contestó por último, a su modo, la

esquila, perdiéndose su lamento triste, re-

signado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea...

Al día siguiente, muy temprano, a la hora

de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somon-

te. Aquella soledad no lo había sido nunca para

ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Corede-

ra parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el

humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en

unas estrechas ventanas altas o respiraderos,

vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de

vacas que, pasmadas, miraban por aquellos

tragaluces.

-

¡Adiós, Cordera! – gritó Rosa, adivinando

allí a su amiga, a la vaca abuela.

-

¡Adiós, Cordera! - vociferó Pinín con la

misma fe, enseñando los puños al tren,

que volaba camino a Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado

que su hermana de las picardías de mundo:

-

La llevan al matadero... Carne de vaca,

para comer los señores, los indianos.

-

¡Adiós, Cordera!

-

¡Adiós, Cordera!

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía,

el telégrafo, los símbolos de aquel mundo ene-

migo que les arrebataba, que les devoraba a su

compañera de tantas soledades, de tantas ter-

nuras silenciosas, para sus apetitos, para con-

vertirla en manjares de ricos glotones...

¡Adiós, Cordera!...

¡Adiós, Cordera!...

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo

y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. An-

tón de Chinta era casero de un cacique de los

vencidos; no hubo influencia para declarar in-

útil a Pinín que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao

Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo

de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su

hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpa-go. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver

un instante en un coche de tercera, multitud de

cabezas de pobres quintos que gritaban, gesti-

culaban, saludando a los árboles, al suelo, a los

campos, a toda la patria familiar, a la pequeña,

que dejaban para ir a morir en las luchas fratri-

cidas de la patria grande, al servicio de un rey y

de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo afuera de una

ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi

se tocaron. Y Rosa pudo oír en el estrépito de

las ruedas y la gritería de los reclutas la voz

distinta de su hermano, que sollozaba excla-

mando, como inspirado por un recuerdo de

dolor lejano:

-

¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!

-

¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma!...

“Allá iba, como la otra, como la vaca abue-

la, se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para

los glotones, para los indianos; carne de su al-

ma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”

Entre confusiones de dolor y de ideas,

pensaba así la pobre hermana viendo el tren

perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos

que repercutían los castaños, las vegas y los

peñascos...

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí

que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós Cordera!

Con que odio miraba Rosa la vía mancha-

da de carbones apagados; con que ira los alam-

bres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera

en no acercarse. Aquello era el mundo, lo des-

conocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo,

Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado co-

mo un pendón en la punta del Somonte. El

viento cantaba en las entrañas del pino seco su

canción metálica. Ahora ya lo comprendía Ro-

sa. Era canción de lágrimas, de abandono, de

soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por

la vía adelante:

-

¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

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