A los cuarenta años era D. Jorge Arial, para los que le trataban de cerca, el hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una acerada medianía y con la paz en el trabajo y en el amor de los suyos; y además era uno de los mortales más activos y que mejor saben estirar las horas, llenándolas de substancia, de útiles quehaceres. Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran multitud de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que veían todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían en su rostro y observando su carácter y su vida, tenía D. Jorge algo que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba él, y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las cosas perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo había sabido construirse, no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma, era que ni pintado para su modo de ser.
Las grandezas que no tenía, no las ambicionaba, ni soñaba con ellas, y hasta cuando en sus escritos tenía que figurárselas para describirlas, le costaba gran esfuerzo imaginarlas y sentirlas. Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como verbi gracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era una casa, su mujer, sus hijos; tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira, como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.
Aquella esposa y aquellos hijos, una pareja; la madre hermosa, que parecía hermana de la hija, que era un botón de oro de quince abriles, y el hijo de doce años, remedo varonil y gracioso de su madre y de su hermana, y ésta, la dominante, como él decía, parecían, en efecto, estrofa, antistrofa y epodo de un himno perenne de dicha en la virtud, en la gracia, en la inocencia y la sencilla y noble sinceridad. "Todos sois mis hijos, pensaba D. Jorge, incluyendo a su mujer; todos nacisteis de la espuma de mis ensueños." Pero eran ensueños con dientes, y que apretaban de firme, porque como todos eran jóvenes, estaban sanos y no tenían remordimientos ni disgustos que robaran el apetito, comían que devoraban, sin llegar a glotones, pero pasando con mucho de ascetas. Y como no vivían sólo de pan, en vestirlos como convenía a su clase y a su hermosura, que es otra clase, y al cariño que el amo de la casa les tenía, se iba otro buen pico, sobre todo en los trajes de la dominante. Y mucho más que en cubrir y adornar el cuerpo de su gente gastaba el padre en vestir la desnudez de su cerebro y en adornar su espíritu con la instrucción y la educación más esmeradas que podía; y como éste es artículo de lujo entre nosotros, en maestros, instrumentos de instrucción y otros accesorios de la enseñanza de su pareja, se le iba a D. Jorge una gran parte de su salario y otra no menos importante de su tiempo, pues él dirigía todo aquel negocio tan grave, siendo el principal maestro y el único que no cobraba. No crea el lector que apunta aquí el pero de la dicha de D. Jorge; no estaba en las dificultades económicas la espina que guardaba para sus adentros Arial, siempre apacible. Costábale, sí, muchos sudores juntar los cabos del presupuesto doméstico; pero conseguía triunfar siempre, gracias a su mucho trabajo, el cual era para él una sagrada obligación, además, por otros conceptos más filosóficos y altruístas, aunque no más santos, que el amor de los suyos.
Muchas eran sus ocupaciones, y en todas se distinguía por la inteligencia, el arte, la asiduidad y el esmero. Siguiendo una vocación, había llegado a cultivar muchos estudios, porque ahondando en cualquier cosa se llega a las demás. Había empezado por enamorarse de la belleza que entra por los ojos, y esta vocación, que le hizo pintor en un principio, le obligó después a ser naturalista, químico, fisiólogo; y de esta excursión a las profundidades de la realidad física sacó en limpio, ante todo, una especie de religión de la verdad plástica, que le hizo entregarse a la filosofía... y abandonar los pinceles. No se sintió gran maestro, no vió en sí un intérprete de esas dos grandes formas de la belleza que se llaman idealismo y realismo, no se encontró con las fuerzas de Rafael ni de Velázquez, y, suavemente y sin dolores del amor propio, se fué transformando en un pensador y en amador del arte; y fué un sabio en estética, un crítico de pintura, un profesor insigne; y después un artista de la pluma, un historiador del arte con el arte de un novelista. Y de todas estas habilidades y maestrías a que le había ido llevando la sinceridad con que seguía las voces de su vocación verdadera, los instintos de sus facultades, fué sacando sin violencia ni simonía provecho para la hacienda, cosa tan poética como la que más al mirarla como el medio necesario para tener en casa aquella dicha que tenía, aquellos amores, que, sólo en botas, le gastaban un dineral.
Al verle ir y venir, y encerrarse para trabajar, y después correr con el producto de sus encerronas a casa de quien había de pagárselo; siempre activo, siempre afable, siempre lleno de la realidad ambiente, de la vida que se le imponía con toda su seriedad, pero no tristeza, nadie, y menos sus amigos y su mujer y sus hijos, hubiera adivinado detrás de aquella mirada franca, serena, cariñosa, una pena, una llaga.
Pero la había. Y no se podía hablar de ella. Primero, porque era un deber guardar aquel dolor para sí; después, porque hubiera sido inútil quejarse; sus familiares no le hubieran comprendido, y más valía así.
Cuando en presencia de D. Jorge se hablaba de los incrédulos, de los escépticos, de los poetas que cantan sus dudas, que se quejan de la musa del análisis, Arial se ponía de mal humor, y, cosa rara en él, se irritaba. Había que cambiar de conversación o se marchaba D. Jorge. "Ésos, decía, son males secretos que no tienen gracia, y en cambio entristecen a los demás y pueden contagiarse. El que no tenga fe, el que dude, el que vacile, que se aguante y calle y luche por vencer esa flaqueza." Una vez, repetía Arial en tales casos, un discípulo de San Francisco mostraba su tristeza delante del maestro, tristeza que nacía de sus escrúpulos de conciencia, del miedo de haber ofendido a Dios; y el santo le dijo: "Retiraos, hermano, y no turbéis la alegría de los demás; eso que os pasa son cuentas vuestras y de Dios: arregladlas con Él a solas."
A solas procuraba arreglar sus cuentas don Jorge, pero no le salían bien siempre, y ésta era su pena. Sus estudios filosóficos, sus meditaciones y sus experimentos y observaciones de fisiología, de anatomía, de química, etc., etc., habían desenvuelto en él, de modo excesivo, el espíritu del análisis empírico; aquel enamoramiento de la belleza plástica, aparente, visible y palpable, le había llevado, sin sentirlo, a cierto materialismo intelectual, contra el que tenía que vivir prevenido. Su corazón necesitaba fe, y la clase de filosofía y de ciencia que había profundizado le llevaban al dogma materialista de ver y creer. Las ideas predominantes en su tiempo entre los sabios cuyas obras él más tenía que estudiar; la índole de sus investigaciones de naturalista y fisiólogo y crítico de artes plásticas, le habían llevado a una predisposición reflexiva que pugnaba con los anhelos más íntimos de su sensibilidad de creyente.
Don Jorge sentía así: "Si hay Dios, todo está bien. Si no hay Dios, todo está mal. Mi mujer, mi hijo, la dominante, la paz de mi casa, la belleza del mundo, el divino placer de entenderla, la tranquilidad de la conciencia... todo eso, los mayores tesoros de la vida, si no hay Dios, es polvo, humo, ceniza, viento, nada... Pura apariencia, congruencia ilusoria, sustancia fingida; positiva sombra, dolor sin causa, pero seguro, lo único cierto. Pero si hay Dios, ¿qué importan todos los males? Trabajos, luchas, desgracias, desengaños, vejez, desilusión, muerte, ¿qué importan? Si hay Dios, todo está bien, si no hay Dios, todo está mal."
Y el amor de Dios era el vapor de aquella máquina siempre activa; el amor de Dios, que envolvía, como los pétalos encierran los estambres, el amor a sus hijos, a su mujer, a la belleza, a la conciencia tranquila, le animaba en el trabajo incesante, en aquella suave asimilación de la vida ambiente, en la adaptación a todas las cosas que le rodeaban y por cuya realidad seria, evidente, se dejaba influir.
Pero a lo mejor, en el cerebro de aquel místico vergonzante, místico activo y alegre, estallaba, como una estúpida frase hecha, esta duda, esta pregunta del materialismo lógico de su ciencia de analista empírico:
"¿Y si no hay Dios? Puede que no haya Dios. Nadie ha visto a Dios. La ciencia de los hechos no prueba a Dios..."
Don Jorge Arial despreciaba al pobre diablo científico, positivista, que en el fondo de su cerebro se le presentaba con este obstruccionismo; pero a pesar de este desprecio, oía al miserable, y discutía con él, y unas veces tenía algo que contestarle, aun en el terreno de la fría lógica, de la mera intelectualidad... y otras veces no.
Ésta era la pena, éste el tormento del señor Arial.
Es claro que gritase lo que gritase el materialista escéptico, el que ponía a Dios en tela de juicio, D. Jorge seguía trabajando de firme, afanándose por el pan de su hijos y educándolos, y amando a toda su casa y cumpliendo como un justo con la infinidad de su deberes...; pero la espina dentro estaba. "Porque, si no hubiera Dios, decía el corazón, todo aquello era inútil, apariencia, idolatría", y el científico añadía: "¡Y cómo puede no haberlo!..."
Todo esto había que callarlo, porque hasta ridículo hubiera parecido a muchos, confesado como un dolor cierto, serio, grande. "Cuestión de nervios" le hubieran dicho. "Ociosidad de un hombre feliz a quien Dios va a castigar por darse un tormento inútil cuando todo le sonríe." Y en cuanto a los suyos, a quienes más hubiera D. Jorge querido comunicar su pena, ¿cómo confesarles la causa? Si no le comprendían ¡qué tristeza! Si le comprendían... ¡qué tristeza y qué pecado y qué peligro! Antes morir de aquel dolor. A pesar de ser tan activo, de tener tantas ocupaciones, le quedaba tiempo para consagrar la mitad de las horas que no dormía a pensar en su duda, a discutir consigo mismo. Ante el mundo su existencia corría con la monotonía de un destino feliz; para sus adentros su vida era una serie de batallas; ¡días de triunfo!—¡oh, qué voluptuosidad espiritual entonces!—seguidos de horrorosos días de derrota, en que había que fingir la ecuanimidad de siempre, y amar lo mismo, y hacer lo mismo y cumplir los mismos deberes.
Para la mujer, los hijos y los amigos y discípulos queridos de D. Jorge, aquel dolor oculto llegó a no ser un misterio, no porque adivinaran su causa, si no porque empezaron a sentir sus efectos; le sorprendían a veces preocupado sin motivo conocido, triste; y hasta en el rostro y en cierto desmayo de todo el cuerpo vieron síntomas del disgusto, del dolor evidente. Le buscaron causa y no dieron con ella. Se equivocaron al atribuirla al temor de un mal positivo, a una aprensión, no desprovista de fundamento por completo. Lo peor era que el miedo de un mal, tal vez remoto, tal vez incierto, pero terrible si llegaba, también les iba invadiendo a ellos, a la noble esposa sobre todo, y no era extraño que la aprensión que ellos tenían quisieran verla en las tristezas misteriosas de D. Jorge.
Nadie hablaba de ello, pero llegó tiempo en que apenas se pensaba en otra cosa; todos los silencios de las animadas chácharas en aquel nido de alegrías, aludían al temor de una desgracia, temor cuya presencia ocultaban todos como si fuese una vergüenza.
Era el caso que el trabajo excesivo, el abuso de las vigilias, el constante empleo de los ojos en lecturas nocturnas, en investigaciones de documentos de intrincados caracteres y en observaciones de menudísimos pormenores de laboratorio, y acaso más que nada, la gran excitación nerviosa, habían debilitado la vista del sabio, miope antes, y ahora incapaz de distinguir bien lo cercano... sin el consuelo de haberse convertido en águila para lo distante. En suma; no veía bien ni de cerca ni de lejos. Las jaquecas frecuentes que padecía le causaban perturbaciones extrañas en la visión: dejaba de ver los objetos con la intensidad ordinaria; los veía y no los veía, y tenía que cerrar los ojos para no padecer el tormento inexplicable de esta parálisis pasajera, cuyos fenómenos subjetivos no podía siquiera puntualizar a los médicos. Otras veces veía manchas ante los objetos, manchas móviles; en ocasiones puntos de color, azules, rojos... muy a menudo, al despertar especialmente, lo veía todo tembloroso y como desmenuzado... Padecía bastante, pero no hizo caso: no era aquello lo que le preocupaba a él.
Pero a la familia, sí. Y hubo consulta, y los pronósticos no fueron muy tranquilizadores. Como fué agravándose el mal, el mismo D. Jorge tomó en serio la enfermedad, y, en secreto, como habían consultado por él, consultó a su vez, y la ciencia le metió miedo para que se cuidara y evitase el trabajo nocturno y otros excesos. Arial obedeció a medias y se asustó a medias también.
Con aquella nueva vida a que le obligaron sus precauciones higiénicas, coincidió en él un paulatino cambio del espíritu que sentía venir con hondo y obscuro deleite. Notó que perdía afición al análisis del laboratorio, a las preciosidades de la miniatura en el arte, a las delicias del pormenor en la crítica, a la claridad plástica en la literatura y en la filosofía: el arte del dibujo y del color le llamaba menos la atención que antes; no gozaba ya tanto en presencia de los cuadros célebres. Era cada día menos activo y más soñador. Se sorprendía a veces holgando, pasando las horas muertas sin examinar nada, sin estudiar cosa alguna concreta; y, sin embargo, no le acusaba la conciencia con el doloroso vacío que siempre nos delata la ociosidad verdadera. Sentía que el tiempo de aquellas vagas meditaciones no era perdido.
Una noche, oyendo a un famoso sexteto de ínclitos profesores interpretar las piezas más selectas del repertorio clásico, sintió con delicia y orgullo que a él le había nacido algo en el alma para comprender y amar la gran música. La sonata de Kreutzer, que siempre había oído alabar sin penetrar su mérito como era debido, le produjo tal efecto, que temió haberse vuelto loco; aquel hablar sin palabras, de la música serena, graciosa, profunda, casta, seria, sencilla, noble; aquella revelación, que parecía extranatural, de las afinidades armónicas de las cosas, por el lenguaje de las vibraciones íntimas; aquella elocuencia sin conceptos del sonido sabio y sentimental, le pusieron en un estado místico que él comparaba al que debió experimentar Moisés ante la zarza ardiendo.
Vino después un oratorio de Händel a poner el sello religioso más determinado y más tierno a las impresiones anteriores. Un profundísimo sentimiento de humildad le inundó el alma; notó humedad de lágrimas bajo los párpados y escondió de las miradas profanas aquel tesoro de su misteriosa religiosidad estética, que tan pobre hubiera sido como argumento en cualquier discusión lógica y que ante su corazón tenía la voz de lo inefable.
En adelante buscó la música por la música, y cuando ésta era buena y la ocasión propicia, siempre obtuvo análogo resultado. Su hijo era un pianista algo mejor que mediano; empezó Arial a fijarse en ello, y venciendo la vulgaridad de encontrar detestable la música de las teclas, adquirió la fe de la música buena en malas manos; es decir, creyó que en poder de un pianista regular suena bien una gran música. Gozó oyendo a su hijo las obras de los maestros. Como sus ratos de ocio iban siendo cada día mayores, porque los médicos le obligaban a dejar en reposo la vista horas y horas, sobre todo de noche, D. Jorge, que no sabía estar sin ocupaciones, discurrió, o mejor, fué haciéndolo sin pensarlo, sin darse cuenta de ello, tentar él mismo fortuna, dejando resbalar los dedos sobre las teclas. Para aprender música como Dios manda era tarde; además, leer en el pentágrama hubiese sido cansar la vista como con cualquiera otra lectura. Se acordó de que en cierto café de Zaragoza había visto a un ciego tocar el piano primorosamente. Arial, cuando nadie le veía, de noche, a obscuras, se sentaba delante del Erard de su hijo, y cerrando los ojos, para que las tinieblas fuesen absolutas, por instinto, como él decía, tocaba a su manera melodías sencillas, mitad reminiscencias de óperas y de sonatas, mitad invención suya. La mano izquierda le daba mucho que hacer y no obedecía al instinto del ciego voluntario; pero la derecha, como no exigieran de ella grandes prodigios, no se portaba mal. Mi música llamaba Arial a aquellos conciertos solitarios, música subjetiva que no podía ser agradable más que para él, que soñaba, y soñaba llorando dulcemente a solas, mientras su fantasía y su corazón seguían la corriente y el ritmo de aquella melodía suave, noble, humilde, seria y sentimental en su pobreza.
A veces tropezaban sus dedos, como con un tesoro, con frases breves, pero intensas, que recordaban, sin imitarlos, motivos de Mozart y otros maestros. Don Jorge experimentaba un pueril orgullo, del que se reía después, no con toda sinceridad. Y a veces, al sorprenderse con estas pretensiones de músico que no sabe música, se decía: "Temen que me vuelva ciego, y lo que voy a volverme es loco." A tanto llegaba ésta que él sospechaba locura, que en muchas ocasiones, mientras tocaba y en su cerebro seguía batallando con el tormento metafísico de sus dudas, de repente una melodía nueva, misteriosa, le parecía una revelación, una voz de lo explicable que le pedía llorando interpretación, traducción lógica, literaria... Si no hubiera Dios, pensaba entonces Arial, estas combinaciones de sonidos no me dirían esto; no habría este rumor como de fuente escondida bajo hierba, que me revela la frescura del ideal que puede apagar mi sed. Un pesimista ha dicho que la música habla de un mundo que debía existir; yo digo que nos habla de un mundo que debe de existir.
Muchas veces hacía que su hija le leyera las lucubraciones en que Wagner defendió sus sistemas, y les encontraba un sentido muy profundo que no había visto cuando, años atrás, las leía con la preocupación de crítico de estética que ama la claridad plástica y aborrece el misterio nebuloso y los tanteos místicos.
En tanto, el mal crecía, a pesar de haber disminuído el trabajo de los ojos: la desgracia temida se acercaba.
Él no quería mirar aquel abismo de la noche eterna, anticipación de los abismos de ultratumba.
"Quedarse ciego, se decía, es como ser enterrado en vida."
Una noche, la pasión del trabajo, la exaltación de la fantasía creadora pudo en él más que la prudencia, y a hurtadillas de su mujer y de sus hijos escribió y escribió horas y horas a la luz de un quinqué. Era el asunto de invención poética, pero de fondo religioso, metafísico; el cerebro vibraba con impulso increíble; la máquina, a todo vapor, movía las cien mil ruedas y correas de aquella fábrica misteriosa, y ya no era empresa fácil apagar los hornos, contener el vértigo de las ideas. Como tantas otras noches de sus mejores tiempos, D. Jorge se acostó... sin dejar de trabajar, trabajando para el obispo, como él decía cuando, después de dejar la pluma y renunciar al provecho de sus ideas, éstas seguían gritando, engranándose, produciendo pensamiento que se perdía, que se esparcía inútilmente por el mundo. Ya sabía él que este tormento febril era peligroso, y ni siquiera le halagaba la vanidad como en los días de la petulante juventud. No era más que un dolor material, como el de muelas. Sin embargo, cuando al calor de las sábanas la excitación nerviosa, sin calmarse, se hizo placentera, se dejó embriagar, como en una orgía, de corazón y cabeza, y sintiéndose arrebatado como a una vorágine mística, se dejó ir, se dejó ir, y con delicia se vió sumido en un paraíso subterráneo luminoso, pero con una especie de luz eléctrica, no luz de sol, que no había, sino de las entrañas de cada casa, luz que se confundía disparatadamente con las vibraciones musicales: el timbre sonoro era, además, la luz.
Aquella luz prendió en el espíritu; se sintió iluminado y no tuvo esta vez miedo a la locura. Con calma, con lógica, con profunda intuición, sintió filosofar a su cerebro y atacar de frente los más formidables fuertes de la ciencia atea; vió entonces la realidad de lo divino, no con evidencia matemática, que bien sabía él que ésta era relativa y condicional y precaria, sino con evidencia esencial; vió la verdad de Dios, el creador santo del Universo, sin contradicción posible. Una voz de convicción le gritaba que no era aquello fenómeno histérico, arranque místico; y don Jorge, por la primera vez después de muchos años, sintió el impulso de orar como un creyente, de adorar con el cuerpo también, y se incorporó en su lecho, y al notar que las lágrimas ardientes, grandes, pausadas, resbalaban por su rostro, las dejó ir, sin vergüenza, humilde y feliz, ¡oh! sí, feliz para siempre. "Puesto que había Dios, todo estaba bien."
Un reloj dió la hora. Ya debía de ser de día. Miró hacia la ventana. Por las rendijas no entraba luz. Dió un salto, saliendo del lecho, abrió un postigo y... el sol había abandonado a la aurora, no la seguía; el alba era noche. Ni sol ni estrellas. El reloj repitió la hora. El sol debía estar sobre el horizonte y no estaba. El cielo se había caído al abismo. "¡Estoy ciego!", pensó Arial, mientras un sudor terrible le inundaba el cuerpo y un escalofrío, azotándole la piel, le absorbía el ánimo y el sentido. Lleno de pavor, cayó al suelo.
Cuando volvió en sí, se sintió en su lecho. Le rodeaban su mujer, sus hijos, su médico. No los veía; no veía nada. Faltaba el tormento mayor; tendría que decirles: no veo. Pero ya tenía valor para todo. "Seguía habiendo Dios, y todo estaba bien." Antes que la pena de contar su desgracia a los suyos, sintió la ternura infinita de la piedad cierta, segura, tranquila, sosegada, agradecida. Lloró sin duelo.
"Salid sin duelo, lágrimas, corriendo."
Tuvo serenidad para pensar, dando al verso de Garcilaso un sentido sublime.
"¿Cómo decirles que no veo... si en rigor sí veo? Veo de otra manera; veo las cosas por dentro; veo la verdad; veo el amor. Ellos sí que no me verán a mí..."
Hubo llantos, gritos, síncopes, abrazos locos, desesperación sin fin cuando, a fuerza de rodeos, Arial declaró su estado. Él procuraba tranquilizarlos con consuelos vulgares, con esperanzas de sanar, con el valor y la resignación que tenía, etcétera, etc.; pero no podía comunicarles la fe en su propia alegría, en su propia serenidad íntimas. No le entenderían, no podían entenderle; creerían que los engañaba para mitigar su pena. Además, no podía, delante de extraños, hacer el papel de estoico, ni de Sócrates o cosa por el estilo. Más valía dejar al tiempo el trabajo de persuadir a las tres cuerdas de la lira, a aquella madre, a aquellos hijos, de que el amo de la casa no padecería tanto como ellos pensaban por haber perdido la luz; porque había descubierto otra. Ahora veía por dentro.
Pasó el tiempo, en efecto, que es el lazarillo de ciegos y de linces, y va delante de todos abriéndoles camino.
En la casa de Arial había sucedido a la antigua alegría el terror, el espanto de aquella desgracia, dolor sin más consuelo que el no ser desesperado, porque los médicos dejaron vislumbrar lejana posibilidad de devolver la vista al pobre ciego. Más adelante la esperanza se fué desvaneciendo con el agudo padecer del infortunio todavía nuevo; y todo aquel sentir insoportable, de excitación continua, se trocó para la mujer y los hijos de D. Jorge en taciturna melancolía, en resignación triste: el hábito hizo tolerable la desgracia; el tiempo, al mitigar la pena, mató el consuelo de la esperanza. Ya nadie esperaba en que volviera la luz a los ojos de Arial, pero todos fueron comprendiendo que podían seguir viviendo en aquel estado. Verdad es que más que el desgaste del dolor por el roce de las horas, pudo en tal lenitivo la convicción que fueron adquiriendo aquellos pedazos del alma del enfermo de que éste había descubierto, al perder la luz, mundos interiores en que había consuelos grandes, paz, hasta alegrías.
Por santo que fuera el esposo adorado, el padre amabilísimo, no podría fingir continuamente y cada vez con más arte la calma dulce con que había acogido su desventura. Poco a poco llegó a persuadirlos de que él seguía siendo feliz, aunque de otro modo que antes.
Los gastos de la casa hubo que reducirlos mucho, porque la mina del trabajo, si no se agotó, perdió muchos de sus filones. Arial siguió publicando artículos y hasta libros, porque su hija escribía por él, al dictado, y su hijo leía, buscaba datos en las bibliotecas y archivos.
Pero las obras del insigne crítico de estética pictórica, de historia artística, fueron tomando otro rumbo: se referían a asuntos en que intervenían poco los testimonios de la vista.
Los trabajos iban teniendo menos color y más alma. Es claro que, a pesar de tales expedientes, Arial ganaba mucho menos. Pero, ¿y qué? La vida exigía ahora mucho menos también; no por economía sólo, sino principalmente por pena, por amor al ciego, madre e hijos se despidieron de teatros, bailes, paseos, excursiones, lujo de ropa y muebles ¿para qué? ¡Él no había de verlo! Además, el mayor gasto de la casa, la educación de la querida pareja, ya estaba hecho; sabían lo suficiente, sobraban ya los maestros.
En adelante, amarse, juntarse alrededor del hogar y alrededor del cariño, cerca del ciego, cerca del fuego. Hacían una piña en que Arial pensaba por todos y los demás veían por él. Para no olvidarse de las formas y colores del mundo, que tenía grabado en la imaginación como un infinito museo, D. Jorge pedía noticias de continuo a su mujer y a sus hijos: ante todo de ellos mismos, de los cabellos de la dominante, del bozo que le había apuntado al chico..., de la primera cana de la madre. Después noticias del cielo, de los celajes, de los verdores de la primavera... "¡Oh! después de todo, siempre es lo mismo. ¡Como si lo viera!"
"Compadeced a los ciegos de nacimiento, pero a mí no. La luz del sol no se olvida: el color de la rosa es como el recuerdo de unos amores; su perfume me lo hace ver, como una caricia de la dominante me habla de las miradas primeras con que me enamoró su madre. Y ¡sobre todo, está ahí la música!"
Y D. Jorge, a tientas, se dirigía al piano, y como cuando tocaba a obscuras, cerrando los ojos de noche, tocaba ahora, sin cerrarlos, al mediodía... Ya no se reían los hijos y la madre de las melodías que improvisaba el padre: también a ellos se les figuraba que querían decir algo, muy obscuramente... Para él, para D. Jorge, eran bien claras, más que nunca; eran todo un himnario de la fe inenarrable que él había creado para sus adentros; su religión de ciego; eran una dogmática en solfa, una teología en dos o tres octavas.
Don Jorge hubiera querido, para intimar más, mucho más, con los suyos, ya que ellos nunca se separaban de él, no separarse él jamás de ellos con el pensamiento, y para esto iniciarlos en sus ideas, en su dulcísima creencia...; pero un rubor singular se lo impedía. Hablar con su hija y con su mujer de las cosas misteriosas de la otra vida, de lo metafísico y fundamental, le daba vergüenza y miedo. No podrían entenderle. La educación, en nuestro país particularmente, hace que los más unidos por el amor estén muy distantes entre sí en lo más espiritual y más grave. Además, la fe racional y trabajada por el alma pensadora y tierna—¡es cosa tan personal, tan inefable!—Prefería entenderse con los suyos por música. ¡Oh, de esta suerte, sí! Beethoven, Mozart, Händel, hablaban a todos cuatro de lo mismo. Les decían, bien claro estaba, que el pobre ciego tenía dentro del alma otra luz, luz de esperanza, luz de amor, de santo respeto al misterio sagrado... La poesía no tiene, dentro ni fuera, fondo ni superficie; toda es transparencia, luz increada y que penetra al través de todo...; la luz material se queda en la superficie, como la explicación intelectual, lógica, de las realidades resbala sobre los objetos sin comunicarnos su esencia...
Pero la música que todas estas cosas decía a todos, según Arial, no era la suya, sino la que tocaba su hijo. El cual se sentaba al piano y pedía a Dios inspiración para llevar al alma del padre la alegría mística con el beleño de las notas sublimes; Arial, en una silla baja, se colocaba cerca del músico para poder palparle disimuladamente de cuando en cuando: al lado de Arial, tocándole con las rodillas, había de estar su compañera de luz y sombra, de dicha y de dolor, de vida y muerte..., y más cerca que todos, casi sentada sobre el regazo, tenía a la dominante...; y de tarde en tarde, cuando el amor se lo pedía, cuando el ansia de vivir, comunicándose con todo de todas maneras, le hacía sentir la nostalgia de la visión, de la luz física, del verbo solar..., cogía entre las manos la cabeza de su hija, se acariciaba con ella las mejillas... y la seda rubia, suave, de aquella flor con ideas en el cáliz, le metía en el alma con su contacto todos los rayos de sol que no había de ver ya en la vida... ¡Oh! En su espíritu, sólo Dios entraba más adentro.