III

Todos los comerciantes saben que sin buena fe, sin honradez general en los del oficio, no hay comercio posible; sin buena conducta, no hay confianza, a la larga; sin confianza, no hay crédito; sin crédito, no hay negocio. Por propio interés ha de ser el negociante limpio en sus tratos; una cosa es la ganancia, con su engaño necesario, y la trampa es otra cosa. Así pensaba Zaldúa, que debía gran parte de su buen éxito a esta honradez formal; a esta seriedad y buena fe en los negocios, una vez emprendidos los de ventaja. Pues bien; el mismo criterio llevó a su otro negocio. Sería no conocerle pensar que él había de ser hipócrita, escéptico: no; se aplicó de buena fe a las prácticas religiosas, y si, modestamente, al sentir el dolor de sus pecados, se contentó con el de atrición, fué porque comprendió, con su gran golpe de vista, que no estaba la Magdalena para tafetanes, y que a D. Fermín Zaldúa no había que pedirle la contrición, porque no la entendía. Por temor al castigo, a perder el alma, fué, pues, devoto; pero este temor no fué fingido, y la creencia ciega, absoluta, que se le pidió para salvarse, la tuvo sin empacho y sin el menor esfuerzo. No comprendía cómo había quien se empeñaba en condenarse por el capricho de no querer creer cuanto fuera necesario. Él lo creía todo, y aun llegó, por una propensión común a los de su laya, a creer más de lo conveniente, inclinándole al fetichismo disfrazado y a las más claras supersticiones.

En tanto que Zaldúa edificaba el alma como podía, su palacio era emporio de la devoción ostensible y aun ostentosa, eterno jubileo, basílica de los negocios píos de toda la provincia, y a no ser profanación excusable, llamáralo lonja de los contratos ultratelúricos.

Mas sucedió a lo mejor, y cuando el caudal de D. Fermín estaba recibiendo los más fervientes y abundantes bocados de la piedad solícita, que el diablo, o quien fuese, inspiró un sueño, endemoniado, si fué del diablo, en efecto, al insigne banquero.

Soñó de esta manera. Había llegado la de vámonos; él se moría, se moría sin remedio, y don Mamerto, a la cabecera de su lecho, le consolaba diciendo:

—Ánimo, don Fermín, ánimo, que ahora viene la época de cosechar el fruto de lo sembrado. Usted se muere, es verdad, pero ¿qué? ¿Ve usted este papelito? ¿Sabe usted lo que es?—Y don Mamerto sacudía ante los ojos del moribundo una papeleta larga y estrecha.

—Eso... parece una letra de cambio.

—Y eso es, efectivamente. Yo soy el librador y usted es el tomador; usted me ha entregado a mí, es decir, ha entregado a la Iglesia, a los pobres, a los hospitales, a las ánimas, la cantidad... equis.

—Un buen pico.

—¡Bueno! Pues bueno; ese pico mando yo, que tengo fondos colocados en el cielo, porque ya sabe usted que ato y desato, que se lo paguen a su espíritu de usted en el otro mundo, en buena moneda de la que corre allí, que es la gracia de Dios, la felicidad eterna. A usted le enterramos con este papelito sobre la barriga, y por el correo de la sepultura esta letra llega a poder de su alma de usted, que se presenta a cobrar ante San Pedro; es decir, a recibir el cacho de gloria, a la vista, que le corresponda, sin necesidad de antesalas, ni plazos ni fechas de purgatorio...

Y en efecto; siguió don Fermín soñando que se había muerto, y que sobre la barriga le habían puesto, como una recomendación o como uno de aquellos viáticos en moneda y comestibles, que usaban los paganos para enterrar sus muertos, le habían puesto la letra a la vista que su alma había de cobrar en el cielo.

Y después él ya no era él, sino su alma, que con gran frescura se presentaba en la portería de San Pedro, que además de portería era un Banco, a cobrar la letra de don Mamerto.

Pero fué el caso que el Apóstol, arrugado el entrecejo, leyó y releyó el documento, le dió mil vueltas, y por fin, sin mirar al portador dijo mal humorado:

—¡Ni pago ni acepto!

El alma de Zaldúa hizo ni más ni menos lo que su propietario D. Fermín hubiera hecho en la tierra en situación semejante. No gastó el tiempo en palabras vanas, sino que inmediatamente se fué a buscar un notario, y antes de la puesta del sol del día siguiente, se extendió el correspondiente protesto, con todos los requisitos de la sección octava, del título décimo del libro segundo del Código de Comercio vigente; y D. Fermín, su alma, dejó copia del tal protesto, en papel común, al príncipe de los apóstoles.

Y el cuerpo miserable del avaro, del capitalista devoto, ya encentado por los gusanos, se encontró en su sepultura con un papel sobre la barriga; pero un papel de más bulto y de otra forma que la letra de cambio que él había mandado al cielo.

Era el protesto.

Todo lo que había sacado en limpio de sus afanes por el otro negocio.

Ni siquiera le quedaba el consuelo de presentarse en juicio a exigir del librador, del pícaro D. Mamerto, los gastos del protesto ni las demás responsabilidades, porque la sepultura estaba cerrada a cal y canto, y además los pies los tenía ya hechos polvo.

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