El centauro

Leopoldo Alas Clarín

Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial, se educó, si aquello fue educarse, hasta los quince años, como el diablo quiso, y de los quince años en adelante como quiso ella. Anduvo por muchos colegios extranjeros, aprendió muchas lenguas vivas, en todas las cuales sabía expresar correctamente las herejías de su señor padre, dogmas en casa.

Sabía más que un bachiller y menos que una joven recatada. Era hermosísima; su cabeza parecía destacarse en una medalla antigua, co- mo aquellas sicilianas de que nos habla el poeta de los Trofeos; su indumentaria, su figura, sus posturas, hablaban de Grecia al menos versado en las delicadezas del arte helénico; en su toca- dor, de gusto arqueológico, sencillo, noble, poé- tico, Violeta parecía una pintura mural clásica, recogida en alguna excavación de las que nos descubrieron la elegancia antigua. En el Ma- nual de arqueología de Guhl y Koner, por ejemplo, podréis ver grabados que parecen retratos de Violeta componiendo su tocado.

Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto imitativo, que le hacía remedar en sus ensueños las locuras de sus poetas favoritos, los modernos, los franceses, que acidaban a vueltas con sus recuerdos de cátedra, para convertirlos en creencia poética y en inspiración de su musa plástica y afectada-mente sensualista. A fuerza de creerse pagana y leer libros de esta clase de caballerías, llegó Violeta a sentir, y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad y fuerza, su manía seudoclásica.

Como, al fin, era catalana, no le faltaba el necesario buen sentido para ocultar sus capri- chosas ideas, algunas demasiado extravagantes, ante la mayor parte de sus relaciones sociales, que no podían servirle de público adecuado, por lo poco bachilleras que son las señoritas en España, y lo poco eruditos que son la mayor parte de los bachilleres.

A mí, no sé por qué, a los pocos días de tra-tarme creyome digno de oír las intimidades de su locura pagana. No fue porque yo hiciera ante ella alarde de conocimientos que no poseo; más bien debió de haber sido por haber notado la sincera y callada admiración con que yo con- templaba a hurtadillas, siempre que podía, su hermosura soberana, los divinos pliegues de su túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el res- plandor tranquilo e ideal de sus ojos garzos. ¡Oh, en aquella cabecita peinada por Praxiteles, había el fósforo necesario para hacer un poeta parnasiano de tercer orden; pero, qué templo el que albergaba aquellos pobres dioses falsos, recalentados y enfermizos! ¡Qué divino molde, qué elocuente estatuaria!

Violeta, como todas las mujeres de su clase, creería que por gustarme tanto su cuerpo, yo admiraba su talento, su imaginación, sus capri- chos, traducidos de sus imprudentes lecturas... Ello fue que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece que olfatean en el ambiente perfumado los mis- terios nupciales con que suena la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:

«Yo estoy enamorada de un imposible». Pe- ro seguía de esta suerte:

«Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene pocos pies. Antes de saber yo de la fábula del hombre-caballo, desde muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y todo lo que tuviera rela- ción con el caballo. Mi padre tenía muchos, de silla y de tiro, y cuadras como palacios, y a su servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de ma- drugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles de un templo vivo de mi adoración idolátrica.

No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos, cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me imponían una especie de pavor religioso y cier- ta precoz humildad femenil voluptuosa, que conocen todas las mujeres que aman al que temen. Me embriagaba el extraño perfume pi- cante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de los ojos y me hacía soñar, como el mijo a los espectadores del teatro persa.

»Soñaba con carreras locas por breñales y precipicios, saltando colinas y rompiendo va- llas, tendida, como las amazonas de circo, sobre la reluciente espalda de mis héroes fogosos, fuertes y sin conciencia, como yo los quería. Fui creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté de ocultarla; los primeros hombres que empe-zaron a ser para mí rivales de mis caballos fue- ron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos, pero me libraron de su malicia mis desdenes, que al ver de cerca el amor humano lo encon- traron ridículo por pobre, por débil, por habla- dor y sutil. El caballo no bastaba a mis ansias, pero el hombre tampoco. ¡Oh, qué dicha la mía, cuando mis estudios me hicieron conocer al Centauro! Como una mística se entrega al espo- so ideal, y desprecia por mezquinos y delezna- bles los amores terrenos, yo me entregué a mis ensueños, desprecié a mis adoradores, y día y noche vi, y aún veo, ante mis ojos, la imagen del hombre bruto, que tiene cabeza humana y brazos que me abrazan con amor, pero tiene también la crin fuerte y negra, a que se agarran mis manos crispadas por la pasión salvaje; y tiene los robustos humeantes lomos, mezcla de luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo amplio y férreo, lecho de mi amor en la carrera de nuestro frenesí, que nos lleva a través de montes y valles, bosques, desiertos y playas, por el ancho mundo. En el corazón me resue- nan los golpes de los terribles cascos del ani- mal, al azotar y dominar la tierra, de que su rapidez me da el imperio; y es dulce, con vo- luptuosidad infinita, el contraste de su vigor de bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su instinto, con la suavidad apasionada de las ca- ricias de sus manos y de los halagos de sus ojos...».

Calló un momento Violeta, entusiasmada de veras, y hermosísima en su exaltación; mirome en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona a un grupo de muchachos elegantes que pasa- ban, y siguió diciendo:

«¡Qué ridículos me parecen esos buenos mo- zos con su frac y sus pantalones!... Son para mí espectáculo cómico, y hasta repugnante, si in- sisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo necesito en el hombre... en el macho a quien yo he de querer y he de entregarme... Si me quie-ren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a la soledad, lejos de todo peligro?... En ferroca- rril o en brazos. . ¡Absurdo! Mi Centauro, sin dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el tronco humano hacia mí, galoparía al arreba- tarme, y el furor de su carrera encendería más y más la pasión de nuestro amor, con el ritmo de los cascos al batir el suelo... ¡Cuántos viajes de novios hizo así mi fantasía! ¡La de tierras des- conocidas que yo crucé, tendida sobre la espal- da de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia res- pirar el aire que corta la piel en el vertiginoso escape!... ¡Qué delicia amar entre el torbellino de las cosas que pasan y se desvanecen mien- tras la caricia dura!... El mundo escapa, desapa- rece, y el beso queda, persiste...».

Como aquello del beso me pareció un poco fuerte, aunque fuese dicho por una señorita pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi extrañeza, suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó sola con su Centauro, entregándome a mí al brazo secular de su desprecio.

Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí del rincón de muestra confidencia, contento con que ella, per tener cerrados los ojos, como he dicho, no contemplara mi ridícula manera de andar como el bípedo menos mitológico, como un gallo; por ejemplo.

Pasaron algunos años y he vuelto a ver a Violeta. Está hermosa, a la griega, como siem- pre, aunque más gruesa que antes. Hace días me presentó a su marido, el Conde de La Pita, capitán de caballería, hombrachón como un roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal, grosero, jinete insigne, enamorado exclusiva- mente del arma, como él dice, pero equivocán- dose, porque al decir el arma, alude a su caba- llo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!), que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su Pílades, si hubiera Pílades de cuatro patas, y si hombres como el Conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de animal perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo. Violeta, al preguntarle si era feliz con su ma- rido, me contestaba ayer, disimulando un sus- piro: «Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me quie- re... le quiero... Pero... el ideal no se realiza ja- más en este mundo. Basta con soñarlo y acer- carse a él en lo posible. Entre el Conde y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra».

¡Pobre Violeta; le parece poco Centauro su marido!

¡Gracias por leer este libro de www.elejandria.com!

Descubre nuestra colección de obras de dominio público en castellano en nuestra web

Share on Twitter Share on Facebook