Un jornalero

Leopoldo Alas Clarín

Año primera publicación: 1893

Edición: Manuel Fernandez y Lasanta, Madrid, 1893

Relato incluido en: "El señor y lo demás, son cuentos"

Salía Fernando Vidal de la Biblioteca de N**, donde había estado trabajando, según costumbre, desde las cuatro de la tarde.

Eran las nueve de la noche; acababa de obscurecer.

La Biblioteca no estaba abierta al público

sino por la mañana.

Los porteros y demás dependientes vivían

en la planta baja del edificio, y Fernando, por

un privilegio, disfrutaba a solas de la Biblioteca

todas las tardes y todas las noches, sin más con-

diciones que estas: ir siempre sin compañía;

correr, por su cuenta, con el gasto de las luces

que empleaba, y encargarse de abrir y cerrar,

dejando al marcharse las llaves en casa del con-

serje.

En toda N**, ciudad de muchos miles de

habitantes, industriosa, rica, llena de fábricas,

no había un solo ciudadano que disputase ni

envidiase a Vidal su privilegio de la Biblioteca.

Cerró Fernando como siempre la puerta de

la calle con enorme llave, y empuñando el ma-

nojo que esta y otras varias formaban, anduvo

algunos pasos por la acera, ensimismado, bus-

cando, sin pensar en ello, el llamador de la

puerta en la casa del conserje, que estaba a los

pocos metros, en el mismo edificio.

Pero llamó en vano. No abrían, no contesta-

ban.

Vidal tardó en fijarse en tal silencio. Iba lleno

de las ideas que con él habían bajado a la calle

dejando las frías páginas de los libros de arriba,

la eterna prisión.

«No está nadie», pensó, por fin, sin fijarse en

que debía extrañar que no estuviese nadie en

casa del conserje.

-¡Y qué hago yo con esto! -se dijo, sacudien-do el manojo de llaves que le daba aspecto de

carcelero.

En aquel momento se fijó en otra cosa. En

que la noche era obscura, en que había faroles,

tres, bien lo recordaba, a lo largo de la calle, y

no estaba ninguno encendido.

Después notó que a nadie podía parecerle

ridícula su situación, porque por la calle de la

Biblioteca no pasaba un alma. Silencio absoluto.

Una detonación lejana le hizo exclamar:

-¡Un tiro!

Y el tiro, más bien su nombre, le trajo a la

actualidad, a la vida real de su pueblo.

-Cuando salí de casa, después de comer, en

el café oí decir que esta noche se armaba, que

los socialistas o los anarquistas, o no sé quién,

preparaban un golpe de mano para sacar de la

cárcel a no sé qué presos de su comunión y pro-clamar todo lo proclamable.

Debe de ser eso. Debe de estar armada.

¡Dios mío! -siguió reflexionando- si está ar-

mada, si aquí pasa algo grave, mañana acaso

esté cerrada la Biblioteca, acaso no me permitan

o no pueda yo venir de tarde a terminar mi

examen del códice en que he descubierto tan

preciosos datos para la historia de los distur-

bios de los gremios de R*** en el siglo... ¡por

vida del chápiro! Y si mañana no concluyo mi

trabajo, el número próximo de la Revista Socio-

lógico-histórica sale sin mi artículo... y quién

sabe si Mr. Flinder en la Revista de Ciencias

morales e históricas de Zurich se adelantará, si

es verdad, como me escriben de allá, que ha

visto este precioso documento el año pasado,

cuando estuvo aquí mientras yo fui a Vichy.

No, mil veces no; eso no puedo consentirlo;

no es por vanidad pueril; es que esos socialistas

de cátedra me son antipáticos; Flinder de fijo arrima el ascua a su sardina; de fijo lo convierte

todo en sustancia, y de los datos favorables

para sus teorías que este códice contiene, quiere

hacer una catedral, toda una prueba plena... y

eso, vive Dios, que es profanar la historia, el

arte, la ciencia... No, no; yo diré primero la ver-

dad desnuda, imparcialmente, reconociendo

todo lo que este manuscrito arroja de luz en la

tan debatida cuestión... pero sin que sirva de

arma para tirios ni troyanos. Me cargan los uto-

pistas, los dogmáticos...

Sonó otro tiro.

«Pues debe de ser eso. Debe de haberse ar-

mado». Vidal se aventuró por la calle arriba. Al

dar vuelta a la esquina, que estaba lejos de la

Biblioteca, en la calle inmediata, como a treinta

pasos, vio al resplandor de una hoguera un

montón informe, tenebroso, que obstruía la

calle, que cerraba la perspectiva. «Debe de ser

una barricada».

Alrededor de la hoguera distinguió sombras.

«Hombres con fusiles», pensó; «no son solda-

dos; deben de ser obreros. Estoy en poder de

los enemigos... del orden».

Una descarga nutrida le hizo afirmarse en

sus conjeturas; oyó gritos confusos, ayes, jura-

mentos...

No cabía duda, se había armado. «Aquello

era una barricada, y por aquel lado no había

salida».

Deshizo el camino andado, y al llegar a la

puerta de la Biblioteca se detuvo, se rascó de-

trás de una oreja y meditó.

«Mañana, por fas o por nefas, estará esto

cerrado; mi artículo no podrá salir a tiempo...

puede adelantarse Flinder... No dejemos para

mañana lo que podemos hacer hoy».

Sonó a lo lejos otra descarga, mientras Vidal metía la gran llave en su cerradura y abría la

puerta de la Biblioteca. Al cerrar por dentro oyó

más disparos, mucho más cercanos, y voces y

lamentos. Subió la escalera a tientas, reparó al

llegar a otra puerta cerrada, en que iba a obscu-

ras; encendió un fósforo, abrió la puerta que

tenía delante, entró en la portería, contigua al

salón principal; encendió un quinqué, de petró-

leo, que aún tenía el tubo caliente, pues era el

mismo con que momentos antes se había alum-

brado; entró con su luz en el salón de la Biblio-

teca, buscó sus libros y manuscritos, que tenía

separados en un rincón, y a los cinco minutos

trabajaba con ardor febril, olvidado del mundo

entero, sin oír los disparos que sonaban cerca.

Así estuvo no sabía él cuánto tiempo. Tuvo que

detenerse en su labor porque el quinqué empe-

zó a apagarse; la llama chisporroteaba, se aho-

gaba la luz con una especie de bostezo de muy

mal olor y de resplandores fugaces. Fernando

maldijo su suerte, su mala memoria que no le

había hecho recordar que tenía poco petróleo el quinqué... en fin, recogió los papeles de prisa, y

salió de la Biblioteca a obscuras, a tientas. Llegó

a la puerta de la calle, abrió, salió... y al dar la

vuelta para cerrar, sintió que por ambos hom-

bros le sujetaban sendas manos de hierro y oyó

voces roncas y feroces que gritaban:

-¡Alto!

-¡Date preso!

-¡Un burgués!

-¡Matarle!

«¡Son ellos -pensó Vidal- los correligionarios

activos, prácticos de Mr. Flinder!».

En efecto, eran los socialistas, anarquistas o

Dios sabía qué, triunfantes, en aquel barrio a lo

menos. Con otros burgueses que habían encon-

trado por aquellos contornos habían hecho lo

que habían querido; quedaban algunos mal

heridos, los que menos apaleados. El aspecto de Fernando que no revelaba gran holgura ni mucho capital robado al sudor del pobre, los irritó

en vez de ablandarlos. Se inclinaban a pasarle

por las armas y así se lo hicieron saber.

Uno que parecía cabecilla, se fijó en el edifi-

cio de donde salía Vidal y exclamó:

-Esta es la Biblioteca; ¡es un sabio, un bur-

gués sabio!

-¡Que muera! ¡que muera!

-Matarlo a librazos... Eso es, arriba, a la Bi-

blioteca, que muera a pedradas... de libros, de

libros infames que han publicado el clero, la

nobleza, los burgueses para explotar al pobre,

engañarle, reducirle a la esclavitud moral y

material.

-¡Bravo, bravo!...

-Mejor es quemarle en una hoguera de papel...

-¡Eso, eso!

-Abrasarle en su biblioteca...

Y a empellones, Fernando se vio arrastrado

por aquella corriente de brutalidad apasionada,

que le llevó hasta el mismo salón donde él tra-

bajaba, poco antes, en aquel códice en que se

podía estudiar algún relámpago antiquísimo,

precursor de la gran tempestad que ahora bra-

maba sobre su cabeza.

Los sublevados llevaban antorchas y faroles;

el salón se iluminó con una luz roja con franjas

de sombras temblorosas, formidables. El grupo

que subió hasta el salón no era muy numeroso,

pero sí muy fiero.

-Señores -gritó Vidal con gran energía-. En

nombre del progreso les suplico que no que-

men la biblioteca... La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros... son inocentes...

no dicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí

están, en esos tomos grandes, las obras de los

Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan

a ustedes la razón contra los ricos... En ese es-

tante pueden ustedes ver a los socialistas y co-

munistas del 45... En ese otro está Lassalle...

Ahí tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y

en todas esas biblias, colección preciosa, hay

multitud de argumentos socialistas; el año sa-

bático, el jubileo... la misma vida de Job... ¡no! la

vida de Job no es argumento socialista. ¡Oh, no,

esa es la filosofía seria, la que sabrán las clases

pobres e ilustradas de siglos futuros muy remo-

tos...

Fernando se quedó pensativo, e interrumpió

su discurso, olvidado de su peligro y el de la

biblioteca. Pero el discurso, apenas comprendi-

do, había producido su efecto. El cabecilla, que

era un ergotista a la moderna, de café y de club,

uno de esos demagogos retóricos y presuntuo-

sos que tanto abundan, extendió una mano

para apaciguar las olas de la ira popular...

-Quietos, dijo... procedamos con orden. Oi-

gamos a este burgués... Antes que el fuego de la

venganza, la luz de la discusión. Discutamos...

Pruébanos que esos libros no son nuestros ene-

migos, y los salvas de las llamas; pruébanos

que tú no eres un miserable burgués, un holga-

zán que vive como un vampiro, de la sangre

del obrero... y te perdonamos la vida, que tie-

nes ahora pendiente de un cabello...

-No, no; que muera... que muera ese... sofista

-gritó un zapatero- que era terrible por la pose-

sión de este vocablo que no entendía, pero que

pronunciaba correctamente y con énfasis.

-¡Es un sofista! -repitió el coro- y una docena

de bocas de fusil se acercaron al rostro y al pe-

cho de Fernando.

-¡Paz!... ¡paz!... ¡tregua!... -gritó el cabecilla

que no quería matar sin triunfar antes del sofis-

ta-. Oigámosle, discutamos..

Vidal, distraído, sin pensar en el peligro in-

menso que corría, haciendo psicología popular,

teratología sociológica como él pensaba, estudia-

ba aquella locura poderosa que le tenía entre

sus garras; y su imaginación le representaba, a

la vez, el coro de locos del tercer acto de Jugar

con fuego, y a Mr. Flinder y tantos otros que eran en último análisis los culpables de toda

aquella confusión de ideas y pasiones. «¡La

lógica hecha una madeja enredada y untada de

pólvora, para servir de mecha a una explosión

social!...». Así meditaba.

-¡Que muera! -volvieron a gritar.

-No, que se disculpe... que diga qué es, cómo

gana el pan que come...

-¡Oh! tan bien como tú, tan honradamente como tú -gritó Vidal volviéndose al que tal de-cía, enérgico, arrogante, apasionado, mientras

separaba con las manos los fusiles que le impe-

dían, apuntándole, ver a su contrario.

Le habían herido en lo vivo.

Después de haber tenido en su ya larga vida

de erudito y escritor mil clases de vanidades, ya

sólo le quedaba el orgullo de su trabajo... No se

reconocía, a fuerza de mucho análisis de intros-

pección, virtud alguna digna de ser llamada tal,

más que esta, la del trabajo; ¡oh, pero esta sí!

«Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo

que sea de la cuestión del capital y el salario,

que está por resolver, como es natural, porque

sabe poco el mundo todavía para decidir cosa

tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de

capitalistas y obreros, yo soy hombre para no

meter en la boca un pedazo de pan, aunque

reviente de hambre, sin estar seguro de que lo

he ganado honradamente...

»He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo,

porque no me bastan para la tarea inmensa que

tengo delante de mí. Yo soy un albañil que tra-

baja en una pared que sabe que no ha de ver

concluida, y tengo la seguridad de que cuando

más alto esté me caeré de cabeza del andamio.

Yo trabajo en la filosofía y en la historia y sé

que cuanto más trabajo me acerco más al des-

engaño. Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro

de no llegar al cielo y de precipitarme en un

abismo... pero subo, trabajo. He tenido en el

mundo ilusiones, amores, ideales, grandes en-

tusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo

he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en

los héroes, en los credos, en los sistemas; pero

de lo único que no reniego es del trabajo; es la

historia de mi corazón, el espejo de mi existen-

cia; en el caos universal yo no me reconocería a

mí propio si no me reconociera en la estela de

mis esfuerzos; me reconozco en el sudor de mi

frente y en el cansancio de mi alma; soy un jor-

nalero del espíritu, a quien en vez de dismi-nuirle las horas de fatiga, los nervios le van

disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la

hora de dormir, a obscuras, en mi lecho, sin

querer, trabajo en el aire, sin jornal, sin prove-

cho... y de día sigo trabajando para ganar el

sustento y para adelantar en mi obra... Yo no

pido emancipación, yo no pido transacciones,

yo no pido venganzas... Desde los diez años, no

ha obscurecido una vez sin que yo tuviera tela

cortada para la noche que venía: siempre mi

velón se ha encendido para una labor prepara-

da; hasta las pocas noches que no he trabajado

en mi vida, fueron para mí de fatiga por el re-

mordimiento de no haber cumplido con la tarea

de aquella velada. De niño, de adolescente,

trabajaba junto a la lámpara de mi madre; mi

trabajo era escuela de mi alma, compañía de la

vejez de mi madre, oración de mi espíritu y pan

de mi cuerpo y el de una anciana.

»Éramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y mi trabajo. No tengo más

familia. Pasará mi nombre, morirá pronto el

recuerdo de mi humilde individuo, pero mi

trabajo quedará en los rincones de los archivos,

entre el polvo, como un carbón fósil que acaso

prenda y dé fuego algún día, al contacto de la

chispa de un trabajador futuro... de otro pobre

diablo erudito como yo que me saque de la

obscuridad y del desprecio...

-Pero a ti no te han explotado; tu sudor no

ha servido de sustancia para que otros engor-

daran... -interrumpió el cabecilla.

-Con mi trabajo -prosiguió Vidal- se han

hecho ricos otros; empresarios, capitalistas,

editores de bibliotecas y periódicos; pero no

estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello.

No me queda el consuelo de protestar indigna-

do con entera buena fe. Ese es un problema

muy complejo; está por ver si es una injusticia

que yo siga siendo pobre y los que en mis pu-

blicaciones sólo ponían cosa material, papel, imprenta, comercio, se hayan enriquecido.

»No tengo tiempo para trabajar indagando

ese problema, porque lo necesito para trabajar

directamente en mi labor propia. Lo que sé, que

este trabajo constante, con el cuerpo doblado,

las piernas quietas, el cerebro bullendo sin ce-

sar, quemando los combustibles de mi sustan-

cia, me ha aniquilado el estómago; el pan que

gano apenas lo puedo digerir... y lo que es peor,

las ideas que produzco me envenenan el cora-

zón y me descomponen el pensamiento... Pero

no me queda ni el consuelo de quejarme, por-

que esa queja tal vez fuera en último análisis,

una puerilidad... Compadecedme, sin embargo,

compañeros míos, porque no padezco menos

que vosotros y yo no puedo ni quiero bastar

remedio ni represalias; porque no sé si hay algo

que remediar, ni si es justo remediarlo... No

duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no es-

pero... no odio... no me vengo... Soy un jornale-

ro de una terrible mina que vosotros no cono-céis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y

que, sin embargo, es acaso el único cielo que

existe... Matadme si queréis, pero respetad la

biblioteca, que es un depósito de carbón para el

espíritu del porvenir...». La plebe, como siem-

pre que oye hablar largo y tendido, en forma

oratoria, callaba, respetando el misterio religio-

so del pensamiento obscuro; deidad idolátrica

de las masas modernas y tal vez de las de

siempre...

La retórica había calmado las pasiones; los

obreros no estaban convencidos, sino confusos,

apaciguados a su despecho.

Algo quería decir aquel hombre.

Como un contagio, se les pegaba la enfer-

medad de Vidal, olvidaban la acción y se dete-

nían a discurrir, a meditar, quietos.

Hasta el lugar, aquellas paredes de libros, les enervaba. Iban teniendo algo de león enamora-do, que se dejó cortar las garras.

De pronto oyeron ruido lejano. Tropel de

soldados subía por la escalera. Estaban perdi-

dos. Hubo una resistencia inútil. Algunos dis-

paros; dos o tres heridos. A poco, aquel grupo

extraviado de la insurrección vencida, estaba en

la cárcel. Vidal fue entre ellos, codo con codo.

En opinión, terrible y poderosa opinión, del jefe

de la tropa vencedora, aquel señorito tronado

era el capitán del grupo de anarquistas sor-

prendido en la biblioteca. A todos se les formó

consejo de guerra, como era regular. La justicia

sumarísima de la Temis marcial fue ayudada en

su ceguera por el egoísmo y el miedo del ver-

dadero cabecilla y por el rencor de sus compa-

ñeros. Estaban furiosos todos contra aquel trai-

dor, aquel policía secreto, o lo que fuera, que les había embaucado con sus sofismas, con sus

retóricas y les había hecho olvidarse de su mi-

sión redentora, de su situación, del peligro...

Todos declararon contra él. Sí, Vidal era el jefe.

El cabecilla salvaba con esto la vida, porque la

misericordia en estado de sitio decretó que la

última pena sólo se aplicara a los cabezas de

motín; a esta categoría, pertenecía sin duda

Vidal; y mientras el que quería discutir con él

las bases de la sociedad, el cabecilla verdadero,

quedaba en el mundo para predicar, e incen-

diar en su caso, el pobre jornalero del espíritu,

el distraído y erudito Fernando Vidal pasaba a

mejor vida por la vía sumaria de los clásicos y

muy conservadores cuatro tiritos.

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