- V -

No es maravilla el que la divina Providencia, que por completo sobrepuja al angélico y al humano entendimiento, proceda muchas veces ocultándose de nosotros, puesto que muchas veces las obras humanas, aun a los hombres mismos, ocultan su intención. Pero sí es gran maravilla cuando la ejecución del eterno consejo procede tan manifiestamente que nuestra razón lo discierne. Y por eso yo, al principio de este capítulo, puedo hablar por boca de Salomón, que en nombre de la sabiduría dice en sus Proverbios: «Oíd, porque he de hablar de grandes cosas».

Queriendo la inconmensurable bondad divina rehacer la criatura humana a semejanza suya, pues que por el pecado de prevaricación del primer hombre se había separado y desemejado de Dios, decidióse en el altísimo y unidísimo Consistorio divino de la Trinidad que el hijo de Dios bajase a la tierra a realizar este acuerdo. Y como quiera que en su venida al mundo era menester la óptima disposición, no solamente del cielo, mas de la tierra, y la mejor disposición de la tierra es siendo monarquía, es decir, que toda ella tiene un príncipe, como se ha dicho más arriba, fue ordenada por la divina Providencia al pueblo, y la ciudad que tal debía cumplir, es, a saber, la gloriosa Roma.

Y como quiera que el albergue donde había de entrar el Rey celestial era menester que estuviese lo más limpio y puro, fue ordenada una santísima progenie, de la cual, tras de muchos méritos, naciese una mujer superior a todas las demás, la cual fuese aposento del Hijo de Dios; y esta progenie es la de David, de la cual nació el orgullo y honor del género humano, es, a saber, María. Y por eso está escrito en Isaías: «Nacerá una virgen de la raíz de Jessé y la flor de su raíz subirá». Y Jessé fue padre del susodicho David. Y sucedió que, al mismo tiempo que nació David, nació Roma, es decir, Eneas fue de Troya a Italia, lo cual fue origen de la nobilísima ciudad romana, como atestiguan los escritos. Por lo que es asaz manifiesta la divina elección del romano imperio para el nacimiento de la ciudad santa, que fue contemporáneo de la raíz de la progenie de María. E incidentalmente se ha de apuntar que cuando el cielo comenzó a girar no estuvo en mejor disposición que entonces cuando de allá arriba descendió el que lo ha hecho y lo gobierna, como aun hoy, por virtud de artes, pueden demostrar los matemáticos. Y el mundo no estuvo nunca ni estará tan perfectamente dispuesto como cuando fue mandado por la voz de un solo príncipe, comandante del pueblo romano, como lo atestigua Lucas Evangelista. Y así, había por doquier la paz universal, como nunca la hubo ni habrá, y la nave de la sociedad humana derechamente, por camino suave, a seguro puerto navegaba. ¡Oh, inefable e incomprensible sabiduría de Dios, que a un mismo tiempo para tu venida tan de antemano te preparaste en Siria y en Italia! Y ¡oh, estultísimas y viles bestezuelas, que a guisa de hombres coméis, que presumís hablar contra nuestra fe y queréis saber, escudriñando y desentramando, lo que Dios con tanta prudencia ha ordenado! Malditos seáis vosotros y vuestra presunción y quien en vosotros cree.

Como se ha dicho más arriba, al fin del capítulo precedente, no sólo tuvo nacimiento especial, sino especialmente creada fue por Dios; por lo cual brevemente, empezando por Rómulo, que fue primer padre de aquélla, a su más perfecta edad, es decir, en el tiempo del Emperador susodicho, no sólo con humanas obras, sino con obras divinas prosiguió su vida. Porque si consideramos los siete reyes que primeramente lo gobernaron, Rómulo, Numa, Tulio, Anco, y los tres Tarquinos, que fueron como ayos y tutores de su infancia, podremos encontrar en los escritos de las historias romanas, principalmente en Tito Livio, que fueron de diversa condición, según las circunstancias de su tiempo. Si consideramos luego su adolescencia, luego que fue emancipada de la tutela real, desde Bruto, primer cónsul, hasta César, príncipe supremo, la veremos exaltada, no por humanos ciudadanos, sino por divinos, en los cuales había sido infundido para amarla a ella, no amor humano, sino divino. Y tal no podía ni debía ser, sino por fin especial de Dios, comprendido en tanta celestial infusión. Pues ¿quién dirá que no fue inspiración celestial al rechazar Fabricio tan infinita cantidad de oro, por no querer abandonar su patria? ¿Y el que Curcio, tentado de corrupción por los Sannitas, rechazase grandísima cantidad de oro por amor de la patria, diciendo que los ciudadanos romanos no querían poseer el oro, sino a los poseedores de oro tal? ¿Y el que Mucio abrasase su propia mano por haberle faltado el golpe que había pensado para defender a Roma? ¿Quién dirá que Torcuato, sentenciador a muerte de su propio hijo, por amor del bien público, hubiese sufrido tal sin la ayuda divina, e igualmente el susodicho Bruto? ¿Quién lo dirá de los Decios y los Drusos, que entregaron su vida por la patria? ¿Quién dirá que el cautivo Régulo, enviado de Cartago a Roma para cambiar por él y otros prisioneros romanos los prisioneros cartagineses, hubiera aconsejado contra sí mismo, por amor de Roma, una vez retirada la legación, a moverle tan sólo la humana naturaleza? ¿Quién dirá que Quinto Cincinato, convertido en dictador y apartado del arado, después del tiempo de su mando volvió a arar, rechazando aquél espontáneamente, y quién dirá que Camilo, bandido y desterrado, hubiese venido a libertar a Roma de sus enemigos, y después de su liberación, se volviera espontáneamente al destierro para no ofender la autoridad senatorial, sin instigación divina? ¡Oh sacratísimo pecho de Catón! ¿Quién se atrever a hablar de ti? Ciertamente que no se puede hablar mejor de ti que callando, siguiendo así a Jerónimo, cuando en el proemio de la Biblia dice, al nombrar a Pablo, que mejor es callar que decir poco de él.

Ciertamente que es manifiesto, recordando la vida de éstos y de los demás ciudadanos, que no han podido ser tan admirables obras sin alguna luz de la bondad divina, añadida a su buena condición. Y es ciertamente manifiesta que estos excelentísimos fueron instrumentos con los cuales procedió la divina Providencia en el imperio romano, donde muchas veces pareció estar presente el brazo de Dios. ¿Y no puso Dios sus manos en la lucha en que albanos con romanos combatieron desde el principio al fin del reino, cuando un solo romano tuvo en sus manos la libertad de Roma? ¿No puso Dios sus manos, cuando los franceses, tomada toda Roma, atacaban a hurtadillas el Capitolio de noche y sólo la voz de una oca dio el alerta? ¿No puso Dios sus manos cuando durante la guerra de Aníbal, habiendo perdido tantos ciudadanos, que habían sido llevados a África tres fanegas de anillos, hubiéranse visto obligados los romanos a abandonar la tierra, si aquel bendito Escipión el Joven no hubiese emprendido la excursión a África por su libertad? ¿Y no puso Dios sus manos cuando un joven ciudadano de baja condición, es, a saber, Tulio, defendió la libertad romana contra ciudadano tan grande cuanto lo era Catilina? Sí, ciertamente. Por lo cual no es necesario más para ver que Dios pensó y ordenó especialmente el nacimiento y la formación de la santa ciudad. Y hay quienes son de opinión que las piedras de sus muros son dignas de reverencia y más digno el suelo sobre que se asienta de cuanto los hombres han dicho y probado.

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