- XXIV -

Volviendo a nuestro discurso, digo que la vida humana se divide en cuatro edades: La primera, se llama adolescencia, es decir, acrecimiento de vida; la segunda se llama juventud, es decir, edad que puede aprovechar; esto es, dar perfección; y así se entiende perfecta, porque nadie puede dar sino lo que tiene; la tercera se llama senectud; la cuarta se llama senilidad, como más arriba se ha dicho.

De la primera nadie duda; mas todos los sabios están de acuerdo en que dura hasta los veinticinco años; y como hasta ese tiempo nuestra alma se propone el crecimiento y embellecimiento del cuerpo, de donde se siguen muchas y grandes transformaciones en la persona, no puede discernir perfectamente la parte racional. Por lo cual quiere la razón que antes de esa edad no pueda el hombre hacer ciertas cosas sin curador de perfecta edad.

El tiempo de la segunda, la cual es verdaderamente colmo de nuestra vida, es considerado diversamente por muchos. Mas dejando lo que de ello escriben los filósofos y los médicos, y volviendo a la propia razón, digo que en los más -que es en quienes se puede y debe formar juicio- esa edad es de veinte años. Y la razón que tal me da es la de que si el colmo de nuestro arco está en los treinta y cinco, tanto cuanto de subida tiene esta vida ha de tener de descenso; y esa subida y bajada es como el sostén del arco, en el cual se advierte poca flexión. Tenemos, pues, que la juventud se cumple a los cuarenta y cinco años.

Y como la adolescencia tiene veinticinco años de subida a la juventud; y así se termina la senectud a los setenta años.

Mas como la adolescencia no comienza al principio de la vida, tomándola del modo que se ha dicho, sino casi ocho años después, y como nuestra naturaleza se afana por subir, y al descender refrena -porque el calor natural ha venido a menos y puede poco, y el húmedo ha engrosado, no en cantidad, sino en calidad, de modo que es menos vaporoso y consumible-, acaece que, después de la senectud, queda de nuestra vida una cantidad de diez años, sobre poco más o menos.

Y este tiempo se llama senilidad. Como tenemos en Platón, del cual se puede decir que era perfectamente constituido, por su perfección y por la fisonomía, que tomó Sócrates de él cuando por vez primera lo vio, que vivió ochenta y un años, según atestigua Tulio en el de Senectud. Y yo creo que si Cristo no hubiese sido crucificado, y hubiese vivido el tiempo que su vida podía conforme a la naturaleza recorrer, a los ochenta y un años de cuerpo mortal hubiérase transformado en eterno.

A la verdad, como arriba se ha dicho, estas edades pueden ser más largas o más cortas, según nuestra complexión y constitución; mas sean como quieran, parécenle que esta proporción, como se ha dicho, debe conservarse en todas, es decir, haciendo las edades más o menos largas, según la integridad de todo el tiempo de la vida natural. En todas estas edades, esta nobleza, de la cual tan diversamente se habla, muestra sus efectos en el alma ennoblecida; y esto es lo que pretende demostrar esta parte sobre la cual escribimos ahora.

Donde se ha de saber que nuestra buena y recta naturaleza precede conforme a razón en nosotros -como vemos proceder a la naturaleza de las plantas, y por eso diferentes hábitos y maneras son más razonables en unas que en otras-, en quienes el alma ennoblecida procede ordenadamente por un camino simple, ejercitando sus actos a su edad y su tiempo, pues que a su último fruto están ordenados.

Y Tulio está de acuerdo con esto en el de Senectud. Y dejando a un lado la ficción que del diverso proceso de las edades emplea Virgilio en la Eneida; y dejando a lo que el eremita Egidio dice en la primera parte del Regimiento de Príncipes; y dejando lo que apunta Tulio en el de Offici; siguiendo únicamente aquello que la razón puede ver por sí, digo que esta primera edad es puerta y camino por la cual se entra en nuestra buena vida.

Y esta entrada es menester que tenga necesariamente algunas cosas, las cuales la buena Naturaleza, que desfallece en las cosas necesarias, da; como vemos que da hojas a la vid para defensa del fruto y los vástagos con que defiende y sustenta su debilidad; y así sostiene el peso de su fruto.

Da, pues, la Naturaleza a esta vida cuatro cosas necesarias para entrar en la ciudad del buen vivir. La primera es obediencia, la segunda suavidad, la tercera vergüenza, la cuarta adorno corporal, como dice el texto en la primera partícula. Ha de saberse, pues, que del mismo mundo que quien no ha estado nunca en una ciudad no sabe seguir el camino, sin que se lo enseñe quien lo haya hecho, así el adolescente, que entra en la selva engañosa de esta vida, no sabría seguir el buen camino si sus mayores no se lo mostrasen. Y aun el enseñárselo no bastaría, si no obedeciera sus mandatos; y por eso en esta edad es necesaria la obediencia.

Muy bien podría decir alguien: ¿Conque podría llamársele obediente lo mismo al que siga los malos consejos que al que siga los buenos? Respondo que tal cosa no sería obediencia, sino transgresión; que si el rey ordena un camino el siervo ordena otro, no se ha de obedecer al siervo, lo cual sería desobedecer al rey; y así habría transgresión.

Y por eso dice Salomón cuando quiere corregir a su hijo -y éste su primer consejo-: «Oye, hijo mío, el consejo de tu padre». Y luego le aparta al punto de los malos consejos y enseñanzas, diciendo: «Que no te puedan cazar con lisonjas ni deleites los pecadores, porque vayas con ellos». De aquí que, apenas nacido, el hijo se cuelga del pecho de su madre, y apenas muéstrase en él alguna luz de razón, debe atender a las correcciones de su padre, y el padre enseñarle. Y guárdese de no darle ejemplo con sus obras contrario a las palabras con que le corrige; porque vemos naturalmente cómo los hijos miran más a las huellas de los pies paternos que a las otras. Y por eso dice y ordena la ley, que a tal provee, que la persona del padre debe mostrarse a sus hijos santa y honesta siempre; y de aquí el que la obediencia sea necesaria en esta edad. Y por eso escribe Salomón en los Proverbios «que aquel que humilde y obediente aguanta las justas reprensiones del que le corrige, será glorificado», y dice será, para dar a entender que habla el adolescente que aún no tiene edad. Y si alguno tergiversase esto, diciendo que se ha dicho tal del padre tan sólo y no de los demás, digo que al padre se debe reducir cualquier otra obediencia.

Por lo cual dice el apóstol a los Colosenses: «Hijos, obedecer a vuestros padres en todo; porque eso es lo que quiere Dios». Y si el padre no vive, debe prestársele a quien por padre dejó éste en su última voluntad; y si el padre muere intestado, debe prestársele aquel a quien la razón encomienda su gobierno. Y luego deben ser obedecidos los maestros y mayores, a quienes en cierto modo parece estar encomendado por el padre o por quien de padre hace las veces.

Mas como el capítulo presente ha sido largo por las útiles digresiones que contiene, en otro capítulo se argumentarán las demás cosas.

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