- XXVII -

Asaz visto y argumentado suficientemente acerca de la partícula del texto en que se encuentran las probidades que el alma noble presta a la juventud, hemos de proceder a la tercera parte, que comienza: Es en su senectud. En la cual se propone mostrar el texto aquellas cosas que la naturaleza noble muestra y debe tener en la tercera edad, es decir, en la senectud. Y dice que el alma noble es en la senectud prudente, justa y generosa, y que se alegra con oír hablar bien en provecho de otro, lo cual es ser afable. Y a la verdad, estas cuatro virtudes son a esta edad convenientísimas.

Y para verlo, se ha de saber que, como dice Tulio en el de Senectud, «curso cierto tiene nuestra vida y un camino simple, el de nuestro buen natural»; y a cada parte de nuestra vida le ha sido dada estación para ciertas cosas. De aquí que, como a la adolescencia se ha atribuido, como se ha dicho más arriba, aquello que pueda madurar y perfeccionarse, así a la juventud le han sido atribuidas la perfección y la madurez, para que la dulzura de su fruto le sea aprovechable a ella y a los demás; porque, como dice Aristóteles, el hombre es animal civil, porque le es menester, no sólo ser útil para sí, pero a los demás. Por lo cual se lee que Catón, no sólo para sí creía haber nacido, mas para la patria y el mundo todo.

Así pues, después de la propia perfección, la cual se adquiere en la juventud, es menester alcanzar aquella que, no sólo alumbra a uno mismo, sino a los demás; y es menester que el hombre se abra, como una rosa que ya no puede estar más tiempo cerrada y difunde el olor que dentro ha engendrado; y esto es menester en la edad de que hablamos. Conviene, pues, ser prudente,, es decir, sabio; y para ser tal requiérese buena memoria de las cosas vistas, y buen conocimiento de las presentes, y buena previsión de las futuras. Y como dice el filósofo en el sexto de la Ética, «imposible es que sea sabio el que no es bueno». Y así no se le ha de decir sabio a quien con argucias y engaños procede, sino que se le ha de llamar astuto; porque así como nadie llamaría sabio a quien supiese jugar con la punta de un cuchillo en el borde del ojo, así no se ha de decir sabio a quien sabe hacer una cosa mala, al hacer la cual siempre antes que a los demás a sí propio ofende.

Si bien se mira, de la prudencia proceden los buenos consejos, que conducen a cada cual a buen fin en las cosas y obras humanas. Y éste es el don que Salomón, viéndose elevado al gobierno del pueblo, pidió a Dios, como está escrito en el libro de los Reyes.

Ni espera el prudente a que se le pida: aconséjame; sino que proveyendo por sí, sin ser requerido, le aconseja; del mismo modo que la rosa, que, no sólo al que va en busca de su olor se lo ofrece, sino también a todo el que lo sigue. Podría decir aquí algún médico y legista: ¿Con que he de llevar mi consejo y darle sin que nadie me lo pida y no obtendré fruto? Respondo, como dice Nuestro Señor: «De grado recibo si de grado me lo dan». Digo, pues, sin ser legista, que aquellos consejos que no tienen que ver con tu arte y que proceden sólo del buen sentido que te dé Dios que es la Providencia de que se habla no debes vendérselo a los hijos de aquel que te los ha dado; aquellos que respectan al arte que has comprado, puedes venderlos; pero no tanto que no sea menester diezmarlos alguna vez y dar de ellos a Dios, es decir, a los míseros, que sólo poseen el grado divino.

Es menester, además, a esta edad ser justo, para que sus juicios y autoridad sean luz y ley para los demás. Y como esta singular virtud, es decir, la justicia, viéronla mostrarse perfecta en esta edad, encomendaron el regimiento de las ciudades a los que estaban en esta edad; y por eso el Colegio de los regidores, Senado se llamó. ¡Oh, mísera, mísera patria mía! ¡Cuánta compasión me aflige por ti, siempre que leo o escucho cosa que haga referencia a regimientos ciudadanos! Mas como de la justicia se tratará en el penúltimo Tratado de este volumen, basta el presente con lo poco que aquí se ha apuntado.

Conviene también a esta edad el ser generoso, porque es menester la cosa cuanto más satisface al deber de su naturaleza, y nunca como en esta edad se puede cumplir ese deber. Que si consideramos bien el discurso de Aristóteles en el cuarto de la Ética y el de Tulio en el de O ffici, la generosidad ha de ser a su tiempo y en su lugar, para que el generoso no se perjudique ni perjudique a los demás. Cosa ésta que no se puede lograr sin prudencia y sin justicia; virtudes ambas cuya perfecta posesión en esta edad es imposible por vía natural. ¡Ay, malvados y mal nacidos! ¡Que engañáis a viudas y pupilas, que robáis a los menos poderosos! ¡Que arrebatáis y os apoderáis de las razones ajenas, y con esto invitáis a convites, dais caballos y armas, objetos y dineros; que lleváis admirables vestidos, edificáis maravillosos edificios y creéis ser generosos! ¿Pues qué es hacer tal sino levantar el paño del altar y cubrir con él al ladrón y su mesa?

No debemos reírnos menos, tiranos, de vuestras dádivas, que del ladrón que llevase a su casa a los invitados, y el paño arrebatado del altar, con las señales eclesiásticas aún, pusiera sobre la mesa y creyese que nadie se percataba. Oíd, obstinados, lo que contra nosotros dice Tulio en el libro de Offici: hay muchos ciertamente deseosos de ser aparentes y magníficos, que quitan a los unos para dar a los otros, y, creyéndose bien considerados, arriesgan los amigos por cualquier razón. Mas esto tan contrario es a lo que se debe hacer, que nada hay que lo sea tanto».

Es menester, además, a esta edad ser afable, hablar bien y oírlo de grado; porque es bueno hablar bien cuando hay quien le escucha. Y esta edad lleva asimismo consigo una sombra de autoridad, por la cual parece que el hombre la escucha más que a ninguna otra edad más temprana. Qué cosas más bellas y mejores parece que debe saber con la larga experiencia de la vida. Por lo cual dice Tulio en el de Senectud, por boca del viejo Catón: «Se me ha recrudecido la voluntad y el gusto de estar en conversación más de lo que solía».

Y que todas estas cuatro cosas sean necesarias a esta edad nos lo enseña Ovidio en el séptimo de Metamorfoseos, en aquella fábula en que describe cómo Céfalo de Atenas fue al rey Eaco para socorrerle en la guerra que Atenas tuvo con la Creta. Muestra que Eaco fue prudente, cuando, habiendo perdido a casi toda su gente por la peste de la corrupción del aire, recurrió a Dios solamente y le pidió la restauración de la gente muerta; y, por su sentido, que por paciencia lo tuvo y a Dios le hizo volver, le fue devuelto su pueblo en número mayor que antes.

Muestra que fue justo cuando dice que fue repartidor del nuevo pueblo y distribuidor de su tierra desierta. Muestra que fue generoso cuando le dijo a Céfalo, luego de la demanda de ayuda: «¡Oh, Atenas, no me pidas ayuda, mas tornárosla; y no digáis que dudáis de las fuerzas que tiene esta isla y todo el estado de mis cosas; fuerzas no me faltan, antes bien, las tenemos de sobra y el adversario es grande, y el tiempo de dar es ahora propicio y sin excusa! ¡Ay! ¡Cuántas cosas se advierten en esta respuesta! Mas al buen entendedor le baste con que aquí se pongan como Ovidio las pone. Muestra que fue afable, cuando le dice y recuerda a Céfalo diligentemente, con largo discurso, la historia de la peste de su pueblo y su restauración.

Por lo que es asaz manifiesto que a esta edad son menester cuatro cosas; porque la noble Naturaleza las muestra en ella, como dice el texto. Y para que el ejemplo que se ha dicho sea más memorable, dice del rey Eaco que fue padre de Telemon, de Peleo y de Foco, del cual Telemon nació Ayax, y de Peleo, Aquiles.

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