Canción segunda

Amor, que en la mente me habla

de mi dama con gran deseo,

frecuentemente me trae de ella cosas

que el intelecto acerca de ellas desvaría.

Su hablar suena tan dulcemente,

que el alma que la escucha, y que tal oye

dice: «¡Ay, triste de mí! ¡Que yo no puedo

decir lo que oigo de mi dama!»

Cierto que he de dejar ya por el pronto,

si he de hablar de lo que decir la oigo,

lo que a entender no alcanza mi intelecto,

y de lo que comprende

gran parte, que decirla no sabría.

Mas si mis rimas no tuvieran defecto,

en cuanto a la alabanza que hagan de ella,

cúlpese de ello al débil intelecto,

y al habla nuestra, que no tiene fuerza

para copiar cuanto el amor le dicta.

No ve ese sol, que en torno al mundo gira,

cosa tan gentil, sino en la hora

en que luce en la parte en donde mora

la dama, de quien amor hablar me hace.

Todo intelecto de allá arriba mírala,

y la gente que aquí se enamora

en sus pensamientos la encuentra aún,

cuando amor deja sentir su paz.

Su ser tanto complace a Aquel que se lo dio,

que infunde siempre en ella su virtud,

más allá del dominio de nuestro natural.

Su alma pura, que de Él recibe esta salud,

lo manifiesta en cuanto conmigo lleva,

que sus bellezas cosas vistas son.

Y los ojos de los que están donde ella luce,

mensajeros envían al corazón lleno de deseos,

que toman aire y se truecan en suspiros.

A ella desciende la virtud divina,

cual sucede en el ángel que la ve;

y si hay una dama gentil que no lo crea,

vaya con ella y contemple sus actos.

Allí donde ella habla, desciende

un espíritu del cielo, portador de fe.

Como el alto valor que ella posee,

está más allá de lo que a nosotros cumple.

Los actos suaves que ella muestra a los demás,

van llamando al amor, en competencia,

en aquella voz que lo hace oír.

De ella decir se puede:

Noble es cuanto en la dama se descubre,

y hermoso cuanto a ella se asemeja;

y puédese decir que su semblante ayuda

a consentir en lo que parece maravilla;

por donde nuestra fe recibe apoyo.

Por eso fue así ordenada por siempre.

Cosas se advierten en su continente

que muestran placeres del paraíso;

quiero decir en los ojos y en su dulce risa,

en donde Amor tiene su lugar propio.

Deslumbran nuestro intelecto,

como el rayo del sol a un rostro frágil;

y, pues no las puedo mirar fijamente,

heme de contentar con decir poco.

Su belleza llueve resplandores de fuego,

animados de espíritu gentil,

creador de todo buen pensamiento;

y rompen como un trueno

los vicios innatos que a los demás hacen viles.

Por eso la dama que vea su belleza

en entredicho, porque no parece humilde y quieta,

mire a la que es ejemplo de humildad.

Éste que humilla a todo ser perverso,

fue por Aquél pensada que creó el Universo.

Canción, parece que hablas al contrario

de cuanto dice una hermana que tienes;

pues que esta dama que tan humilde muestras,

ella la llama fiera y desdeñosa.

Sabes que el cielo siempre es luciente y claro,

y cuán no se enturbia en sí jamás;

mas nuestros ojos asaz

llaman a la estrella tenebrosa;

así cuando ella la llama orgullosa

no la considera conforme a verdad;

mas según lo que ella creía.

Porque el alma tenía,

y aún teme tanto, que paréceme fiero

todo cuanto veo allí donde ella me oiga.

Excúsate así, si lo has menester,

y cuando puedas, a ella te presenta,

y dile: «Mi señora, si os es grato,

yo por doquier tengo de hablar de vos».

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