- VIII -

De los efectos de la divina Sabiduría, el hombre es el más admirable, considerando que la divina Virtud unió en una forma tres naturalezas y cuán sutilmente armonizado ha de estar su cuerpo con forma tal, estando organizado por casi todas sus virtudes. Por lo cual, por la mucha concordia con que es menester que tantos órganos se correspondan, de tanto número de hombres como hay, pocos son los perfectos. Y si esta criatura es tan admirable, ciertamente que no se ha de temer tan sólo el tratar de sus condiciones con las palabras, sino también con el pensamiento, conforme a aquellas palabras del Eclesiástico: «¿Quién buscaba la sabiduría de Dios que a todas las cosas precede?»; y aquéllas otras donde dice: «No pediré cosas más altas que tú; mas piensa las cosas que Dios te mandó, y no seas curioso de más obras suyas»; es decir, solícito.

Yo, por tanto, que en esta tercera partícula me propongo hablar de alguna condición de tal criatura -en cuanto en su cuerpo aparece por bondad del alma, sensible belleza-, temerosamente e inseguro, me propongo comenzar a desatar, si no del todo, al menos alguna cosa de tanto nudo.

Digo, pues, que una vez declarado el sentido de aquella partícula en la cual esta dama es encomiada en cuanto hace al alma, hemos de proceder y ver como cuando digo: Cosas se muestran en su continente, la encomio en cuanto al cuerpo se refiere. Y digo que en su continente se advierten cosas que parecen placeres -algunos de ellos- del Paraíso. El más noble y el que está escrito ser fin de todos los demás, es contentarse, y esto es ser bienaventurado; y este placer se halla -aunque de otro modo- en el continente de ésta, porque, mirándola, la gente se contenta -tan dulcemente alimenta su belleza los ojos de los contempladores-; mas de otro modo que el contento del Paraíso, que es perpetuo, lo cual para nadie puede serlo éste.

Y como quiera que alguien pudiera preguntar dónde se muestra en ella tan admirable complacencia, distingo, en su persona dos partes, en las cuales se muestra más el humano placer o disgusto. Donde se ha de saber que allí donde el alma más se ejercita en su oficio, allí es donde más ornamento se propone y más sutilmente se emplea. Por lo cual vemos que el rostro del hombre, que es donde más se ejercita en su oficio, más que ninguna otra parte exterior, tan sutilmente se lo propone, que para utilizarse todo cuanto, en la materia le es posible, ningún rostro es igual a otro; porque la última potencia de la materia, la cual es en todos desigual casi por entero, aquí se reduce en acto. Y como quiera que en la casa, principalmente en dos lugares, se ejercita el alma -porque en esos dos lugares tienen jurisdicción casi las tres naturalezas del alma, es decir, en los ojos y en la boca-, aquello adornan principalmente y allí hácelo todo hermoso, si le es posible.

Y en estos dos lugares digo yo que se muestran estos placeres, al decir: en los ojos y en su dulce risa. Los cuales lugares, con bella comparanza, puédense llamar balcones de la dama que habita en el edificio del cuerpo; es, a saber: el alma, porque aquí, aunque velada, se muestra muchas veces.

Muéstrase en los ojos tan manifiestamente, que quien bien la mire puede conocer su presente pasión. Por donde, dado que son seis las pasiones propias del alma humana, de las cuales hace mención el filósofo en su Retórica, a saber: gracia, celo, misericordia, envidia, amor y vergüenza, de ninguna de éstas puede apasionarse el alma sin que a la ventana de los ojos no asome su semblante, si con gran asombro no se cierra dentro. Por lo cual hubo quien se arrancó los ojos, porque la vergüenza interior no apareciese por de fuera como dice el Poeta Estazio del tebano Edipo, cuando dice que «con eterna noche absolvió su condenado pudor».

Muéstrase en la boca casi del mismo modo que el color tras el vidrio. Pues ¿qué es la risa sino un relampagueo del deleite del alma, esto es, una luz que, según está dentro, se muestra fuera? Y por eso es menester al hombre, para mostrar moderada su alma en la alegría, reír moderadamente con honesta severidad y poco movimiento de sus miembros; de modo que una dama que tal se muestre como se ha dicho, parece modesta y no disoluta. De aquí que el libro de las cuatro virtudes cardinales mande hacer esto: «Sea tu risa sin estrépito, es decir, sin cacarear como una gallina». ¡Ay, risa admirable de la dama de quien hablo, que sólo la vista la sentía!

Y digo que Amor lo trae aquí estas cosas como a su lugar propio; donde se puede considerar, amor doblemente. Primero, el amor del alma, especial de estos lugares; segundo, el amor universal, que dispone las cosas para amar y para ser amadas, y que prepara el alma al adorno de estas partes.

Luego, cuando digo: Deslumbran nuestro intelecto, me excluyo de ello, porque de tanta excelencia de belleza parece que debo tratar poco sobrepujando a aquélla; y digo que hablo poco, por dos razones. Es la una, que estas cosas que en su semblante se muestran deslumbran nuestro intelecto, es decir, el humano; y digo cómo lo deslumbran, del mismo modo que deslumbra el sol la vista débil, no la sana y fuerte. Es la otra, que no puede mirarlo fijamente, porque se le embriaga el alma; de modo que al punto de mirarlo desvaría en todos sus actos.

Luego, cuando digo: Su belleza llueve resplandores de fuego, recurro a tratar de su efecto; porque hablar de ella por entero no es posible; por donde se ha de saber que de todas aquellas cosas que vencen nuestro intelecto, de manera que no se puede ver lo que son, es muy conveniente tratar por sus efectos. Por donde hablando así podremos tener algún conocimiento de Dios, de sus sustancias separadas y de la primera materia. Y por eso digo que la belleza de aquélla llueve resplandores de fuego; es decir, ardimiento de amor y de caridad, animados de espíritu gentil, es decir, informado ardimiento de un espíritu gentil, o sea, recto deseo, por el cual y del cual se origina el buen pensamiento.

Y no solamente hace esto, sino que deshace y destruye a su contrario, a saber: los vicios innatos, los cuales son principalmente enemigos de los buenos pensamientos.

Y aquí se ha de saber que hay ciertos vicios en el hombre para los cuales está predispuesto por naturaleza, del mismo modo que algunos están predispuestos a la ira por su complexión colérica; y estos vicios tales son innatos, es decir, connaturales.

Otros son vicios consuetudinarios, en los cuales no tiene culpa la complexión, sino la costumbre; como lo es la intemperancia, y principalmente la del vino. Y estos vicios se huyen y reúnen por la buena costumbre, y hácese el hombre por ella virtuoso, sin costarle trabajo su moderación, como dice el filósofo en el segundo de la Ética.

Verdaderamente hay esta diferencia entre las pasiones connaturales y las consuetudinarias, que las consuetudinarias desaparecen por entero con la buena costumbre; porque su principio, es decir, la mala costumbre, con su contrario se destruye; mas las connaturales, el principio de las cuales está en la naturaleza del apasionado, aunque se aligeran mucho con la buena costumbre, no desaparecen del todo, en cuanto al primer movimiento. Mas desaparecen del todo en cuanto a la duración, porque la costumbre es parangonable a la naturaleza, en la cual está el origen de aquélla. Y por eso es más de alabar el hombre que de mal natural se corrige y se gobierna contra el ímpetu de la naturaleza, que aquel de buen natural que se mantiene con buen gobierno, o, apartado de él, vuelve al camino recto; del mismo modo que es más de alabar el guiar un mal caballo que otro dócil. Digo, pues, que estos resplandores que de su beldad llueven, como se ha dicho, destruyen los vicios innatos, es decir, connaturales, para dar a entender que su belleza tiene poder bastante para renovar el natural de quienes la miran, lo cual es cosa milagrosa. Y esto confirma lo que se ha dicho más arriba en el otro capítulo, cuando digo que ello ayuda nuestra fe.

Por último, cuando digo: Por eso toda dama que vea su belleza, deduzco, so color de amonestar a otras, el fin para que fue hecha beldad tanta. Y digo que toda dama que vea censurar la propia belleza se mire en este ejemplo de perfección, donde se entiende que no sólo ha sido creada para mejorar el bien, sino para hacer de la cosa mala una cosa buena.

Y añade por fin: Ésta fue pensada por Aquel que creó el Universo, es, a saber: Dios; para dar a entender que, por divino propósito, la naturaleza produjo tal efecto. Y así termina toda la segunda parte principal de esta canción.

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