Isabel, en cuya alma no se había eclipsado un momento la imagen del gallardo mexicano, apenas estuvo sola, se puso a pensar con toda libertad en aquella aparición que venía a derramar una nueva luz sobre su porvenir.
En las organizaciones dulces y tímidas como la de Isabel, el amor comienza así, apoderándose rápidamente y con más fuerza, a medida que es más débil el espíritu que domina.
La joven comenzó a decirse todas esas palabras que, sin salir de los labios, causan rubor a las niñas y las hacen recelar las miradas y los oídos extraños, como si el fondo de su pensamiento y de su corazón pudiese ser visto, y como si el acento de su voz íntima pudiese ser escuchado.
— ¡Qué interesante es! ¡Cuánta elegancia en su traje y en sus actitudes! ¡Qué delicadeza en sus maneras! ¡Qué valor se descubre en su carácter! ¡Qué talento en sus palabras! Pero, sobre todo, sus ojos tienen algo que subyuga, que atrae, que penetra hasta el corazón.
Y luego Isabel pasaba revista en su memoria a sus adoradores antiguos; los comparaba con Enrique, y aun haciendo todos los esfuerzos posibles para ennoblecerlos, para poetizarlos, para exagerar sus cualidades brillantes, los encontraba inferiores, los encontraba prosaicos, por más que evocaba en su favor toda la antigüedad del afecto, todo el orgullo del patriotismo.
No, no había nadie igual a su nuevo amigo.
— Pero este hombre —añadía— no puede, no debe tener el corazón libre; es preciso, es seguro que ame a otra, que haya dejado en México a la querida de su alma, porque con tales cualidades, sería absurdo suponer que no hubiese habido, no digo una mujer, sino cien mujeres que le amasen.
Y este pensamiento le hacía mal.
— Y ¿qué me importa, después de todo, que tenga amores y que le adoren en México o en cualquiera otra parte? ¿Acaso yo puedo amarle, acaso él no es un ave de paso que durará aquí el tiempo que tarden los franceses en venir? ¿Acaso sabemos quién es? ¡Qué loca soy en estar pensando esto!
Y procurando distraerse y hacerse ruido, se sentaba al piano y ensayaba una melodía; pero la música ejercía luego en su espíritu su natural influencia; latía su corazón, y la imagen del bello oficial venía a interponerse entre sus ojos y el papel de música extendido sobre el atril. Entonces se interrumpía, quedábase meditabunda otra vez, y recordaba a Clemencia.
Le parecía que su amiga había hablado de Enrique con más interés del que es natural respecto de una persona a quien se ve por vez primera. Le había visto dirigir a Flores frecuentes miradas, y aun estaba segura de que había quedado impresionada fuertemente. Y era de suponerse; Clemencia era una mujer de imaginación exaltada y ardiente, amaba también lo bello ¿cómo no había de haber encontrado digno de atención a aquel joven tan privilegiado? Pero Clemencia era orgullosa y dominadora, sabía disimular sus inclinaciones, y no quería por nada de este mundo cometer la debilidad de indicar con una sola mirada, con una sola palabra, el afecto de su corazón.
Así es que no había motivo para tener una rivalidad… por lo pronto. Pues aunque Clemencia era acusada de coqueta hacía algún tiempo, y gustaba de avasallar a todo el mundo, no lograría en este caso nada, interponiéndose, como se interponía, el amor de una amiga tan querida; sobre todo, Enrique iba a estar enamorado dentro de poco tiempo, y eso bastaba.
Tales eran las ideas que en tumulto se levantaban en el alma de Isabel.
Y cuando el pensamiento de su antagonismo con Clemencia la preocupaba más fuertemente, cuando suponía que su amiga, atropellando todas las consideraciones había de acometer la empresa de subyugar a Enrique, Isabel se levantaba apresuradamente, se ponía frente a uno de los grandes espejos que adornaban su salón, veía retratada en él su imagen y sonreía con aire de triunfo. Era bella, no con la belleza de su amiga, sino con una belleza más pura, más poética, más ideal.
— Enrique no puede enamorarse sino de una mujer que hable a su alma —pensaba.
Pero inmediatamente, y cándida e inexperta como era, sentía que en las miradas de Enrique y en su sonrisa había algo que no era enteramente puro, algo semejante al deseo, algo que parecía abrasar, y la niña recordaba que sus mejillas se habían encendido, y sus labios habían temblado, y palpitado su corazón al sentir la influencia de esos ojos azules que parecían despedir llamas sobre todo aquello en que se fijaban.
Entonces un misterioso terror se apoderaba de ella, y había alguna voz íntima que le decía que aquel hombre era peligroso para su virtud y para su reposo, o bien que Clemencia, la mujer de las miradas de fuego, era la que debía cautivar la naturaleza sensual del joven mexicano.
Tan diversos pensamientos estuvieron atormentando a la bella rubia durante algunas horas, hasta que la llegada de algunos amigos jóvenes de Guadalajara, que tenían costumbre de hacerle la corte, vino a distraerla de su penosa agitación.
Pero, en lugar de que la visita y la conversación de sus antiguos adoradores pudieran consolarla y aun hacerle olvidar sus preocupaciones anteriores, sólo sirvieron para darles más fuerza.
Isabel, que permanecía obstinadamente callada o que apenas se dignaba mezclar en la conversación algunas palabras sin sentido, había estado observando, fijamente y como pensativa, a los jóvenes, los había comparado con aquella imagen que tenía tan presente en la memoria y concluía con hacer un pequeño movimiento de impaciencia, que cualquiera que hubiese leído en su alma habría traducido de este modo.
— Ninguno es como él.
Y en efecto, no podían comparársele desde ningún punto de vista.
Los pobres muchachos se despidieron sin comprender el porqué de aquella taciturnidad y preocupación que habían notado en la bella rubia, por lo regular tan risueña, tan franca y comunicativa.
Vino la noche, y con ella el insomnio de la mujer enamorada y el tropel de profundas meditaciones y de vehementes sentimientos.
Nuevas reflexiones la asaltaron en las horas de reposo, otra vez vino la imagen de Clemencia a aparecérsele con todo el brillo de una hermosura irresistible y con la actitud y la sonrisa del triunfo, y todo esto, unido al violento deseo de que fuera de día y de volver a ver al bello oficial, la hizo pasar en una verdadera tortura las primeras horas de aquella noche malhadada.
Había llegado para Isabel el fatal instante de amar. Los afectos que antes abrigaba en su alma y que se habían apoderado de ella, lenta y tibiamente, desaparecieron para dar lugar sólo a ese amor imperioso que había venido como la tempestad y que había herido como el rayo.
Todavía no era una pasión, pero sin duda alguna podía llegar a serlo; e Isabel lo comprendía en el vago temor que sentía al pensar en Enrique, y que la obligaba a rezar para buscar apoyo en Dios, contra ese sentimiento que parecía dominar su corazón de una manera tan desconocida como inesperada.
Al día siguiente, Isabel estaba tan pálida, tan pensativa, demostraba tal agitación y tal malestar, que su madre, alarmada, no pudo menos de preguntarle la causa de aquella novedad que era tan perceptible. Isabel pretextó un fuerte dolor de cabeza, procuró ocultar a los ojos de todos sus sensaciones, fingiendo una alegría que a medida que era más extraordinaria parecía menos natural.
Vistióse con esmero, y aun podría decirse con coquetería. Sentóse al piano; pero cambiando a menudo papeles y no concluyendo ninguna pieza que comenzaba, más bien parecía agitada por una impaciencia febril, que inspirada por el numen de la melodía. Jugaba con las teclas, improvisaba, mezclaba las armonías tristes de los maestros italianos con las notas profundas de la música alemana o con las alegres y ligeras de los maestros franceses. En fin, pensaba tocando y traducía en el piano sus pensamientos desordenados y confusos, y se volvía frecuentemente hacia la puerta, como si esperase la aparición que evocaba en lo íntimo de su alma.
Así pasaron como siglos las horas de la mañana. Llegó la tarde, e Isabel pensó salir a dar un paseo para distraerse; pero temiendo que su primo y su amigo no la encontrasen, en caso de venir, prefirió quedarse sufriendo aquellos dulces tormentos de la expectativa y de la soledad.
No se engañó: dieron las cuatro, y la voz armoniosa de Enrique sonó en los corredores. El corazón de Isabel palpitó apresurado y, cubierto de rubor el semblante, la joven miró a la puerta por donde en efecto aparecieron los dos oficiales.