V

— Usted no puede quedarse en Puebla de ninguna manera —dije yo—. Mañana sería usted buscada y hallada; la Policía es hoy eficaz, y además del escándalo que la evasión de usted causará en la ciudad, tendrá usted la mortificación de volver al lado de su tirano.

— Nunca, nunca —murmuró ella resueltamente.

— Pero, ¿qué piensa usted hacer entonces? —me preguntó el inglés en su lengua.

— Llevémosla —le respondí.

— ¡Llevámosla!, ¿y adónde?

— A México, primero, y después, veremos; pero ¿dejaremos acaso a esta desgraciada niña entregada a los furores de un malvado, cuando se ha puesto bajo nuestra protección?

— ¡Hum! —murmuró el inglés—; esto de robarnos a una hija de una familia distinguida es algo peligroso; yo no me atrevo.

— Pues yo estoy decidido —repuse.

La joven, que comprendió por la animación de nuestro diálogo, que vacilábamos, nos dijo:

— Si ustedes, que no me conocen, no fían en mi palabra y creen que los engaño, o bien no quieren exponerse a los peligros de salvarme, no quiero comprometerlos… , déjenme abandonada a mi suerte; pero al menos, recomiéndenme ustedes con alguna familia conocida que me pueda ocultar y no me denuncie. Yo veré después qué hago.

Y se puso de nuevo a llorar.

El inglés se conmovió y acercándose a ella:

— No la dejaremos a usted, señorita; Julián: piense usted qué es lo que hemos de hacer; dentro de dos horas amanecerá y no tenemos tiempo que perder.

— Lo he pensado ya —respondí—. Los negocios de usted le obligan a no detenerse al pasar por México. Yo iré solo, con esta señorita.

— De ningún modo —replicó él—; correremos juntos todo el peligro.

— Pues bien: entonces, hay que salir de aquí a pie, hablando antes al conductor de la diligencia para que sepa que lo aguardamos fuera de la ciudad. Pero usted tiene una figura muy marcada; quizá se extrañaría no verlo entrar desde aquí en el coche. Yo saldré solo con la señorita y aguardaré en los suburbios.

Mi plan fue aceptado.

Quedábanos la pena de no poder hacer cambiar a la joven sus vestidos, porque no podíamos pedir otros sin hacernos sospechosos. Hubo que resignarse.

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