II

Tampoco el fuego se puede encerrar. Yo, Jerónimo Pascaña, te lo aseguro. Si quieres estar tranquilo, apágalo muy bien, pero no lo encierres. Encerrado en la piedra, en el hierro, en el vidrio, se escapará cuando en tu casa suceda una desgracia. Tu casa se habrá desmoronado, y tu vida se habrá extinguido, y el fuego arderá solo, sin haber perdido nada de su ardor, nada de la fuerza de sus llamas. Se arrastrará un instante por tierra, se fingirá muerto; pero al punto erguirá la cabeza sobre su cuello fino, mirará a derecha e izquierda, adelante y atrás, dará un salto: después se esconderá de nuevo, mirará de nuevo alrededor, se enderezará, volverá la cabeza, engrosará de pronto. Y de pronto se verá que, en vez de una sola cabeza sobre el cuello fino, tiene millares; se verá que no avanza ya cauteloso sino que corre.

Silencioso hasta entonces, empezará a cantar, a silbar, a gritar, a dar órdenes a las piedras y a! hierro, a quitar de en medio lo que encuentre a su paso. Y de pronto, se convertirá en un torbellino.

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