Zina estaba pálida, con los labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto sombrío a sus ojos claros. Susurró dulcemente:
—Tengo miedo. Está tan silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.
Niemovetsky frunció las cejas y examinó con angustia el sitio donde estaban.
La noche, cayendo, hacía más inefable y frío todo lo que los rodeaba. No se veía mas que el campo frío cubierto de menuda hierba pisoteada, barrancos de arcilla, colmas y abismos. Había sobre todo precipicios muy profundos junto a otros pequeños cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha obscuridad adentro, y el no estar a aquella hora la gente que durante el día trabajaba en ellos hacía más desierto y más triste aún aquel lugar. A los lados, acá y allá, se distinguían en la noche jirones azules de la fría niebla de los bosquecillos que parecían prestar oído a los precipicios lúgubres para escuchar lo que les contaban.
Niemovetsky dominó el sentimiento penoso y confuso de la inquietud y dijo:
—No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo y después a través de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?
Ella sonrió y respondió animosamente:
—No, ahora ya no le tengo; pero tenemos que darnos prisa para tomar el te.
Empezaron a caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado como si los observaran miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento los acercó el uno al otro, trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.
Eran bellos recuerdos iluminados por el sol entre las hojas, recuerdos de amor y de risa. Más que a la vida aquello se parecía a una canción dulce y majestuosa compuesta de dos notas nada más: una sonora y pura como el cristal y la otra un poco más baja pero más limpia, como una campanilla.
De pronto vieron figuras humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo precipicio de arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba atentamente hacia abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver sus cabellos mal peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy sucio, con flores grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que pasaban. La otra mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la cabeza hacia atrás. Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos manchas rojas y hundidas, que parecían arañazos recientes, se destabacan claramente sobre los carrillos. Estaba aún más sucia que la primera y miró a los dos jóvenes con una mirada impasible. Cuando hubieron pasado se puso a cantar con una gruesa voz de hombre:
«Para ti solo, mi amor,
me he abierto como una flor.»
—¿Oyes, Bárbara?—dijo dirigiéndose a su amiga silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a reír grotescamente.
Niemovetsky conocía mujeres como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente vestidas; apenas las miró, sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las había rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento malo, casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos pasaron, adelantándolos, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta siguió largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi pegado a las piernas como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de inquietante, de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda sucia.
Siguieron andando y hablando. La nube, arrojando sobre el campo una leve sombra, los seguía lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las nubes sombrías se distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las tinieblas se acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aun era de día, pero que el día se estaba muriendo dulcemente.
Hablaron de sueños y de los sentimientos que el hombre experimenta en una noche de insomnio, cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas de ojos innumerables se abaten sobre su misma faz.
—¿Puede usted figurarse el infinito?—preguntó Zina tocándose la frente con su mano y medio cerrando los ojos.
—¡Por completo!—respondió él repitiendo la palabra «infinito» y cerrando los ojos a su vez.
—Pues yo le veo algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo muy pequeña todavía. Era como una hilera de carretas que se siguen, la una a la otra, muy larga, muy larga, sin fin. ¡Es horrible!
Tuvo un escalofrío.
—¿Y por qué carretas y no otra cosa?—dijo él sonriendo y sintiendo un malestar por aquella comparación.
—¡No sé!
Las tinieblas se hicieron más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos. Ahora se veían con más frecuencia siluetas sombrías de mujeres sucias y harapientas, como si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía una, ya grupos de dos o tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el aire silencioso.
—¿Qué mujeres son ésas? ¿De dónde vienen?— preguntó Zina con voz dulce y medrosa.
Niemovetsky sabía lo que eran aquellas mujeres y tenía no poco susto adivinando que se encontraban en algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo respondió con gran tranquilidad:
—No sé nada... Sea lo que sea más vale no hablar de ello. No tenemos ya mas que atravesar aquel bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que hayamos salido tan tarde!
Ella sonrió recordando que estaban paseando desde las cuatro. Pero viendo sus cejas fruncidas propuso que anduvieran más de prisa, procurando tranquilizarle.
—Tengo sed. El bosquecillo no está lejos. Vamos de prisa.
Cuando entraron en el bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con sus copas la noche era más sombría, pero más serena.
—Déme usted su mano—dijo Niemovetsky.
Ella le dió tímidamente su mano, y este ligero movimiento pareció, disipar los crepúsculos. Sus manos estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco de su compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación de aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar de la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras, nada más que con las miradas para no romper el silencio. Querían mirarse, pero no se atrevían.
—¡Todavía hay gente aquí!—dijo alegremente Zina.