III


Pomerantzev estaba siempre contento de todo y de todos. Además de estar loco, padecía del estómago, de gota y otras muchas enfermedades; a veces el doctor le ponía a régimen; a veces le privaba durante un día entero de todo alimento; pero a Pomerantzev todo esto le tenía sin cuidado. Estaba siempre de buen humor, incluso cuando no le daban nada de comer, y se enorgullecía de sus enfermedades, dándole las gracias al doctor Chevirev por la gota, que consideraba una enfermedad noble, con la que su importancia adquiría aún mayor relieve.

El día que el doctor observó por primera vez en él esta enfermedad, se llenó de satisfacción y estuvo todo el día dando órdenes, con grave acento, a los demás enfermos, que se distraían en levantar una montaña de nieve; se imaginaba ser un general que vigilaba la construcción de una poderosa fortaleza.

No había nada que no mirase con ojos optimistas, y hasta en los males encontraba siempre algo bueno. Una vez, en invierno, se inflamó de repente la chimenea de la clínica; temíase un incendio, y todos los enfermos estaban asustados. Sólo Pomerantzev se felicitaba; tenía la seguridad de que el fuego había destruído a los malignos diablos que, escondidos en la chimenea, aullaban durante la noche. En efecto: los aullidos cesaron, y Pomerantzev escribió un extenso relato de lo que había ocurrido y se lo envió al Santo Sínodo, que, por mediación del doctor, le contestó dándole las gracias. De cuando en cuando volaba a la ciudad, a su oficina; pero lo hacía cada vez más de tarde en tarde; todas las noches recibía la visita de San Nicolás, con quien acudía, volando, a todos los hospitales de la ciudad, y se dedicaba a curar enfermos.

Por la mañana levantábase agotado, cansado, con las piernas hinchadas y un dolor horrible en todo el cuerpo, y tosía terriblemente durante horas y horas.

—¡Qué! ¿Cómo se encuentra usted hoy?—le preguntaba el doctor, sentándose a su lado en la cama.

Pomerantzev, esforzándose en contener la tos, respondía:

—Me encuentro admirablemente. ¡Nunca me he sentido tan bien!

Y cuando había logrado dominar definitivamente el acceso de tos, añadía con una sonrisa jovial y los ojos brillantes.

—Sólo estoy un poco cansado. No es extraño, por lo demás. ¡He visitado esta noche tres hospitales! ¡Y he tenido en ellos no poco que hacer! Figúrese usted que solamente en el hospital Detegzev había cinco niños enfermos de fiebre tifoidea. Uno estaba casi muriéndose. Por fortuna, San Nicolás le curó en seguida, soplándole en la cara. El niño se puso al punto muy alegre y pidió de beber. Yo y San Nicolás lloramos de alegría. ¡Palabra de honor!

Los ojos de Pomerantzev se llenaron de lágrimas; pero se apresuró a secárselas, y añadió en son de broma:

—¡Vaya un doctor San Nicolás! No se parece usted a él...

Pero inmediatamente, temiendo que el doctor se ofendiese, procuró tranquilizarse:

—¡No, no, querido doctor! No tome usted en serio lo que acabo de decirle. Bien sé que es usted un hombre excelente y cumple concienzudamente con su deber. Usted se parece a San Erasmo. También es un buen santo.

—¿Usted le ha visto?

—¡Ya lo creo! Yo he visto a todos los santos.

Y se puso a describir detalladamente los rostros de los santos, que, desde luego, eran todos buenos y nobles.

Después se levantó, dió algunas vueltas por la estancia, hizo algunos ejercicios gimnásticos y, al fin, se detuvo junto a la ventana abierta.

—¡La nieve comienza ya a derretirse!—dijo—. ¡Me da un gusto!... ¿Qué vamos a hacer hoy, doctor?

—¿Quiere usted romper el hielo del estanque?

—¿Romper el hielo? ¡Dios mío, me entusiasma! Romper el hielo es ayudar a la primavera. ¡Verdaderamente, doctor, es usted un hombre excelente!

—Y usted un hombre feliz.

Se separaron grandes amigos.

Un cuarto de hora después, Pomerantzev, todo salpicado de hielo y de nieve, trabajaba enérgicamente con la pala, hundiéndola en el hielo, ya medio fundido y semejante a azúcar cande. El trabajo hacía entrar en calor a Pomerantzev, que estaba fatigado y sudando; pero se sentía feliz y miraba con ojos encantados alrededor. El día primaveral sonreía. De los tejados, de los árboles, del muro, caían lentamente gotas de agua, que lo ennegrecían todo en torno. Se aspiraba el olor de la nieve derretida, del estiércol, los mil olores indefinibles de la primavera.

—¡Mire usted cómo trabajo!—gritaba Pomerantzev a la enfermera, una muchacha bajita, en vuelta en una capa de pieles.

Estaba sentada en un banco, dando pataditas en el suelo para calentarse los pies, y vigilaba a los enfermos. La naricita se le había puesto encarnada a causa del frío.

—¡Muy bien, Georgi Timofeievich!—respondió con voz débil, sonriéndole afectuosamente—. Me gusta mucho verle a usted trabajar.

Pomerantzev no ignoraba que la enfermera estaba enamorada de él, y, aunque no podía corresponder a tal amor, respetaba sus sentimientos y procuraba no comprometer a la muchacha con cualquier imprudencia. Imaginábase que era una heroína que había abandonado a su opulenta y aristocrática familia para cuidar a los enfermos, aunque, en realidad, era una pobre huérfana sin parientes. Estaba seguro de que la cortejaban oficiales de la guardia imperial, y ella los rechazaba para consagrarse por entero a su deber penoso. Se mantenía con ella en una actitud particularmente respetuosa, la saludaba con extremada cortesía, la llevaba del brazo a la mesa y le enviaba, en verano, con el guarda, ramos de flores; pero evitaba cuidadosamente el quedarse solo con ella, para no ponerla en una situación falsa.

A propósito de esta enfermera tenía frecuentes disputas con el enfermo Petrov, que la juzgaba de una manera harto distinta. Petrov afirmaba que era, como por lo demás lo eran todas las mujeres, perversa, embustera, incapaz de un sincero amor.

—Después de hablar con alguien—decía—, se burla de él. Hace un momento, por ejemplo—seguía diciéndole confidencialmente a Pomerantzev, acariciándose la larga barba—, hace un momento coqueteaba con usted y conmigo, y estoy seguro de que ahora se está burlando de nosotros, y, escondida detrás de la puerta, ¡está llamándonos imbéciles! ¡Está ahí, créame usted! Hasta juraría que está haciéndonos muecas. ¡Oh, conozco muy bien a esa maligna criatura!

—¡Se engaña usted! ¡Yo sí que la conozco!

—Pues está ahí, detrás de la puerta. La oigo. ¿Quiere usted que la sorprendamos?

Y los dos, cogidos de las manos, se acercaban lentamente, de puntillas, a la puerta. Petrov la abría bruscamente.

—¡Se ha escapado!—decía con tono triunfal—. Ha oído nuestra conversación y ha huido. ¡Oh, son el diablo! Es muy difícil sorprenderlas. Puede uno perseguirlas toda la vida sin tener buen éxito nunca.

Un día afirmó que la enfermera era la querida del guarda y había tenido con él un niño, a quien acababa de matar; le había ahogado con una almohada, y por la noche le había enterrado en el bosque. El sabía hasta el sitio donde el pobre niño estaba enterrado.

Pomerantzev, indignado al oír tales acusaciones, retrocedió unos cuantos pasos, tendió solemnemente la mano derecha y dijo con voz grave:

—¡Señor Petrov, es usted un monstruo! No volveré nunca a darle a usted la mano. Voy a pedir a nuestros compañeros que juzguen su conducta innoble.

Y, en efecto, dió al punto principio a la organización de un tribunal. Pero la tentativa fracasó. Cuando Pomerantzev hubo conseguido que todos los enfermos se sentasen en semicírculo, la señora de los cabellos sueltos propuso de repente que se jugase un rato al anillo, y no hubo ya tribunal posible.

Media hora después, Pomerantzev y Petrov charlaban amistosamente, como si nada hubiera ocurrido: habían olvidado por completo su desavenencia. Y hablaban, precisamente, de la enfermera y de su belleza; uno y otro estaban de acuerdo en que tal belleza existía; pero Pomerantzev afirmaba que era una belleza de ángel, mientras que Petrov sostenía que era una belleza de demonio. Luego Petrov habló largamente, en voz baja, de sus enemigos.

Tenía enemigos que habían jurado perderle. Con apariencia de informaciones financieras publicaban en los periódicos artículos en contra suya, llenos de calumnias y de insinuaciones; sostenían contra él una campaña persistente, por medio de carteles y de prospectos; le perseguían por todas partes en automóviles ruidosos; le acechaban detrás de los árboles. Habían sobornado a los hermanos de Petrov y a su anciana madre, que todos los días le echaba veneno en la comida, por lo que él no se atrevía a comer y estuvo a punto de morirse de hambre. Sí, eran poderosísimos sus enemigos, podían filtrarse al través de las piedras, de las paredes y de los árboles. Un día pasaba por el bosque, y un árbol se inclinó sobre su cabeza y tendió las ramas para estrangularle. Al levantarse por la mañana no estaba seguro de pertenecer por la noche al mundo de los vivos; al acostarse, no tenía ninguna certeza de que no le asesinarían durante la noche. Sus enemigos poseían el don de penetrar en su cuerpo; ocurría a menudo que su pierna o su brazo no le obedecían, paralizados por ellos. Podían también penetrar en su alma; con frecuencia, por la mañana, trataban de impulsarle al suicidio y le daban consejos sobre el mejor modo de realizarlo; una vez le habían aconsejado que rompiese un cristal de la ventana y con uno de los pedazos se cortase la arteria del brazo izquierdo por encima del codo. El doctor Chevirev no ignoraba que Petrov era perseguido por numerosos enemigos. La antevíspera, por la noche, había llegado a decirle:

—¡Es usted un hombre muy desgraciado, Petrov!

A Petrov le complació mucho oír aquellas palabras de verdad y de compasión, mucho más apreciables sabiendo, como sabía él perfectamente, que el doctor era un vulgar egoísta, un borracho y un libertino, que había fundado su clínica con el único objeto de explotar a los imbéciles. Era muy probable que el doctor fuese también cómplice de su madre y que sólo esperase el momento favorable para perderle. El domingo anterior Petrov había visto con sus propios ojos a su madre, que, escondida detrás de un árbol, miraba fijamente a su ventana; cuando le oyó gritar, se marchó corriendo. Era un hecho real, y, no obstante, el doctor afirmaba que no había nadie en el jardín. Pero él la había visto allí, detrás de aquel árbol, con su gorra de piel y sus terribles ojos fijos en la ventana.

Al contar todo esto a Pomerantzev, parecía lleno de un terror que apagaba su voz y se manifestaba también en la agitación de su barba. Ni siquiera advirtió la salida de Pomerantzev, y solo en su aposento, iba y venía con paso nervioso, se oprimía con desesperación la cabeza entre las manos, hablaba efusivamente y lloraba. Luego comenzó a amenazar con los puños cerrados a sus enemigos invisibles y a llorar aún más amargamente, con mayor desconsuelo. Algunos instantes después, como si se hubiera acordado de algo, se animó, y con los ojos brillantes se asomó a la ventana: acechaba a su madre. Permaneció asomado a la ventana una hora entera. Muchas veces creyó divisar detrás de la esquina la gorra de piel, los ojos terribles y el pálido rostro maternos. Se disponía ya a lanzar un grito de horror, cuando la visión desapareció. En torno se derretía la nieve, pesadas gotas de agua caían del tejado, de los árboles, del muro. El aire tibio, límpido, de la primavera envolvía el jardín. El día era claro, luminoso.

La excitación de Petrov desapareció, así como los pensamientos fragmentarios que turbaban su espíritu. Sólo le quedó una honda tristeza.

Se tendió en la cama. La tristeza, como si fuera un ser viviente, se posó en su pecho y le clavó las garras en el corazón. Así permanecieron ambos, estrechamente unidos, mientras fuera, en el jardín, caían gruesas gotas de nieve derretida, y todo era claridad, luz radiante.

Se oía, hacia el estanque, una risa jovial; era Pomerantzev, que echaba al agua barquitas de papel y se reía, lleno de júbilo.

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