V

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Al verano siguió el otoño, frío y lluvioso. Durante dos semanas, la lluvia casi no cesó. En las raras horas de intervalo, nieblas frías alzábanse por todos lados, a modo de cortinas de humo.

Un día cayó en gruesos copos blancos la nieve; se extendió como un blanco tapiz desgarrado sobre la hierba, verde aún, y en seguida se derritió, aumentando la frialdad y la humedad del aire.

En la clínica se encendían las luces a las cinco de la tarde. En todo el día no se veía un rayo de sol, y los árboles, tras los cristales, agitaban tristemente las ramas, como queriendo despojarse de las últimas hojas.

El ruido incesante de la lluvia sobre el tejado de cinc, la ausencia del sol y la falta de distracciones, ponían a los enfermos nerviosos, excitados. Les daban más a menudo ataques y se quejaban constantemente. Algunos se resfriaron, entre otros el enfermo que llamaba a las puertas, el cual tuvo una inflamación pulmonar, y durante algunos días estuvo a la muerte. Al menos, el doctor afirmaba que cualquier otro, en su lugar, no sobreviviría. Diríase que su indomable voluntad, su loca idea fija de las puertas que debían abrirse, le habían hecho invulnerable, casi inmortal, y que la enfermedad no podía nada contra su cuerpo, olvidado hasta por él mismo. Ni soñando dejaba de hablar de las puertas, de rogar, de suplicar y aun de exigir con voz terrible y amenazadora que las abriesen; la enfermera tenía miedo de quedarse con él de noche, aunque le habían puesto una camisa de fuerza y le habían atado a la cama. Mejoraba rápidamente. El doctor dió orden de que le dejasen siempre abierta la puerta de la habitación, y el enfermo no se acordaba de que había en la casa otras puertas cerradas, y estaba muy contento. Pero desde que abandonó el lecho se le oyó llamar a la puerta vecina.

Pomerantzev también se resfrió. Tuvo un fuerte romadizo; además perdió la voz, y sólo podía hablar bajito. Sin embargo, estaba de excelente humor. En el verano había sembrado una mata de sandías, y cuando estuvieron en sazón le regaló la más hermosa a la enfermera. Esta quiso dársela a la cocinera para que la sirviese en la mesa; pero Pomerantzev no lo permitió; la colocó él mismo sobre el velador, en la habitación de la enfermera, y acudía a cada momento a admirarla: le recordaba vagamente el globo terráqueo y le sugería grandes ideas.

El doctor le regaló diez tarjetas postales ilustradas, y Pomerantzev se dedicó a la tarea de componer un catálogo de sus cuadros. Trabajó durante mucho tiempo en el dibujo de la cubierta. Comenzó por dibujar su propia persona, como propietario de los cuadros, y esto le gustó tanto que repitió el retrato en todas las páginas. Luego le pidió al doctor una gran hoja de papel, y dibujó una vez más su imagen, bajo la que escribió con letras muy grandes: «Georgi el Victorioso». Colocó el cuadro en una pared del comedor, muy cerca del techo, y los enfermos que lo veían le felicitaban.

Pero el mal tiempo ejercía también sobre él una influencia perniciosa. Sus ensueños nocturnos tornábanse inquietantes y belicosos. Todas las noches le atacaba una turba de diablos chorreando agua, y de mujeres rojas, de aspecto infernal, que se parecían a la suya. Luchaba largo rato, denodadamente, con sus enemigos, y acababa por ponerlos en fuga; diablos y mujeres huían a todo correr ante su espada flamígera, lanzando gritos de terror y gemidos lastimeros. Pero por la mañana, después de tan fieras batallas, estaba tan cansado que, para recobrar las fuerzas, tenía que quedarse en la cama un par de horas más.

—Naturalmente, yo también he recibido algunos golpes—le confesaba francamente al doctor Chevirev—. Un diablo muy grande ha cogido una viga y me la ha tirado entre las piernas, me ha hecho caer y ha pretendido estrangularme. Pero yo he acabado por vencerle. ¡Se ha llevado lo suyo!... Me han amenazado cuando huían con volver esta noche. Si oye usted ruido, no se asuste; pero venga y verá. ¡Es interesante; se lo aseguro!

Y seguía durante largo rato, con gran copia de curiosos detalles, hablando del combate nocturno.

Pero, de todos los enfermos, el que peor estaba era Petrov. Las nieblas del otoño, que por las ventanas invadían la clínica, le inspiraban la idea de que todo se había acabado, y a cada momento esperaba un suceso terrible. El presentimiento de una desgracia próxima era en él tan intenso, que permanecía horas y horas inmóvil, sin atreverse a levantarse. Estaba seguro de que mientras no se moviese nada malo podía ocurrirle, y de que con sólo levantarse, con sólo moverse de su sitio, con sólo volver la cabeza, la desgracia terrible ocurriría inmediatamente. Pero una vez en pie, y habiendo comenzado a andar, no se atrevía ya a pararse, pues se le antojaba que el peligro estaba precisamente en la quietud. Y andaba más aprisa a cada momento, volviéndose con una frecuencia creciente, lanzando en todas direcciones miradas de pavor, hasta que caía muerto de cansancio en la cama.

Por la noche escondía la cabeza bajo las almohadas y las sábanas, de tal manera que se ahogaba; pero no se atrevía a sacarla, aunque la habitación estaba bien alumbrada y frente a la cama dormía una enfermera, a quien el doctor, en vista del estado inquietante de Petrov, había encargado de vigilarle toda la noche. Como durante el día, Petrov unas veces no se atrevía a moverse y parecía un cadáver, y otras sacudía todo el cuerpo, como si temblara de frío. Todo su horror se concentraba en su madre, en la pobre vieja de cara pálida. No pensaba ya que fuera cómplice de los médicos que querían perderle. Ni siquiera razonaba el horror que le inspiraba; pero temía ver su cara y oírle decir: «¡Hijito mío!»

No sabía lo que ocurriría en ese momento, y no se atrevía a pensarlo. Y a toda hora sentía que la pobre vieja estaba allí, muy cerca. Estaba seguro de que se paseaba por el bosque vecino, con su gorro de pieles, y de que se ocultaba debajo de la mesa, debajo de la cama, en todos los rincones obscuros. Durante la noche permanecía en pie detrás de la puerta, tratando de abrirla suavemente.

El domingo anterior, por la mañana, había estado a verle. Durante una hora estuvo llorando en el aposento del doctor; Petrov no la vió; pero a media noche, cuando todos dormían ya, tuvo un ataque de locura. Se llamó a toda prisa al doctor, que estaba en Babilonia, y cuando llegó, Petrov se encontraba ya mucho mejor, gracias a la presencia de gente y a una fuerte dosis de morfina que le habían dado; pero seguía temblando de pies a cabeza y jadeando. Medio ahogándose, iba y venía de un cuarto a otro y renegaba de todo y de todos: de la clínica, del personal, de la enfermera, que se dormía en vez de velar. Cuando entró el doctor, le recibió lleno de ira.

—¡Tiene gracia esta casa de locos!—gritaba sin dejar de andar—. ¡Vaya una casa de locos! Ni siquiera cierran las puertas de noche, y cualquiera... si le da la gana... ¡Me quejaré! Si no puede usted ni tener un guarda, ¿para qué se mete a abrir clínicas? ¡Es una bribonada! ¡Sí, señor, una bribonada! ¡Roba usted a sus enfermos! ¡Abusa de su confianza! Le creen a usted un hombre honrado, y usted...

—A ver el pulso—dijo el doctor Chevirev.

—Tómemelo, si quiere; pero no se crea que voy a dejarme engañar con el pulso y otras zarandajas.

Petrov se detuvo, y, mirando con ira el rostro afeitado del doctor, preguntó de repente:

—¿Estaba usted en el Babilonia?

El doctor hizo con la cabeza un signo afirmativo.

—¡Qué! ¿Se está bien allí?

—Sí.

—¡Ya lo creo que se está bien! ¿Por qué no? Sin embargo, hay que tener cuidado de que cierren las puertas. No hay que olvidar la clínica por el Babilonia.

Se echó a reír a carcajadas; pero sus labios temblaban, y su risa parecía el ladrido de un perro con frío.

—Sí; voy a dar orden de que cierren siempre las puertas. Le ruego a usted que me perdone; ha sido un descuido del personal.

—Para usted tal descuido acaso no tenga importancia, mientras que para mí podría tenerla muy grande. Pero le perdono a usted por esta vez.

Luego, dirigiéndose al enfermero y a los guardas, les dijo severamente:

—¿Han oído ustedes? ¡Cierren en seguida las puertas!

Y añadió riendo:

—De lo contrario, yo y el doctor nos iremos inmediatamente a pasar el rato al Babilonia.

Cuando se logró que Petrov se retirase a su aposento y se acostase, el doctor subió a sus habitaciones. En el corredor, junto a la escalera, encontró a la enfermera; se hallaba completamente vestida, y sus ojos brillaban.

—¡Doctor!—murmuró.

Estaba tan emocionada, que no podía continuar.

—¡Doctor!—repitió, sin alzar la voz.

—¡Ah, es usted! ¿No se ha acostado todavía? Es ya tarde.

—¡Doctor!

—¿Qué hay? ¿Necesita usted algo?

—¡Doctor!

Le faltaron ánimos. ¡Quería decirle tantas cosas! Le hubiera hablado de su amor, del Babilonia, del champaña, de que abusaba. Pero se limitó a preguntar:

—¿Hay que darle bromuro a Polakov?

—¡Desde luego! ¡Buenas noches!

—Muy buenas. ¿Volverá usted a irse?

El doctor consultó su reloj. Eran las tres y media.

—No, es demasiado tarde. No saldré ya.

—¡Gracias!

Ahogó un sollozo y huyó a su habitación, a llorar, tan pequeña en el amplio y largo corredor, que parecía una niñita.

El doctor la siguió con la vista, consultó de nuevo su reloj y, sacudiendo la cabeza, se dirigió a sus habitaciones.

El día siguiente fué gris, y, aunque no llovió, hizo mucho frío. El invierno se echaba encima. El barro no tardó en secarse. A las cuatro, cuando se hizo salir un rato a los enfermos a tomar el aire, las avenidas estaban completamente secas, el suelo parecía de piedra y las hojas caídas crujían bajo las pisadas.

El doctor, Pomerantzev y Petrov se paseaban a lo largo de la avenida. El doctor y Petrov callaban; Pomerantzev se divertía en hundir los pies entre las hojas secas, y miraba a cada instante atrás, para ver si quedaban huellas. Charlaba acerca del otoño en Crimea, aunque él no había estado allí nunca; acerca de la caza, que no conocía, y acerca de otras muchas cosas incoherentes, pero divertidas y no desprovistas de interés.

—¡Sentémonos!—propuso el doctor.

Sentáronse en un banco; el doctor, entre ambos enfermos. Veían ante ellos el cielo frío, de nubes grises y pálidas, muy elevadas.

Las tinieblas descendían. Lejos, por encima de los árboles del bosque, que se veía apenas, cerníase una bandada de grajos en busca de un lugar donde pasar la noche. Formaban una larga cinta viviente, y aunque eran numerosos, en sus gritos se adivinaba un sentimiento de soledad, el temor de una interminable noche fría, una queja dolorosa. Varios grajos se destacaron de la bandada, y cuando estuvieron más cerca, pudo verse que cuatro de ellos perseguían a otro; después todos desaparecieron tras el bosque.

Petrov, considerablemente calmado después del ataque de la víspera, miraba fijamente, ora a los pájaros, ora al médico. Guardaba un silencio tenaz. Pomerantzev también había enmudecido, y con gesto severo miraba a lo alto.

—Se está bien ahora en casa—dijo con una voz que parecía, no se sabe por qué, de asombro—. No estaría mal tomar ahora te.

—¡Vuelan aquí!—dijo Petrov.

Se puso pálido y se acercó más al doctor.

—¿Vamos?—propuso éste—. Usted, señor Pomerantzev, vaya delante.

Estas palabras sonaron en los oídos de Pomerantzev como una llamada al poder. Se irguió orgullosamente, y empezó a andar con paso firme, imitando con las manos los movimientos de un tambor y tarareando algo parecido a una marcha guerrera.

—¡Tam-tara-ta-tam! ¡Tam-tara-ta-tam!

De esta suerte, tamborileando y andando con paso marcial, avanzaba delante del doctor y de Petrov, que, inconscientemente, seguían el compás. Petrov se estrechaba contra el doctor y miraba con ansia, volviendo la cabeza, la bandada de grajos en el cielo frío y a cada momento más obscuro.

—¡Tam-tara-ta-tam! ¡Tam-tara-ta-tam!

El guarda, habiendo visto desde lejos llegar al doctor, abrió la puerta de par en par. Pomerantzev entró el primero, con paso solemne, la cabeza orgullosamente echada atrás y tamborileando. Los otros dos le seguían. En el umbral de la puerta, Petrov dirigió una mirada atrás, y su rostro expresó un miedo horrible.

A media noche se levantó un viento muy fuerte. Sacudía el cinc del tejado y parecía atacar furiosamente a toda la clínica.

Aquella noche Petrov se murió de terror.

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