Entonces Schahrazada dijo al rey Schahriar:
He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de las edades y de los siglos, hubo en una ciudad de la China un hombre que era sastre y estaba muy satisfecho de su condición. Amaba las distracciones apacibles y tranquilas y de cuando en cuando acostumbraba á salir con su mujer, para pasearse y recrear la vista con el espectáculo de las calles y los jardines. Pero cierto día que ambos habían pasado fuera de casa, al regresar á ella, al anochecer, encontraron en el camino á un jorobado de tan grotesca facha, que era antídoto de toda melancolía y haría reir al hombre más triste, disipando todo pesar y toda aflicción. Inmediatamente se le acercaron el sastre y su mujer, divirtiéndose tanto con sus chanzas, que le convidaron á pasar la noche en su compañía. El jorobado hubo de responder á esta oferta como era debido, uniéndose á ellos, y llegaron juntos á la casa. Entonces el sastre se apartó un momento para ir al zoco antes de que los comerciantes cerrasen sus tiendas, pues quería comprar provisiones con que obsequiar al huésped. Compró pescado frito, pan fresco, limones, y un gran pedazo de halaua [11] para postre. Después volvió, puso todas estas cosas delante del jorobado, y todos se sentaron á comer.
Mientras comían alegremente, la mujer del sastre tomó con los dedos un gran trozo de pescado y lo metió por broma todo entero en la boca del jorobado, tapándosela con la mano para que no escupiera el pedazo, y dijo: «¡Por Alah! Tienes que tragarte ese bocado de una vez sin remedio, ó si no, no te suelto.»
Entonces, el jorobado, tras de muchos esfuerzos, acabó por tragarse el pedazo entero. Pero desgraciadamente para él, había decretado el Destino que en aquel bocado hubiese una enorme espina. Y esta espina se le atravesó en la garganta, ocasionándole en el acto la muerte.
Al llegar á este punto de su relato, vió Schahrazada, hija del visir, que se acercaba la mañana, y con su habitual discreción no quiso proseguir la historia, para no abusar del permiso concedido por el rey Schahriar.
Entonces, su hermana la joven Doniazada le dijo: «¡Oh hermana mía! ¡Cuán gentiles, cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras!» Y Schahrazada respondió: «¿Pues qué dirás la noche próxima, cuando oigas la continuación, si es que vivo aún, porque así lo disponga la voluntad de este rey lleno de buenas maneras y de cortesía?»
Y el rey Schahriar dijo para sí: «¡Por Alah! No la mataré hasta no oir lo que falta de esta historia, que es muy sorprendente.»
Después el rey Schahriar cogió á Schahrazada entre sus brazos, y pasaron enlazados el resto de la noche, hasta que llegó la mañana. Entonces el rey se levantó y se fué á la sala de justicia. Y en seguida entró el visir, y entraron asimismo los emires, los chambelanes y los guardias, y el diván se llenó de gente. Y el rey empezó á juzgar y á despachar asuntos, dando un cargo á este, destituyendo á aquel, sentenciando en los pleitos pendientes, y ocupando su tiempo de este modo hasta acabar el día. Terminado el diván, el rey volvió á sus aposentos y fué en busca de Schahrazada.
Y CUANDO LLEGÓ
LA 25.ª NOCHE
Doniazada dijo á Schahrazada: «¡Oh hermana mía! Te ruego que nos cuentes la continuación de esa historia del jorobado, con el sastre y su mujer.» Y Schahrazada repuso: «¡De todo corazón y como debido homenaje! Pero no sé si lo consentirá el rey.» Entonces el rey se apresuró á decir: «Puedes contarla.» Y Schahrazada dijo:
He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el sastre vió morir de aquella manera al jorobado, exclamó: «¡Sólo Alah el Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder! ¡Qué desdicha que este pobre hombre haya venido á morir precisamente entre nuestras manos!» Pero la mujer replicó: «¿Y qué piensas hacer ahora? ¿No conoces estos versos del poeta?»
¡Oh alma mía! ¿por qué te sumerges en lo absurdo hasta enfermar? ¿Por qué te preocupas con aquello que te acarreará la pena y la zozobra?
¿No temes al fuego, puesto que vas á sentarte en él? ¿No sabes que quien se acerca al fuego se expone á abrasarse?
Entonces su marido le dijo: «No sé, en verdad, qué hacer.» Y la mujer respondió: «Levántate, que entre los dos lo llevaremos, tapándole con una colcha de seda, y lo sacaremos ahora mismo de aquí, yendo tú detrás y yo delante. Y por todo el camino irás diciendo en alta voz: «¡Es mi hijo, y ésta es su madre! Vamos buscando á un médico que lo cure. ¿En dónde hay un médico?»
Al oír el sastre estas palabras se levantó, cogió al jorobado en brazos, y salió de la casa en seguimiento de su esposa. Y la mujer empezó á clamar: «¡Oh mi pobre hijo! ¿Podremos verte sano y salvo? ¡Dime! ¿Sufres mucho? ¡Oh maldita viruela! ¿En qué parte del cuerpo te ha brotado la erupción?» Y al oirlos, decían los transeuntes: «Son un padre y una madre que llevan á un niño enfermo de viruelas.» Y se apresuraban á alejarse.
Y así siguieron andando el sastre y su mujer, preguntando por la casa de un médico, hasta que los llevaron á la de un médico judío. Llamaron entonces, y en seguida bajó una negra, abrió la puerta, y vió á aquel hombre que llevaba un niño en brazos, y á la madre que lo acompañaba. Y ésta le dijo: «Traemos un niño para que lo vea el médico. Toma este dinero, un cuarto de dinar, y dáselo adelantado á tu amo, rogándole que baje á ver al niño, porque está muy enfermo.»
Volvió á subir entonces la criada, y en seguida la mujer del sastre traspuso el umbral de la casa, hizo entrar á su marido, y le dijo: «Deja en seguida ahí el cadáver del jorobado. Y vámonos á escape.» Y el sastre soltó el cadáver del jorobado, dejándolo arrimado al muro, sobre un peldaño de la escalera, y se apresuró á marcharse, seguido por su mujer.
En cuanto á la negra, entró en casa de su amo el médico judío, y le dijo: «Ahí abajo queda un enfermo, acompañado de un hombre y una mujer, que me han dado para ti este cuarto de dinar para que recetes algo que le alivie.» Y cuando el médico judío vió el cuarto de dinar, se alegró mucho y se apresuró á levantarse; pero con la prisa no se acordó de coger una luz para bajar. Y por esto tropezó con el jorobado, derribándole. Y muy asustado, al ver rodar á un hombre, le examinó en seguida, y al comprobar que estaba muerto, se creyó causante de su muerte. Y gritó entonces: «¡Oh Señor! ¡Oh Alah justiciero! Por las diez palabras santas!» Y siguió invocando á Harún, á Yuschah[12], hijo de Nun, y á los demás. Y dijo: «He aquí que acabo de tropezar con este enfermo, y le he tirado rodando por la escalera. Pero ¿cómo salgo yo ahora de casa con un cadáver?» De todos modos, acabó por cogerlo y llevarlo desde el patio á su habitación, donde lo mostró á su mujer, contando todo lo ocurrido. Y ella exclamó aterrorizada: «¡No, aquí no lo podemos tener! ¡Sácalo de casa cuanto antes! Como continúe con nosotros hasta la salida del sol, estamos perdidos sin remedio. Vamos á llevarlo entre los dos á la azotea y desde allí lo echaremos á la casa de nuestro vecino el musulmán. Ya sabes que nuestro vecino es el intendente proveedor de la cocina del rey, y su casa está infestada de ratas, perros y gatos, que bajan por la azotea para comerse las provisiones de aceite, manteca y harina. Por tanto, esos bichos no dejarán de comerse este cadáver, y lo harán desaparecer.»
Entonces el médico judío y su mujer cogieron al jorobado y lo llevaron á la azotea, y desde allí lo hicieron descender pausadamente hasta la casa del mayordomo, dejándolo de pie contra la pared de la cocina. Después se alejaron, descendiendo á su casa tranquilamente.
Pero haría pocos momentos que el jorobado se hallaba arrimado contra la pared, cuando el intendente, que estaba ausente, regresó á su casa, abrió la puerta, encendió una vela, y entró. Y encontró á un hijo de Adán de pie en un rincón, junto á la pared de la cocina. Y el intendente, sorprendidísimo, exclamó: «¿Qué es eso? ¡Por Alah! He aquí que el ladrón que acostumbraba á robar mis provisiones no era un bicho, sino un ser humano. Este es el que me roba la carne y la manteca, á pesar de que las guardo cuidadosamente por temor á los gatos y á los perros. Bien inútil habría sido matar á todos los perros y gatos del barrio, como pensé hacer, puesto que este individuo es el que bajaba por la azotea.» Y en seguida agarró el intendente una enorme estaca, yéndose para el hombre, y le dió de garrotazos, y aunque le vió caer, le siguió apaleando. Pero como el hombre no se movía, el intendente advirtió que estaba muerto, y entonces dijo desolado: «¡Sólo Alah el Altísimo y Omnipotente posee la fuerza y el poder!» Y después añadió: «¡Malditas sean la manteca y la carne, y maldita esta noche! Se necesita tener toda la mala suerte que yo tengo para haber matado así á este hombre. Y no sé qué hacer con él.» Después lo miró con mayor atención, comprobando que era jorobado. Y le dijo: «¿No te basta con ser jorobeta? ¿Querías también ser ladrón y robarme la carne y la manteca de mis provisiones? ¡Oh Dios protector, ampárame con el velo de tu poder!» Y como la noche se acababa, el intendente se echó á cuestas al jorobado, salió de su casa y anduvo cargado con él, hasta que llegó á la entrada del zoco. Paróse entonces, colocó de pie al jorobado junto á una tienda, en la esquina de una bocacalle, y se fué.
Y al poco tiempo de estar allí el cadáver del jorobado, acertó á pasar un nazareno. Era el corredor de comercio del sultán. Y aquella noche estaba beodo. Y en tal estado iba al hammam á bañarse. Su borrachera le incitaba á las cosas más curiosas, y se decía: «¡Vamos, que eres casi como el Mesías!» Y marchaba haciendo eses y tambaleándose, y acabó por llegar adonde estaba el jorobado. Y entonces quiso orinar. Pero de pronto vió al jorobado delante de él, apoyado contra la pared. Y al encontrarse con aquel hombre, que seguía inmóvil, se le figuró que era un ladrón y que acaso fuese quien le había robado el turbante, pues el corredor nazareno iba sin nada á la cabeza. Entonces se abalanzó contra aquel hombre, y le dió un golpe tan violento en la nuca, que lo hizo caer al suelo. Y en seguida empezó á dar gritos llamando al guarda del zoco. Y con la excitación de su embriaguez, siguió golpeando al jorobado y quiso estrangularlo, apretándole la garganta con ambas manos. En este momento llegó el guarda del zoco, y vió al nazareno encima del musulmán, dándole golpes y á punto de ahogarlo. Y el guarda dijo: «¡Deja á ese hombre y levántate!» Y el cristiano se levantó.
Entonces el guarda del zoco se acercó al jorobado, que se hallaba tendido en el suelo, lo examinó, y vió que estaba muerto. Y gritó entonces: «¿Cuándo se ha visto que un nazareno tenga la audacia de golpear á un musulmán y matarlo?» Y el guarda se apoderó del nazareno, le ató las manos á la espalda y le llevó á casa del walí[13]. Y el nazareno se lamentaba y decía: «¡Oh Mesías, oh Virgen! ¿Cómo habré podido matar á ese hombre? ¡Y qué pronto ha muerto, sólo de un puñetazo! Se me pasó la borrachera, y ahora viene la reflexión.»
Llegados á casa del walí, el nazareno y el cadáver del jorobado quedaron encerrados toda la noche, hasta que el walí se despertó por la mañana. Entonces el walí interrogó al nazareno, que no pudo negar los hechos referidos por el guarda del zoco. Y el walí no pudo hacer otra cosa que condenar á muerte á aquel nazareno que había matado á un musulmán. Y ordenó que el portaalfanje pregonara por toda la ciudad la sentencia de muerte del corredor nazareno. Luego mandó que levantasen la horca y llevasen á ella al sentenciado.
Entonces se acercó el portaalfanje y preparó la cuerda, hizo el nudo corredizo, se lo pasó al nazareno por el cuello, y ya iba á tirar de él, cuando de pronto el proveedor del sultán hendió la muchedumbre y abriéndose camino hasta el nazareno, que estaba de pie junto á la horca, dijo al portaalfanje: «¡Detente! ¡Yo soy quien ha matado á ese hombre!» Entonces el walí le preguntó: «¿Y por qué le mataste?» Y el intendente dijo: «Vas á saberlo. Esta noche, al entrar en mi casa, advertí que se había metido en ella descolgándose por la terraza, para robarme las provisiones. Y le di un golpe en el pecho con un palo, y en seguida le vi caer muerto. Entonces le cogí á cuestas; y le traje al zoco, dejándole de pie arrimado contra una tienda en tal sitio y en tal esquina. Y he aquí que ahora, con mi silencio, iba á ser causa de que matasen á este nazareno, después de haber sido yo quien mató á un musulmán. ¡A mí, pues, hay que ahorcarme!»
Cuando el walí hubo oído las palabras del proveedor, dispuso que soltasen al nazareno, y dijo al portaalfanje: «Ahora mismo ahorcarás á este hombre, que acaba de confesar su delito.»
Entonces el portaalfanje cogió la cuerda que había pasado por el cuello del cristiano y rodeó con ella el cuello del proveedor, lo llevó junto al patíbulo, y lo iba á levantar en el aire, cuando de pronto el médico judío atravesó la muchedumbre, y dijo á voces al portaalfanje: «¡Aguarda! ¡El único culpable soy yo!» Y después contó así la cosa: «Sabed todos que este hombre me vino á buscar para consultarme, á fin de que lo curara. Y cuando yo bajaba la escalera para verle, como era de noche, tropecé con él y rodó hasta lo último de la escalera, convirtiéndose en un cuerpo sin alma. De modo que no deben matar al proveedor, sino á mí solamente.»
Entonces el walí dispuso la muerte del médico judío. Y el portaalfanje quitó la cuerda del cuello del proveedor y la echó al cuello del médico judío, cuando se vió llegar al sastre, que, atropellando á todo el mundo, dijo: «¡Detente! Yo soy quien lo maté. Y he aquí lo que ocurrió. Salí ayer de paseo y regresaba á mi casa al anochecer. En el camino encontré á este jorobado, que estaba borracho y muy divertido, pues llevaba en la mano una pandereta y se acompañaba con ella cantando de una manera chistosísima. Me detuve para contemplarle y divertirme, y tanto me regocijó, que lo convidé á comer en mi casa. Y compré pescado entre otras cosas, y cuando estábamos comiendo, tomó mi mujer un trozo de pescado, que colocó en otro de pan, y se lo metió todo en la boca á este hombre, y el bocado le ahogó, muriendo en el acto. Entonces lo cogimos entre mi mujer y yo y lo llevamos á casa del médico judío. Bajó á abrirnos una negra, y yo le dije lo que le dije. Después le di un cuarto de dinar para su amo. Y mientras ella subía, agarré en seguida al jorobado y lo puse de pie contra el muro de la escalera, y yo y mi mujer nos fuimos á escape. Entretanto, bajó el médico judío para ver al enfermo; pero tropezó con el jorobado, que cayó en tierra, y el judío creyó que lo había matado él.»
Y en este momento, el sastre se volvió hacia el médico judío y le dijo: «¿No fué así?» El médico repuso: «¡Esa es la verdad!» Entonces, el sastre, dirigiéndose al walí, exclamó: «¡Hay, pues, que soltar al judío y ahorcarme á mí!»
El walí, prodigiosamente asombrado, dijo entonces: «En verdad que esta historia merece escribirse en los anales y en los libros.» Después mandó al portaalfanje que soltase al judío y ahorcase al sastre, que se había declarado culpable. Entonces el portaalfanje llevó al sastre junto á la horca, le echó la soga al cuello, y dijo: «¡Esta vez va de veras! ¡Ya no habrá ningún otro cambio!» Y agarró la cuerda.
¡He aquí todo, por el momento!
En cuanto al jorobado, no era otro que el bufón del sultán, que ni una hora podía separarse de él. Y el jorobado, después de emborracharse aquella noche, se escapó de palacio, permaneciendo ausente toda la noche. Y al otro día, cuando el sultán preguntó por él, le dijeron: «¡Oh señor, el walí te dirá que el jorobado ha muerto, y que su matador iba á ser ahorcado! Por eso el walí había mandado ahorcar al matador, y el verdugo se preparaba á ejecutarle; pero entonces se presentó un segundo individuo, y luego un tercero, diciendo todos: «¡Yo soy el único que ha matado al jorobado!» Y cada cual contó al walí la causa de la muerte.
Y el sultán, sin querer escuchar más, llamó á un chambelán y le dijo: «Baja en seguida en busca del walí y ordénale que traiga á toda esa gente que está junto á la horca.»
Y el chambelán bajó, y llegó junto al patíbulo, precisamente cuando el verdugo iba á ejecutar al sastre. Y el chambelán gritó: «¡Detente!» Y en seguida le contó al walí que esta historia del jorobado había llegado á oídos del rey. Y se lo llevó, y se llevó también al sastre, al médico judío, al corredor nazareno y al proveedor, mandando transportar también el cuerpo del jorobado, y con todos ellos marchó en busca del sultán.
Cuando el walí se presentó entre las manos del rey, se inclinó y besó la tierra, y refirió toda la historia del jorobado, con todos sus pormenores, desde el principio hasta el fin. Pero es inútil repetirla.
El sultán, al oir tal historia, se maravilló mucho y llegó al límite más extremo de la hilaridad. Después mandó á los escribas de palacio que escribieran esta historia con aguja de oro. Y luego preguntó á todos los presentes: «¿Habéis oído alguna vez historia semejante á la del jorobado?»
Entonces el corredor nazareno avanzó un paso, besó la tierra entre las manos del rey, y dijo: «¡Oh rey de los siglos y del tiempo! Sé una historia mucho más asombrosa que nuestra aventura con el jorobado. La referiré, si me das tu venia, porque es mucho más sorprendente, más extraña y más deliciosa que la del jorobado.»
Y dijo el rey: «¡Ciertamente! Desembucha lo que hayas de decir para que lo oigamos.»
Entonces, el corredor nazareno dijo:
Relato del corredor nazareno
«Sabe, ¡oh rey del tiempo! que vine á este país para un asunto comercial. Soy un extranjero á quien el Destino encaminó á tu reino. Porque yo nací en la ciudad de El Cairo y soy copto entre los coptos. Y es igualmente cierto que me crié en El Cairo, y en aquella ciudad fué corredor mi padre antes que yo.
Cuando murió mi padre ya había llegado yo á la edad de hombre. Y por eso fuí corredor como él, pues contaba con toda clase de cualidades para este oficio, que es la especialidad entre nosotros los coptos.
Pero un día entre los días, estaba yo sentado á la puerta del khan de los mercaderes de granos, y vi pasar á un joven, hermoso como la luna llena, vestido con el más suntuoso traje y montado en un borrico blanco ensillado con una silla roja. Cuando me vió este joven me saludó, y yo me levanté por consideración hacia él. Sacó entonces un pañuelo que contenía una muestra de sésamo, y me preguntó: «¿Cuánto vale el ardeb [14] de esta clase de sésamo?» Y yo le dije: «Vale cien dracmas.» Entonces me contestó: «Avisa á los medidores de granos y ven con ellos al khan Al-Gaonalí, en el barrio de Bab Al-Nassr; allí me encontrarás.» Y se alejó, después de darme el pañuelo que contenía la muestra de sésamo.
Entonces me dirigí á todos los mercaderes de granos y les enseñé la muestra que yo había justipreciado en cien dracmas. Y los mercaderes la tasaron en ciento veinte dracmas por ardeb. Entonces me alegré sobremanera, y haciéndome acompañar de cuatro medidores, fuí en busca del joven, que, efectivamente, me aguardaba en el khan. Y al verme, corrió á mi encuentro y me condujo á un almacén donde estaba el grano, y los medidores llenaron sus sacos, y lo pesaron todo, que ascendió en total á cincuenta medidas en ardebs. Y el joven me dijo: «Te corresponden por comisión diez dracmas por cada ardeb que se venda á cien dracmas. Pero has de cobrar en mi nombre todo el dinero, y lo guardarás cuidadosamente en tu casa, hasta que lo reclame. Como su precio total es cinco mil dracmas, te quedarás con quinientos, guardando para mí cuatro mil quinientos. En cuanto despache mis negocios, iré á buscarte para recoger esa cantidad.» Entonces yo le contesté: «Escucho y obedezco.» Después le besé las manos y me fui.
Y efectivamente, aquel día gané mil dracmas de corretaje, quinientos del vendedor y quinientos de los compradores, de modo que me correspondió el veinte por ciento, según la costumbre de los corredores egipcios.
En cuanto al joven, después de un mes de ausencia, vino á verme y me dijo: «¿Dónde están los dracmas?» Y le contesté en seguida: «A tu disposición; helos aquí metidos en este saco.» Pero él me dijo: «Sigue guardándolos algún tiempo, hasta que yo venga á buscarlos.» Y se fué y estuvo ausente otro mes, y regresó y me dijo: «¿Dónde están los dracmas?» Entonces yo me levanté, le saludé y le dije: «Aquí están á tu disposición. Helos aquí.» Después añadí: «¿Y ahora quieres honrar mi casa viniendo á comer conmigo un plato ó dos, ó tres ó cuatro?» Pero se negó y me dijo: «Sigue guardando el dinero, hasta qué venga á reclamártelo, después de haber despachado algunos asuntos urgentes.» Y se marchó. Y yo guardé cuidadosamente el dinero que le pertenecía, y esperé su regreso.
Volvió al cabo de un mes, y me dijo: «Esta noche pasaré por aquí y recogeré el dinero.» Y le preparé los fondos; pero aunque le estuve aguardando toda la noche y varios días consecutivos, no volvió hasta pasado un mes, mientras yo decía para mí: «¡Qué confiado es ese joven! En toda mi vida, desde que soy corredor en los khanes y los zocos, he visto confianza como esta.» Se me acercó y le vi, como siempre, en su borrico, con suntuoso traje; y era tan hermoso como la luna llena, y tenía el rostro brillante y fresco como si saliese del hammam, y sonrosadas las mejillas y la frente como una flor lozana, y en un extremo del labio un lunar, como gota de ámbar negro, según dice el poeta:
¡La luna llena se encontró con el sol en lo alto de la torre, ambos en todo el esplendor de su belleza!
¡Tales eran los dos amantes! ¡Y cuantos los veían, tenían que admirarlos y desearles completa felicidad!
¡Y ahora son tan hermosos, que cautivan el alma!
¡Gloria, pues, á Alah, que realiza tales prodigios y forma sus criaturas á su deseo!
Y al verle, le besó las manos ó invoqué para él todas las bendiciones de Alah, y le dije: «¡Oh mi señor! Supongo que ahora recogerás tu dinero.» Y me contestó: «Ten todavía un poco de paciencia; pues en cuanto acabe de despachar mis asuntos vendré á recogerlo.» Y me volvió la espalda y se fué. Y yo supuse que tardaría en volver, y saqué el dinero y lo coloqué con un interés de veinte por ciento, obteniendo de él cuantiosa ganancia. Y dije para mí: «¡Por Alah! Cuando vuelva, le rogaré que acepte mi invitación, y le trataré con toda largueza, pues me aprovecho de sus fondos y me estoy haciendo muy rico.»
Y transcurrió un año, al cabo del cual regresó, y le vi vestido con ropas más lujosas que antes, y siempre montado en su borrico blanco, de buena raza.
Entonces le supliqué fervorosamente que aceptase mi invitación y comiera en mi casa, á lo cual me contestó: «No tengo inconveniente, pero con la condición de que el dinero para los gastos no lo saques de los fondos que me pertenecen y están en tu casa.» Y se echó á reir. Y yo hice lo mismo. Y le dije: «Así sea, y de muy buena gana.» Y le llevé á casa, y le rogué que se sentase, y corrí al zoco á comprar toda clase de víveres, bebidas y cosas semejantes, y lo puse todo sobre el mantel entre sus manos, y le invité á empezar, diciendo: «¡Bismilah!» Entonces se acercó á los manjares, pero alargó la mano izquierda, y se puso á comer con esta mano izquierda. Y yo me quedé sorprendidísimo, y no supe qué pensar. Terminada la comida, se lavó la mano izquierda sin auxilio de la derecha, y yo le alargué la toalla para que se secase, y después nos sentamos á conversar.
Entonces le dije: «¡Oh mi generoso señor! Líbrame de un peso que me abruma y de una tristeza que me aflige. ¿Por qué has comido con la mano izquierda? ¿Sufres alguna enfermedad en tu mano derecha?» Y al oirlo el mancebo, me miró y recitó estas estrofas:
¡No preguntes por los sufrimientos y dolores de mi alma! ¡Conocerías mi mal!
¡Y sobre todo, no preguntes si soy feliz! ¡Lo fuí! ¡Pero hace tanto tiempo! ¡Desde entonces, todo ha cambiado! ¡Y contra lo inevitable no hay mas que invocar la cordura!
Después sacó el brazo derecho ele la manga del ropón, y vi que la mano estaba cortada, pues aquel brazo terminaba en un muñón. Y me quedé asombrado profundamente. Pero él me dijo: «¡No te asombres tanto! Y sobre todo, no creas que he comido con la mano izquierda por falta de consideración á tu persona, pues ya ves que ha sido por tener cortada la derecha. Y el motivo de ello no puede ser más sorprendente.» Entonces le pregunté: «¿Y cuál fué la causa?» Y el joven suspiró, se le llenaron de lágrimas los ojos, y dijo:
«Sabe que yo soy de Bagdad. Mi padre era uno de los principales personajes entre los personajes. Y yo, hasta llegar á la edad de hombre, pude oir los relatos de los viajeros, peregrinos y mercaderes que en casa de mi padre nos contaban las maravillas de los países egipcios. Y retuve en la memoria todos estos relatos, admirándolos en secreto, hasta que falleció mi padre. Entonces cogí cuantas riquezas pude reunir, y mucho dinero, y compré gran cantidad de mercancías en telas de Bagdad y de Mossul, y otras muchas de alto precio y excelente clase; lo empaqueté todo y salí de Bagdad. Y como estaba escrito por Alah que había de llegar sano y salvo al término de mi viaje, no tardé en hallarme en esta ciudad de El Cairo, que es tu ciudad.»
Pero en este momento el joven se echó á llorar y recitó estas estrofas:
¡A veces, el ciego, el ciego de nacimiento, sabe sortear la zanja donde cae el que tiene buenos ojos!
¡A veces, el insensato sabe callar las palabras que, pronunciadas por el sabio, son la perdición del sabio!
¡A veces, el hombre piadoso y creyente sufre desventuras, mientras que el loco, el impío, alcanza la felicidad!
¡Así, pues, conozca el hombre su impotencia! ¡La fatalidad es la única reina del mundo!
Terminados los versos, siguió en esta forma su relación:
«Entré, pues, en El Cairo, y fuí al khan Serur, deshice mis paquetes, descargué mis camellos y puse las mercancías en un local que alquilé para almacenarlas. Después di dinero á un criado para que comprase comida, dormí en seguida un rato, y al despertarme salí á dar una vuelta por Bain Al-Kasrain, regresando después al khan Serur, en donde pasé la noche.
Cuando me desperté por la mañana, dije para mí, desliando un paquete de telas: «Voy á llevar esta tela al zoco y á enterarme de cómo van las compras.» Cargué las telas en los hombros de un criado, y me dirigí al zoco, para llegar al centro de los negocios, un gran edificio rodeado de pórticos y de tiendas de todas clases y de fuentes. Ya sabes que allí suelen estar los corredores, y que aquel sitio se llama la kaisariat Guergués.
Cuando llegué, todos los corredores, avisados de mi viaje, me rodearon, y yo les di las telas, y salieron en todas direcciones á ofrecer mis géneros á los principales compradores de los zocos. Pero al volver me dijeron que el precio ofrecido por mis mercaderías no alcanzaba al que yo había pagado por ellas ni á los gastos desde Bagdad hasta El Cairo. Y como no sabía qué hacer, el jeique principal de los corredores me dijo: «Yo sé el medio de que debes valerte para que ganes algo. Es sencillamente que hagas lo que hacen todos los mercaderes. Vender al por menor tus mercaderías á los comerciantes con tienda abierta, por tiempo determinado, ante testigos y por escrito, que firmaréis ambos, con intervención de un cambiante. Y así, todos los lunes y todos los jueves cobrarás el dinero que te corresponda. Y de este modo, cada dracma te producirá dos dracmas y á veces más. Y durante este tiempo tendrás ocasión de visitar El Cairo y de admirar el Nilo.»
Al oir estas palabras, dije: «Es en verdad una idea excelente.» Y en seguida reuní á los pregoneros y corredores y marchó con ellos al khan Serur y les di todas las mercaderías, que llevaron á la kaisariat. Y lo vendí todo al por menor á los mercaderes, después que se escribieron las cláusulas de una y otra parte, ante testigos, con intervención de un cambista de la kaisariat.
Despachado este asunto, volví al khan, permaneciendo allí tranquilo, sin privarme de ningún placer ni escatimar ningún gasto. Todos los días comía magníficamente, siempre con la copa de vino encima del mantel. Y nunca faltaba en mi mesa buena carne de carnero, dulces y confituras de todas clases. Y así seguí, hasta que llegó el mes en que debía cobrar con regularidad mis ganancias. En efecto, desde la primera semana de aquel mes, cobre como es debido mi dinero. Y los jueves y los lunes me iba á sentar en la tienda de alguno de los deudores míos, y el cambista y el escribano público recorrían cada una de las tiendas, recogían el dinero y me lo entregaban.
Y fué en mi una costumbre el ir á sentarme, ya en una tienda, ya en otra. Pero un día, después de salir del hammam, descansé un rato, almorcé un pollo, bebí algunas copas de vino, me lavé en seguida las manos, me perfumé con esencias aromáticas y me fuí al barrio de la kaisariat Guergués, para sentarme en la tienda de un vendedor de telas llamado Badreddin Al-Bostaní. Cuando me hubo visto me recibió con gran consideración y cordialidad, y estuvimos hablando una hora.
Pero mientras conversábamos vimos llegar una mujer con un largo velo de seda azul. Y entró en la tienda para comprar géneros, y se sentó á mi lado en un taburete. Y el velo, que le cubría la cabeza y le tapaba ligeramente el rostro, estaba echado á un lado, y exhalaba delicados aromas y perfumes. Y la negrura de sus pupilas, bajo el velo, asesinaba las almas y arrebataba la razón. Se sentó y saludó á Badreddin, que después de corresponder á su salutación de paz, se quedó de pie ante ella, y empezó á hablar, mostrándole telas de varias clases. Y yo, al oir la voz de la dama, tan llena de encanto y tan dulce, sentí que el amor apuñalaba mi hígado.
Pero la dama, después de examinar algunas telas, que no le parecieron bastante lujosas, dijo á Badreddin: «¿No tendrías por casualidad una pieza de seda blanca tejida con hilos de oro puro?» Y Badreddin fué al fondo de la tienda, abrió un armario pequeño, y de un montón de varias piezas de tela sacó una de seda blanca tejida con hilos de oro puro, y luego la desdobló delante de la joven. Y ella la encontró muy á su gusto y á su conveniencia, y le dijo al mercader: «Como no llevo dinero encima, creo que me la podré llevar, como otras veces, y en cuanto llegue á casa te enviaré el importe.» Pero el mercader le dijo: «¡Oh mi señora! No es posible por esta vez, porque esa tela no es mía, sino del comerciante que está ahí sentado, y me he comprometido á pagarle hoy mismo.» Entonces sus ojos lanzaron miradas de indignación, y dijo: «Pero desgraciado, ¿no sabes que tengo la costumbre de comprarte las telas más caras y pagarte más de lo que me pides? ¿No sabes que nunca he dejado de enviarte su importe inmediatamente?» Y el mercader contestó: «Ciertamente, ¡oh mi señora! Pero hoy tengo que pagar ese dinero en seguida.» Y entonces la dama cogió la pieza de tela, se la tiró á la cara al mercader, y le dijo: «¡Todos sois lo mismo en tu maldita corporación!» Y levantándose airada, volvió la espalda para salir.
Pero yo comprendí que mi alma se iba con ella, me levanté apresuradamente y le dije: «¡Oh mi señora! Concédeme la gracia de volverte un poco hacia mí y desandar generosamente tus pasos.» Entonces ella volvió su rostro hacia donde yo estaba, sonrió discretamente, y me dijo: «Consiento en pisar otra vez esta tienda, pero es sólo en obsequio tuyo.» Y se sentó en la tienda frente á mí. Entonces, volviéndome hacia Badreddin, le dije: «¿Cuál es el precio de esta tela?» Badreddin contestó: «Mil cien dracmas.» Y yo repuse: «Está bien. Te pagaré además cien dracmas de ganancia. Trae un papel para que te dé el precio por escrito.» Y cogí la pieza de seda tejida con oro, y á cambio le di el precio por escrito, y luego entregué la tela á la dama, diciéndole: «Tómala, y puedes irte sin que te preocupe el precio, pues ya me lo pagarás cuando gustes. Y para esto te bastará venir un día entre los días á buscarme en el zoco, donde siempre estoy sentado en una ó en otra tienda. Y si quieres honrarme aceptándola como homenaje mío, te pertenece desde ahora.» Entonces me contestó: «¡Alah te lo premie con toda clase de favores! ¡Ojalá alcances todas las riquezas que me pertenecen, convirtiéndote en mi dueño y en corona de mi cabeza! ¡Así oiga Alah mi ruego!» Y yo le repliqué: «¡Oh señora mía, acepta, pues, esta pieza de seda! ¡Y que no sea esta sola! Pero te ruego que me otorgues el favor de que admire un instante el rostro que me ocultas.» Entonces se levantó el finísimo velo que le cubría la parte inferior de la cara y no dejaba ver mas que los ojos.
Y vi aquel rostro de bendición, y esta sola mirada bastó para aturdirme, avivar el amor en mi alma y arrebatarme la razón. Pero ella se apresuró á bajar el velo, cogió la tela, y me dijo: «¡Oh dueño mío, que no dure mucho tu ausencia, ó moriré desolada!» Y después se marchó. Y yo me quedé solo con el mercader, hasta la puesta del sol.
Y me hallaba como si hubiese perdido la razón y el sentido, dominado en absoluto por la locura de aquella pasión tan repentina. Y la violencia de este sentimiento hizo que me arriesgase á preguntar al mercader respecto á aquella dama. Y antes de levantarme para irme, le dije: «¿Sabes quién es esa dama?» Y me contestó: «Claro que sí. Es una dama muy rica. Su padre fué un emir ilustre, que murió, dejándole muchos bienes y riquezas.»
Entonces me despedí del mercader y me marché, para volver al khan Serur, donde me alojaba. Y mis criados me sirvieron de comer; pero yo pensaba en ella, y no pude probar bocado. Me eché á dormir; pero el sueño huía de mi persona, y pasé toda la noche en vela, hasta por la mañana.
Entonces me levanté, me puse un traje más lujoso todavía que el de la víspera, bebí una copa de vino, me desayuné con un buen plato, y volví á la tienda del mercader, á quien hube de saludar, sentándome en el sitio de costumbre. Y apenas había tomado asiento, vi llegar á la joven, acompañada de una esclava. Entró, se sentó y me saludó, sin dirigir el menor saludo de paz á Badreddin. Y con su voz tan dulce y su incomparable modo de hablar, me dijo: «Esperaba que hubieses enviado á alguien á mi casa para cobrar los mil doscientos dracmas que importa la pieza de seda.» A lo cual contesté: «¿Por qué tanta prisa, si á mí no me corre ninguna?» Y ella me dijo: «Eres muy generoso; pero yo no quiero que por mí pierdas nada.» Y acabó por dejar en mi mano el importe de la tela, no obstante mi oposición. Y empezamos á hablar. Y de pronto me decidí á expresarle por señas la intensidad de mi sentimiento. Pero inmediatamente se levantó y se alejó á buen paso, despidiéndose por pura cortesía. Y sin poder contenerme, abandoné la tienda, y la fuí siguiendo hasta que salimos del zoco. Y la perdí ele vista; pero se me acercó una muchacha, cuyo velo no me permitía adivinar quién fuese, y me dijo: «¡Oh mi señor! Ven á ver á mi señora, que quiere hablarte.» Entonces, muy sorprendido, le dije: «¡Pero si aquí nadie me conoce!» Y la muchacha replicó: «¡Oh cuán escasa es tu memoria! ¿No recuerdas á la sierva que has visto ahora mismo en el zoco, con su señora, en la tienda de Badreddin?» Entonces eché á andar detrás de ella, hasta que vi á su señora en una esquina de la calle de los Cambios.
Cuando ella me vió, se acercó á mí rápidamente, y llevándome á un rincón de la calle, me dijo: «¡Ojo de mi vida! Sabe que con tu amor llenas todo mi pensamiento y mi alma. Y desde la hora que te vi, ni disfruto del sueño reparador, ni como, ni bebo.» Y yo le contesté: «A mí me pasa igual; pero la dicha que ahora gozo me impide quejarme.» Y ella dijo: «¡Ojo de mi vida! ¿Vas á venir á mi casa, ó iré yo á la tuya?» Yo repuse: «Soy forastero y no dispongo de otro lugar que el khan, en donde hay demasiada gente. Por tanto, si tienes bastante confianza en mi cariño para recibirme en tu casa, colmarás mi felicidad.» Y ella respondió: «Cierto que sí; pero esta noche es la noche del viernes y no puedo recibirte... Pero mañana, después de la oración del mediodía, monta en tu borrico, y pregunta por el barrio de Habbania, y cuando llegues á él, averigua la casa de Barakat, el que fué gobernador, conocido por Aby-Schama. Allí vivo yo. Y no dejes de ir, que te estaré esperando.»
Yo estaba loco de alegría; después nos separamos. Volví al khan Serur, en donde habitaba, y no pude dormir en toda la noche. Pero al amanecer me apresuré á levantarme, y me puse un trajo nuevo, perfumándome con los más suaves aromas, y me proveí de cincuenta dinares ele oro, que guardé en un pañuelo. Salí del khan Serur, y me dirigí hacia el lugar llamado Bab-Zauilat, alquilando allí un borrico, y le dije al burrero: «Vamos al barrio de Habbania.» Y me llevó en muy escaso tiempo, llegando á una calle llamada Darb Al-Monkari, y dije al burrero: «Pregunta en esta calle por la casa del nakib[15] Aby-Schama.» El burrero se fué, y volvió á los pocos momentos con las señas pedidas, y me dijo: «Puedes apearte.» Entonces eché pie á tierra, y le dije: «Ve adelante para enseñarme el camino.» Y me llevó á la casa, y entonces le ordené: «Mañana por la mañana volverás aquí para llevarme de nuevo al khan.» Y el hombre me contestó que así lo haría. Entonces le di un cuarto de dinar de oro, y cogiéndolo, se lo llevó á los labios y después á la frente, para darme las gracias, marchándose en seguida.
Llamé entonces á la puerta de la casa. Me abrieron dos jovencitas, dos vírgenes de pechos firmes y blancos, redondos como lunas, y me dijeron: «Entra, ¡oh señor! nuestra ama te aguarda impaciente. No duerme por las noches á causa de la pasión que le inspiras.»
Entré en un patio, y vi un soberbio edificio con siete puertas; y aparecía toda la fachada llena de ventanas, que daban á un inmenso jardín. Este jardín encerraba todas las maravillas de árboles frutales y de flores; lo regaban arroyos y lo encantaba el gorjeo de las aves. La casa era toda de mármol blanco, tan diáfano y pulimentado, que reflejaba la imagen de quien lo miraba, y los artesonados interiores estaban cubiertos de oro y rodeados de inscripciones y dibujos de distintas formas. Todo su pavimento era de mármol muy rico y de fresco mosaico. En medio de la sala hallábase una fuente incrustada de perlas y pedrería. Alfombras de seda cubrían los suelos, tapices admirables colgaban de los muros, y en cuanto á los muebles, el lenguaje y la escritura más elocuentes no podrían describirlos.
A los pocos momentos de entrar y sentarme...
En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 26.ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el mercader prosiguió así su historia al corredor copto del Cairo, el cual se la contaba al sultán de aquella ciudad de la China:
»Vi que se me acercaba la joven, adornada con perlas y pedrería, luminosa la cara y asesinos los negros ojos. Me sonrió, me cogió entre sus brazos, y me estrechó contra ella. En seguida juntó sus labios con los míos, y gustó de mi lengua con la suya. Y yo hice lo propio. Y ella me dijo: «¿Es cierto que te tengo aquí, ó es un sueño?» Yo respondí: «¡Soy tu esclavo!» Y ella dijo: «¡Hoy es un día de bendición! ¡Por Alah! ¡Ya no vivía, ni podía disfrutar comiendo y bebiendo!» Yo contesté: «Y yo igualmente.» Luego nos sentamos, y yo, confundido por aquel modo de recibirme, no levantaba la cabeza.
Pero pusieron el mantel y nos presentaron platos exquisitos: carnes asadas, pollos rellenos y pasteles de todas clases. Y ambos comimos hasta saciarnos, y ella me ponía los manjares en la boca, invitándome cada vez con dulces palabras y miradas insinuantes. Después me presentaron el jarro y la palangana de cobre, y me lavé las manos, y ella también, y nos perfumamos con agua de rosas y almizcle, y nos sentamos para departir.
Entonces ella empezó á contarme sus penas, y yo hice lo mismo. Y con esto me enamoré todavía más. Y en seguida empezamos con mimos y juegos, y nos estuvimos besando y haciéndonos mil caricias, hasta que anocheció. Pero no sería de ninguna utilidad detallarlos. Después nos fuimos al lecho, y permanecimos enlazados hasta la mañana. Y lo demás, con sus pormenores, pertenece al misterio.
A la mañana siguiente me levanté, puse disimuladamente debajo de la almohada el bolsillo con los cincuenta dinares de oro, me despedí de la joven y me dispuse á salir. Pero ella se echó á llorar, y me dijo: «¡Oh dueño mío! ¿cuándo volveré á ver tu hermoso rostro?» Y yo le dije: «Volveré esta misma noche.»
Y al salir encontré á la puerta el borrico que me condujo la víspera, y allí estaba también el burrero esperándome. Monté en el burro, y llegué al khan Serur, donde hube de apearme, y dando medio dinar de oro al burrero, le dije: «Vuelve aquí al anochecer.» Y me contestó: «Tus órdenes están sobre mi cabeza.» Entré entonces en el khan y almorcé. Después salí para recoger de casa de los mercaderes el importe de mis géneros. Cobré las cantidades, regresé á casa, dispuse que preparasen un carnero asado, compré dulces, y llamé á un mandadero, al cual di las señas de la casa de la joven, pagándole por adelantado y ordenándole que llevara todas aquellas cosas. Y yo seguí ocupado en mis negocios hasta la noche, y cuando vino á buscarme el burrero, cogí cincuenta dinares de oro, que guardé en un pañuelo, y salí.
Al entrar en la casa pude ver que todo lo habían limpiado, lavado el suelo, brillante la batería de cocina, preparados los candelabros, encendidos los faroles, prontos los manjares y escanciados los vinos y demás bebidas. Y ella, al verme, se echó en mis brazos, y acariciándome me dijo: «¡Por Alah! ¡Cuánto te deseo!» Y después nos pusimos á comer avellanas y nueces hasta media noche. Entonces nos enlazamos hasta por la mañana. Y me levanté, puse los cincuenta dinares de oro en el sitio de costumbre, y me fuí.
Monté en el borrico, me dirigí al khan, y allí estuve durmiendo. Al anochecer me levanté y dispuse que el cocinero del khan preparase la comida: un plato de arroz salteado con manteca y aderezado con nueces y almendras, y otro plato de cotufas fritas, con varias cosas más. Luego compré flores, frutas y varias clases de almendras, y las envié á casa de mi amada. Y cogiendo cincuenta dinares de oro, los puse en un pañuelo y salí. Y aquella noche me sucedió con la joven lo que estaba escrito que sucediese.
Y siguiendo de este modo, acabé por arruinarme en absoluto, y ya no poseía un dinar, ni siquiera un dracma. Entonces dije para mí que todo ello había sido obra del Cheitán. Y recité las siguientes estrofas:
¡Si la fortuna abandonase al rico, lo veréis empobrecerse y extinguirse sin gloria, como el sol que amarillea al ponerse!
¡Y al desaparecer, su recuerdo se borra para siempre de todas las memorias! ¡Y si vuelve algún día, la suerte no le sonreirá nunca!
¡Ha de darle vergüenza presentarse en las calles! ¡Y á solas consigo mismo, derramará todas las lágrimas de sus ojos!
¡Oh, Alah! ¡El hombre nada puede esperar de sus amigos, porque si cae en la miseria, hasta sus parientes renegarán de él!
Y no sabiendo qué hacer, dominado por tristes pensamientos, salí del khan para pasear un poco, y llegué á la plaza de Bain Al-Kasrain, cerca de la puerta de Zauilat. Allí vi un gentío enorme que llenaba toda la plaza, por ser día de fiesta y de feria. Me confundí entre la muchedumbre, y por decreto del Destino hallé á mi lado un jinete muy bien vestido. Y como la gente aumentaba, me apretujaron contra él, y precisamente mi mano se encontró pegada á su bolsillo, y noté que el bolsillo contenía un paquetito redondo. Entonces metí rápidamente la mano y saqué el paquetito; pero no tuve bastante destreza para que él no lo notase. Porque el jinete comprobó por la disminución de peso que le habían vaciado el bolsillo. Volvióse iracundo, blandiendo la maza de armas, y me asestó un golpazo en la cabeza. Caí al suelo, y me rodeó un corro de personas, algunas de las cuales impidieron que se repitiera la agresión cogiendo al caballo de la brida y diciendo al jinete: «¿No te da vergüenza aprovecharte de las apreturas para pegar á un hombre indefenso?» Pero él dijo: «¡Sabed todos que ese individuo es un ladrón!»
En aquel momento volví en mí del desmayo en que me encontraba, y oí que la gente decía: «¡No puede ser! Este joven tiene sobrada distinción para dedicarse al robo.» Y todos discutían si yo habría ó no robado, y cada vez era mayor la disputa. Hube de verme al fin arrastrado por la muchedumbre, y quizá habría podido escapar de aquel jinete, que no quería soltarme, cuando, por decreto del Destino, acertaron á pasar por allí el walí y su guardia, que atravesando la puerta de Zauilat, se aproximaron al grupo en que nos encontrábamos. Y el walí preguntó: «¿Qué es lo que pasa?» Y contestó el jinete: «¡Por Alah! ¡Oh Emir! He aquí á un ladrón. Llevaba yo un bolsillo azul con veinte dinares de oro, y entre las apreturas ha encontrado manera de quitármelo.» Y el walí preguntó al jinete: «¿Tienes algún testigo?» Y el jinete contestó: «No tengo ninguno.» Entonces el walí llamó al mokadem, jefe de policía, y le dijo: «Apodérate de ese hombre y regístralo.» Y el mokadem me echó mano, porque ya no me protegía Alah, y me despojó de toda la ropa, acabando por encontrar el bolsillo, que era efectivamente de seda azul. El walí lo cogió y contó el dinero, resultando que contenía exactamente los veinte dinares de oro, según el jinete había afirmado.
Entonces el walí llamó á sus guardias, y les dijo: «Traed acá á ese hombre.» Y me pusieron en sus manos, y me dijo: «Es necesario declarar la verdad. Dime si confiesas haber robado este bolsillo.» Y yo, avergonzado, bajé la cabeza y reflexioné un momento, diciendo entre mí: «Si digo que no he sido yo, no me creerán, pues acaban de encontrarme el bolsillo encima, y si digo que lo he robado, me pierdo.» Pero acabé por decidirme, y contesté: «Sí, lo he robado.»
Al verme quedó sorprendido el walí, y llamó á los testigos, para que oyesen mis palabras, mandándome que las repitiese ante ellos. Y ocurría todo aquello en la Bab-Zauilat.
El walí mandó entonces al portaalfanje que me cortase la mano, según la ley contra los ladrones. Y el portaalfanje me cortó inmediatamente la mano derecha. Y el jinete se compadeció de mí é intercedió con el walí para que no me cortasen la otra mano. Y el walí le concedió esa gracia y se alejó. Y la gente me tuvo lástima, y me dieron un vaso de vino para infundirme alientos, pues había perdido mucha sangre, y me hallaba muy débil. En cuanto al jinete, se acercó á mí, me alargó el bolsillo y me lo puso en la mano, diciendo: «Eres un joven bien educado y no se hizo para ti el oficio de ladrón.» Y dicho esto se alejó, después de haberme obligado á aceptar el bolsillo. Y yo me marché también, envolviéndome el brazo con un pañuelo y tapándolo con la manga del ropón. Y me había quedado muy pálido y muy triste á consecuencia de lo ocurrido.
Sin darme cuenta, me fuí hacia la casa de mi amiga. Y al llegar, me tendí extenuado en el lecho. Pero ella, al ver mi palidez y mi decaimiento, me dijo: «¿Qué te pasa? ¿Cómo estás tan pálido?» Y yo contesté: «Me duele mucho la cabeza; no me encuentro bien.» Entonces, muy entristecida, me dijo: «¡Oh dueño mío, no me abrases el corazón! Levanta un poco la cabeza hacia mí, te lo ruego, ¡ojo de mi vida! y dime lo que te ha ocurrido. Porque adivino en tu rostro muchas cosas.» Pero yo le dije: «¡Por favor! Ahórrame la pena de contestarte.» Y ella, echándose á llorar, replicó: «¡Ya veo que te cansaste de mí, pues no estás conmigo, como de costumbre!» Y derramó abundantes lágrimas mezcladas con suspiros, y de cuando en cuando interrumpía sus lamentos para dirigirme preguntas, que quedaban sin respuesta; y así estuvimos hasta la noche. Entonces nos trajeron de comer y nos presentaron los manjares, como solían. Pero yo me guardé bien de aceptar, pues me habría avergonzado coger los alimentos con la mano izquierda, y temía que me preguntase el motivo de ello. Y por tanto, exclamé: «No tengo ningún apetito ahora.» Y ella dijo: «Ya ves como tenía razón. Entérame de lo que te ha pasado, y por qué estás tan afligido y con luto en el alma y en el corazón.» Entonces acabé por decirle: «Te lo contaré todo, pero poco á poco, por partes.» Y ella, alargándome una copa de vino, repuso: «¡Vamos, hijo mío! Déjate de pensamientos tristes. Con esto se cura la melancolía. Bebe este vino, y confíame la causa de tus penas.» Y yo le dije: «Si te empeñas, dame tú misma de beber con tu mano.» Y ella acercó la copa á mis labios, inclinándola con suavidad, y me dió de beber. Después la llenó de nuevo, y me la acercó otra vez. Hice un esfuerzo, tendí la mano izquierda y cogí la copa. Pero no pude contener las lágrimas y rompí á llorar.
Y cuando ella me vió llorar, tampoco pudo contenerse, me cogió la cabeza con ambas manos, y dijo: «¡Oh, por favor! ¡Dime el motivo de tu llanto! ¡Me estás abrasando el corazón! Dime también por qué tomaste la copa con la mano izquierda.» Y yo le contesté: «Tengo un tumor en la derecha.» Y ella replicó: «Enséñamelo; lo sajaremos, y te aliviarás.» Y yo respondí: «No es el momento oportuno para tal operación. No insistas, porque estoy resuelto á no sacar la mano.» Vacié por completo la copa, y seguí bebiendo cada vez que ella me la ofrecía, hasta que me poseyó la embriaguez, madre del olvido. Y tendiéndome en el mismo sitio en que me hallaba, me dormí.
Al día siguiente, cuando me desperté, vi que me había preparado el almuerzo: cuatro pollos cocidos, caldo de gallina y vino abundante. De todo me ofreció, y comí y bebí, y después quise despedirme y marcharme. Pero ella me dijo: «¿Adónde piensas ir?» Y yo contesté: «A cualquier sitio en que pueda distraerme y olvidar las penas que me oprimen el corazón.» Y ella me dijo: «¡Oh, no te vayas! ¡Quédate un poco más!» Y yo me senté, y ella me dirigió una intensa mirada, y me dijo: «Ojo de mi vida, ¿qué locura te aqueja? Por mi amor te has arruinado. Además, adivino que tengo también la culpa de que hayas perdido la mano derecha. Tu sueño me ha hecho descubrir tu desgracia. Pero ¡por Alah! jamás me separaré de ti. Y quiero casarme contigo legalmente.»
Y mandó llamar á los testigos, y les dijo: «Sed testigos de mi casamiento con este joven. Vais á redactar el contrato de matrimonio, haciendo constar que me ha entregado la dote.»
Y los testigos redactaron nuestro contrato de matrimonio. Y ella les dijo: «Sed testigos asimismo de que todas las riquezas que me pertenecen, y que están en esa arca que veis, así como cuanto poseo, es desde ahora propiedad de este joven.» Y los testigos lo hicieron constar, y levantaron acta de su declaración, así como de que yo aceptaba, y se fueron después de haber cobrado sus honorarios.
Entonces la joven me cogió de la mano, y me llevó frente á un armario, lo abrió y me enseñó un gran cajón, que abrió también, y me dijo: «Mira lo que hay en esa caja.» Y al examinarla, vi que estaba llena de pañuelos, cada uno de los cuales formaba un paquetito. Y me dijo: «Todo esto son los bienes que durante el transcurso del tiempo fuí aceptando de ti. Cada vez que me dabas un pañuelo con cincuenta dinares de oro, tenía yo buen cuidado de guardarlo muy oculto en esa caja. Ahora recobra lo tuyo. Alah te lo tenía reservado y lo había escrito en tu Destino. Hoy te protege Alah, y me eligió para realizar lo que él había escrito. Pero por causa mía perdiste la mano derecha, y no puedo corresponder como es debido á tu amor ni á tu adhesión á mi persona, pues no bastaría aunque para ello sacrificase mi alma.» Y añadió: «Toma posesión de tus bienes.» Y yo mandé fabricar una nueva caja, en la cual metí uno por uno los paquetes que iba sacando del armario de la joven.
Me levanté entonces y la estreché en mis brazos. Y siguió diciéndome las palabras más gratas y lamentando lo poco que podía hacer por mí en comparación de lo que yo había hecho por ella. Después, queriendo colmar cuanto había hecho, se levantó é inscribió á mi nombre todas las alhajas y ropas de lujo que poseía, así como sus valores, terrenos y fincas, certificándolo con su sello y ante testigos.
Y aquella noche, á pesar de los transportes de amor á que nos entregamos, se durmió muy entristecida por la desgracia que me había ocurrido por su causa.
Y desde aquel momento no dejó de lamentarse y afligirse de tal modo, que al cabo de un mes se apoderó de ella un decaimiento, que se fué acentuando y se agravó, hasta el punto de que murió á los cincuenta días.
Entonces dispuse todos los preparativos de los funerales, y yo mismo la deposité en la sepultura y mandé verificar cuantas ceremonias preceden al entierro. Al regresar del cementerio entré en la casa y examiné todos sus legados y donaciones, y vi que entre otras cosas me había dejado grandes almacenes llenos de sésamo. Precisamente de este sésamo cuya venta te encargué, ¡oh mi señor! por lo cual te aviniste á aceptar un escaso corretaje, muy inferior á tus méritos.
Y esos viajes que he realizado y que te asombraban eran indispensables para liquidar cuanto ella me ha dejado, y ahora mismo acabo de cobrar todo el dinero y arreglar otras cosas.
Te ruego, pues, que no rechaces la gratificación que quiero ofrecerte, ¡oh tú que me das hospitalidad en tu casa y me invitas á compartir tus manjares! Me harás un favor aceptando todo el dinero que has guardado y que cobraste por la venta del sésamo.
Y tal es mi historia y la causa de que coma siempre con la mano izquierda.
Entonces, yo, ¡oh poderoso rey! dije al joven: «En verdad que me colmas de favores y beneficios.» Y me contestó: «Eso no vale nada. ¿Quieres ahora, ¡oh excelente corredor! acompañarme á mi tierra, que, como sabes, es Bagdad? Acabo de hacer importantes compras de géneros en El Cairo, y pienso venderlos con mucha ganancia en Bagdad. ¿Quieres ser mi compañero de viaje y mi socio en las ganancias?» Y contesté: «Pongo tus deseos sobre mis ojos.» Y determinamos partir á fin del mes.
Mientras tanto, me ocupé en vender sin pérdida ninguna todo lo que poseía, y con el dinero que aquello me produjo compré también muchos géneros. Y partí con el joven hacia Bagdad, y desdo allí, después de obtener ganancias cuantiosas y comprar otras mercancías, nos encaminamos á este país que gobiernas, ¡oh rey de los siglos!
Y el joven vendió aquí todos sus géneros y ha marchado de nuevo á Egipto, y me disponía á reunirme con él, cuando me ha ocurrido esta aventura con el jorobado, debida á mi desconocimiento del país, pues soy un extranjero que viaja para realizar sus negocios.
Tal es, ¡oh rey de los siglos! la historia, que juzgo más extraordinaria que la del jorobado.
Pero el rey contestó: «Pues á mi no me lo parece. Y voy á mandar que os ahorquen á todos, para que paguéis el crimen cometido en la persona de mi bufón, este pobre jorobado á quien matasteis.»
En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 27.ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el rey de la China dijo: «Voy á mandar que os ahorquen á todos», el intendente dió un paso, prosternándose ante el rey, y dijo: «Si me lo permites, te contaré una historia que ha ocurrido hace pocos días, y que es más sorprendente y maravillosa que la del jorobado. Si así lo crees después de haberla oído, nos indultarás á todos.» El rey de la China dijo: «¡Así sea!» Y el intendente contó lo que sigue:
Relato del intendente del rey de la China
«Sabe, ¡oh rey de los siglos y del tiempo! que la noche última me convidaron á una comida de boda, á la cual asistían los sabios versados en el Libro de la Nobleza. Terminada la lectura del Corán, se tendió el mantel, se colocaron los manjares y se trajo todo lo necesario para el festín. Pero entre otros comestibles, había un plato de arroz preparado con ajos, que se llama rozbaja, y que es delicioso si está en su punto el arroz y se han dosificado bien los ajos y especias que lo sazonan. Todos empezamos á comerlo con gran apetito, excepto uno de los convidados, que se negó rotundamente á tocar este plato de rozbaja. Y como le instábamos á que lo probase, juró que no haría tal cosa. Entonces repetimos nuestro ruego, pero él nos dijo: «Por favor, no me apremiéis de ese modo. Bastante lo pagué una vez que tuve la desgracia de probarlo.» Y recitó esta estrofa:
¡Si no quieres tratarte con el que fué tu amigo y deseas evitar su saludo, no pierdas el tiempo en inventar estratagemas: huye de él!
Entonces no quisimos insistir más. Pero le preguntamos: «¡Por Alah! ¿Cuál es la causa que te impide probar este delicioso plato de rozbaja?» Y contestó: «He jurado no comer rozbaja sin haberme lavado las manos cuarenta veces seguidas con sosa, otras cuarenta con potasa y otras cuarenta con jabón, ó sean ciento veinte veces.»
Y el dueño de la casa mandó á los criados que trajesen inmediatamente agua y las demás cosas que había pedido el convidado. Y después de lavarse se sentó de nuevo el convidado, y aunque no muy á gusto, tendió la mano hacia el plato en que todos comíamos, y trémulo y vacilante empezó á comer. Mucho nos sorprendió aquello, pero más nos sorprendimos cuando al mirar su mano vimos que sólo tenía cuatro dedos, pues carecía del pulgar. Y el convidado no comía mas que con cuatro dedos. Entonces le dijimos: «¡Por Alah sobre ti! Dinos por qué no tienes pulgar. ¿Es una deformidad de nacimiento, obra de Alah, ó has sido víctima de algún accidente?»
Y entonces contestó: «Hermanos, aún no lo habéis visto todo. No me falta un pulgar, sino los dos, pues tampoco le tengo en la mano izquierda. Y además, en cada pie me falta otro dedo. Ahora lo vais á ver.» Y nos enseñó la otra mano, y descubrió ambos pies, y vimos que, efectivamente, no tenía mas que cuatro dedos en cada uno. Entonces aumentó nuestro asombro, y le dijimos: «Hemos llegado al límite de la impaciencia, y deseamos averiguar la causa de que perdieras los dos pulgares y esos otros dos dedos de los pies, así como el motivo de que te hayas lavado las manos ciento veinte Veces seguidas.» Entonces nos refirió lo siguiente:
«Sabed, ¡oh todos vosotros! que mi padre era un mercader entre los grandes mercaderes, el principal de los mercaderes de la ciudad de Bagdad en tiempo del califa Harún Al-Rachid. Y eran sus delicias el vino en las copas, los perfumes de las flores, las flores en su tallo, cantoras y danzarinas, los ojos negros y las propietarias de estos ojos. Así es que cuando murió no me dejó dinero, porque todo lo había gastado. Pero como era mi padre, le hice un entierro según su rango, di festines fúnebres en honor suyo, y le llevé luto días y noches. Después fuí á la tienda que había sido suya, la abrí, y no hallé nada que tuviese valor; al contrario, supe que dejaba muchas deudas. Entonces fuí á buscar á los acreedores de mi padre, rogándoles que tuviesen paciencia, y los tranquilicé lo mejor que pude. Después me puse á vender y comprar, y á pagar las deudas, semana por semana, conforme á mis ganancias. Y no dejé de proceder del mismo modo hasta que pagué todas las deudas y acrecenté mi capital primitivo con mis legítimas ganancias.
Pero un día que estaba yo sentado en mi tienda, vi avanzar montada en una mula torda, un milagro entre los milagros, una joven deslumbrante de hermosura. Delante de ella iba un eunuco y otro detrás. Paró la mula, y á la entrada del zoco se apeó, y penetró en el mercado, seguida de uno de los dos eunucos. Y éste le elijo: «¡Oh mi señora! Por favor, no te dejes ver de los transeúntes. Vas á atraer contra nosotros alguna calamidad. Vámonos de aquí.» Y el eunuco quiso llevársela. Pero ella no hizo caso de sus palabras, y estuvo examinando todas las tiendas del zoco, una tras otra, sin que viera ninguna más lujosa ni mejor presentada que la mía. Entonces se dirigió hacia mí, siempre seguida por el eunuco, se sentó en mi tienda y me deseó la paz. Y en mi vida había oído voz más suave ni palabras más deliciosas. Y la miré, y sólo con verla me sentí turbadísimo, con el corazón arrebatado. Y no pude apartar mis miradas de su semblante, y recité estas dos estrofas:
¡Di á la hermosa del velo suave, tan suave como el ala de un palomo!
¡Dile que al pensar en lo que padezco, creo que la muerte me aliviaría!
¡Dile que sea buena un poco nada más! ¡Por ella, para acercarme á sus alas, he renunciado á mi tranquilidad!
Cuando oyó mis versos, me correspondió con los siguientes:
¡He gastado mi corazón amándote! ¡Y este corazón rechaza otros amores!
¡Y si mis ojos viesen alguna vez otra beldad, ya no podrían alegrarse!
¡Juré no arrancar nunca tu amor de mi corazón! ¡Y sin embargo, mi corazón está triste y sediento de tu amor!
¡He bebido en una copa en la cual encontré el amor puro! ¿Por qué no han humedecido tus labios esa copa en que encontré el amor?...
Después me dijo: «¡Oh joven mercader! ¿tienes telas buenas que enseñarme?» A lo cual contesté: «¡Oh mi señora! Tu esclavo es un pobre mercader, y no posee nada digno de ti. Ten, pues, paciencia, porque como todavía es muy temprano, aún no han abierto las tiendas los demás mercaderes. Y en cuanto abran, iré á comprarles yo mismo los géneros que buscas.» Luego estuve conversando con ella, sintiéndome cada vez más enamorado.
Pero cuando los mercaderes abrieron sus establecimientos, me levanté y salí á comprar lo que me había encargado, y el total de las compras, que tomé por mi cuenta, ascendía á cinco mil dracmas. Y todo se lo entregué al eunuco. Y en seguida la joven partió con él, dirigiéndose al sitio donde la esperaba el otro esclavo con la mula. Y yo entré en mi casa embriagado de amor. Me trajeron la comida y no pude comer, pensando siempre en la hermosa joven. Y cuando quise dormir huyó de mí el sueño.
De este modo transcurrió una semana, y los mercaderes me reclamaron el dinero; pero como no volví á saber de la joven, les rogué que tuviesen un poco de paciencia, pidiéndoles otra semana de plazo. Y ellos se avinieron. Y efectivamente, al cabo de la semana vi llegar á la joven, montada en su mula y acompañada por un servidor y los dos eunucos. Y la joven me saludó y me dijo: «¡Oh mi señor! Perdóname que hayamos tardado tanto en pagarte. Pero ahí tienes el dinero. Manda venir á un cambista, para que vea estas monedas de oro.» Mandé llamar al cambista, y en seguida uno de los eunucos le entregó el dinero, lo examinó y lo encontró de ley. Entonces tomé el dinero, y estuve hablando con la joven hasta que se abrió el zoco y llegaron los mercaderes á sus tiendas. Y ella me dijo: «Ahora necesito estas y aquellas cosas. Ve á comprármelas.» Y compré por mi cuenta cuanto me había encargado, entregándoselo todo. Y ella lo tomó, como la primera vez, y se fué en seguida. Y cuando la vi alejarse, dije para mí: «No entiendo esta amistad que me tiene. Me trae cuatrocientos dinares y se lleva géneros que valen mil. Y se marcha sin decirme siquiera dónde vive. ¡Pero solamente Alah sabe lo que se oculta en un corazón!»
Y así transcurrió todo un mes, cada día más atormentado mi espíritu por estas reflexiones. Y los mercaderes vinieron á reclamarme su dinero en forma tan apremiante, que para tranquilizarlos hube de decirles que iba á vender mi tienda con todos los géneros, y mi casa y todos mis bienes. Me hallé, pues, próximo á la ruina, y estaba muy afligido, cuando vi á la joven que entraba en el zoco y se dirigía á mi tienda. Y al verla se desvanecieron todas mis zozobras, y hasta olvidé la triste situación en que me había encontrado durante su ausencia. Y ella se me acercó, y con su voz llena de dulzura me dijo: «Saca la balanza, para pesar el dinero que te traigo.» Y me dió, en efecto, cuanto me debía y algo más, en pago de las compras que para ella había hecho.
En seguida se sentó á mi lado y me habló con gran afabilidad, y yo desfallecía de ventura. Y acabó por decirme: «¿Eres soltero ó tienes esposa?» Y yo dije: «¡Por Alah! No tengo ni mujer legítima ni concubina.» Y al decirlo, me eché á llorar. Entonces ella me preguntó: «¿Por qué lloras?» Y yo respondí: «Por nada; es que me ha pasado una cosa por la mente.» Luego me acerqué á su criado, le di algunos dinares de oro y le rogué que sirviese de mediador entre ella y mi persona para lo que yo deseaba. Y él se echó á reir, y me dijo: «Sabe que mi señora está enamorada de ti. Pues ninguna necesidad tenía de comprar telas, y sólo las ha comprado para poder hablar contigo y darte á conocer su pasión. Puedes, por tanto, dirigirte á ella, seguro de que no te reñirá ni ha de contrariarte.»
Y cuando ella iba á despedirse, me vió entregar el dinero al servidor que la acompañaba. Y entonces volvió á sentarse y me sonrió. Y yo le dije: «Otorga á tu esclavo la merced que desea solicitar de ti y perdónale anticipadamente lo que va á decirte.» Después le hablé de lo que tenía en mi corazón. Y vi que le agradaba, pues me dijo: «Este esclavo te traerá mi respuesta y te señalará mi voluntad. Haz cuanto te diga que hagas.» Después se levantó y se fué.
Entonces fuí á entregar á los mercaderes su dinero con los intereses que les correspondían. En cuanto á mí, desde el instante que dejé de verla perdí todo mi sueño durante todas mis noches. Pero en fin, pasados algunos días, vi llegar al esclavo y lo recibí con solicitud y generosidad, rogándole que me diese noticias. Y él me dijo: «Ha estado enferma estos días.» Y yo insistí: «Dame algunos pormenores acerca de ella.» Y él respondió: «Esta joven ha sido educada por nuestra ama Zobeida, esposa favorita de Harún Al-Rachid, y ha entrado en su servidumbre. Y nuestra ama Zobeida la quiere como si fuese hija suya, y no le niega nada. Pero el otro día le pidió permiso para salir, diciéndole: «Mi alma desea pasearse un poco y volver en seguida á palacio.» Y se le concedió el permiso. Y desde aquel día no dejó de salir y de volver á palacio, con tal frecuencia, que acabó por ser peritísima en compras, y se convirtió en la proveedora de nuestra ama Zobeida. Entonces te vió, y le habló de ti á nuestra ama, rogándole que la casase contigo. Y nuestra ama le contestó: «Nada puedo decirte sin conocer á ese joven. Si me convenzo de que te iguala en cualidades, te uniré con él.» Pero ahora vengo á decirte que nuestro propósito es que entres en palacio. Y si logramos hacerte entrar sin que nadie se entere, puedes estar seguro de casarte, pero si se descubre te cortarán la cabeza. ¿Qué dices á esto?» Yo respondí: «Que iré contigo.» Entonces me dijo: «Apenas llegue la noche, dirígete á la mezquita que Sett-Zobeida ha mandado edificar junto al Tigris. Entra, haz tu oración, y aguárdame.» Y yo respondí: «Obedezco, amo, y honro.»
Y cuando vino la noche fuí á la mezquita, entré, me puse á rezar, y pasé allí toda la noche. Pero al amanecer vi, por una de las ventanas que dan al río, que llegaban en una barca unos esclavos llevando dos cajas vacías. Las metieron en la mezquita y se volvieron á su barca. Pero uno de ellos, que se había quedado detrás de los otros, era el que me había servido de mediador. Y á los pocos momentos vi llegar á la mezquita á mi amada, la dama de Sett-Zobeida. Y corrí á su encuentro, queriendo estrecharla entre mis brazos. Pero ella huyó hacia donde estaban las cajas vacías é hizo una seña al eunuco, que me cogió, y antes de que pudiese defenderme me encerró en una de aquellas cajas. Y en el tiempo que se tarda en abrir un ojo y cerrar el otro, me llevaron al palacio del califa. Y me sacaron de la caja. Y me entregaron trajes y efectos que valdrían lo menos cincuenta mil dracmas. Después vi á otras veinte esclavas blancas, todas con pechos de vírgenes. Y en medio de ellas estaba Sett-Zobeida, que no podía moverse de tantos esplendores como llevaba á partir del ombligo.
Y las damas formaban dos filas frente á la sultana. Yo di un paso y besé la tierra entre sus manos. Entonces me hizo seña de que me sentase, y me senté entre sus manos. En seguida me interrogó acerca de mis negocios, mi parentela y mi linaje, contestándole yo á cuanto me preguntaba. Y pareció muy satisfecha, y dijo: «¡Alah! ¡Ya veo que no he perdido el tiempo criando á esta joven, pues le encuentro un esposo cual éste!» Y añadió: «¡Sabe que la considero como si fuese mi propia hija, y será para ti una esposa sumisa y dulce ante Alah y ante ti!» Y entonces me incliné, besé la tierra y consentí en casarme.
Y Sett-Zobeida me invitó á pasar en el palacio diez días. Y allí permanecí estos diez días, pero sin saber nada de la joven. Y eran otras jóvenes las que me traían el almuerzo y la comida y servían á la mesa.
Transcurrido el plazo indispensable para los preparativos de la boda, Sett-Zobeida rogó al Emir de los Creyentes el permiso para la boda. Y el califa, después de dar su venia, regaló á la joven diez mil dinares de oro. Y Sett-Zobeida mandó á buscar al kadí y á los testigos, que escribieron el contrato de matrimonio. Después empezó la fiesta. Se prepararon dulces de todas clases y los manjares de costumbre. Comimos, bebimos y se repartieron platos de comida por toda la ciudad, durando el festín diez días completos. Después llevaron á la joven al hammam para prepararla, según es uso.
Y durante este tiempo se puso la mesa para mí y mis convidados, se trajeron platos exquisitos, y entre otras cosas, en medio de pollos asados, pasteles de todas clases, rellenos deliciosos y dulces perfumados con almizcle y agua de rosas, había un plato de rozbaja capaz de volver loco al espíritu más equilibrado. Y yo, ¡por Alah! en cuanto me senté á la mesa, no pude menos de precipitarme sobre este plato de rozbaja y hartarme de él. Después me sequé las manos.
Y así estuve tranquilo hasta la noche. Pero se encendieron las antorchas y llegaron las cantoras y tañedoras de instrumentos. Después se procedió á vestir á la desposada. Y la vistieron siete veces con trajes diferentes, en medio de los cantos y del sonar de los instrumentos. En cuanto al palacio, estaba lleno completamente por una muchedumbre de convidados. Y yo, cuando hubo terminado la ceremonia, entró en el aposento reservado, y me trajeron á la novia, procediendo su servidumbre á despojarla de todos los vestidos, retirándose después.
Cuando la vi toda desnuda y estuvimos solos en nuestro lecho, la cogí entre mis brazos; y tal era mi ventura, que me parecía mentira el poseerla. Pero en este momento notó el olor de mi mano con la cual había comido la rozbaja, y apenas lo notó lanzó un agudo chillido.
Inmediatamente acudieron por todas partes las damas de palacio, mientras que yo, trémulo de emoción, no me daba cuenta de la causa de todo aquello. Y le dijeron: «¡Oh hermana nuestra! ¿qué te ocurre?» Y ella contestó: «¡Por Alah sobre vosotras! ¡Libradme al instante de este estúpido, al cual creí hombre de buenas maneras!» Y yo le pregunté: «¿Y por qué me juzgas estúpido ó loco?» Y ella dijo: «¡Insensato! ¡Ya no te quiero, por tu poco juicio y tu mala acción!» Y cogió un látigo que estaba cerca de ella, y me azotó con tan fuertes golpes, que perdí el conocimiento. Entonces ella se detuvo, y dijo á las doncellas: «Cogedlo y llevádselo al gobernador de la ciudad, para que le corten la mano con que comió los ajos.» Pero ya había yo recobrado el conocimiento, y al oir aquellas palabras, exclamé: «¡No hay poder y fuerza mas que en Alah Todopoderoso! ¿Pero por haber comido ajos me han de cortar una mano? ¿Quién ha visto nunca semejante cosa?» Entonces las doncellas empezaron á interceder en mi favor, y le dijeron: «¡Oh hermana, no le castigues esta vez! ¡Concédenos la gracia de perdonarle!» Entonces ella dijo: «Os concedo lo que pedís; no le cortarán la mano, pero de todos modos algo he de cortarle de sus extremidades.» Después se fué y me dejó solo.
En cuanto á mí, estuve diez días completamente solo y sin verla. Pero pasados los diez días, vino á buscarme y me dijo: «¡Oh tú, el de la cara ennegrecida![16]. ¿Tan poca cosa soy para ti, que comiste ajo la noche de la boda?» Después llamó á sus siervas y les dijo: «¡Atadle los brazos y las piernas!» Y entonces me ataron los brazos y las piernas, y ella cogió una cuchilla de afeitar bien afilada y me cortó los dos pulgares de las manos y los dedos gordos de ambos pies. Y por eso, ¡oh todos vosotros! me veis sin pulgares en las manos y en los pies.
En cuanto á mí, caí desmayado. Entonces ella echó en mis heridas polvos de una raíz aromática, y así restañó la sangre. Y yo dije, primero entre mí y luego en alta voz: «¡No volveré á comer rozbaja sin lavarme después las manos cuarenta veces con potasa, cuarenta con sosa y cuarenta con jabón!» Y al oirme, me hizo jurar que cumpliría esta promesa, y que no comería rozbaja sin cumplir con exactitud lo que acababa de decir.
Por eso, cuando me apremiabais todos los aquí reunidos á comer de ese plato de rozbaja que hay en la mesa, he palidecido y me he dicho: «He aquí la rozbaja que me costó perder los pulgares.» Y al empeñaros en que la comiera, me vi obligado por mi juramento á hacer lo que visteis.»
Entonces, ¡oh rey de los siglos!—dijo el intendente continuando la historia, mientras los demás circunstantes estaban escuchando—pregunté al joven mercader de Bagdad: «¿Y qué te ocurrió luego con tu esposa?» Y él me contestó:
«Cuando hice aquel juramento ante ella, se tranquilizó su corazón, y acabó por perdonarme. Entonces la cogí y me acosté con ella. Y ¡por Alah! recuperé bien el tiempo perdido y olvidé mis pesares. Y permanecimos unidos largo tiempo de aquel modo. Después ella me dijo: «Has de saber que nadie de la corte del califa sabe lo que ha pasado entre nosotros. Eres el único que logró introducirse en este palacio. Y has entrado gracias al apoyo de El-Sayedat[17] Zobeida.» Después me entregó diez mil dinares de oro, diciéndome: «Toma este dinero y ve á comprar una buena casa en que podamos vivir los dos.»
Entonces salí, y compré una casa magnífica. Y allí transporté las riquezas de mi esposa y cuantos regalos le habían hecho, los objetos preciosos, telas, muebles y demás cosas bellas. Y todo lo puse en aquella casa que había comprado. Y vivimos juntos hasta el límite de los placeres y de la expansión.
Pero al cabo de un año, por voluntad de Alah, murió mi mujer. Y no busqué otra esposa, pues quise viajar. Salí entonces de Bagdad, después de haber vendido todos mis bienes, y cogí todo mi dinero y emprendí el viaje, hasta que llegué á esta ciudad.»
Y tal es, ¡oh rey del tiempo!—prosiguió el intendente—la historia que me refirió el joven mercader de Bagdad. Entonces todos los invitados seguimos comiendo, y después nos fuimos.
Pero al salir me ocurrió la aventura con el jorobado. Y entonces sucedió lo que sucedió.
Esta es la historia. Estoy convencido de que es más sorprendente que nuestra aventura con el jorobado. ¡Uasalam![18].
Entonces dijo el rey de la China: «Pues te equivocas. No es más maravillosa que la aventura del jorobado. Porque la aventura del jorobado es mucho más sorprendente. Y por eso van á crucificaros á todos, desde el primero hasta el último.»
Pero en este momento avanzó el médico judío, besó la tierra entre las manos del sultán, y dijo: «¡Oh rey del tiempo! Te voy á contar una historia que es seguramente más extraordinaria que todo cuanto oíste, y que la misma aventura del jorobado.»
Entonces dijo el rey de la China: «Cuéntala pronto, porque no puedo aguardar más.»
Y el médico judío dijo:
Relato del médico judío
«La cosa más extraordinaria que me ocurrió en mi juventud es precisamente esta que vais á oir, ¡oh mis señores llenos de cualidades!
Estudiaba entonces medicina y ciencias en la ciudad de Damasco. Y cuando tuve bien aprendida mi profesión, empecé á ejercerla y á ganarme la vida.
Pero un día entre los días, cierto esclavo del gobernador de Damasco vino á mi casa, y diciéndome que le acompañase, me llevó al palacio del gobernador. Y allí, en medio de una gran sala, vi un lecho de mármol chapeado de oro. En este lecho estaba echado y enfermo un hijo de Adán. Era un joven tan hermoso, que no se habría encontrado otro como él entre todos los de su tiempo. Me acerqué á su cabecera, y le deseé pronta curación y completa salud. Pero él sólo me contestó haciéndome una seña con los ojos. Y yo le dije: «¡Oh mi señor, dame la mano!» Y él me alargó la mano izquierda, lo cual me asombró mucho, haciéndome pensar: «¡Por Alah! ¡Qué cosa tan sorprendente! He aquí un joven de buena apariencia y de elevada condición, y que está sin embargo muy mal educado.» No por eso dejé de tomarle el pulso, y receté un medicamento á base de agua de rosas. Y le seguí visitando, hasta que, pasados diez días, recuperó las fuerzas y pudo levantarse como de costumbre. Entonces le aconsejé que fuese al hammam y que después volviese á descansar.
El gobernador de Damasco me demostró su gratitud regalándome un magnífico ropón de honor y nombrándome, no sólo médico suyo, sino también del hospital de Damasco. En cuanto al joven, que durante su enfermedad había seguido alargándome la mano izquierda, me rogó que le acompañase al hammam, que se había reservado para él solo, prohibiendo entrar á los demás clientes. Y cuando llegamos al hammam se acercaron los criados del joven, le ayudaron á desnudarse, cogiendo su ropa y dándole otra, limpia y nueva. Y al ver desnudo al joven, noté que carecía de mano derecha. Y me sorprendió y apenó grandemente el descubrimiento. Y aumentó mi asombro cuando vi huellas de varazos en todo su cuerpo. Entonces el joven se volvió hacia mí, y me dijo: «¡Oh médico del siglo! No te asombre el verme como me ves, pues voy á contarte el motivo, y oirás una relación muy extraordinaria. Pero tenemos que aguardar á estar fuera del hammam.»
Después de salir del hammam llegamos al palacio, y nos sentamos para descansar y comer luego. Pero el joven me dijo: «¿No prefieres que subamos á la sala alta?» Y yo le contesté que sí, y entonces mandó á los criados que asaran un carnero y lo subieran á la sala alta, á la cual nos encaminamos. Y los esclavos no tardaron en subir el carnero asado y toda clase de frutas. Y nos pusimos á comer, y él siempre se servía de la mano izquierda. Entonces yo le dije: «Cuéntame ahora esa historia.» Y él contestó: «¡Oh médico del siglo, te la voy á contar! Escucha, pues.»
Sabe que nací en la ciudad de Mossul, donde mi familia figuraba entre las más principales. Mi padre era el mayor de los diez vástagos que dejó mi abuelo al morir, y cuando esto ocurrió, mi padre estaba ya casado, como todos mis tíos. Pero él era el único que tuvo un hijo, que fuí yo, pues ninguno de mis tíos los tuvo. Por eso fuí creciendo entre las simpatías de todos mis tíos, que me querían muchísimo y se alegraban mirándome.
Un día que estaba con mi padre en la gran mezquita de Mossul para rezar la oración del viernes, vi que después de la plegaria todo el mundo se había marchado, menos mi padre y mis tíos. Se sentaron todos en la gran estera, y yo me senté con ellos. Y se pusieron á hablar, versando la conversación sobre los viajes y las maravillas de los países extranjeros y de las grandes ciudades lejanas. Pero sobre todo hablaron de Egipto y del Cairo. Y mis tíos repitieron los relatos admirables de los viajeros que habían estado en Egipto, y decían que no había en la tierra país más bello ni río más maravilloso que el Nilo. Por eso los poetas han hecho muy bien en cantar ese país y su Nilo, y dice la verdad el poeta cuando dice:
¡Por Alah! ¡Te conjuro que digas al río de mi país, al Nilo de mi país, que aquí no puedo extinguir la sed, que el Éufrates no puede apagar la sed que me atormenta!
Mis tíos empezaron á enumerar las maravillas de Egipto y de su río, con tal elocuencia y tanto calor, que cuando dejaron de hablar y se fué cada cual á su casa, quedé muy pensativo y preocupado, y no podía apartarse de mi espíritu el grato recuerdo de todas aquellas cosas que acababa de oir con motivo de aquel país tan admirable. Y cuando volví á casa, no pude pegar los ojos en toda la noche, y perdí el apetito.
Averigüé á los pocos días que mis tíos estaban preparando un viaje á Egipto, y rogué con tanto ardor á mi padre, y tanto laboré para que me dejase ir con ellos, que me lo permitió y hasta me compró mercaderías muy estimables. Y encargó á mis tíos que no me llevasen con ellos á Egipto, sino que me dejasen en Damasco, donde debía yo ganar dinero con los géneros que llevaba. Me despedí de mi padre, me junté con mis tíos, y salimos de Mossul.
Así viajamos hasta Alepo, donde nos detuvimos algunos días, y desde allí reanudamos el viaje hacia Damasco, adonde no tardamos en llegar.
Y vimos que Damasco es una hermosa ciudad, entre jardines, arroyos, árboles, frutas y pájaros. Nos albergamos en uno de los khanes, y mis tíos se quedaron en Damasco hasta que vendieron sus mercaderías de Mossul, comprando otras en Damasco para despacharlas en El Cairo, y vendieron también mis géneros tan ventajosamente, que cada dracma de mercadería me valió cinco dracmas de plata. Después mis tíos me dejaron solo en Damasco y prosiguieron su viaje á Egipto.
En cuanto á mí, continué viviendo en Damasco, en donde alquilé una casa maravillosa, cuyas bellezas no puede enumerar la lengua humana. Me costaba dos dinares de oro al mes. Pero no me contenté con esto. Empecé á hacer cuantiosos gastos, satisfaciendo todos mis caprichos, sin privarme de ninguna clase de manjares ni bebidas. Y este género de vida duró hasta que hube gastado el dinero con que contaba.
Y por entonces, estando sentado un día á la puerta de mi casa para tomar el fresco, vi acercarse á mí, viniendo no sé de dónde, á una joven ricamente vestida, sobrepasando en elegancia á todo cuanto había visto en mi vida. Me levanté súbitamente y la invité á que honrase mi casa con su presencia. No hizo ningún reparo, sino que traspuso el umbral y penetró en la casa gentilmente. Cerré entonces la puerta detrás de nosotros, y lleno de júbilo la cogí en brazos y la transporté al salón. Allí se descubrió, se quitó el velo, y se me apareció en toda su hermosura. Y tan hechicera la encontré, que me sentí completamente dominado por su amor.
Salí en seguida en busca del mantel, lo cubrí con manjares suculentos y frutas exquisitas y cuanto era de mi obligación en aquellas circunstancias. Y nos pusimos á comer y á jugar, y luego á beber, y de tal manera lo hicimos, que nos emborrachamos por completo. La poseí entonces. Y la noche que pasé con ella hasta la mañana se contará entre las más benditas.
Al día siguiente creí que hacía bien las cosas ofreciéndole diez dinares de oro. Pero los rechazó y dijo que nunca aceptaría nada de mí. Después me dijo: «Y ahora, ¡oh querido mío! sabe que volveré á verte dentro de tres días, al anochecer. Aguárdame, porque no he de faltar. Y como yo misma me convido, no quiero ocasionarte gastos; de modo que te voy á dar dinero para que prepares otro festín como el de hoy.» Y me entregó diez dinares de oro que me obligó á aceptar, y se despidió, llevándose tras ella toda mi alma.
Pero, como me había prometido, volvió á los tres días, más ricamente vestida que la primera vez. Por mi parte, había preparado todo lo indispensable, y en realidad no había escatimado nada. Y comimos y bebimos como la otra vez, y no dejamos de hacer juntos aquello que hicimos hasta que brilló la mañana. Entonces me dijo: «¡Oh mi dueño amado! ¿de veras me encuentras hermosa?» Yo le contesté: «¡Por Alah! Ya lo creo.» Y ella me dijo: «Si es así, puedo pedirte permiso para traer á una muchacha más hermosa y más joven que yo, á fin de que se divierta con nosotros y podamos reirnos y jugar juntos, pues me ha rogado que la saque conmigo, para regocijarnos y hacer locuras los tres.» Acepté de buena gana, y dándome entonces veinte dinares de oro, me encargó que no economizase nada para preparar lo necesario y recibirlas dignamente en cuanto llegasen ella y la otra joven. Después se despidió y se fué.
Al cuarto día me dediqué, como de costumbre, á prepararlo todo, con la largueza de siempre, y aún más todavía, por tener que recibir á una persona extraña. Y apenas puesto el sol, vi llegar á mi amiga acompañada por otra joven que venía envuelta en un velo muy grande. Entraron y se sentaron. Y yo, lleno de alegría, me levanté, encendí los candelabros y me puse enteramente á su disposición. Ellas se quitaron entonces sus velos, y pude contemplar á la otra joven. ¡Alah, Alah! Parecía la luna llena. Me apresuré á servirlas, y les presenté las bandejas repletas de manjares y bebidas, y empezaron á comer y beber. Y yo, entretanto, besaba á la joven desconocida, y le llenaba la copa y bebía con ella. Pero esto acabó por encender los celos de la otra, que supo disimularlos, y hasta me dijo: «¡Por Alah! ¡Cuán deliciosa es esa joven! ¿No te parece más hermosa que yo?» Y yo respondí ingenuamente: «Es verdad; razón tienes.» Y ella dijo: «Pues cógela y ve á dormir con ella. Así me complacerás.» Yo respondí: «Respeto tus órdenes y las pongo sobre mi cabeza y mis ojos.» Ella se levantó entonces, y nos preparó el lecho, invitándonos á ocuparlo. Y después me tendí junto á mi nueva amiga, y la poseí hasta por la mañana.
Pero he aquí que al despertarme me encontré la mano llena de sangre, y vi que no era sueño, sino realidad. Como ya era de día claro, quise despertar á mi compañera, dormida aún, y le toqué ligeramente la cabeza. Y la cabeza se separó inmediatamente del cuerpo y cayó al suelo.
En cuanto á mi primera amiga, no había de ella ni rastro ni olor.
Sin saber qué hacer, estuve una hora recapacitando, y por fin me decidí á levantarme, para abrir una huesa en aquella misma sala. Levanté las losas de mármol, empecé á cavar, é hice una hoya lo bastante grande para que cupiese el cadáver, y lo enterré inmediatamente. Cegué luego el agujero y puse las losas lo mismo que antes estaban.
Hecho esto fuí á vestirme, cogí el dinero que me quedaba, salí en busca del amo de la casa, y pagándole el importe de otro año de alquiler, le dije: «Tengo que ir á Egipto, donde mis tíos me esperan.» Y me fuí, precediendo mi cabeza á mis pies.
Al llegar al Cairo encontré á mis tíos, que se alegraron mucho al verme, y me preguntaron la causa de aquel viaje. Y yo les dije: «Pues únicamente el deseo de volveros á ver y el temor de gastarme en Damasco el dinero que me quedaba.» Me invitaron á vivir con ellos, y acepté. Y permanecí en su compañía todo un año, divirtiéndome, comiendo, bebiendo, visitando las cosas interesantes de la ciudad, admirando el Nilo y distrayéndome de mil maneras. Desgraciadamente, al cabo del año, como mis tíos habían realizado buenas ganancias vendiendo sus géneros, pensaron en volver á Mossul; pero como yo no quería acompañarlos, desaparecí para librarme de ellos, y se marcharon solos, pensando que yo habría ido á Damasco para prepararles alojamiento, puesto que conocía bien esta ciudad. Después seguí gastando, y permanecí allí otros tres años, y cada año mandaba el precio del alquiler á mi casero de Damasco. Transcurridos los tres años, como apenas me quedaba dinero para el viaje y estaba aburrido de la ociosidad, decidí volver á Damasco.
Y apenas llegué, me dirigí á mi casa, y fuí recibido con gran alegría por mi casero, que me dió la bienvenida, y me entregó las llaves, enseñándome la cerradura, intacta y provista de mi sello. Y efectivamente, entré y vi que todo estaba como lo había dejado.
Lo primero que hice fué lavar el entarimado, para que desapareciese toda huella de sangre de la joven asesinada, y cuando me quedé tranquilo me fuí al lecho, para descansar de las fatigas del viaje. Y al levantar la almohada para ponerla bien, encontré debajo un collar de oro con tres filas de perlas nobles. Era precisamente el collar de mi amada, y lo había puesto allí la noche de nuestra dicha. Y ante este recuerdo derramé lágrimas de pesar y deploré la muerte de aquella joven. Luego oculté cuidadosamente el collar en el interior de mi ropón.
Pasados tres días de descanso en mi casa, pensé ir al zoco, para buscar ocupación y ver á mis amigos. Llegué al zoco, pero estaba escrito por acuerdo del Destino que había de tentarme el Cheitán y había de sucumbir á su tentación, porque el Destino tiene que cumplirse. Y efectivamente, me dió la tentación de deshacerme de aquel collar de oro y de perlas. Lo saqué del interior del ropón, y se lo presenté al corredor más hábil del zoco. Éste me invitó á sentarme en su tienda, y en cuanto se animó el mercado, cogió el collar, me rogó que le esperase, y se fué á someterlo á las ofertas de mercaderes y parroquianos. Y al cabo de una hora volvió, y me dijo: «Creí á primera vista que este collar era de oro de ley y perlas finas, y valdría lo menos mil dinares de oro; pero me equivoqué: es falso. Está hecho según los artificios de los francos, que saben imitar el oro, las perlas y las piedras preciosas; de modo que no me ofrecen por él mas que mil dracmas, en vez de mil dinares.» Yo contesté: «Verdaderamente, tienes razón. Este collar es falso. Lo mandé construir para burlarme de una amiga, á quien se lo regalé. Y ahora esta mujer ha muerto y le ha dejado el collar á la mía; de modo que hemos decidido venderlo por lo que den. Tómalo, véndelo en ese precio y tráeme los mil dracmas.» Y el astuto corredor se fué con el collar, después de haberme mirado con el ojo izquierdo.»
En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 28.ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el médico judío continuó de este modo la historia del joven:
«El corredor, al ver que el joven no conocía el valor del collar, y se explicaba de aquel modo, comprendió en seguida que lo había robado ó se lo había encontrado, cosa que debía aclararse. Cogió, pues, el collar, y se lo llevó al jefe de los corredores del zoco, que se hizo cargo de él en seguida, y fué en busca del walí de la ciudad, á quien dijo: «Me habían robado este collar, y ahora hemos dado con el ladrón, que es un joven vestido como los hijos de los mercaderes, y está en tal parte, en casa de tal corredor.»
Y mientras yo aguardaba al corredor con el dinero, me vi rodeado y apresado por los guardias, que me llevaron á la fuerza á casa del walí. Y el walí me hizo preguntas acerca del collar, y yo le conté la misma historia que al corredor. Entonces el walí se echó á reir, y me dijo: «Ahora te enseñaré el precio de ese collar.» E hizo una seña á sus guardias, que me agarraron, me desnudaron, y me dieron tal cantidad de palos y latigazos, que me ensangrentaron todo el cuerpo. Entonces, lleno de dolor, les dije: «¡Os diré la verdad! ¡Ese collar lo he robado!» Me pareció que esto era preferible á declarar la terrible verdad del asesinato de la joven, pues me habrían sentenciado á muerte y me habrían ejecutado, para castigar el crimen.
Y apenas me había acusado de tal robo, me asieron del brazo y me cortaron la mano derecha, como á los ladrones, y me sumergieron el brazo en aceite hirviendo para cicatrizar la herida. Y caí desmayado de dolor. Y me dieron de beber una cosa que me hizo recobrar los sentidos. Entonces recogí mi mano cortada y regresé á mi casa.
Pero al llegar á ella, el propietario, que se había enterado de todo, me dijo: «Desde el momento que te has declarado culpable de robo y de hechos indignos, no puedes seguir viviendo en mi casa. Recoge, pues, lo tuyo y ve á buscar otro alojamiento.» Yo contesté: «Señor, dame dos ó tres días de plazo para que pueda buscar casa.» Y él me dijo: «Me avengo á otorgarte ese plazo.» Y dejándome, se fué.
En cuanto á mí, me eché al suelo, me puse á llorar, y decía: «¡Cómo he de volver á Mossul, mi país natal; cómo he de atreverme á mirar á mi familia, después que me han cortado una mano!... Nadie me creerá cuando diga que soy inocente. No puedo hacer mas que entregarme á la voluntad de Alah, que es el único que puede procurarme un medio de salvación.»
Los pesares y las tristezas me pusieron enfermo, y no pude ocuparme en buscar hospedaje. Y al tercer día, estando en el lecho, vi invadida mi habitación por los soldados del gobernador de Damasco, que venían con el amo de la casa y el jefe de los corredores. Y entonces el amo de la casa me dijo: «Sabe que el walí ha comunicado al gobernador general lo del robo del collar. Y ahora resulta que el collar no es de este jefe de los corredores, sino del mismo gobernador general, ó mejor dicho, de una hija suya, que desapareció también hace tres años. Y vienen para prenderte.»
Al oir esto, empezaron á temblar todos mis miembros y coyunturas, y me dije: «Ahora sí que me condenan á muerte sin remisión. Más vale declarárselo todo al gobernador general. El será el único juez de mi vida ó de mi muerte.» Pero ya me habían cogido y atado, y me llevaban con una cadena al cuello á presencia del gobernador general. Y nos pusieron entre sus manos á mí y al jefe de los corredores. Y el gobernador, mirándome, dijo á los suyos: «Este joven que me traéis no es un ladrón, y le han cortado la mano injustamente. Estoy seguro de ello. En cuanto al jefe de los corredores, es un embustero y un calumniador. ¡Apoderaos de él y metedlo en un calabozo!» Después el gobernador dijo al jefe de los corredores: «Vas á indemnizar en seguida á este joven por haberle cortado la mano; si no, mandaré que te ahorquen y confiscaré todos tus bienes, corredor maldito.» Y añadió, dirigiéndose á los guardias: «¡Quitádmelo de delante, y salid todos!» Entonces el gobernador y yo nos quedamos solos. Pero ya me habían libertado de la argolla del cuello, y tenía también los brazos libres.
Cuando todos se marcharon, el gobernador me miró con mucha lástima y me dijo: «¡Oh hijo mío! Ahora vas á hablarme con franqueza, diciéndome toda la verdad, sin ocultarme nada. Cuéntame, pues, cómo llegó este collar á tus manos.» Yo le contesté: «¡Oh mi señor y soberano! Te diré la verdad.» Y le referí cuanto me había ocurrido con la primera joven, cómo ésta me había proporcionado y traído á la casa á la segunda joven, y cómo, por último, llevada de los celos, había sacrificado á su compañera. Y se lo conté con todos sus pormenores. Pero no hay utilidad en repetirlos.
Y el gobernador, en cuanto lo hubo oído, inclinó la cabeza, lleno de dolor y amargura, y se cubrió la cara con el pañuelo. Y así estuvo durante una hora, y su pecho se desgarraba en sollozos. Después se acercó á mí, y me dijo:
«Sabe, ¡oh hijo mío! que la primera joven es mi hija mayor. Fué desde su infancia muy perversa, y por este motivo hube de criarla severamente. Pero apenas llegó á la pubertad, me apresuré á casarla, y con tal fin la envié al Cairo, á casa de un tío suyo, para unirla con uno de mis sobrinos, y por lo tanto, primo suyo. Se casó con él, pero su esposo murió al poco tiempo, y entonces ella volvió á mi casa. Y no había dejado de aprovechar su estancia en Egipto para aprender todo género de libertinaje. Y tú, que estuviste en Egipto, ya sabrás cuán expertas son en esto aquellas mujeres. No les basta con los hombres, y se aman y se mezclan unas con otras, y se embriagan y se pierden. Por eso, apenas estuvo de regreso mi hija, te encontró y se entregó á ti, y te fué á buscar cuatro veces seguidas. Pero con esto no le bastaba. Como ya había tenido tiempo para pervertir á su hermana, mi segunda hija, hasta el punto de inspirarle un amor apasionado, no le costó trabajo llevarla á tu casa, después de contarle cuanto hacía contigo. Y mi segunda hija me pidió permiso para acompañar á su hermana al zoco, y yo se lo concedí. ¡Y sucedió lo que sucedió!
Pero cuando mi hija mayor regresó sola, le pregunté dónde estaba su hermana. Y me contestó llorando, y acabó por decirme, sin cesar en sus lágrimas: «Se me ha perdido en el zoco, y no he podido averiguar qué ha sido de ella.» Eso fué lo que me dijo á mí. Pero no tardó en confiarse á su madre, y acabó por decirle en secreto la muerte de su hermana, asesinada en tu lecho por sus propias manos. Y desde entonces no cesa de llorar, y no deja de repetir día y noche: «¡Tengo que llorar hasta que me muera!» Y tus palabras, ¡oh hijo mío! no han hecho mas que confirmar lo que yo sabía, probando que mi hija había dicho la verdad. ¡Ya ves, hijo mío, cuan desventurado soy! De modo que he de expresarte un deseo y pedirte un favor, que confío no has de rehusarme. Deseo ardientemente que entres en mi familia, y quisiera darte por esposa á mi tercera hija, que es una joven buena, ingenua y virgen, y no tiene ninguno de los vicios de sus hermanas. Y no te pediré dote para este casamiento, sino que, al contrario, te remuneraré con largueza, y te quedarás en mi casa como un hijo.»
Entonces le contesté: «Hágase tu voluntad, ¡oh mi señor! Pero antes, como acabo de saber que mi padre ha muerto, quisiera mandar recoger su herencia.»
En seguida el gobernador envió un propio á Mossul, mi ciudad natal, para que en mi nombre recogiese la herencia dejada por mi padre. Y efectivamente, me casé con la hija del gobernador, y desde aquel día todos vivimos aquí la vida más próspera y dulce.
Y tú mismo, ¡oh médico! has podido comprobar con tus propios ojos cuán amado y honrado soy en esta casa. ¡Y no tendrás en cuenta la descortesía que he cometido contigo durante toda mi enfermedad tendiéndote la mano izquierda, puesto que me cortaron la derecha!
En cuanto á mí—prosiguió el médico judío—, mucho me maravilló esta historia, y felicité al joven por haber salido de aquel modo de tal aventura. Y él me colmó de presentes y me tuvo consigo tres días en palacio, y me despidió cargado de riquezas y bienes.
Y entonces me dediqué á viajar y á recorrer el mundo, para perfeccionarme en mi arte. Y he aquí que llegué á tu Imperio, ¡oh rey espléndido y poderoso! Y entonces fué cuando la noche pasada me ocurrió la desagradable aventura con el jorobado. ¡Tal es mi historia!
Entonces el rey de la China dijo: «Esa historia, aunque logró interesarme, te equivocas, ¡oh médico, porque no es tan maravillosa ni sorprendente como la aventura del jorobado; de modo que no me queda mas que mandaros ahorcar á los cuatro, y principalmente á ese maldito sastre, que es causa y principio de vuestro crimen.»
Oídas tales palabras, el sastre se adelantó entre las manos del rey de la China, y dijo: «¡Oh rey lleno de gloria! Antes de mandarnos ahorcar, permíteme hablar á mí también, y te referiré una historia que encierra cosas más extraordinarias que todas las demás historias juntas, y es más prodigiosa que la historia misma del jorobado.»
Y el rey de la China dijo: «Si dices la verdad, os perdonaré á todos. Pero ¡desdichado de ti si me cuentas una historia poco interesante y desprovista de cosas sublimes! Porque no vacilaré entonces en empalaros ti y á tus tres compañeros, haciendo que os atraviesen de parte á parte, desde la base hasta la cima.»
Entonces el sastre dijo:
Relato del sastre
Sabe, pues, ¡oh rey del tiempo! que antes de mi aventura con el jorobado me habían convidado en una casa donde se daba un festín á los principales miembros de los gremios de nuestra ciudad: sastres, zapateros, lenceros, barberos, carpinteros y otros.
Y era muy de mañana. Por eso, desde el amanecer, estábamos todos sentados en corro para desayunarnos, y no aguardábamos mas que al amo de la casa, cuando le vimos entrar acompañado de un joven forastero, hermoso, bien formado, gentil y vestido á la moda de Bagdad. Y era todo lo hermoso que se podía desear, y estaba tan bien vestido como pudiera imaginarse. Pero era ostensiblemente cojo. Luego que entró adonde estábamos, nos deseó la paz, y nos levantamos todos para devolverle su saludo. Después íbamos á sentarnos, y él con nosotros, cuando súbitamente le vimos cambiar de color y disponerse á salir. Entonces hicimos mil esfuerzos para detenerle entre nosotros. Y el amo de la casa insistió mucho y le dijo: «En verdad, no entendemos nada de esto. Te ruego que nos digas qué motivo te impulsa á dejarnos.»
Entonces el joven respondió: «¡Por Alah te suplico, ¡oh mi señor! que no insistas en retenerme! Porque hay aquí una persona que me obliga á retirarme, y es ese barbero que está sentado en medio de vosotros.»
Estas palabras sorprendieron extraordinariamente al amo de la casa, y nos dijo: «¿Cómo es posible que á este joven, que acaba de llegar de Bagdad, le moleste la presencia de ese barbero que está aquí?» Entonces todos los convidados nos dirigimos al joven, y le dijimos: «Cuéntanos, por favor, el motivo de tu repulsión hacia ese barbero.» Y él contestó: «Señores, ese barbero de cara de alquitrán y alma de betún fué la causa de una aventura extraordinaria que me sucedió en Bagdad, mi ciudad, y ese maldito tiene también la culpa de que yo esté cojo. Así es que he jurado no vivir nunca en la ciudad en que él viva, ni sentarme en sitio en donde él se sentara. Y por eso me vi obligado á salir de Bagdad, mi ciudad, para venir á este país lejano. Pero ahora me lo encuentro aquí. Y por eso me marcho ahora mismo, y esta noche estaré lejos de esta ciudad, para no ver á ese hombre de mal agüero.»
Y al oirlo, el barbero se puso pálido, bajó los ojos y no pronunció palabra. Entonces insistimos tanto con el joven, que se avino á contarnos de este modo su aventura con el barbero.
Historia del joven cojo con el barbero de Bagdad
«Sabed, ¡oh todos los aquí presentes! que mi padre era uno de los principales mercaderes de Bagdad, y por voluntad de Alah fuí su único hijo. Mi padre, aunque muy rico y estimado por toda la población, llevaba en su casa una vida pacífica, tranquila y llena de reposo. Y en ella me educó, y cuando llegué á la edad de hombre me dejó todas sus riquezas, puso bajo mi mando á todos sus servidores y á toda la familia, y murió en la misericordia de Alah, á quien fué á dar cuenta de la deuda de su vida. Yo seguí, como antes, viviendo con holgura, poniéndome los trajes más suntuosos y comiendo los manjares más exquisitos. Pero he de deciros que Alah, Omnipotente y Gloriosísimo, había infundido en mi corazón el horror á la mujer y á todas las mujeres, de tal modo, que sólo verlas me producía sufrimiento y agravio. Vivía, pues, sin ocuparme de ellas, pero muy feliz y sin desear cosa alguna.
Un día entre los días, iba yo por una de las calles de Bagdad, cuando vi venir hacia mí un grupo numeroso de mujeres. En seguida, para librarme de ellas, emprendí rápidamente la fuga y me metí en una calleja sin salida. Y en el fondo de esta calle había un banco, en el cual me senté á descansar.
Y cuando estaba sentado se abrió frente á mí una celosía, y apareció en ella una joven con una regadera en la mano, y se puso á regar las flores de unas macetas que había en el alféizar de la ventana.
¡Oh mis señores! He de deciros que al ver á esta joven sentí nacer en mí algo que en mi vida había sentido. Así es que en aquel mismo instante mi corazón quedó hechizado y completamente cautivo, mi cabeza y mis pensamientos no se ocuparon mas que de aquella joven, y todo mi pasado horror á las mujeres se transformó en un deseo abrasador. Pero ella, en cuanto hubo regado las plantas, miró distraídamente á la izquierda y luego á la derecha, y al verme me dirigió una larga mirada que me sacó por completo el alma del cuerpo. Después cerró la celosía y desapareció. Y por más que la estuve esperando hasta la puesta del sol, no volvió á aparecer. Y yo parecía un sonámbulo ó un ser que ya no pertenece á este mundo.
Mientras seguía sentado de tal suerte, he aquí que llegó y bajó de su mula, á la puerta de la casa, el kadí de la ciudad, precedido de sus negros y seguido de sus criados. El kadí entró en la misma casa en cuya ventana había yo visto á la joven, y comprendí que debía ser su padre.
Entonces volví á mi casa en un estado deplorable, lleno de pesar y de zozobra, y me dejé caer en el lecho. Y en seguida se me acercaron todas las mujeres de la casa, mis parientes y servidores, y se sentaron á mi alrededor y empezaron á importunarme acerca de la causa de mi mal. Y como nada quería decirles sobre aquel asunto, no les contesté palabra. Pero de tal modo fué aumentando mi pena de día en día, que caí gravemente enfermo y me vi muy atendido y muy visitado por mis amigos y parientes.
Y he aquí que uno de los días vi entrar en mi casa á una vieja, que en vez de gemir y compadecerse, se sentó á la cabecera del lecho y empezó á decirme palabras cariñosas para calmarme. Después me miró, me examinó atentamente, y pidió á mi servidumbre que me dejaran solo con ella. Entonces me dijo: «Hijo mío, sé la causa de tu enfermedad, pero necesito que me des pormenores.» Y yo le comuniqué en confianza todas las particularidades del asunto, y me contestó: «Efectivamente, hijo mío, esa es la hija del kadí de Bagdad y aquella casa es ciertamente su casa. Pero sabe que el kadí no vive en el mismo piso que su hija, sino en el de abajo. Y de todos modos, aunque la joven vive sola, está vigiladísima y bien guardada. Pero sabe también que yo voy mucho á esa casa, pues soy amiga de esa joven, y puedes estar seguro de que no has de lograr lo que deseas mas que por mi mediación. ¡Anímate, pues, y ten alientos!»
Estas palabras me armaron de firmeza, y en seguida me levanté y me sentí el cuerpo ágil y recuperada la salud. Y al ver esto, se alegraron todos mis parientes. Y entonces la anciana se marchó, prometiéndome volver al día siguiente para darme cuenta de la entrevista que iba á tener con la hija del kadí de Bagdad.
Y en efecto, volvió al día siguiente. Pero apenas le vi la cara, comprendí que no traía buenas noticias. Y la vieja me dijo; «Hijo mío, no me preguntes lo que acaba de suceder. Todavía estoy trastornada. Figúrate que en cuanto le dije al oído el objeto de mi visita, se puso de pie y me replicó muy airada: «Malhadada vieja, si no te callas en el acto y no desistes de tus vergonzosas proposiciones, te mandaré castigar como mereces.» Entonces, hijo mío, ya no dije nada; pero me propongo intentarlo por segunda vez. No se dirá que he fracasado en estos empeños, en los que soy más experta que nadie. Después me dejó y se fué.
Pero yo volví á caer enfermo con mayor gravedad, y dejé de comer y beber.
Sin embargo, la vieja, como me había ofrecido, volvió á mi casa á los pocos días, y su cara resplandecía, y me dijo sonriendo: «Vamos, hijo, ¡dame albricias por las buenas nuevas que te traigo!» Y al oirlo, sentí tal alegría, que me volvió el alma al cuerpo, y dije en seguida á la anciana: «Ciertamente, buena madre, te deberé el mayor beneficio.» Entonces ella me dijo: «Volví ayer á casa de la joven. Y cuando me vió muy triste y abatida y con los ojos arrasados en lágrimas, me preguntó: «¡Oh mísera! ¿por qué está tan oprimido tu pecho? ¿Qué te pasa?» Entonces se aumentó mi llanto, y le dije: «¡Oh hija mía y señora! ¿no recuerdas que vine á hablarte de un joven apasionadamente prendado de tus encantos? Pues bien; hoy está para morirse por culpa tuya.» Y ella, con el corazón lleno de lástima, y muy enternecida, preguntó: «¿Pero quién es ese joven de que me hablas?» Y yo le dije: «Es mi propio hijo, el fruto de mis entrañas. Te vió hace algunos días, cuando estabas regando las flores, y pudo admirar un momento los encantos de tu cara, y él, que hasta ese momento no quería ver ninguna mujer y se horrorizaba de tratar con ellas, está loco de amor por ti. Por eso, cuando le conté la mala acogida que me hiciste, recayó gravemente en su enfermedad. Y ahora acabo de dejarle tendido en los almohadones de su lecho, á punto de rendir el último suspiro al Creador. Y me temo que no haya esperanza de salvación para él.» A estas palabras palideció la joven, y me dijo: «¿Y todo eso es por causa mía?» Yo le contesté: «¡Por Alah, que así es! ¿Pero qué piensas hacer ahora? Soy tu sierva, y pondré tus órdenes sobre mi cabeza y sobre mis ojos.» Y la joven me dijo: «Ve en seguida á su casa, y transmítele de mi parte el saludo, y dile que me causa mucho dolor su pena. Y en seguida le dirás que mañana viernes, antes de la plegaria, le aguardo aquí. Que venga á casa, y ya diré á mi gente que le abran la puerta, y le haré subir á mi aposento, y pasaremos juntos toda una hora. Pero tendrá que marcharse antes de que mi padre vuelva de la oración.»
Oídas las palabras de la anciana, sentí que recobraba las fuerzas y que se desvanecían todos mis padecimientos y descansaba mi corazón. Y saqué del ropón una bolsa repleta de dinares y rogué á la anciana que la aceptase. Y la vieja me dijo: «Ahora reanima tu corazón y ponte alegre.» Y yo le contesté: «En verdad que se acabó mi mal.» Y en efecto, mis parientes notaron bien pronto mi curación, y llegaron al colmo de la alegría, lo mismo que mis amigos.
Aguardé, pues, de este modo hasta el viernes, y entonces vi llegar á la vieja. Y en seguida me levanté, me puse mi mejor traje, me perfumé con esencia de rosas, é iba á correr á casa de la joven, cuando la anciana me dijo: «Todavía queda mucho tiempo. Más vale que entretanto vayas al hammam á tomar un buen baño y que te den masaje, que te afeiten y depilen, puesto que ahora sales de una enfermedad. Verás qué bien te sienta.» Y yo respondí: «Verdaderamente, es una idea acertada. Pero mejor será llamar á un barbero, para que me afeite la cabeza, y después podré ir á bañarme al hammam.»
Mandé entonces á un sirviente que fuese á buscar á un barbero, y le dije: «Ve en seguida al zoco y busca un barbero que tenga la mano ligera, pero sobre todo que sea prudente y discreto, sobrio en palabras y nada curioso, que no me rompa la cabeza con su charla, como hacen la mayor parte de los de su profesión.» Y mi servidor salió á escape y me trajo un barbero viejo.
Y el barbero era ese maldito que veis delante de vosotros, ¡oh mis señores!
Cuando entró, me deseó la paz, y yo correspondí á su saludo de paz. Y me dijo: «¡Que Alah aparte de ti toda desventura, pena, zozobra, dolor y adversidad!» Y contesté: «¡Ojalá atienda Alah tus buenos deseos!» Y prosiguió: «He aquí que te anuncio la buena nueva, ¡oh mi señor! y la renovación de tus fuerzas y tu salud. ¿Y qué he de hacer ahora? ¿Afeitarte ó sangrarte? Pues no ignoras que nuestro gran Ibn-Abbas dijo: «El que se corta el pelo el día del viernes alcanza el favor de Alah, pues aparta de él setenta clases de calamidades.» Y el mismo Ibn-Abbas ha dicho: «Pero el que se sangra el viernes ó hace que le apliquen ese mismo día ventosas escarificadas, se expone á perder la vista y corre el riesgo de coger todas las enfermedades.» Entonces le contesté: «¡Oh jeique! basta ya de chanzas; levántate en seguida para afeitarme la cabeza, y hazlo pronto, porque estoy débil y no puedo hablar ni aguardar mucho.»
Entonces se levantó y cogió un paquete cubierto con un pañuelo, en que debía llevar la bacía, las navajas y las tijeras; lo abrió, y sacó, no la navaja, sino un astrolabio de siete facetas. Lo cogió, se salió al medio del patio de mi casa, levantó gravemente la cara hacia el sol, lo miró atentamente, examinó el astrolabio, volvió, y me dijo: «Has de saber que este viernes es el décimo día del mes de Safar del año 763 de la hégira de nuestro Santo Profeta; ¡vayan á él la paz y las mejores bendiciones! Y lo sé por la ciencia de los números, la cual me dice que este viernes coincide con el preciso momento en que se verifica la conjunción del planeta Mirrikh con el planeta Hutared, por siete grados y seis minutos. Y esto viene a demostrar que el afeitarse hoy la cabeza es una acción fausta y de todo punto admirable. Y claramente me indica también que tienes la intención de celebrar una entrevista con una persona cuya suerte se me muestra como muy afortunada. Y aún podría contarte más cosas que te han de suceder, pero son cosas que debo callarlas.»
Yo contesté: «¡Por Alah! Me ahogas con tanto discurso y me arrancas el alma. Parece también que no sepas mas que vaticinar cosas desagradables. Y yo sólo te he llamado para que me afeites la cabeza. Levántate, pues, y aféitame sin más discursos.» Y el barbero replicó: «¡Por Alah! Si supieses la verdad de las cosas, me pedirías más pormenores y más pruebas. De todos modos, sabe que, aunque soy barbero, soy algo más que barbero. Pues además de ser el barbero más reputado de Bagdad, conozco admirablemente, aparte del arte de la medicina, las plantas y los medicamentos, la ciencia de los astros, las reglas de nuestro idioma, el arte de las estrofas y de los versos, la elocuencia, la ciencia de los números, la geometría, el álgebra, la filosofía, la arquitectura, la historia y las tradiciones de todos los pueblos de la tierra. Por eso tengo mis motivos para aconsejarte, ¡oh mi señor! que hagas exactamente lo que dispone el horóscopo que acabo de obtener gracias á mi ciencia y al examen de los cálculos astrales. Y da gracias á Alah, que me ha traído á tu casa, y no me desobedezcas, porque sólo te aconsejo tu bien por el interés que me inspiras. Ten en cuenta que no te pido mas que servirte un año entero sin ningún salario. Pero no hay que dejar de reconocer, á pesar de todo, que soy un hombre de bastante mérito y que me merezco esta justicia.»
A estas palabras le respondí: «Eres un verdadero asesino, que te has propuesto volverme loco y matarme de impaciencia.»
En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 29.ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado á saber ¡oh rey afortunado! que cuando el joven dijo al barbero: «Vas á volverme loco y á matarme de impaciencia», el barbero respondió:
«Sabe, sin embargo, ¡oh mi señor! que soy un hombre á quien todo el mundo llama el Silencioso, á causa de mi poca locuacidad. De modo que no me haces justicia creyéndome un charlatán, sobre todo si te tomas la molestia de compararme, siquiera sea por un momento, con mis hermanos. Porque sabe que tengo seis hermanos que ciertamente son muy charlatanes, y para que los conozcas te voy á decir sus nombres: el mayor se llama El-Bacbuk, ó sea el que al hablar hace un ruido como un cántaro que se vacía; el segundo, El-Haddar, ó el que muge repetidas veces como un camello; el tercero, Bacbac, ó el Cacareador hinchado; el cuarto, El-Kuz El-Assuaní, ó el Botijo irrompible de Assuan; el quinto, El-Aschâ, ó la Camella preñada, ó el Gran Caldero; el sexto, Schakalik, ó el Tarro hendido, y el séptimo, El-Samet, ó el Silencioso; y este silencioso es tu servidor.»
Cuando oí todo este flujo de palabras, sentí que la impaciencia me reventaba la vejiga de la hiel, y exclamé dirigiéndome á mis criados: «¡Dadle en seguida un cuarto de diñar á este hombre y que se largue de aquí! Porque renuncio en absoluto á afeitarme.» Pero el barbero; apenas oyó esta orden, dijo: «¡Oh mi señor! ¡qué palabras tan duras acabo de escuchar de tus labios! Porque ¡por Alah! sabe que quiero tener el honor de servirte sin ninguna retribución, y de servirte sin remedio, pues considero un deber el ponerme á tus órdenes y ejecutar tu voluntad. Y me creería deshonrado para toda mi vida si aceptara lo que quieres darme tan generosamente. Porque sabe que si tú no tienes idea alguna de mi valía, yo, en cambio, estimo en mucho la tuya. Y estoy seguro de que eres digno hijo de tu difunto padre. (¡Alah lo haya recibido en Su misericordia!) Pues tu padre era acreedor mío por todos los beneficios de que me colmaba. Y era un hombre lleno de generosidad y de grandeza, y me tenía gran estimación, hasta el punto de que un día me mandó llamar, y era un día bendito como éste; y cuando llegué á su casa le encontré rodeado de muchos amigos, y á todos los dejó para venir á mi encuentro, y me dijo: «Te ruego que me sangres.» Entonces saqué el astrolabio, medí la altura del sol, examiné escrupulosamente los cálculos, y descubrí que la hora era nefasta y que aquel día era muy peligrosa la operación de sangrar. Y en seguida comuniqué mis temores á tu difunto padre, y tu padre se sometió dócilmente á mis palabras, y tuvo paciencia hasta que llegó la hora fausta y propicia para la operación. Entonces le hice una buena sangría, y se la dejó hacer con la mayor docilidad, y me dió las gracias más expresivas, y por si no fuese bastante, me las dieron también todos los presentes. Y para remunerarme por la sangría, me dió en el acto tu difunto padre cien dinares de oro.»
Yo, al oir estas palabras, le dije: «¡Ojalá no haya tenido Alah compasión de mi difunto padre, por lo ciego que estuvo al recurrir á un barbero como tú!» Y el barbero, al oirme, se echó á reir, meneando la cabeza, y exclamó: «¡No hay más Dios que Alah, y Mahoma es el enviado de Alah! ¡Bendito sea el nombre de Aquel que transforma y no se transforma! Ahora bien, ¡oh joven! yo te creía dotado de razón, pero estoy viendo que la enfermedad que tuviste te ha perturbado por completo el juicio y te hace divagar. Pero esto no me asombra, pues conozco las palabras santas dichas por Alah en nuestro Santo y Precioso Libro, en el versículo que empieza de este modo: «Los que reprimen su ira y perdonan á los hombres culpables...» De modo, que me avengo á olvidar tu sinrazón para conmigo y olvido también tus agravios, y de todo ello te disculpo. Pero, en realidad, he de confesarte que no comprendo tu impaciencia ni me explico su causa. ¿No sabes que tu padre no emprendía nunca nada sin consultar antes mi opinión? Y á fe que en esto seguía el proverbio que dice: «¡El hombre que pide consejo se resguarda!» Y yo, está seguro de ello, soy un hombre de valía, y no encontrarás nunca tan buen consejero como este tu servidor, ni persona más versada en los preceptos de la sabiduría y en el arte de dirigir hábilmente los negocios. Heme, pues, aquí, plantado sobre mis dos pies, aguardando tus órdenes y dispuesto por completo á servirte. Pero dime, ¿cómo es que tú no me aburres y en cambio te veo tan fastidiado y tan furioso? Verdad es que si tengo tanta paciencia contigo es sólo por respeto á la memoria de tu padre, á quien soy deudor de muchos beneficios.» Entonces le repliqué: «¡Por Alah! ¡Ya es demasiado! Me estás matando con tu charla. Te repito que sólo te he mandado llamar para que me afeites la cabeza y te marches en seguida.»
Y diciendo esto, me levanté muy furioso, y quise echarle y alejarle de allí, á pesar de tener ya mojado y jabonado el cráneo. Entonces, sin alterarse, prosiguió: «En verdad que acabo de comprobar que te fastidio sobremanera. Pero no por eso te tengo mala voluntad, pues comprendo que tu inteligencia no está muy desarrollada, y que además eres todavía demasiado joven. Pues no hace mucho tiempo que aún te llevaba yo á caballo sobre mis espaldas, para conducirte de este modo á la escuela, á la cual no querías ir.» Y le contesté: «¡Vamos, hermano, te conjuro por Alah y por su verdad santa, que te vayas de aquí y me dejes dedicarme á mis ocupaciones! ¡Vete por tu camino!» Y al pronunciar estas palabras, me dió tal ataque de impaciencia, que me desgarré las vestiduras y empecé á dar gritos inarticulados, como un loco.
Y cuando el barbero me vió en aquel estado, se decidió á coger la navaja y á pasarla por la correa que llevaba á la cintura. Pero gastó tanto tiempo en pasar y repasar el acero por el cuero, que estuve á punto de que se me saliese el alma del cuerpo. Pero, al fin, acabó por acercarse á mi cabeza, y empezó á afeitarme por un lado, y, efectivamente, iban desapareciendo algunos pelos. Después se detuvo, levantó la mano, y me dijo: «¡Oh joven dueño mío! Los arrebatos son tentaciones del Cheitán.» Y me recitó estas estrofas:
¡Oh sabio! ¡Medita mucho tiempo tus propósitos, y no tomes nunca resoluciones precipitadas, sobre todo cuando te elijan para ser juez en la tierra!
¡Oh juez! ¡Nunca juzgues con dureza, y encontrarás misericordia cuando te toque el turno fatal!
¡Y no olvides jamás que no hay en la tierra mano tan poderosa que no pueda ser humillada por la mano de Alah, que la domina!
¡Y tampoco olvides que el tirano ha de encontrar siempre otro tirano que le oprimirá!
Después me dijo: «¡Oh mi señor! Ya veo sobradamente que no te merecen ninguna consideración mis méritos ni mi talento. Y sin embargo, esta misma mano que hoy te afeita es la misma mano que toca y acaricia la cabeza de los reyes, emires, visires y gobernadores; en una palabra, la cabeza de toda la gente ilustre y noble. Y debía referirse á mí ó á alguien que se me pareciese el poeta que habló de este modo:
¡Considero todos los oficios como collares preciosos, pero el de barbero es la perla más hermosa del collar!
¡Supera en sabiduría y grandeza de alma á los más sabios y á los más ilustres, y su mano domina la cabeza de los reyes!»
Y replicando á tanta palabrería, le dije: «¿Quieres ocuparte en tu oficio, sí ó no? Has conseguido destrozarme el corazón y hundirme el cerebro.» Y entonces exclamó: «Voy sospechando que tienes prisa de que acabe.» Y le dije: «¡Sí que la tengo! ¡Sí que la tengo! ¡Sí que la tengo!» Y él insistió: «Que aprenda tu alma un poco de paciencia y de moderación. Porque sabe, ¡oh mi joven amo! que el apresuramiento es una mala sugestión del Tentador, y sólo trae consigo el arrepentimiento y el fracaso. Y además, nuestro soberano Mohamed (¡sean con él las bendiciones y la paz!) ha dicho: «Lo más hermoso del mundo es lo que se hace con lentitud y madurez.» Pero lo que acabas de decirme excita grandemente mi curiosidad, y te ruego que me expliques el motivo de tanta impaciencia, pues nada perderás con decirme qué es lo que te obliga á apresurarte de este modo. Confío, en mi buen deseo hacia ti, que será un motivo agradable, pues me causaría mucho sentimiento que fuese de otra clase. Pero ahora tengo que interrumpir por un momento mi tarea, pues como quedan pocas horas de sol, necesito aprovecharlas.» Entonces soltó la navaja, cogió el astrolabio, y salió en busca de los rayos del sol, y estuvo mucho tiempo en el patio. Y midió la altura del sol, pero todo esto sin perderme de vista y haciéndome preguntas. Después, volviéndose hacia mí, me dijo: «Si tu impaciencia es sólo por asistir á la oración, puedes aguardar tranquilamente, pues sabe que en realidad aún nos quedan tres horas, ni más ni menos. Nunca me equivoco en mis cálculos.», Y yo contesté: «¡Por Alah! ¡Ahórrame estos discursos, pues me tienes con el hígado hecho trizas!»
Entonces cogió la navaja y volvió á suavizarla, como lo había hecho antes, y reanudó la operación de afeitarme muy poco á poco; pero no podía dejar de hablar, y prosiguió: «Mucho siento tu impaciencia, y si quisieras revelarme su causa, sería bueno y provechoso para ti. Pues ya te dije que tu difunto padre me profesaba gran estimación, y nunca emprendía nada sin oir mi parecer.» Entonces hube de convencerme que para librarme del barbero no me quedaba otro recurso que inventar algo para justificar mi impaciencia, pues pensé: «He aquí que se aproxima la hora de la plegaria, y si no me apresuro á marchar á casa de la joven, se me hará tarde, pues la gente saldrá de las mezquitas, y entonces todo lo habré perdido.» Dije, pues, al barbero: «Abrevia de una vez y déjate de palabras ociosas y de curiosidades indiscretas. Y ya que te empeñas en saberlo, te diré que tengo que ir á casa de un amigo que acaba de enviarme una invitación urgente convidándome á un festín.»
Pero cuando oyó hablar de convite y festín, el barbero dijo: «¡Que Alah te bendiga y te llene de prosperidades! Porque precisamente me haces recordar que he convidado á comer en mi casa á varios amigos y se me ha olvidado prepararles comida. Y me acuerdo ahora, cuando ya es demasiado tarde.» Entonces le dije: «No te preocupe ese retraso, que lo voy á remediar en seguida. Ya que no como en mi casa, por haberme convidado á un festín, quiero darte cuantos manjares y bebidas tenía dispuestos, pero con la condición de que termines en seguida tu negocio y acabes pronto de afeitarme la cabeza.» Y el barbero contestó: «¡Ojalá Alah te colme de sus dones y te lo pague en bendiciones en su día! Pero ¡oh mi señor! ten la bondad de enumerar, aunque sea muy sucintamente, las cosas con que va á obsequiarme tu generoso desprendimiento, para que yo las conozca.» Y le dije: «Tengo á tu disposición cinco marmitas llenas de cosas excelentes: berenjenas y calabacines rellenos, hojas de parra sazonadas con limón, albondiguillas con trigo partido y carne mechada, arroz con tomate y filetes de carnero, guisado con cebolletas. Y además diez pollos asados y un carnero á la parrilla. Después, dos grandes bandejas: una de kenafa y la otra de pasteles, quesos, dulce y miel. Y frutas de todas clases: pepinos, melones, manzanas, limones, dátiles frescos y otras muchas más.» Entonces me dijo: «Manda traer todo eso aquí, para verlo.» Y yo mandé que lo trajesen, y lo fué examinando y lo probó todo, y me dijo: «¡Grande es tu generosidad, pero faltan las bebidas!» Y yo contesté: «También las tengo.» Y replicó: «Di que las traigan.» Y mandé traer seis vasijas, llenas de seis clases de bebidas, y las probó una por una, y me dijo: «¡Alah te provea de todas sus gracias! ¡Cuán generoso es tu corazón! Pero ahora falta el incienso, y el benjuí, y los perfumes para quemar en la sala, y el agua de rosas y la de azahar para rociar á mis huéspedes.» Entonces mandé traer un cofrecillo lleno de ámbar gris, áloe, nadd, almizcle, incienso y benjuí, que valía más de cincuenta dinares de oro, y no se me olvidaron las esencias aromáticas ni los hisopos de plata con agua de olor. Y como el tiempo se acortaba tanto como se me oprimía el corazón, dije al barbero: «Toma todo esto, pero acaba de afeitarme la cabeza, por la vida de Mohamed (¡sean con El la oración y la paz de Alah!)» Y el barbero dijo entonces: «¡Por Alah! No cogeré ese cofrecillo sin haberlo abierto, á fin de saber su contenido.» Y no hubo más remedio que llamar á un criado para que abriese el cofrecillo. Y entonces el barbero soltó el astrolabio, se sentó en el suelo, y empezó á sacar todos los perfumes, incienso, benjuí, almizcle, ámbar gris, áloe, y los olfateó uno tras otro con tanta lentitud y tanta parsimonia, que se me figuró otra vez que el alma se me salía del cuerpo. Después se levantó, me dió las gracias, cogió la navaja, y volvió á reanudar la operación de afeitarme la cabeza. Pero apenas había empezado, se detuvo de nuevo y me dijo:
«¡Por Alah, ¡oh hijo de mi vida! no sé á cuál de los dos alabar y bendecir hoy más extremadamente, si á ti ó á tu difunto padre! Porque, en realidad, el festín que voy á dar en mi casa se debe por completo á tu iniciativa generosa y á tus magnánimos donativos. Pero ¿te lo diré? Permíteme que te haga esta confianza. Mis convidados son personas poco dignas de tan suntuoso festín. Son, como yo, gente de diversos oficios, pero resultan deliciosos. Y para que te convenzas, nada mejor que los enumere: en primer lugar, el admirable Zeitún, el que da masaje en el hammam; el alegre y bromista Salih, que vende torrados; Haukal, vendedor de habas cocidas; Hakraschat, verdulero; Hamid, basurero, y finalmente, Hakaresch, vendedor de leche cuajada.
»Todos estos amigos á quienes he invitado no son, ni con mucho, de esos charlatanes, curiosos é indiscretos, sino gente muy festiva, á cuyo lado no puede haber tristeza. El que menos, vale más en mi opinión que el rey más poderoso. Pues sabe que cada uno de ellos tiene fama en toda la ciudad por un baile y una canción diferentes. Y por si te agradase alguna, voy á bailar y cantar cada danza y cada canción.
»Fíjate bien: he aquí la danza de mi amigo Zeitún el del hammam... ¿Qué te ha parecido? Y en cuanto á su canción, es ésta:
¡Mi amiga es tan gentil, que el cordero más dulce no la iguala en dulzura! ¡La quiero apasionadamente, y ella me ama lo mismo! ¡Y me quiere tanto, que apenas me alejo un instante la veo acudir y echarse en mi cama!
¡Mi amiga es tan gentil, que el cordero más dulce no la iguala en dulzura!
»Pero ¡oh hijo de mi vida!—prosiguió el barbero—he aquí ahora la danza de mi amigo el basurero Hamid. ¡Observa cuán sugestiva es, cuánta es su alegría y cuánta es su ciencia!... Y escucha la canción:
¡Mi mujer es avara, y si la hiciese caso me moriría de hambre!
¡Mi mujer es fea, y si la hiciese caso estaría siempre encerrado en mi casa!
¡Mi mujer esconde el pan en la alacena! ¡Pero si no como pan y sigue siendo tan fea que haría correr á un negro de narices aplastadas, tendré que acabar por castrarme!
Después, el barbero, sin darme tiempo ni para hacer una seña de protesta, imitó todas las danzas de sus amigos y entonó todas sus canciones. Y luego me dijo: «Eso es lo que saben hacer mis amigos. De modo que si quieres reirte de veras, he de aconsejarte, por interés tuyo y placer para todos, que vengas á mi casa, para estar en nuestra compañía, y dejes á esos amigos á quienes me has dicho que tenías intención de ver. Porque observo aún en tu cara huellas de fatiga, y además de esto, como acabas de salir de una enfermedad, convendría que te precavieses, pues es muy posible que haya entre esos amigos alguna persona indiscreta, de esas aficionadas á la palabrería, ó cualquier charlatán sempiterno, curioso é importuno, que te haga recaer en tu enfermedad de modo más grave que la primera vez.»
Entonces dije: «Hoy no me es posible aceptar tu invitación; otro día será.» Y él contestó: «Lo más ventajoso para ti es que apresures el momento de venir á mi casa, para que disfrutes de toda la urbanidad de mis amigos y te aproveches de sus admirables cualidades. Así, obrarás según dice el poeta:
¡Amigo, no difieras nunca el aprovecharte del goce que se te ofrece! ¡No dejes nunca para otro día la voluptuosidad que pasa! ¡Porque la voluptuosidad no pasa todos los días, ni el goce ofrece diariamente sus labios á tus labios! ¡Sabe que la fortuna es mujer, y como la mujer, mudable!»
Entonces, con tanta arenga y tanta habladuría, hube de echarme á reir, pero con el corazón lleno de rabia. Y después dije al barbero: «Ahora te mando que acabes de afeitarme y me dejes ir por el camino de Alah, bajo su santa protección, y por tu parte, ve á buscar á tus amigos, que á estas horas te estarán aguardando.» Y el barbero repuso: «Pero ¿por qué te niegas? Realmente, no es que te pida una gran cosa. Fíjate bien: que vengas á conocer á mis amigos, que son unos compañeros deliciosos y que nada tienen de indiscretos ni de importunos. Y aún podría decirte que, en cuanto los veas una vez nada más, no querrás tener trato con otros, y abandonarás para siempre á tus actuales amigos.» Y yo dije: «¡Aumente Alah la satisfacción que su amistad te causa! Algún día los convidaré á un banquete que daré para ellos.»
Entonces ese maldito barbero me dijo: «Ya veo que de todos modos prefieres el festín de tus amigos y su compañía á la compañía de los míos; pero te ruego que tengas un poco de paciencia y que aguardes á que lleve á mi casa estas provisiones que debo á tu generosidad. Las pondré en el mantel, delante de mis convidados, y como mis amigos no cometerán la majadería de molestarse si los dejo solos para que honren mi mesa, les diré que por hoy no cuenten conmigo ni aguarden mi regreso. Y en seguida vendré á buscarte, para ir contigo adonde quieras ir.» Entonces exclamé: «¡Oh! ¡Sólo hay fuerzas y recursos en Alah Altísimo y Omnipotente! Pero tú ¡oh ser humano! vete á buscar á tus amigos, diviértete con ellos cuanto quieras, y déjame marchar en busca de los míos, que á esta hora precisamente esperan mi llegada.» Y el barbero dijo: «¡Eso nunca! De ningún modo consentiré en dejarte solo.» Y yo, haciendo mil esfuerzos para no insultarle, le dije: «Sabe, en fin, que al sitio donde voy no puedo ir mas que solo.» Y él dijo: «¡Entonces ya comprendo! Es que tienes cita con una mujer, pues si no, me llevarías contigo. Y sin embargo, sabe que no hay en el mundo quien merezca ese honor como yo, y sabe además que podría ayudarte mucho en cuanto quisieras hacer. Pero ahora se me ocurre que acaso esa mujer sea una forastera embaucadora. Y si es así, ¡desdichado de ti si vas solo! ¡Allí perderás el alma seguramente! Porque esta ciudad de Bagdad no se presta á esa clase de citas. ¡Oh, nada de eso! Sobre todo, desde que tenemos este nuevo gobernador, cuya severidad es tremenda para estas cosas. Y dicen que no tiene zib ni compañones, y por odio y por envidia castiga con tal crueldad esa clase de aventuras.»
Entonces, no pudiendo reprimirme, exclamé violentamente: «¡Oh tú el más maldito de los verdugos! ¿Vas á acabar de una vez con esa infame manía de hablar?» Y el barbero consintió en callar un momento, cogió de nuevo la navaja, y por fin acabó de afeitarme la cabeza. Y á todo esto, ya hacía rato que había llegado la hora de la plegaria. Y para que el barbero se marchase, le dije: «Ve á casa de tus amigos á llevarles esos manjares y bebidas, que yo te prometo aguardar tu vuelta para que puedas acompañarme á esa cita.» E insistí mucho, á fin de convencerle. Y entonces me dijo: «Ya veo que quieres engañarme para deshacerte de mí y marcharte solo. Pero sabe que te atraerás una serie de calamidades de las que no podrás salir ni librarte. Te conjuro, pues, por interés tuyo, á que no te vayas hasta que yo vuelva, para acompañarte y saber en qué para tu aventura.» Yo le dije: «Sí, pero ¡por Alah! no tardes mucho en volver.»
Entonces el barbero me rogó que le ayudara á echarse á cuestas todo lo que le había regalado, y á ponerse encima de la cabeza las dos grandes bandejas de dulces, y salió cargado de este modo. Pero apenas se vió fuera el maldito, cuando llamó á dos ganapanes, les entregó la carga, les mandó que la llevasen á su casa, y se emboscó en una calleja, acechando mi salida.
En cuanto á mí, apenas desapareció el barbero, me lavé lo más de prisa posible, me puse la mejor ropa, y salí de mi casa. E inmediatamente oí la voz de los muezines, que llamaban á los creyentes á la oración aquel santo día de viernes:
¡Bismillahi’rramani’rrahim! ¡En nombre de Alah, el Clemente sin límites, el Misericordioso!
¡Loor á Alah, Señor de los hombres, Clemente y Misericordioso!
¡Supremo soberano, Arbitro absoluto el día de la Retribución!
¡A ti adoramos, tu socorro imploramos!
¡Dirígenos por el camino recto,
Por el camino de aquellos á quienes colmaste de beneficios,
Y no por el camino de aquellos que incurrieron en tu cólera, ni de los que se han extraviado!
Al verme fuera de casa, me dirigí apresuradamente á la de la joven. Y cuando llegué á la puerta del kadí, instintivamente volví la cabeza y vi al maldito barbero á la entrada del callejón. Pero como la puerta estaba entornada, esperando que yo llegase, me precipité dentro y la cerré en seguida. Y vi en el patio á la vieja, que me guió al piso alto, donde estaba la joven.
Pero apenas había entrado, oímos gente que venía por la calle. Era el kadí, que, con su séquito, volvía de la oración. Y vi en la esquina al barbero, que seguía aguardándome. En cuanto al kadí, me tranquilizó la joven, diciéndome que la visitaba pocas veces, y que además siempre se encontraría medio de ocultarme.
Pero, por mi desgracia, había dispuesto Alah que ocurriera un incidente, cuyas consecuencias hubieron de serme fatales. Se dió la coincidencia de que precisamente aquel día una de las esclavas del kadí hubiese merecido un castigo. Y el kadí, en cuanto entró, se puso á apalearla, y debía pegarle muy recio, porque la esclava empezó á dar alaridos. Y entonces uno de los negros de la casa intercedió por ella; pero, enfurecido el kadí, le dió también de palos, y el negro empezó á gritar. Y se armó tal tumulto, que alborotó toda la calle, y el maldito barbero creyó que me habían sorprendido y que era yo quien chillaba. Entonces comenzó á lamentarse, y se desgarró la ropa, se cubrió de polvo la cabeza y pedía socorro á los transeuntes que empezaban á reunirse á su alrededor. Y llorando decía: «¡Acaban de asesinar á mi amo en la casa del kadí!» Después, siempre chillando, corrió á mi casa seguido de la multitud, y avisó á mis criados, que en seguida se armaron de garrotes y corrieron hacia la casa del kadí, vociferando y alentándose mutuamente. Y llegaron todos, con el barbero á la cabeza. Y el barbero seguía destrozándose la ropa y gritando á voz en cuello delante de la puerta del kadí, junto adonde yo estaba.
Y cuando el kadí oyó este tumulto, miró por una ventana y vió á todos aquellos energúmenos que golpeaban su puerta con los palos. Entonces, juzgando que la cosa era bastante grave, bajó, abrió la puerta y preguntó: «¿Qué pasa, buena gente?» Y mis criados le dijeron: «¿Eres tú quien ha matado á nuestro amo?» Y él repuso: «¿Pero quién es vuestro amo, y qué ha hecho para que yo le mate?...
En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 30.ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el kadí, sorprendido, repuso: «¿Qué ha hecho vuestro amo para que yo le mate? ¿Y por qué está entre vosotros ese barbero que chilla y se revuelve como un asno?» Entonces el barbero exclamó: «Tú eres quien ha matado á palos á mi amo, pues yo estaba en la calle y oí sus gritos.» Y el kadí contestó: «¿Pero quién es tu amo? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Quién lo ha traído aquí?» Y el barbero dijo: «Malhadado kadí, no te hagas el tonto, pues sé toda la historia, la entrada de mi amo en tu casa y todos los demás pormenores. Sé, y ahora quiero que todo el mundo lo sepa, que tu hija está prendada de mi amo, y mi amo la corresponde. Y le he acompañado hasta aquí. Y tú lo has sorprendido en la cama con tu hija, y lo has matado á palos, sin ayuda de tu servidumbre. Y yo te voy á obligar ahora mismo á que vengas conmigo al palacio de nuestro único juez, el califa, como no prefieras devolvernos inmediatamente á nuestro amo, indemnizarle de los malos tratos que le has hecho sufrir y entregárnoslo sano y salvo, á mí y á sus parientes. Si no, me obligarás á entrar á viva fuerza en tu casa para libertarlo. Apresúrate, pues, á entregárnoslo.»
Al oir estas palabras, el kadí quedó cortado y lleno de confusión y de vergüenza ante toda aquella gente que estaba escuchando. Pero de todos modos, volviéndose hacia el barbero, le dijo: «Si no eres un embaucador, te autorizo para que entres en mi casa y busques á tu amo por donde quieras, y lo libertes.» Entonces el barbero se precipitó dentro de la casa.
Y yo, que asistía á todo esto detrás de una celosía, cuando vi que el barbero había entrado en la casa, quise huir inmediatamente. Pero por más que buscaba escaparme, no hallé ninguna salida que no pudiese ser vista por la gente de la casa ó no la pudiese utilizar el barbero. Sin embargo, en una de las habitaciones encontré un cofre enorme que estaba vacío, y me apresuré á esconderme en él, dejando caer la tapa. Y allí me quedé bien quieto, conteniendo la respiración.
Pero el barbero, después de rebuscar por toda la casa, entró en aquel cuarto, y debió mirar á derecha é izquierda y ver el cofre. Entonces, el maldito comprendió que yo estaba dentro, y sin decir nada, lo cogió, se lo cargó á hombros y buscó á escape la salida, mientras que yo me moría de miedo. Pero dispuso la fatalidad que el populacho se empeñase en ver lo que había en el cofre, y de pronto levantaron la tapa. Y yo, no pudiendo soportar aquella vergüenza, me levanté súbitamente y me tiré al suelo, pero con tal precipitación, que me rompí una pierna, y desde entonces estoy cojo. Y luego sólo pensé en escapar y esconderme, y como me vi entre una muchedumbre tan extraordinaria, me puse á echar puñados de monedas, y mientras se detuvieron á recoger el oro, me escurrí y escapé lo más aprisa que pude. Y así recorrí las calles más oscuras y más apartadas. Pero juzgad cuál sería mi temor cuando de pronto vi al barbero detrás de mí. Y decía á gritos: «¡Oh buenas gentes! ¡Gracias á Alah que he encontrado á mi amo!» Después, sin dejar de correr detrás de mí, me dijo: «¡Oh mi señor! Ya ves ahora cuán mal hiciste en obrar con impaciencia y sin atender á mis consejos, porque, según has podido comprobar, no eres hombre de muchas luces, pues eres muy arrebatado y hasta algo simple. Pero señor, ¿adónde corres así? ¡Aguárdame!» Y yo, que no sabía ya cómo deshacerme de aquella calamidad á no ser por la muerte, me paré y le dije: «¡Oh barbero! ¿No te basta con haberme puesto en el estado en que me ves? ¿Quieres, pues, mi muerte?»
Pero al acabar de hablar vi abierta delante de mí la tienda de un mercader amigo mío. Me precipité dentro y supliqué al mercader que le impidiera entrar detrás de mí á ese maldito. Y pudo lograrlo con la amenaza de un garrote enorme y echándole miradas terribles. Pero el barbero no se fué sin maldecir al mercader y también al padre y al abuelo del mercader, vomitando insultos, injurias y maldiciones tanto contra mí como contra el mercader. Y yo di gracias al Recompensador por aquella liberación que no esperaba nunca.
El mercader me interrogó entonces, y le conté mi historia con este barbero, y le rogué que me dejara en su tienda hasta mi curación, pues no quería volver á mi casa por miedo á que me persiguiese otra vez ese barbero de betún.
Pero por la gracia de Alah, mi pierna acabó de curarse. Entonces cogí todo el dinero que me quedaba, mandé llamar testigos y escribí un testamento, en virtud del cual legaba á mis parientes el resto de mi fortuna, mis bienes y mis propiedades después de mi muerte, y elegí á una persona de confianza para que administrase todo aquello, encargándole que tratase bien á todos los míos, grandes y pequeños. Y para perder de vista definitivamente á este barbero maldito, decidí salir de Bagdad y marcharme á cualquiera otra parte, donde no corriese el riesgo de encontrarme cara á cara con mi enemigo.
Salí, pues, de Bagdad, y no dejé de viajar día y noche hasta que llegué á este país, donde creía haberme librado de mi perseguidor. Pero ya veis que todo fué trabajo perdido, ¡oh mis señores! pues me lo acabo de encontrar entre vosotros, en este banquete á que me habéis invitado.
Por eso os explicaréis que no pueda tener tranquilidad mientras no huya de este país, como del otro, ¡y todo por culpa de ese malvado, de esa calamidad con cara de piojo, de ese barbero asesino, á quien Alah confunda, á él, á su familia y á toda su descendencia!»
Cuando aquel joven—prosiguió el sastre, hablando al rey de la China—acabó de pronunciar estas palabras, se levantó con el rostro muy pálido, nos deseó la paz, y salió sin que nadie pudiera impedírselo.
En cuanto á nosotros, una vez que oímos esta historia tan sorprendente, miramos al barbero, que estaba callado y con los ojos bajos, y le dijimos: «¿Es verdad lo que ha contado ese joven? Y en tal caso, ¿por qué procediste de ese modo, causándole tanta desgracia?» Entonces el barbero levantó la frente, y nos dijo: «¡Por Alah! Bien sabía yo lo que me hacía al obrar así, y lo hice para ahorrarle mayores calamidades. Pues á no ser por mí, estaba perdido sin remedio. Y tiene que dar gracias á Alah y dármelas á mí por no haber perdido mas que una pierna en vez de perderse por completo. En cuanto á vosotros, ¡oh mis señores! para probaros que no soy ningún charlatán, ni un indiscreto, ni en nada semejante á ninguno de mis seis hermanos, y para demostraros también que soy un hombre listo y de buen criterio, y sobre todo muy callado, os voy á contar mi historia, y juzgaréis.»
Después de estas palabras, todos nosotros—continuó el sastre—nos dispusimos á escuchar en silencio aquella historia, que juzgábamos había de ser extraordinaria.»
Historias del barbero de Bagdad y de sus seis hermanos (CONTADAS POR EL BARBERO Y REPETIDAS POR EL SASTRE)
HISTORIA DEL BARBERO
El barbero dijo:
«Sabed, pues, ¡oh mis señores! que yo viví en Bagdad durante el reinado del Emir de los Creyentes El-Montasser Billah[19]. Y bajo su gobierno vivíamos, porque amaba á los pobres y á los humildes, y gustaba de la compañía de los sabios y los poetas.
Pero un día entre los días, el califa tuvo motivos de queja contra diez individuos que habitaban no lejos de la ciudad, y mandó al gobernador-lugarteniente que trajese entre sus manos á estos diez individuos. Y quiso el Destino que precisamente cuando les hacían atravesar el Tigris en una barca, estuviese yo en la orilla del río. Y vi á aquellos hombres en la barca, y dije para mí: «Seguramente esos hombres se han dado cita en esa barca para pasarse en diversiones todo el día, comiendo y bebiendo. Así es que necesariamente me tengo que convidar para tomar parte en el festín.»
Me aproximé á la orilla, y sin decir palabra, que por algo soy el Silencioso, salté á la barca y me mezclé con todos ellos. Pero de pronto vi llegar á los guardias del walí, que se apodéraron de todos, les echaron á cada uno una argolla al cuello y cadenas á las manos, y acabaron por cogerme á mí también y ponerme asimismo la argolla al cuello y las cadenas á las manos. Y yo no dije palabra, lo cual os demostrará ¡oh mis señores! mi firmeza de carácter y mi poca locuacidad. Me aguanté, pues, sin protestar, y me vi llevado con los diez individuos á la presencia del Emir de los Creyentes, el califa Montasser Billah.
Y en cuanto nos vió, el califa llamó al portaalfanje, y le dijo: «¡Corta inmediatamente la cabeza á esos diez malvados!» Y el verdugo nos puso en fila en el patio, á la vista del califa, y empuñando el alfanje, hirió la primera cabeza y la hizo saltar, y la segunda, y la tercera, hasta la décima. Pero cuando llegó á mi, el número de cabezas cortadas era precisamente el de diez, y no tenía orden de cortar ni una más. Se detuvo, por tanto, y dijo al califa que sus órdenes estaban ya cumplidas. Pero entonces volvió la cara el califa, y viéndome todavía en pie, exclamó: «¡Oh mi portaalfanje! ¡Te he mandado cortar la cabeza á los diez malvados! ¿Cómo es que perdonaste al décimo?» Y el portaalfanje repuso: «¡Por la gracia de Alah sobre ti y por la tuya sobre nosotros! He cortado diez cabezas.» Y el califa dijo: «Vamos á ver; cuéntalas delante de mi.» Las contó, y efectivamente, resultaron diez cabezas. Y entonces el califa me miró y me dijo: «¿Pero tú quién eres? ¿Y qué haces ahí entre esos bandidos, derramadores de sangre?» Entonces, ¡oh mis señores! y sólo entonces, al ser interrogado por el Emir de los Creyentes, me resolví á hablar. Y dije: «¡Oh Emir de los Creyentes! Soy el jeique á quien llaman El-Samed, á causa de mi poca locuacidad. En punto á prudencia, tengo un buen acopio en mi persona, y en cuanto á la rectitud de mi juicio, la gravedad de mis palabras, lo excelente de mi razón, lo agudo de mi inteligencia y mi ninguna verbosidad, nada he de decirte, pues tales cualidades son en mí infinitas. Mi oficio es el de afeitar cabezas y barbas, escarificar piernas y pantorrillas y aplicar ventosas y sanguijuelas. Y soy uno de los siete hijos de mi padre, y mis seis hermanos están vivos.
»Pero he aquí la aventura. Esta misma mañana me paseaba yo á lo largo del Tigris, cuando vi á esos diez individuos que saltaban á una barca, y me junté con ellos, y con ellos me embarqué, creyendo que estaban convidados á algún banquete en el río. Pero he aquí que, apenas llegamos á la otra orilla, adiviné que me encontraba entre criminales, y me di cuenta de esto al ver á tus guardias que se nos echaban encima y nos ponían la argolla al cuello. Y aunque nada tenía yo que ver con esa gente, no quise hablar ni una palabra ni protestar de ningún modo, obligándome á ello mi excesiva firmeza de carácter y mi ninguna locuacidad. Y mezclado con estos hombres fui conducido entre tus manos, ¡oh Emir de los Creyentes! Y mandaste que cortasen la cabeza á esos diez bandidos, y fuí el único que quedó entre las manos de tu portaalfanje, y á pesar de todo, no dije tan siquiera ni una palabra. Creo, pues, que esto es una buena prueba de valor y de firmeza muy considerable. Y además, el solo hecho de unirme con esos diez desconocidos es por sí mismo la mayor demostración de valentía que yo sepa. Pero no te asombre mi acción, ¡oh Emir de los Creyentes! pues toda mi vida he procedido del mismo modo, queriendo favorecer á los extraños.»
Cuando el califa oyó mis palabras, y advirtió en ellas que en mí era nativo el valor y la virilidad, y mi amor al silencio y á la compostura, y mi odio á la indiscreción y á la impertinencia, á pesar de lo que diga ese joven cojo que estaba ahí hace un momento, y á quien salvé de toda clase de calamidades, el Emir dijo: «¡Oh venerable jeique, barbero espiritual é ingenio lleno de gravedad y de sabiduría! Dime: ¿y tus seis hermanos son como tú? ¿Te igualan en prudencia, talento y discreción?» Y yo respondí: «¡Alah me libre de ellos! ¡Cuán poco se asemejan á mí, oh Emir de los Creyentes! ¡Acabas de afligirme con tu censura al compararme con esos seis locos que nada tienen de común conmigo, ni de cerca ni de lejos! Pues por su verbosidad impertinente, por su indiscreción y por su cobardía, se han buscado mil disgustos, y cada uno tiene una deformidad física, mientras que yo estoy sano y completo de cuerpo y espíritu. Porque, efectivamente, el mayor de mis hermanos es cojo; el segundo, tuerto; el tercero, mellado; el cuarto, ciego; el quinto, no tiene narices ni orejas, porque se las cortaron, y al sexto le han rajado los labios.
Pero ¡oh Emir de los Creyentes! no creas que exagero con esto mis cualidades, ni aumento los defectos de mis hermanos. Pues si te contase su historia, verías cuan diferente soy de todos ellos. Y como su historia es infinitamente interesante y sabrosa, te la voy á contar sin más dilaciones.
Historia de Bacbuk, primer hermano del barbero
Así, sabe, ¡oh Emir de los Creyentes! que el mayor de mis hermanos, el que se quedó cojo, se llama El-Bacbuk, porque cuando se pone á charlar, parece oirse el ruido que hace un cántaro al vaciarse. Su oficio ha sido el de sastre en Bagdad.
Ejercía su oficio de sastre en una tiendecilla cuyo propietario era un hombre cuajado de dinero y de riquezas. Este hombre habitaba en lo alto de la misma casa en que estaba situada la tienda de mi hermano Bacbuk. Y además, en el subterráneo de la casa había un molino, donde vivía un molinero y el buey del molinero.
Pero un día que mi hermano Bacbuk estaba cosiendo, sentado en su tienda, teniendo debajo de él al molinero y al buey del molinero, y encima al enriquecido propietario, he aquí que mi hermano Bacbuk levantó de pronto la cabeza, y vió asomada en una de las ventanas altas á una hermosa mujer como la luna saliente, que se distraía mirando á los transeuntes. Y esta mujer era la esposa del propietario de la casa.
Al verla mi hermano Bacbuk, sintió que su corazón se prendaba apasionadamente de ella, y le fué imposible coser ni hacer otra cosa que mirar á la ventana. Y se pasó todo el día como aturdido y en contemplación hasta por la noche. Y al día siguiente, en cuanto amaneció, se sentó en su sitio de costumbre, y mientras cosía, muy poco á poco, levantaba á cada momento la cabeza para mirar á la ventana. Y á cada puntada que daba con la aguja se pinchaba los dedos, pues tenía los ojos en la ventana constantemente. Y así estuvo varios días, durante los cuales apenas si trabajó ni su labor valió más de un dracma.
En cuanto á la joven, comprendió en seguida los sentimientos de mi hermano Bacbuk. Y se propuso sacarles todo el partido posible y divertirse á su costa. Y un día que estaba mi hermano más entontecido que de costumbre, la joven le dirigió una mirada asesina, que se clavó inmediatamente en el corazón de Bacbuk. Y Bacbuk miró en seguida á la joven, pero de un modo tan ridículo, que ella se quitó de la ventana para reírse á su gusto, y fué tal su explosión de risa, que se cayó de trasero sobre el piso. Pero el infeliz Bacbuk llegó al límite de la alegría pensando que la joven le había mirado cariñosamente.
Así es que al día siguiente no se asombró, ni con mucho, mi hermano Bacbuk cuando vió entrar en su tienda al propietario de la casa, que llevaba debajo del brazo una hermosa pieza de hilo envuelta en un pañuelo de seda, y le dijo: «Te traigo esta pieza de tela para que me cortes unas camisas.» Entonces Bacbuk no dudó que aquel hombre estaba allí enviado por su mujer, y contestó: «¡Sobre mis ojos y sobre mi cabeza! Esta misma noche estarán acabadas tus camisas.» Y efectivamente, mi hermano se puso á trabajar con tal ahinco, privándose hasta de comer, que por la noche, cuando llegó el propietario de la casa, ya tenía las veinte camisas cortadas, cosidas y empaquetadas en el pañuelo de seda. Y el propietario de la casa le preguntó: «¿Qué te debo?» Pero precisamente en aquel instante se presentó furtivamente en la ventana la joven, y dirigió una mirada á Bacbuk, haciéndole una seña con los ojos, como indicándole que no aceptase nada. Y mi hermano no quiso cobrarle nada al propietario de la casa, por más que en aquella ocasión estuviese muy apurado y cualquier dinero habría sido para él una gran ayuda. Pero se consideró dichoso con trabajar para el marido y favorecerle por amor á la linda cara de la mujer.
Y al día siguiente al amanecer se presentó el propietario de la casa con otra pieza de tela debajo del brazo, y le dijo á mi hermano Bacbuk: «He aquí que acaban de advertirme en mi casa que necesito también calzoncillos nuevos para ponérmelos con las camisas nuevas. Y te traigo esta otra pieza de tela para que me hagas calzoncillos. Pero que sean muy anchos. Y no escatimes para nada los pliegues ni la tela.» Mi hermano contestó: «Escucho y obedezco.» Y se estuvo tres días completos cose que te cose, sin tomar otro alimento que el estrictamente necesario, pues no quería perder tiempo, y además no tenía ni un dracma para comprar comida.
Y cuando hubo terminado los calzoncillos, los envolvió en el pañuelo, y muy contento, fué á llevárselos él mismo al propietario de la casa.
No es necesario decir, ¡oh Emir de los Creyentes! que la joven se había puesto de acuerdo con su marido para burlarse del infeliz de mi hermano y hacerle las más sorprendentes jugarretas. Porque cuando mi hermano le presentó los calzoncillos al propietario de la casa, éste hizo como que iba á pagarle, pero inmediatamente apareció en la puerta la linda cara de la mujer, sonriéndole con los ojos y haciéndole señas con las cejas para que no cobrase. Y Bacbuk se negó en redondo á recibir nada del marido. Entonces el marido se ausentó un instante para hablar con su esposa, que había desaparecido también, y volvió en seguida junto á mi hermano y le dijo: «Para agradecer tus favores, hemos resuelto mi mujer y yo casarte con nuestra esclava blanca, que es muy hermosa y muy gentil, y de tal suerte serás de nuestra casa.» Y Bacbuk se figuró en seguida que era una excelente astucia de la mujer para que él pudiese entrar con libertad en la casa. Y aceptó en el acto. Y al momento mandaron llamar á la esclava, y la casaron con mi hermano Bacbuk.
Pero cuando llegó la noche, quiso acercarse Bacbuk á la esclava blanca, y ésta le dijo: «¡No, no! ¡Esta noche no!» Y por mucho que lo deseara Bacbuk, no pudo darle ni siquiera un beso.
Además, el propietario de la casa había dicho á mi hermano Bacbuk que aquella noche, en lugar de dormir en la tienda, durmiese en el molino que había en el sótano de la casa, á fin de que estuviesen más anchos él y su mujer. Y como la esclava, después de resistirse á la copulación, se subió á casa de su señora, Bacbuk tuvo que acostarse solo. Y al amanecer aún dormía Bacbuk, cuando entró el molinero y dijo en alta voz: «Ya ha descansado bastante este buey. Voy á engancharlo al molino para moler todo ese trigo que se me está amontonando en cantidad considerable.» Y se acercó entonces á mi hermano, fingiendo confundirle con el buey, y le dijo: «¡Vaya, arriba, holgazán, que tengo que engancharte!» Y mi hermano Bacbuk no quiso hablar, tal era su estupidez, y se dejó enganchar al molino. Y el molinero lo ató por la cintura al cilindro del molino, y dándole un gran latigazo, exclamó: «¡Yallah!» Y cuando Bacbuk recibió aquel golpe, no pudo menos de mugir como un buey. Y el molinero siguió dándole grandes latigazos y haciéndole dar vueltas al molino durante mucho tiempo. Y mi hermano mugía absolutamente como un buey, y resoplaba al recibir los estacazos.
Y no tardó en llegar el propietario de la casa, que, al verle en tal estado, dando vueltas y recibiendo golpes, fué en seguida á avisar á su mujer, y ésta envió á la esclava blanca, que desató á mi hermano y le dijo muy compasivamente: «Mi señora acaba de saber el mal trato que te han hecho sufrir, y lo siente muchísimo. Todos lamentamos tus sufrimientos.» Pero el infeliz Bacbuk había recibido tanto palo y estaba tan molido, que no pudo contestar palabra.
Y hallándose en tal estado, se presentó el jeique que había escrito su contrato de matrimonio con la esclava blanca. Y le deseó la paz, y le dijo: «¡Concédate Alah larga vida! ¡Así sea bendito tu matrimonio! Estoy seguro de que acabas de pasar una noche feliz y que has gozado los transportes más dulces y más íntimos, abrazos, besos y copulaciones desde la noche hasta la mañana.» Y mi hermano Bacbuk le contestó: «¡Alah confunda á los embaucadores y á los pérfidos de tu clase, traidor á la milésima potencia! Tú me metiste en todo esto para que diese vueltas al molino en lugar del buey del molinero, y eso hasta la mañana.» Entonces el jeique le invitó á que se lo contase todo, y mi hermano se lo contó. Y entonces el jeique le dijo: «Todo eso está muy claro. No es otra cosa sino que tu estrella no concuadra con la estrella de la joven.» Y Bacbuk le replicó: «¡Ah, maldito! Anda á ver si puedes inventar más perfidias.» Después mi hermano se fué y volvió á meterse en su tienda, con el fin de aguardar algún trabajo que le permitiese ganar el pan, ya que tanto había trabajado sin cobrar.
Y mientras estaba sentado, hete aquí que se presentó la esclava blanca, y le dijo: «Mi ama te quiere muchísimo, y me encarga te diga que acaba de subir á la azotea para tener el gusto de contemplarte desde el tragaluz.» Y efectivamente, mi hermano vió aparecer en el tragaluz á la joven, deshecha en lágrimas, y se lamentaba y decía: «¡Oh querido mío! ¿por qué me pones tan mala cara y estás tan enfadado que ni siquiera me miras? Te juro por tu vida que cuanto te ha pasado en el molino se ha hecho á espaldas mías. En cuanto á esa esclava loca, no quiero que la mires siquiera. En adelante, yo sola seré tuya.» Y mi hermano Bacbuk levantó entonces la cabeza y miró á la joven. Y esto le bastó para olvidar todas las tribulaciones pasadas y para hartar sus ojos contemplando aquella hermosura. Después se puso á hablarle por señas, y ella con él, hasta que Bacbuk se convenció de que todas sus desgracias no le habían pasado á él, sino á otro cualquiera.
Y con la esperanza de ver á la joven, siguió cortando y cosiendo camisas, calzoncillos, ropa interior y ropa exterior, hasta que un día fué á buscarle la esclava blanca, y le dijo: «Mi señora te saluda. Y como mi amo y esposo suyo se marcha esta noche á un banquete que le dan sus amigos, y no volverá hasta por la mañana, te aguardará impaciente mi señora para pasar contigo esta noche entre delicias y lo que sabes.» Y el infeliz Bacbuk estuvo á punto de volverse loco al oir tal noticia.
Porque la astuta casada había combinado un último plan, de acuerdo con su marido, para deshacerse de mi hermano, y verse libres, ella y él, de pagarle toda la ropa que le habían encargado. Y el propietario de la casa había dicho á su mujer: «¿Cómo haríamos que entrase en tu aposento para sorprenderle y llevarle á casa del walí?» Y la mujer contestó: «Déjame obrar á mi gusto, y lo engañaré con tal engaño y lo comprometeré en tal compromiso, que toda la ciudad se ha de burlar de él.»
Y Bacbuk no se figuraba nada de esto, pues desconocía en absoluto todas las astucias y todas las emboscadas de que son capaces las mujeres. Así es que, llegada la noche, fué á buscarle la esclava, y lo llevó á las habitaciones de su señora, que en seguida se levantó, le sonrió, y le dijo: «¡Por Alah! ¡Dueño mío, qué ansias tenía de verte junto á mí!» Y Bacbuk contestó: «¡Y yo también! ¡Pero démonos prisa, y ante todo, un beso! Y en seguida...» Pero aún no había acabado de hablar, cuando se abrió la puerta y entró el marido con dos esclavos negros, que se precipitaron sobre mi hermano Bacbuk, lo ataron, le arrojaron al suelo y empezaron por acariciarle la espalda con sus látigos. Después se le echaron á cuestas para llevarle á casa del walí. Y el walí le condenó á que le diesen doscientos azotes, y después le montaran en un camello y le pasearan por todas las calles de Bagdad. Y un pregonero iba gritando: «¡De esta manera se castigará á todo cabalgador que asalte á la mujer del prójimo!»
Pero mientras así paseaban á mi hermano Bacbuk, se enfureció de pronto el camello y empezó á dar grandes corcovos. Y Bacbuk, como no podía valerse, cayó al suelo y se rompió una pierna, quedando cojo desde entonces. Y Bacbuk, con su pata rota, salió de la ciudad. Pero me avisaron de todo ello á tiempo, ¡oh Príncipe de los Creyentes! y corrí detrás de él, y le traje aquí en secreto, he de confesarlo, y me encargué de su curación, de sus gastos y de todas sus necesidades. Y así seguimos.»
Y cuando hube contado esta historia de Bacbuk, ¡oh mis señores! el califa Montasser-Billah se echó á reir á carcajadas, y dijo: «¡Qué bien la contaste! ¡Qué divertido relato!» Y yo repuse: «En verdad que no merezco aún tanta alabanza tuya. Porque entonces, ¿qué dirás cuando hayas oído la historia de cada uno de mis otros hermanos? Pero temo que me tomes por un charlatán indiscreto.» Y el califa contestó: «¡Al contrario, barbero sobrenatural! Apresúrate á contarme lo que ocurrió á tus hermanos, para adornar mis oídos con esas historias que son pendientes de oro, y no temas entrar en pormenores, pues juzgo que tu historia ha de tener tantas delicias como sabor.» Y entonces dije:
Historia de El-Haddar, segundo hermano del barbero
«Sabe, pues, ¡oh Emir de los Creyentes! que mi segundo hermano se llama El-Haddar, porque muge como un camello. Y además está mellado. Como oficio no tiene ninguno, pero en cambio me da muchos disgustos. Juzgad con vuestro entendimiento al oír esta aventura.
Un día que vagaba sin rumbo por las calles de Bagdad, se le acercó una vieja y le dijo en voz baja: «Escucha, ¡oh ser humano! Te voy á hacer una proposición, que puedes aceptar ó rechazar, según te plazca.» Y mi hermano se detuvo, y dijo: «Ya te escucho.» Y la vieja prosiguió: «Pero antes de ofrecerte esa cosa, me has de asegurar que no eres un charlatán indiscreto.» Y mi hermano respondió: «Puedes decir lo que quieras.» Y ella le dijo: «¿Qué te parecería un hermoso palacio, con arroyos y árboles frutales, en el cual corriese el vino en las copas nunca vacías, en donde vieras caras arrebatadoras, besaras mejillas suaves, poseyeras cuerpos flexibles y disfrutaras de otras cosas por el estilo, gozando desde la noche hasta la mañana? Y para disfrutar de todo eso, no necesitarías mas que avenirte á una condición.» Mi hermano El-Haddar replicó á estas palabras de la vieja: «Pero ¡oh señora mía! ¿cómo es que vienes á hacerme precisamente á mí esa proposición, excluyendo á otra cualquiera entre las criaturas de Alah? ¿Qué has encontrado en mí para preferirme?» Y la vieja contestó: «Ya te he dicho que ahorres palabras, que sepas callar, y conducirte en silencio. Sígueme, pues, y no hables más.» Después se alejó precipitadamente. Y mi hermano, con la esperanza de todo lo prometido, echó á andar detrás de ella, hasta que llegaron á un palacio magnífico, en el cual entró la vieja é hizo entrar á mi hermano Haddar. Y mi hermano vió que el interior del palacio era muy bello, pero que era más bello aún lo que encerraba. Porque se encontró en medio de cuatro muchachas como lunas. Y estas jóvenes estaban tendidas sobre riquísimos tapices y entonaban con una voz deliciosa canciones de amor.
Después de las zalemas acostumbradas, una de ellas se levantó, llenó una copa y la bebió. Y mi hermano Haddar le dijo: «Que te sea sano y delicioso y aumente tus fuerzas.» Y se aproximó á la joven, para tomar la copa vacía y ponerse á sus órdenes. Pero ella llenó inmediatamente la copa y se la ofreció. Y Haddar, cogiendo la copa, se puso á beber. Y mientras él bebía, la joven empezó á acariciarle la nuca; pero de pronto le golpeó con tal saña, que mi hermano acabó por enfadarse. Y se levantó para irse, olvidando su promesa de soportarlo todo sin protestar. Y entonces se acercó la vieja y le guiñó el ojo, como diciéndole: «¡No hagas eso! Quédate y aguarda hasta el fin.» Y mi hermano obedeció, y hubo de soportar pacientemente todos los caprichos de la joven. Y las otras tres porfiaron en darle bromas no menos pesadas: una le tiraba de las orejas como para arrancárselas, otra le daba capirotazos en la nariz, y la tercera le pellizcaba con las uñas. Y mi hermano lo tomaba con mucha resignación, porque la vieja le seguía haciendo señas de que callase. Por fin, para premiar su paciencia, se levantó la joven más hermosa y le dijo que se desnudase. Y mi hermano obedeció sin protestar. Y entonces la joven cogió un hisopo, le roció con agua de rosas, y le dijo: «Me gustas mucho, ¡ojo de mi vida! Pero me fastidian las barbas y los bigotes, que pinchan la piel. De modo que, si quieres de mí lo que tú sabes, te has de afeitar la cara.» Y mi hermano contestó: «Pues eso no puede ser, porque sería la mayor vergüenza que me podría ocurrir.» Y ella dijo: «Pues no podré amarte de otro modo. No hay más remedio.» Y entonces mi hermano dejó que la vieja le llevase á una habitación contigua, donde le cortó la barba y se la afeitó, y después los bigotes y las cejas. Y luego le embadurnó la cara con colorete y polvos, y lo condujo á la sala donde estaban las jóvenes. Y al verle les entró tal risa, que doblaron sobre sus posaderas.
Después se le acercó la más hermosa de aquellas jóvenes y le dijo: «¡Oh dueño mío! Tus encantos acaban de conquistar mi alma. Y sólo he de pedirte un favor, y es que así, desnudo como estás y tan lindo, ejecutes delante de nosotras una danza que sea graciosa y sugestiva.» Y como El-Haddar no pareciese muy dispuesto, prosiguió la joven: «Te conjuro por mi vida á que lo hagas. Y después lograrás de mí lo que tú sabes.» Entonces, al son de la darabuka, manejada por la vieja, mi hermano se ató á la cintura un pañuelo de seda y se puso á bailar en medio de la sala.
Pero tales eran sus gestos y sus piruetas, que las jóvenes se desternillaban de risa, y empezaron á tirarle cuanto vieron á mano: los almohadones, las frutas, las bebidas y hasta las botellas. Y la más bella de todas se levantó entonces y fué adoptando toda clase de posturas, mirando á mi hermano con ojos como entornados por el deseo, y después se fué despojando de todas sus ropas, hasta quedarse sólo con la finísima camisa y el amplio calzón de seda. Y El-Haddar, que había interrumpido el baile tan pronto como vió á la joven desnuda, llegó al límite más extremo de la excitación.
Pero entonces se le acercó la vieja y le dijo: «Ahora te toca correr detrás de ella. Porque cuando se excita con la bebida y con la danza, acostumbra á desnudarse por completo, pero no se entrega á ningún amante sin haber examinado su cuerpo desnudo, su zib en erección y su ligereza para correr, juzgándole entonces digno de ella. De modo que la vas á perseguir por todas partes, de habitación en habitación, hasta que la puedas atrapar. Y sólo entonces consentirá que la cabalgues.»
Y mi hermano, al oir aquello, se quitó el cinturón de seda y se dispuso á correr. Y la joven se despojó de la camisa y de lo demás, y apareció toda desnuda, cimbreándose como una palmera nueva. Y echó á correr, riéndose á carcajadas y dando dos vueltas al salón. Y mi hermano la perseguía con su zib erguido.»
En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 31.ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el barbero prosiguió su relato en esta forma:
«Mi hermano Haddar, con su zib erguido, empezó á perseguir á la joven, que, ligera, huía de él y se reía. Y las otras jóvenes y la vieja, al ver correr á aquel hombre con su rostro pintarrajeado, sin barbas, ni bigotes, ni cejas, y erguido su zib hasta no poder más, se morían de risa y palmoteaban y golpeaban el suelo con los pies.
Y la joven, después de dar dos vueltas á la sala, se metió por un pasillo muy largo, y luego cruzó dos habitaciones, una tras otra, siempre perseguida por mi hermano, completamente loco. Y ella, sin dejar de correr, reía con toda su alma, moviendo las caderas.
Pero de pronto desapareció en un recodo, y mi hermano fué á abrir una puerta por la cual creía que había salido la joven, y se encontró en medio de una calle. Y esta calle era la calle en que vivían los curtidores de Bagdad. Y todos los curtidores vieron á El-Haddar afeitado de barbas, sin bigotes, las cejas rapadas y pintado el rostro como una ramera. Y escandalizados, se pusieron á darle correazos, hasta que perdió el conocimiento. Y después le montaron en un burro, poniéndole al revés, de cara al rabo, y le hicieron dar la vuelta á todos los zocos, hasta que lo llevaron al walí, que les preguntó: «¿Quién es ese hombre?» Y ellos contestaron: «Es un desconocido que salió súbitamente de casa del gran visir. Y lo hemos hallado en este estado.» Entonces el walí mandó que le diesen cien latigazos en la planta de los pies, y lo desterró de la ciudad. Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! corrí en busca de mi hermano, me lo traje secretamente y le di hospedaje. Y ahora lo sostengo á mi costa. Comprenderás que si yo no fuera un hombre lleno de entereza y de cualidades, no habría podido soportar á semejante necio.
Pero en lo que se refiere á mi tercer hermano, ya es otra cosa, como vas á ver.