Capítulo I Examen de la «República», de Platón

 

Puesto que nuestro propósito consiste en indagar cuál es entre todas las asociaciones políticas la que deberán preferir los hombres dueños de escoger una a su gusto, habremos de estudiar, a la vez, la organización de los Estados que pasan por ser los que tienen mejores leyes y las constituciones imaginadas por los filósofos, limitándonos a las más notables. Por este medio descubriremos lo que cada una de ellas puede encerrar de bueno y de aplicable, y al mismo tiempo demostraremos que si intentamos formar una combinación política diferente de todas ellas, nos ha movido a ello, no un vano deseo de lucir nuestro ingenio, sino la necesidad de poner en claro los defectos mismos de todas las constituciones existentes.

Sentaremos, ante todo, este principio, que debe servir de punto de partida para nuestro estudio, a saber: que la comunidad política debe necesariamente abrazarlo todo, o no abrazar nada, o comprender ciertos objetos con exclusión de otros. Que la comunidad política no se proponga algún objeto, es una cosa evidentemente imposible, puesto que el Estado es una asociación, y, por de pronto, el suelo por lo menos ha de ser necesariamente común, pues que la unidad del lugar lleva consigo la unidad de ciudad, y la ciudad pertenece en común a todos los ciudadanos.

Comencemos por preguntar si respecto de las cosas en que tiene facultad de hacer o no la comunidad, es conveniente, en el Estado bien organizado que buscamos, que se extienda a todos los objetos sin excepción, o que se limite a algunos. ¿Puede extenderse a los hijos, a las mujeres, a los bienes? Platón lo propone en su República, y Sócrates sostiene en ella que los hijos, las mujeres y los bienes deben ser comunes a todos los ciudadanos. Y yo pregunto: ¿el actual estado de cosas es preferible, o deberá adoptarse esta ley de la República?

La comunidad de mujeres presenta muchas dificultades en que el autor no parece creer, siendo los motivos alegados por Sócrates para legitimarla una consecuencia poco rigurosa de su misma doctrina; más aún, es incompatible con el fin mismo que Platón asigna a todo Estado, por lo menos bajo la forma en que él la presenta; no habiéndonos dicho nada en cuanto a los medios de resolver esta contradicción. Me refiero a esta unidad perfecta de la ciudad toda, que es para la misma el primero de los bienes, porque esta es la hipótesis de Sócrates. Pero es evidente que, si semejante unidad se la lleva un poco más adelante, la ciudad desaparece por entero. Naturalmente, la ciudad es múltiple, y si se aspira a la unidad, de ciudad se convertirá en familia, y la familia en individuo, porque la familia tiene más unidad que la ciudad, y el individuo mucho más aún que la familia. Y así, aun cuando fuese posible realizar este sistema, sería preciso dejar de hacerlo, so pena de destruir la ciudad. Pero la ciudad no se compone sólo de cierto número de individuos, sino que se compone también de individuos específicamente diferentes, porque los elementos que la forman no son semejantes. No es como una alianza militar, la cual vale siempre en proporción del número de los miembros que se reúnen para prestarse mutuo apoyo, aun cuando la especie de los asociados fuese, por otra parte, perfectamente idéntica. Una alianza es como una balanza, en la que siempre vence el platillo que tiene más peso.

Por esta circunstancia, una sola ciudad está por encima de una nación entera, si se supone que los individuos que forman ésta, por numerosos que sean, no están reunidos en pueblos, sino que viven aislados a la manera de los árcades. La unidad sólo puede resultar de elementos de diversa especie, y así la reciprocidad en la igualdad, como dije en la Moral, es la salvación de los Estados, es la relación necesaria entre los individuos libres o iguales; porque si no pueden todos obtener, a la vez, el poder, deben, por lo menos, pasar por él, sea cada año o cada cualquiera otro período, o según un sistema dado, con tal que todos, sin excepción, lleguen a ser poder. Así es como los que trabajan sin piel o en madera podrían cambiar de ocupación, para que, de este modo, unos mismos trabajos no fuesen ejecutados constantemente por las mismas manos. Si embargo, la fijeza actual de estas profesiones es ciertamente preferible, y en la asociación política la perpetuidad del poder no lo sería menos, si fuese posible; pero allí donde es incompatible con la igualdad natural todos los ciudadanos, y donde, además, es justo que el poder, un honor, ya una carga, se reparta entre todos, es preciso, por lo menos, esta perpetuidad mediante el turno en el poder cedido a los iguales por los iguales, que a su vez lo recibieron antes de aquéllos. Entonces es cuando cada uno manda y obedece alternativamente como si fuese un hombre distinto, y cada vez que se obtienen los cargos públicos, se puede llevar la alternativa hasta ejercer ya uno, ya otro cargo.

De aquí se debe concluir que la unidad política está bien lejos de ser lo que se imagina a veces, y que lo que se nos presenta como el bien supremo del Estado es su ruina. El bien para cada cosa es precisamente lo que asegura su existencia.

Desde otro punto de vista, esta aspiración exagerada a la unidad del Estado no tiene nada de ventajosa. Una familia se basta mejor a sí misma que un individuo, y un Estado mejor aún que una familia, puesto que de hecho el Estado no existe realmente sino desde el momento en que la masa asociada puede bastarse y satisfacer todas sus necesidades. Luego, si la más completa suficiencia es también la más apetecible, una unidad menos cerrada será necesariamente preferible a una unidad más compacta. Pero esta unidad extrema de la asociación que se estima como la primera de las ventajas no resulta, como se nos asegura, de que unánimemente digan todos los ciudadanos al hablar de un solo y mismo objeto: «esto es mío o esto no es mío», prueba infalible, si hemos de creer a Sócrates, de la perfecta unidad del Estado. La palabra todos tiene aquí un doble sentido: si se aplica a los individuos tomados separadamente, Sócrates obtendrá entonces mucho más de lo que pide, porque cada uno dirá hablando de un mismo niño y de una misma mujer: «he aquí mi hijo, he aquí mi esposa», y otro tanto dirá respecto a las propiedades y de todo lo demás. Pero, dada la comunidad de mujeres y de hijos, esta expresión no convendrá tampoco a los individuos aislados, y sí sólo al cuerpo entero de los ciudadanos, y la propiedad misma pertenecerá, no a cada uno tomado aparte, sino a todos colectivamente. Todos es en este caso un equívoco evidente: todos, en su doble acepción significa tanto lo uno como lo otro, lo par como lo impar, lo cual no deja de ser ocasión de que se introduzcan en la discusión de Sócrates argumentos muy controvertibles. Este acuerdo de todos los ciudadanos en decir lo mismo es, por una parte, muy hermoso, si se quiere, pero imposible; y por otra, prueba la unanimidad lo mismo que otra cosa.

El sistema propuesto ofrece todavía otro inconveniente, que es el poco interés que se tiene por la propiedad común, porque cada uno piensa en sus intereses privados y se cuida poco de los públicos, sino es en cuanto le toca personalmente, pues en todos los demás descansa de buen grado en los cuidados que otros se toman por ellos, sucediendo lo que en una casa servida por muchos criados, que unos por otros resulta mal hecho el servicio. Si los mil niños de la ciudad pertenecen a cada ciudadano, no como hijos suyos, sino como hijos de todos, sin hacer distinción de tales o cuales, será bien poco lo que se cuidarán de semejantes criaturas. Si un niño promete, cada cual dirá: «es mío», y si no promete, cualesquiera que sean los padres a quienes, por otra parte, deba su origen conforme a la nota de inscripción, se dirá: «es mío o de cualquier otro», y estas razones se alegarán y estas dudas se suscitarán para los mil y más hijos que el Estado puede encerrar, puesto que será igualmente imposible saber de quién es el hijo y si ha vivido después de su nacimiento.

¿Vale más que cada ciudadano diga de dos mil o de diez mil niños, al hablar de cada uno de ellos: «he aquí mi hijo», o es preferible lo que el uso actualmente tiene establecido? Hoy uno llama hijo a un niño que otro llama hermano, o primo hermano, o compañero de fratria o de tribu, según los lazos de familia, de sangre, de unión o de amistad contraídos directamente por los individuos o por sus mayores. Ser sólo primo bajo este concepto vale mucho más que ser hijo a la manera de Sócrates.

Pero, hágase lo que se quiera, no podrá evitarse que algunos ciudadanos, por lo menos, tengan sospecha de quiénes sean sus hermanos, sus hijos, sus padres, sus madres, y les bastarán para reconocerse indudablemente las semejanzas tan frecuentes entre los hijos y sus padres. Los autores que han escrito lo que han visto en sus viajes alrededor del mundo refieren hechos análogos: en algunos pueblos de la alta Libia, donde existe la comunidad de mujeres, se reparten los hijos según su parecido; y lo mismo sucede entre las hembras de los animales, de los caballos y de los bueyes, algunas de las cuales producen hijos exactamente iguales al macho; por ejemplo, la yegua de Farsalia llamada la Justa.

No será tampoco fácil librarse de otros inconvenientes que produce esta comunidad, tales como los ultrajes, los asesinatos voluntarios o cometidos por imprudencia, los altercados y las injurias, cosas que son mucho más graves si se cometen contra un padre, una madre, o parientes muy próximos, que contra extraños; y, sin embargo, han de ser mucho más frecuentes necesariamente entre gentes que ignoran los lazos que los unen. Por lo menos, cuando se conocen, es posible la expiación legal, la cual se hace imposible cuando no se conocen.

No es menos extraño, cuando se establece la comunidad de los hijos, prohibir a los amantes sólo el comercio carnal, y no el amor mismo y todas esas familiaridades verdaderamente vergonzosas entre el padre y el hijo, el hermano y el hermano, so pretexto de que estas caricias no traspasen los límites del amor. No es, asimismo, menos extraño prohibir el comercio carnal sólo por el temor de que se haga el placer demasiado vivo, sin dar la menor importancia a que tenga lugar entre un padre y un hijo o entre hermanos.

Si la comunidad de mujeres y de hijos parece a Sócrates más útil para el orden de los labradores que para el de los guerreros, guardadores del Estado, es porque destruiría todo lazo y todo acuerdo en esta clase, que sólo debe pensar en obedecer y no en intentar revoluciones.

En general, esta ley de la comunidad producirá necesariamente efectos completamente opuestos a los que leyes bien hechas deben producir, y precisamente por el motivo mismo que inspira a Sócrates sus teorías sobre las mujeres y los hijos. A nuestros ojos, el bien supremo del Estado es la unión de sus miembros, porque evita toda disensión civil; y Sócrates, en verdad, no se descuida en alabar la unidad del Estado, que a nuestro parecer, y también según él, no es más que el resultado de la unión entre los ciudadanos. Aristóteles, en su tratado sobre el amor, dice, precisamente, que la pasión, cuando es violenta, nos inspira el deseo de identificar nuestra existencia con la del objeto amado y de constituir con él un solo ser. En este caso es de toda necesidad que las dos individualidades, o, por lo menos, una de ellas, desaparezcan; mas en el Estado en que esta comunidad prevaleciera, se extinguiría toda benevolencia recíproca; el hijo pensará en todo menos en buscar a su padre, y al padre sucedería lo mismo respecto de su hijo. Y así como la dulzura de unas gotas de miel desaparece en una gran cantidad de agua, de igual modo la afección, que nace de tan queridos nombres, se perderá en un Estado en que será completamente inútil que el hijo piense en el padre, el padre en el hijo, y los hermanos en sus hermanos. Hay en el hombre dos grandes móviles de solicitud y de amor, que son la propiedad y la afección; y en la República de Platón no tienen cabida ni uno ni otro de estos sentimientos. Este cambio de los hijos que pasan, a seguida de su nacimiento, de manos de los labradores y de los artesanos, sus padres, a las de los guerreros, y, recíprocamente, presenta también dificultades en la ejecución. Los que los lleven del poder de los unos al de los otros, sabrán, a no dudar, qué hijos dan y a quiénes los dan. Entonces será cuando se reproducirán los graves inconvenientes de que hablé antes. Aquellos ultrajes, aquellos amores criminales, aquellos asesinatos, contra los que no pueden servir ya de garantía los lazos de parentesco, puesto que los hijos que pasen a las otras clases de ciudadanos no conocerán, entre los guerreros, ni padres, ni madres, ni hermanos, y los hijos que entren en la clase de guerreros se verán también desligados de todo lazo de unión con el resto de la ciudad.

Hagamos aquí alto en lo relativo a la comunidad de las mujeres y de los hijos.

 

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