CAPÍTULO XXXVIII

El sábado por la mañana Elizabeth y Collins se encontraron a la hora del desayuno unos minutos antes de que aparecieran los demás; y aprovechó la oportunidad para hacerle los cumplidos de la despedida que consideraba absolutamente necesarios.

––Ignoro, señorita Elizabeth ––le dijo––, si la señora Collins le ha expresado cuánto agradece su amabilidad al haber venido; pero estoy seguro de que lo hará antes de que abandone usted esta casa. Hemos apreciado enormemente el favor de su compañía. Sabemos lo poco tentador que puede ser para nadie el venir a nuestra humilde morada. Nuestro sencillo modo de vivir, nuestras pequeñas habitaciones, nuestros pocos criados y nuestro aislamiento, han de hacer de Hunsford un lugar extremadamente triste para una joven como usted. Pero espero que crea en nuestra gratitud por su condescendencia y en que hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para impedir que se aburriera.

Elizabeth le dio las gracias efusivamente y dijo que estaba muy contenta. Había pasado seis semanas muy felices; y el placer de estar con Charlotte y las amables atenciones que había recibido, la habían dejado muy satisfecha. Collins lo celebró y con solemnidad, pero más sonriente, repuso:

––Me proporciona el mayor gusto saber que ha pasado usted el tiempo agradablemente. Se ha hecho, realmente, todo lo que se ha podido; hemos tenido la suprema suerte de haber podido presentarla a usted a la más alta sociedad, y los frecuentes medios de variar el humilde escenario doméstico que nos han facilitado nuestras relaciones con Rosings, nos permiten esperar que su visita le haya sido grata. Nuestro trato con la familia de lady Catherine es realmente una ventaja extraordinaria y una bendición de la que pocos pueden alardear. Ha visto en qué situación estamos en Rosings, cuántas veces hemos sido invitados allí. Debo reconocer sinceramente que, con todas las desventajas de esta humilde casa parroquial, nadie que aquí venga podrá compadecerse mientras puedan compartir nuestra intimidad con la familia de Bourgh.

Las palabras eran insuficientes para la elevación de sus sentimientos y se vio obligado a pasearse por la estancia, mientras Elizabeth trataba de combinar la verdad con la cortesía en frases breves.

––Así, pues, podrá usted llevar buenas noticias nuestras a Hertfordshire, querida prima. Al menos ésta es mi esperanza. Ha sido testigo diario de las grandes atenciones de lady Catherine para con la señora Collins, y confío en que no le habrá parecido que su amiga no es feliz. Pero en lo que se refiere a este punto mejor será que me calle. Permítame sólo asegurarle, querida señorita Elizabeth, que le deseo de todo corazón igual felicidad en su matrimonio. Mi querida Charlotte y yo no tenemos más que una sola voluntad y un solo modo de pensar. Entre nosotros existen en todo muy notables semejanzas de carácter y de ideas; parecemos hechos el uno para el otro.

Elizabeth pudo decir de veras que era una gran alegría que así fuese, y con la misma sinceridad añadió que lo creía firmemente y que se alegraba de su bienestar doméstico; pero, sin embargo, no lamentó que la descripción del mismo fuese interrumpida por la llegada de la señora de quien se trataba. ¡Pobre Charlotte! ¡Era triste dejarla en semejante compañía! Pero ella lo había elegido conscientemente. Se veía claramente que le dolía la partida de sus huéspedes, pero no parecía querer que la compadeciesen. Su hogar y sus quehaceres domésticos, su parroquia, su gallinero y todas las demás tareas anexas, todavía no habían perdido el encanto para ella.

Por fin llegó la silla de posta; se cargaron los baúles, se acomodaron los paquetes y se les avisó que todo estaba listo. Las dos amigas se despidieron afectuosamente, y Collins acompañó a Elizabeth hasta el coche. Mientras atravesaban el jardín le encargó que saludase afectuosamente de su parte a toda la familia y que les repitiese su agradecimiento por las bondades que le habían dispensado durante su estancia en Longbourn el último invierno, y le encareció que saludase también a los Gardiner a pesar de que no los conocía. Le ayudó a subir al coche y tras ella, a María. A punto de cerrar las portezuelas, Collins, consternado, les recordó que se habían olvidado de encargarle algo para las señoras de Rosings.

––Pero ––añadió–– seguramente desearán que les transmitamos sus humildes respetos junto con su gratitud por su amabilidad para con ustedes.

Elizabeth no se opuso; se cerró la portezuela y el carruaje partió.

––¡Dios mío! ––exclamó María al cabo de unos minutos de silencio––. Parece que fue ayer cuando llegamos y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido!

––Muchas, es cierto ––contestó su compañera en un suspiro.

––Hemos cenado nueve veces en Rosings, y hemos tomado el té allí dos veces. ¡Cuánto tengo que contar! Elizabeth añadió para sus adentros: «¡Y yo, cuántas cosas tengo que callarme!»

El viaje transcurrió sin mucha conversación y sin ningún incidente y a las cuatro horas de haber salido de Hunsford llegaron a casa de los Gardiner, donde iban a pasar unos pocos días.

Jane tenía muy buen aspecto, y Elizabeth casi no tuvo lugar de examinar su estado de ánimo, pues su tía les tenía preparadas un sinfín de invitaciones. Pero Jane iba a regresar a Longbourn en compañía de su hermana y, una vez allí, habría tiempo de sobra para observarla.

Elizabeth se contuvo a duras penas para no contarle hasta entonces las proposiciones de Darcy.

¡Qué sorpresa se iba a llevar, y qué gratificante sería para la vanidad que Elizabeth todavía no era capaz de dominar! Era una tentación tan fuerte, que no habría podido resistirla a no ser por la indecisión en que se hallaba, por la extensión de lo que tenía que comunicar y por el temor de que si empezaba a hablar se vería forzada a mencionar a Bingley, con lo que sólo conseguiría entristecer más aún a su hermana.

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