XLVI

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Cuando la Cibot dejó de hablar y esperaba un consejo, el hombrecillo, cuyos ojos verdes con puntos negros habían estado estudiando a la futura cliente, se vio acometido de un acceso de tos convulsiva y tuvo que recurrir a un tazón de loza medio lleno de una infusión de hierbas que vació.

—De no ser por Poulain, yo ya habría muerto, mi querida señora Cibot —dijo Fraisier respondiendo a las miradas maternales que le dirigía la portera—; pero él me devolverá la salud…

Parecía haber olvidado ya las confidencias de su cliente, quien se disponía a abandonar a un moribundo como aquél.

—Señora, en cuestiones de herencias, antes de dar ni un solo paso, hay que saber dos cosas —siguió diciendo el antiguo procurador de Mantes, poniéndose muy serio—. En primer lugar, si la herencia vale la pena que nos ocupemos del caso, y, en segundo, cuáles son los herederos; porque, si la herencia es el botín, los herederos son el enemigo.

La Cibot habló de Rémonencq y de Élie Magus, y dijo que aquel par de astutos comerciantes evaluaban la colección de cuadros en seiscientos mil francos.

—¿Están dispuestos a quedársela por este precio…? —preguntó el antiguo procurador de Mantes—; porque, verá usted, señora, los hombres de negocios no creen en los cuadros Un cuadro puede valer cuarenta sueldos de tela o cien mil francos de pintura. Ahora bien, los cuadros de cien mil francos son muy conocidos, y ¡qué errores se cometen al valorarlos, incluso con los más célebres! Un financiero muy conocido, cuya colección era muy elogiada, visitada, e incluso grabada (¡grabada!) pasaba por haber gastado millones… Un buen día se muere, como todo el mundo; pues bien, sus valiosísimos cuadros no han dado más que doscientos mil francos… Tendría que hablar con estos señores… Pasemos a los herederos.

Y Fraisier volvió a adoptar su actitud de oyente. Al oír el nombre del presidente Camusot inclinó la cabeza e hizo una mueca que llamó poderosamente la atención de la Cibot; intentó leer en su frente, en esta atroz fisonomía, pero el rostro que tenía delante era impenetrable.

—Sí, sí —repitió la Cibot—, mi señor Pons es primo directo del presidente Camusot de Marville, me machaca su parentesco diez veces por día. La primera mujer del señor Camusot, el sedero…

—Que acaba de ser nombrado par de Francia…

—Era una Pons, prima hermana del señor Pons.

—Son primos segundos…

—Ya no son nada, se han peleado.

El señor Camusot de Marville, había sido durante cinco años presidente del tribunal de Mantes, antes de ser trasladado a París. No sólo había dejado recuerdos allí, sino que incluso conservaba relaciones en aquel lugar; ya que su sucesor, el juez con el que había tenido más amistad durante su estancia en Mantes, era todavía presidente del tribunal, y por lo tanto conocía a fondo a Fraisier.

—¿Sabe usted —dijo, cuando la Cibot hubo cerrado las rojas compuertas de su boca torrencial—, sabe usted que va a tener por enemigo número uno a un hombre que puede enviar gente al patíbulo?

La portera dio un salto en su silla que recordaba esas cajas de juguete de las que asoma inesperadamente una muñeca.

—Cálmese, mi querida señora Cibot —siguió diciendo Fraisier—. Nada más natural que usted ignore lo que significa ser presidente de la Cámara de Acusaciones del Tribunal Real de París, pero lo que sí debería usted saber es si el señor Pons tiene un heredero legal natural; el señor presidente de Marville es el único heredero del enfermo de usted, pero lo es colateral en tercer grado; o sea que el señor Pons, según la ley, puede hacer lo que quiera de su fortuna. Usted ignora también que la hija del señor presidente se ha casado, desde hace al menos seis semanas, con el primogénito del señor conde Popinot, par de Francia, ex ministro de Agricultura y de Comercio, uno de los hombres más influyentes de la política actual. Por esta alianza, el presidente es aún mucho más poderoso que como soberano de la sala de lo Criminal.

La Cibot se estremeció de nuevo al oír esta palabra.

—Sí, él es quien puede enviarnos allí —siguió diciendo Fraisier—. ¡Ah, mi querida señora Cibot, usted no sabe lo que es una toga roja! ¡Ya basta con tener una simple toga negra contra uno! Si me ve usted aquí arruinado, calvo, moribundo… pues bien, es por haberme enfrentado, sin saberlo, con un simple fiscalillo de provincias. Me obligaron a malvender mi estudio, y aún debo dar las gracias de haber podido salir tan bien librado, sólo con perder mi fortuna. Si hubiera querido resistir, hubiese debido renunciar a mi profesión de abogado. Pero lo que usted ignora también es que, si sólo se tratase del presidente Camusot, la cosa no sería tan grave; pero es que, sepa usted, que hay por en medio una mujer… Y si se encontrara cara a cara con esta mujer, temblaría usted como si se viese en el primer escalón del patíbulo, se le erizarían los cabellos. La presidenta es vengativa hasta el punto de esperar diez años para hacerle caer en una trampa fatal para el adversario. Y maneja a su marido como un niño a su peonza. Ella fue la responsable del suicidio, en la Conserjería, de un joven de grandes prendas; ella ha hecho más blanca que la nieve la reputación de un conde que se hallaba acusado de falsificación; ha estado a punto de hacer declarar la incapacidad de uno de los más grandes señores de la corte de Carlos X; y finalmente, ha sido ella quien ha provocado la caída del procurador general, el señor de Granville…

—Que vivía en la Vieille-rue-du-Temple, esquina a la calle Saint-François, ¿no es eso? —dijo la Cibot.

—Exactamente. Se dice que quiere que su marido llegue a ministro de Justicia, y yo no sé si va a conseguir lo que se propone… Si se empeñara en enviarnos a los dos a la sala de lo Criminal y a presidio, yo, que soy inocente como un recién nacido, tomaría un pasaporte y me iría a los Estados Unidos… Sé muy bien lo que es la justicia. Pero hay más, mi querida señora Cibot; para poder casar a su hija única con el joven vizconde Popinot, que, según se dice, será el heredero del propietario de usted, el señor Pillerault, la presidenta se ha desprendido de toda su fortuna, hasta el punto de que, en estos momentos, el presidente y su esposa, se ven obligados a vivir sólo con la paga que corresponde a su cargo. Y ¿cree usted, mi querida señora Cibot, que en esas circunstancias la presidenta va a dejar escapar la herencia del señor Pons? Por mi parle, yo preferiría tener delante un cañón cargado con metralla, que saber que una mujer como ésta está contra mí.

—Pero si están peleados —dijo la Cibot.

—¿Y eso qué importa? —dijo Fraisier—. Razón de más. Matar a un pariente de quien se tienen agravios, ya es mucho, pero además heredar de él ¡vaya placer!

—Pero es que el pobre hombre siente horror por sus herederos; me repite cada día que esta gente, ahora me acuerdo de los nombres, el señor Cardot, el señor Berthier, etc., le han destrozado como la rueda de un carro aplasta a un huevo.

—¿Y quiere usted seguir su misma suerte?

—¡Dios mío, Dios mío! —exclamó la portera—. La señora Fontaine tenía razón cuando me decía que encontraría obstáculos; pero me ha dicho que yo me saldría con la mía…

—Escúcheme, mi querida señora Cibot… Que usted saque de este asunto unos treinta mil francos, es posible; pero no piense usted en la herencia… Ayer tarde estuvimos hablando con el doctor Poulain de usted y de su caso…

Al oír esto, la señora Cibot volvió a dar un respingo.

—¿Qué le ocurre?

—Pero, entonces, si ya conocía todo el asunto, ¿por qué me ha dejado hablar como una cotorra?

—Señora Cibot, yo conocía su caso, pero no sabía nada de la señora Cibot. Cada cliente es un modo de ser distinto.

La señora Cibot dirigió a su futuro consejero una singular mirada que revelaba toda su desconfianza, y que Fraisier supo interpretar debidamente.

 

 

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