Canto de otoño

 

I

 

Pronto nos hundiremos en las frías tinieblas;

¡Adiós, viva claridad de nuestros menguados estíos!

Escucho ya caer con resonancias fúnebres

La leña retumbante sobre el empedrado de los patios.

Todo el invierno va a penetrar en mí ser: cólera,

Odio, estremecimientos, horror, trabajo duro y forzado,

Y, como el sol en su infierno polar,

Mi corazón no será más que un bloque rojo y helado.

Escucho temblando cada leño que cae;

El patíbulo que erigen no tiene eco más sordo.

Mi espíritu se asemeja a la torre que sucumbe

Bajo la arremetida del ariete infatigable y pesado.

Me parece que, mecido por este chocar monótono,

Clavarán con gran prisa en alguna parte un ataúd,

¿Para quién? —Ayer era verano; ¡he aquí el otoño!

Este ruido misterioso repercute como un adiós.

II

De tu lánguida mirada amo la luz verdosa,

Dulce beldad; pero hoy todo me es amargo,

Y nada, ni tu amor, ni tu alcoba, ni el hogar,

Valen para mí lo que el sol radiante sobre el mar.

Y sin embargo, ámame, ¡corazón tierno! sé maternal

Hasta para un ingrato, aún para un perverso;

Amante o hermana, sé la dulzura efímera

De un glorioso otoño o de un sol poniente.

¡Breve tarea! La tumba aguarda; ¡Está ávida!

¡Ah! Déjame, mi frente posada sobre tus rodillas,

gustar, añorando el estío blanco y tórrido,

Del otoño el destello amarillo y dulce!