El frasco

 

Hay fuertes perfumes para los que toda materia

Es porosa. Se diría que penetran el vaso.

Al abrir un cofrecillo llegado del Oriente

Cuya cerradura rechina y se resiste chirriando,

O bien en una casa desierta en algún armario

Lleno del acre olor del tiempo, polvoriento y negro,

A veces encontramos un viejo frasco que se recuerda

Del que surge vivísima un alma que resucita.

Mil pensamientos dormían, crisálidas fúnebres,

Temblando dulcemente en las pesadas tinieblas,

Que entreabren su ala y toman su impulso,

Teñidas de azur, salpicadas de rosa, laminadas de oro.

He aquí el recuerdo embriagador que revolotea

En el aire turbado; los ojos se cierran: el Vértigo

Agarra el alma vencida y la arroja a dos manos

Hacia un abismo oscurecido de miasmas humanas;

La derriba al borde de un abismo secular,

Donde, Lázaro oloroso desgarrando un sudario,

Se mueve en su despertar el cadáver espectral

De un viejo amor rancio, encantador y sepulcral.

Así, cuando yo esté perdido en la memoria

De los hombres, en el rincón de un siniestro armario

guando me hayan arrojado, viejo frasco desolado,

Decrépito, polvoriento, sucio, abyecto, viscoso, rajado,

¡Yo seré tu ataúd, amable pestilencia!

El testigo de tu fuerza y de tu virulencia,

¡Caro veneno preparado por los ángeles! licor

Que me corroe, ¡Oh, la vida y la muerte de mi corazón!