Al señor de Cyrano de Mauvières

Señor:

Todos los espíritus agudos de esta época estiman tanto las obras del difunto señor de Cyrano de Bergerac, vuestro hermano, y las producciones de su ingenio son en efecto tan considerables, que yo no podría, sin excitar las maledicencias de aquéllos y sin ofender la memoria de este ilustre autor, esconder por más tiempo sus ESTADOS E IMPERIOS DEL SOL, con algunas cartas y otras obras que dichosamente han caído entre mis manos cuando ya me había quitado la esperanza de poseerlas una infructuosa pesquisa tan larga como inútil. En verdad, señor, lo primero que he pensado es ponerme en estado de restituíroslas; y puesto que este inimitable escritor no sólo os proclamó heredero de los bienes que la fortuna le otorgó, sino también de los frutos de su estudio, no puedo yo sin permiso vuestro disponer de este tesoro, que con tan justo título poseéis, para entregarlo al público. Por eso os lo pido y lo espero con toda la confianza imaginable. Así es, señor; yo confío en que no podréis negarme ese favor; vos sois demasiado agradecido para no otorgar esa gracia; vos sois demasiado liberal para no dar a toda Europa lo que ella os pide con tanta impaciencia, y amáis tanto la gloria de vuestro hermano, que no querréis encerrarla en la estrechez de vuestro gabinete. Como yo sé, señor, que vos no sois como esos ricos avaros que poseen grandes tesoros sin que consientan compartirlos con sus semejantes, y que no estimáis las cosas porque son raras, sino porque son útiles, y como sé, señor, que vos pensáis muy cuerdamente que no hay ninguna diferencia entre las piedras preciosas y las ordinarias si igualmente se las encierra, juzgaría mal si pensase que vos quisierais guardar para vuestro escondido goce lo que a tantas gentes puede serles útil. Si el Sol estuviese siempre oculto por esas espesas nubes que algunas veces nos roban su. luz, no bendeciríamos tan a menudo al Autor de la Naturaleza, que nos enseña todos los días tan hermoso astro, al que podemos llamar viviente imagen de la Divinidad; y si vos ocultaseis al público esa digna obra tan encantadora, cuya posesión con tan dulce esperanza le halaga, os privaríais a vos mismo de los agradecimientos y alabanza que a manos llenas os reserva. Pero, señor, al oírme hablar creeríase que era necesario solicitar vuestra generosidad y aducir argumentos múltiples para inclinaros a conceder al universo el goce de una cosa por la que ya está ardiendo en deseos; a vos, señor, a quien yo he visto resuelto a hacernos el presente de ese libro, que yo ahora os muestro y en cuya primera página quiero escribir vuestro nombre para que sirva de escudo a los ataques de la envidia y la maledicencia que a veces persiguieron a su autor con tanta crueldad. Ahora, señor, con tan poderoso socorro podrá desafiar valientemente a esos, monstruos y perseguirlos hasta el más oculto rincón en que se escondan; pues hasta los palacios y las cortes serán asilos débiles si él, juzgándolos dignos de su cólera, se dispone a perseguirlos hasta allí.

Si ese grande hombre, cuando era mortal y no contaba con otro apoyo que el de su virtud, redujo a esos monstruos con la buena suerte que todos sabemos, de esperar es, y no puede cabernos duda en ello, que ahora que goza de la inmortalidad que conquistó con sus trabajos, y que está secundado por un hermano en quien el espíritu y el buen sentido se han unido tan estrechamente, ahogue para siempre a esas hidras renacientes con tanta facilidad como presteza y les haga confesar por última vez, al expirar, que no puede atacarse a dos hermanos cuya amistad, a pesar de las imposturas de sus enemigos, triunfa hasta de la muerte sin sufrir los rigores de su venganza ni hacer llevar las penas de su temeridad. No quiero hablar aquí, señor, de los socorros que le prometió Apolo cuando le permitió entrar en sus Estados; pues aunque al teneros a vos ya no necesitaba a nadie más, recibió aún de ese Autor de la luz y de ese Maestro de las Ciencias luces que nada puede obscurecer, conocimientos que nadie puede igualar y una elocuencia victoriosa a la que forzosamente es necesario rendirse. En fin, señor, nosotros podemos decir en honor de Francia y loor de vuestra familia, de la que han nacido tantas personas notables en la toga y en la espada, y en la gloria de Cyrano de Bergerac especialmente, que apareció como un Alejandro resucitado en este siglo merced a un milagro sorprendente. Encontró, como este famoso conquistador, que la Tierra tenía límites demasiado estrechos para sus ambiciones,. y luego que recorrió, a la edad de treinta años, los Estados e Imperios de la Luna y el Sol, fuese a buscar, en el palacio de los Dioses, la satisfacción que no pudo encontrar en la morada de los hombres ni en los mundos de los astros. Pero, señor, advierto que estoy insensiblemente haciendo el panegírico de este incomparable genio, cuando debiera callarme para dejarle hablar a él, porque no tengo ninguna buena prenda, si no son la pasión con que honro su memoria y el deseo que tengo de testimoniaros que soy,

Señor,

Muy humilde y muy devoto criado de vuestra merced.

C. DE SERCY

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