II

 

El hombre que acababa de redescubrir Hurdy-Gurdy no sentía curiosidad por su arqueología. Y cuando vio a su alrededor las lúgubres muestras del trabajo perdido y las esperanzas rotas, cuyo significado desalentador se veía acentuado por la pompa irónica del dorado barato que provocaba el sol naciente, su suspiro de fatiga no reveló ninguna sensibilidad. Simplemente quitó de lomos de su fatigado burro un equipo de minero algo más largo que el propio animal, ató éste a una estaca, eligió de entre su equipo un hacha pequeña y cruzó enseguida el lecho seco de Injun Creek para dirigirse a la parte superior de una colina baja que había al otro lado.

Al pisar una valla caída que había estado formada por matas y tablas, eligió una de éstas y la cortó en cinco partes que afiló por uno de los extremos. Después inició una especie de búsqueda, agachándose de vez en cuando para examinar algo con gran atención. Finalmente su paciente examen debió verse recompensado por el éxito, pues de pronto se levantó cuan largo era, hizo un gesto de satisfacción, pronunció la palabra «Scarry»* y se alejó enseguida con pasos largos e iguales que fue contando. Se detuvo y clavó en el suelo una de las estacas. Después miró cuidadosamente a su alrededor, midió un número de pasos sobre un terreno singularmente desigual y clavó otra estaca. Recorriendo dos veces esa distancia en ángulo recto con la dirección anterior clavó una tercera, y repitiendo el proceso metió la cuarta y finalmente la quinta. Hizo después una hendidura en la parte superior, en la que insertó un viejo sobre de cartas cubierto con un intrincado sistema de trazos hechos a lápiz. En resumen, había presentado una reclamación de terrenos de estricto acuerdo con las leyes de la minería local de Hurdy-Gurdy y había colocado la nota habitual.

Es necesario explicar que uno de los terrenos adjuntos a Hurdy-Gurdy —que con el tiempo acabó estando adjunto a la metrópolis— era un cementerio. En la primera semana de la existencia del campamento había sido trazado cuidadosamente por un comité de ciudadanos. Al siguiente día se había producido un debate entre dos miembros del comité acerca de un lugar mejor, y al tercer día la necrópolis fue inaugurada con un funeral doble. Conforme el campamento había ido menguando, el cementerio fue creciendo; y mucho antes de que el último habitante, victorioso tanto contra la insidiosa malaria como contra el rápido revólver, hubiera apuntado la cola de su burro hacia Injun Creek, el asentamiento periférico se había convertido en un barrio populoso, ya que no popular. Y ahora, cuando había caído sobre la ciudad la hoja seca y amarilla de una desagradable senilidad, el camposanto —aunque algo desfigurado por el tiempo y las circunstancias, y no totalmente exento de innovaciones en la gramática y experimentos en la ortografía, por no hablar de los estragos del devastador coyote— respondía a las necesidades humildes de sus ciudadanos con razonable satisfacción. Formaba un generoso campo de dos acres —que había sido elegido con encomiable sentido de la economía, pero innecesariamente, porque no tenía valor como campo de mineral—, e incluía dos o tres árboles esqueléticos (de una robusta rama lateral de uno de ellos colgaba todavía significativamente una cuerda estropeada por el tiempo), medio centenar de montículos, una veintena de toscos tablones cuyas inscripciones mostraban las peculiaridades literarias ya mencionadas y una esforzada colonia de chumberas. En conjunto, el Lugar de Dios, como había sido bautizado con característica reverencia, podía jactarse justamente de una desolación de calidad indudablemente superior. El señor Jefferson Doman había hecho su reivindicación territorial en la parte más poblada de aquella interesante heredad. Si en la realización de sus designios consideraba adecuado extraer a alguno de los muertos, éstos tendrían el derecho a ser vueltos a enterrar convenientemente.

 

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