II

 

En la consulta de un médico, en Kearny Street había tres hombres sentados junto a una mesa, bebiendo ponche y fumando. Era ya bastante tarde, casi la medianoche, y desde luego que el ponche no había faltado. El más solemne de los tres era el doctor Helberson, que era el anfitrión, pues se encontraban en sus habitaciones. Tenía unos treinta años; los otros eran más jóvenes, aunque todos eran médicos.

—El temor supersticioso con que los vivos consideran a los muertos es hereditario e incurable —decía el doctor Helberson—. Uno no tiene por qué avergonzarse de eso, como tampoco debería hacerlo por el hecho de heredar, por ejemplo, una incapacidad para las matemáticas o la tendencia a mentir.

Los otros dos se echaron a reír.

—¿No debería un hombre avergonzarse de ser mentiroso? —preguntó el más joven de los tres, que en realidad era un estudiante de medicina que todavía no se había graduado.

—Mi querido Harper, yo no he dicho nada semejante. Una cosa es la tendencia a mentir y otra el hecho de hacerlo.

—¿Pero piensa usted que ese sentimiento supersticioso, ese miedo a los muertos, tan irracional como nos parece, es universal? —intervino el tercer hombre—. No soy consciente de tenerlo.

—Ah, pero pese a todo está «en su sistema» —contestó Helberson—. Sólo requiere de las condiciones adecuadas —lo que Shakespeare llama «la estación confederada»— para manifestarse de alguna manera muy desagradable que le abra los ojos. Aunque desde luego los médicos y los soldados están más liberados que los demás de ese miedo.

—¡Los médicos y los soldados! ¿Por qué no añadir a los decapitadores y los verdugos de la horca? Añadamos a todos los grupos de asesinos.

—No, mi querido Mancher; los jurados no permiten que los verdugos públicos lleguen a adquirir una familiaridad suficiente con la muerte como para no sentirse en absoluto conmovidos por ella.

El joven Harper, que había ido junto a una mesa de servicio para coger un nuevo cigarro, volvio a su asiento.

—¿Cuáles consideraría usted que son las condiciones bajo las que cualquier hombre nacido de mujer llegaría a tener una conciencia insoportable de compartir a este respecto nuestra debilidad común? —preguntó con un exceso, quizás, de verbosidad.

—Bien, diría que si un hombre se encontrara una noche entera encerrado con un cadáver, a solas, en una habitación oscura de una casa vacía, sin cobertores de cama con los que taparse la cabeza, y pasara por todo ello sin enloquecer totalmente, podría jactarse entonces de no haber nacido de mujer ni ser tampoco, como Macduff, un producto de la cesárea.

—Pensé que no terminaría nunca de añadir condiciones —intervino Harper—. Pues conozco a un hombre que no es ni médico ni soldado y que las aceptaría todas por cualquier apuesta que quisieran ustedes hacer.

—¿De quién se trata?

—Se llama Jarette: aquí es un desconocido; procede de la misma ciudad que yo, en el estado de Nueva York. Carezco de dinero para apoyarle en la apuesta, pero él mismo la sostendrá con todo lo que haga falta.

—¿Cómo sabe eso?

—Antes preferiría apostar que comer. Y en cuanto al miedo... me atrevo a decir que opina que es algún trastorno cutáneo, o quizás un tipo particular de herejía religiosa.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Helberson que, evidentemente, se estaba interesando por el asunto.

—Se parece a Mancher... hasta podría ser su hermano gemelo.

—Acepto el desafío —respondió de inmediato Helberson.

—¿Porque se parece a mí? Muy agradecido por el cumplido —dijo Mancher arrastrando las palabras, pues tenía cada vez más sueño—. ¿Puedo intervenir?

—No contra mí —contestó Helberson—. No quiero ganar su dinero.

—De acuerdo —replicó Mancher—. Entonces yo seré el cadáver.

Los otros se echaron a reír.

El resultado de aquella loca conversación, ya lo hemos visto.

 

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