II

Nadie supo cómo fué el encuentro; pero era forzoso que ocurriera, y ocurrió. Dimóni y la Borracha se juntaron y se confundieron.

Siguieron su curso por el cielo de la borrachera, rozáronse, para marchar siempre unidos, el astro rojizo de color de vino y aquella estrella errante, lívida como la luz del alcohol.

La fraternidad de borrachos acabó en amor, y fuéronse á sus dominios de Benicofar á ocultar su felicidad en aquella casucha vieja, donde, por las noches, tendidos en el suelo del mismo cuarto donde había nacido Dimóni, veían las estrellas, que parpadeaban maliciosamente á través de los grandes boquetes del tejado, adornados con largas cabelleras de inquietas plantas. Aquella casa era una muela vieja y cariada que se caía en pedazos. Las noches de tempestad tenían que huir como si estuvieran á campo raso, perseguidos por la lluvia, de habitación en habitación, hasta que, por fin, encontraban en el abandonado establo un rinconcito, donde, entre polvo y telarañas, florecía su extravagante primavera de amor.

¡Casarse!... ¿Para qué? Valiente cosa les importaba lo que dijera la gente. Para ellos no se habían fabricado las leyes ni los convencionalismos sociales. Les bastaba el amarse mucho, tener un mendrugo de pan á mediodía y, sobre todo, algún crédito en la taberna.

Dimóni mostrábase absorto, como si ante su vista se hubiese abierto ignorada puerta, mostrándole una felicidad tan inmensa como desconocida. Desde la niñez, el vino y la dulzaina habían absorbido todas sus pasiones; y ahora, á los veintiocho años, perdía su pudor de borracho insensible, y como uno de aquellos cirios de fina cera que llameaban en las procesiones, derretíase en brazos de la Borracha, sabandija escuálida, fea, miserable, ennegrecida por el fuego alcohólico que ardía en su interior, apasionada hasta vibrar como una cuerda tirante y que á él le parecía el prototipo de la belleza.

Su felicidad era tan grande, que se desbordaba fuera de la casucha. Acariciábanse en medio de las calles con el impudor inocente de una pareja canina, y muchas veces, camino de los pueblos donde se celebraba fiesta, huían á campo traviesa, sorprendidos en lo mejor de su pasión por los gritos de los carreteros, que celebraban con risotadas el descubrimiento. El vino y el amor engordaban á Dimóni: echaba panza, iba de ropa más cuidado que nunca y sentíase tranquilo y satisfecho al lado de la Borracha, aquella mujer cada vez más seca y negruzca que, pensando únicamente en cuidarle, no se ocupaba en remendar las sucias faldillas que se escurrían de sus hundidas caderas.

No lo abandonaba. Un buen mozo como él estaba expuesto á peligros; y no satisfecha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba á su lado al frente de la procesión, sin miedo á los cohetes y mirando con cierta hostilidad á todas las mujeres.

Cuando la Borracha quedó embarazada, la gente se moría de risa, comprometiéndose con ella la solemnidad de las procesiones.

En medio, él, erguido, con expresión triunfante, con la dulzaina hacia arriba, como si fuese una descomunal nariz que olía el cielo; á un lado, el pillete, haciendo sonar el tamboril, y al opuesto, la Borracha, exhibiendo con satisfacción, como un segundo tambor, aquel vientre, que se hinchaba cual globo próximo á estallar, que la hacía ir con paso tardo y vacilante y que en su insolente redondez subía escandalosamente el delantero de la falda, dejando al descubierto los hinchados pies bailoteando en viejos zapatos y aquellas piernas negras, secas y sucias como los palillos que movía el tamborilero.

Aquello era un escándalo, una profanación, y los curas de los pueblos sermoneaban al dulzainero:

—Pero, ¡gran demonio!, cásate al menos, ya que esa perdida se empeña en no dejarte ni aun en la procesión. Yo me encargaré de arreglaros los papeles.

Pero, aunque él decía á todo que sí, maldito lo que le seducía la proposición. ¡Casarse ellos! Bueno va... ¡Cómo se burlaría la gente! Mejor estaban así las cosas.

Y en vista de su tozuda resistencia, si no le quitaron las fiestas, por ser el más barato y mejor de los dulzaineros, despojáronle de todos los honores anexos á su cargo, y ya no comió más en la mesa de los clavarios, ni se le dió el pan bendito, ni se permitió que entrasen en las iglesias el día de la fiesta semejante par de herejazos.

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