V

Tronaba en las calles del Cabañal, á pesar de que el día amaneció sereno.

La gente echábase de la cama aturdida por el ruido sordo é incesante, igual al tableteo de lejanos truenos. Las buenas vecinas, desgreñadas, con los ojos turbios y ligeras de ropas, salían á las puertas para ver á la azulada luz del alba cómo pasaban los fieros judíos, autores de tanto estrépito, golpeando los parches de sus destemplados y fúnebres atabales.

Los más grotescos figurones asomaban en las esquinas, como si, barajándose el almanaque, Carnaval hubiese caído en Viernes Santo.

La chavalería del pueblo echábase á la calle disfrazada con los extraños trajes de una mascarada tradicional, que no otra cosa resultaba la procesión del Encuentro.

Veíase á lo lejos, como pelotón de negras cucarachas, los encapuchados, las vestas, con la aguda y enorme caperuza de astrólogo ó juez inquisitorial, el antifaz de paño arrollado sobre la frente, una larga varilla de ébano en la mano, y caída sobre el brazo la larga cola del fúnebre ropón. Algunos, como suprema coquetería, llevaban enaguas de deslumbrante blancura, rizadas y encañonadas, y asomando por bajo de ellas los recogidos pantalones y las botas con elásticos, dentro de las cuales el enorme pie, acostumbrado á ensancharse con libertad sobre la arena, sufría indecibles angustias.

Pasaban después los judíos, fieros mamarrachos que parecían arrancados de un escenario humilde donde se representasen dramas de la Edad Media con ropería pobre y convencional. Era su indumentaria la que el vulgo conoce con el nombre vago y acomodaticio de traje de guerrero; tonelete cuajado de lentejuelas, bordados y franjas, como la túnica de un apache; casco rematado por un escandaloso penacho de rabo de gallo y los miembros ceñidos por un tejido grueso de algodón que modestamente imitaba la malla de acero. Y como colmo de la caricatura y el despropósito, con las fúnebres vestas y los imponentes judíos, pasaban los granaderos de la Virgen, buenos mozos, con enormes mitras semejantes á las gorras de los soldados del gran Federico y un uniforme negro adornado con galones de plata que parecían arrancados de algún ataúd.

Era caso de reir ante tan extrañas cataduras; pero á ver quién era el guapo que se atrevía á ello ante el fervor profesional que se notaba en todos los rostros atezados y graves. Además, no tan impunemente puede uno reirse de los cuerpos armados; y judíos y granaderos, para la custodia de Jesús crucificado ó de su madre, llevaban desenvainadas todas las armas blancas conocidas de la edad primitiva al presente; desde el enorme sable de caballería hasta el espadín de músico mayor.

Corrían tras ellos los muchachos, embobados por los vistosos uniformes; madres, hermanas y amigas admirábanles desde las puertas, lanzando un ¡Reina y siñora, qué guapos van! y la mascarada piadosa servía para recordar á la humanidad olvidadiza y pecaminosa que antes de una hora Jesús y su madre iban á encontrarse en mitad de la calle de San Antonio, casi á la puerta de la taberna del tío Chulla.

Conforme avanzaba el día y la luz azulada del amanecer tomaba los tintes rosados y calientes de la mañana, aumentaba en las calles el ronquido estrepitoso de los tambores, el toque de cornetas y las marciales marchas de las músicas, como si un ejército invadiese el Cabañal.

Las collas se habían reunido, y en filas de á cuatro marchaban tiesos, solemnes y admirados como vencedores. Iban á la casa de sus capitanes para recoger las banderas que ondeaban en el tejado, fúnebres estandartes de terciopelo negro que ostentaban bordados los horripilantes atributos de la Pasión.

El Retor era por herencia capitán de los judíos, y todavía de noche saltó de la cama para embutirse en el hermoso traje guardado en el arcón durante el resto del año y considerado por toda la familia como el tesoro de la casa.

¡Válgale Dios y qué angustias pasaba el pobre Retor, cada año más rechoncho y fornido, para embutirse en la apretada malla de algodón!

Su mujer, en ropas menores, al aire la exuberante pechuga, zarandeábale tirando de un lado, apretando por otro, para ajustar dentro del mallón las cortas piernas y el vientre de su Retor, mientras que Pascualet, sentado en la cama, miraba con asombro á su padre, como si no le reconociera con aquel casco de indio bravo erizado de plumajes y el terrible sable de caballería que al menor movimiento chocaba contra los muebles y rincones, produciendo un estrépito de mil diablos.

Por fin terminó el penoso tocado. Algo mal estaba, pero ya era hora de acabar. Las ropas interiores, arrolladas por la opresión de la malla, apelotonábanse, y las piernas del judío parecían plagadas de tumores; apretábale el vientre el maldito calzón hasta hacerle palidecer; la celada, por exceso de engrase, le caía sobre el rostro, lastimándole la nariz; pero ¡la dignidad ante todo! y tirando del sablote é imitando con voz sonora el redoble del tambor, púsose á dar majestuosas zancadas por la habitación, como si su hijo fuese un príncipe á quien hacía guardia.

Dolores le miraba con sus ojos dorados y misteriosos ir de un lado á otro como un oso enjaulado. Tentábanla á la risa las piernas tortuosas; pero no; mejor estaba vestido así que cuando volvía á casa por la noche con el traje alquitranado y el aire de una bestia abrumada por el cansancio.

Ya llegaban; oíase la música de los judíos que venían por su bandera. Dolores se vistió apresuradamente, mientras el capitán salía á la frontera de sus dominios á recibir el ejército.

Sonaban acompasados los tambores, y el vistoso escuadrón agitaba los pies, el cuerpo y la cabeza con rítmico contoneo, sin moverse del sitio, mientras Tonet y dos más, con gravedad imperturbable, subían al balcón por el estandarte.

Dolores vió á su cuñado en la escalera, y fué en ella instantáneo, fulminante el instinto de comparación. Parecía todo un militar, un general... algo que se separaba de la rudeza grotesca de los otros. No; Tonet no tenía las piernas tortuosas y tumefactas, sino esbeltas, ajustadas, elegantes, como aquellos señores tan simpáticos llamados don Juan Tenorio, el rey don Pedro ó Enrique Lagardere, que tanto la habían conmovido recitando quintillas ó dando estocadas en la escena del teatro de la Marina.

Ya iban todas las collas camino de la iglesia, con la música al frente, ondeante la negra bandera y ofreciendo desde lejos el aspecto de un tropel de brillantes insectos arrastrándose con incesante contoneo.

Comenzaba la ceremonia del encuentro. Marchaban por distintas calles dos procesiones; en la una la Virgen, dolorosa y afligida, escoltada por su guardia de sepulcrales granaderos, y en la otra Jesús, desmelenado y sudoroso, con la túnica morada hueca y cargada de oro, abrumado bajo el peso de la cruz, caído sobre los peñascos de corcho pintado que cubrían la peana, sudando sangre por todos los poros; y en torno de él, para que no se escapara, los inhumanos judíos que, para mayor carácter, ponían un gesto feroz de pocos amigos, y las vestas, con el capuchón calado y la cola arrastrando sobre los charcos, tan tétricas, tan sombrías, que los chicuelos rompían á llorar, refugiándose en los zagalejos de la madre.

Y los sordos parches siempre tronando, las trompetas lanzando sonidos desgarradores, lamentos prolongados de ternerillo en el matadero; y en medio de la chusma armada y feroz, niñas talluditas con los carrillos cargados de colorete, vestidas de odaliscas de ópera cómica, con un cantarillo al brazo para demostrar que eran la bíblica Samaritana, en las orejas y el pecho el brillante aderezo tomado á préstamo por sus madres y al aire las robustas pantorrillas con polonesas y medias rayadas.

Pero estos pequeños detalles no abrían paso á la impiedad.

¡Siñor!... ¡Ay Siñor, Deu meu!—murmuraban con acento angustiado las viejas pescaderas, contemplando al ensangrentado Jesús en poder de la pillería excolmugada.

Entre los espectadores veíanse caras pálidas y ojerosas, bocas sonrientes, gente alegre que, después de una noche tormentosa, había venido de Valencia para reír un poco; y cuando se burlaban demasiado fuerte de los grotescos figurones, no faltaba algún soldado de Pilatos que agitaba el espadón amenazante, rugiendo con santa indignación:

¡Morrals!... ¡Morrals! ¿Veniu á burlarse?

¡A burlarse de una fiesta tan antigua como el mismo Cabañal!... ¡Señor! de Valencia habían de ser para atreverse á tanto.

La gente se agolpaba en el lugar del encuentro: una encrucijada de la calle de San Antonio, frente á los azulejos que marcaban con extrañas figuras las estaciones del Calvario. Allí se aglomeraban, empujándose por colocarse en primera fila, las inquietas pescaderas, rudas, agresivas, envueltas en sus mantones de cuadros y con el pañuelo sobre los ojos.

Rosario estaba en un grupo de viejas, haciendo esfuerzos con codos y rodillas por mantenerse en primera fila sobre la acera, para ver en lugar preferente la procesión.

La pobre mujer hablaba de su Tonet con entusiasmo. ¿Le habían visto?... Judío tan bien portado no se encontraba en toda la procesión. Y á la infeliz, hablando con tanto entusiasmo de su marido, todavía le escocían las bofetadas con que el brutal Tonet había acompañado al amanecer la empresa de su acicalamiento.

Sintió sobre su pecho el rudo encontrón de un cuerpo macizo y poderoso que se colocaba ante ella, empujándola por conquistar su puesto. Miró y ¡habría mayor atrevimiento! era Dolores, su cuñada, con Pascualet de la mano, que se ahogaba en aquella aglomeración. La buena moza tenía el aire de soberana de siempre y avanzaba el desdeñoso labio inferior al mirar á la gente. ¡Ah, la arrastrada!... ¡Y cómo la respetaban y mimaban todos á pesar de su orgullo!

Las dos cuñadas, con gran desesperación de la tía Picores, seguían mirándose hostilmente. Su reconciliación en la horchatería del Mercado había sido una tregua, y únicamente, como memoria de tantas promesas de amistad, saludábanse fríamente, pero con una expresión en los ojos que hacía presentir nuevas explosiones.

Rosario, aturdida por el ímpetu del cuerpo robusto que la empujaba, se limitó á contestar á la mirada de Dolores con un gesto de desprecio. ¡La muy desvergonzada! ¡Venir con tanto aire á tirar á las gentes del sitio en que estaban! ¡Qué humos!... ¡Dejad paso á la reina! Bien se sabía quién era cada una. Las personas sin educación se dan á conocer al momento.

Y la mujercilla débil y pálida iba coloreándose como si la embriagaran sus propias palabras. Reían sus amigas guiñando los ojos para animarla y comenzaba á girar sobre su canoso cuello la soberbia cabeza de Dolores con la expresión de una leona que oye zumbar un moscardón á sus espaldas, cuando la procesión desembocó en la calle por una travesía inmediata, y una ondulación de curiosidad agitó á la muchedumbre.

Avanzaban en opuesta dirección las dos procesiones, moderando su paso, deteniéndose, calculando la distancia para llegar á la vez al lugar del encuentro.

La morada túnica de Jesús centelleaba con los primeros rayos de sol por encima del bosque de plumajes, cascos y espadones en alto, que la luz erizaba de deslumbrantes reflejos, y por el otro lado avanzaba la Virgen, contoneándose al compás del paso de sus portadores, vestida de negro terciopelo y cubierta con una gasa fúnebre, al través de la cual brillaban sobre el rostro de cera las lágrimas, para las cuales llevaba sin duda en las inmóviles manos un pañuelo rizado y encañonado.

Ella era la que atraía la atención de las mujeres. Muchas lloraban. ¡Ay, reina y soberana! Aquel encuentro partía el alma. ¡Ver una madre á su hijo en tal estado! Era lo mismo (aunque la comparación fuese mala) que si ellas encontraran á sus chicos, tan buenos y honradotes, camino del presidio.

Y las pescaderas seguían gimoteando ante la madre dolorosa, lo que no les impedía fijarse en si llevaba algún adorno más que el año anterior.

Llegó el instante del encuentro. Cesaron los tambores en sus destemplados redobles; apagaron las trompetas sus lamentables alaridos; callaron las fúnebres músicas; quedáronse las dos imágenes inmóviles frente á frente y sonó una vocecita quejumbrosa cantando con monótono ritmo unas cancioncillas, en las que se describía lo conmovedor del encuentro.

La gente oía embobada al tío Grancha, un viejo velluter que todos los años venía de Valencia á cantar por entusiasmo piadoso en aquella fiesta. ¡Qué voz! Sus quejidos partían el corazón, y por esto, cuando los bebedores de la inmediata taberna de Chulla reían demasiado fuerte, estallaba una protesta general en la silenciosa muchedumbre, y los devotos clamaban indignados:

¡Calleu... recordóns!

Subieron y bajaron las imágenes, lo que equivalía para la gente á dolorosos y desesperados saludos que se dirigían la madre y el hijo; y mientras se verificaban estas ceremonias y cantaba sus coplas el tío Grancha, Dolores no quitaba los ojos del judío esbelto y arrogante que contrastaba con su capitán patizambo.

Podía estar de espaldas á Rosario, pero ésta la veía, ó más bien adivinaba dónde iban sus ojos. ¿Pero han visto ustedes? Ni que se lo quisiera comer. ¡Qué desvergüenza! Y eso en presencia de su marido; ¡qué sería cuando Tonet iba á su casa con excusa de jugar con el sobrino y la encontraba sola!

Y mientras las dos procesiones se unían volviendo juntas á la iglesia, la celosa é inquieta mujercilla seguía rugiendo á media voz amenazas é insultos sobre aquellas espaldas anchas y rollizas, soberbio pedestal de la hermosa nuca erizada de rizados pelos.

Dolores se volvió, dando una soberbia rabotada. ¿Pero era á ella á quien decía tantas cosas? ¿Cuándo iba á dejarla en paz? ¿No podría mirar donde le diese la gana?

Y los puntitos de oro, con su brillo infernal, destacábanse sobre la pupila de hermoso verde mar.

Sí; para ella iban todas sus palabras; para ella, perra rabiosa, que se comía los hombres con los ojos.

Dolores reía con desprecio. ¡Gracias! Que se guarde el suyo. Vaya una prenda. Ella tenía su hombre y no podía acabárselo. Eso otras que estaban medio locas. Piensa el ladrón que todos, etc.... Ella únicamente se dedicaba á romperles los morros á las insultadoras.

¡Mare!...¡mare!—gritaba Pascualet lloriqueando, agarrándose á las faldas de la soberbia moza que, palideciendo bajo su piel morena, se arqueaba ya para acometer, mientras que las amigas de Rosario agarraban á ésta por los flacos y nerviosos brazos.

¿Qué es asó? ¿Sempre lo mateix?—bramó un vozarrón cascado.

Y la enorme mole de la tía Picores se interpuso entre las combatientes.

Ella lo arreglaría todo. Sabía cómo se manejaba á aquellas locas. Tú Dolores... á casa. Y tú, mala llengua, que no te oixca.

Y á fuerza de empujones y amenazas las hizo obedecer.

¡Señor, qué gente! Hasta en un día santo, en viernes, y durante la procesión del Encuentro, armaban escándalo las condenadas. ¡Señor mil veces! ¡Qué chicas las de ahora!

Y viendo la fiera vieja que todavía se insultaban de lejos, las amenazó con sus manos de bruja hinchada, logrando al fin que se dejasen llevar por las amigas.

El escándalo trascendió al poco rato por todo el Cabañal.

En la barraca de Tonet hubo gran alboroto. Éste, antes de despojarse del traje de judío, dió una paliza á su mujer para que se curara de celos.

El Retor habló de ello mientras Dolores le sacaba del tormento de la malla á fuerza de tirones y sus carnes martirizadas recobraban la saludable expansión.

Su cuñada estaba loca: lo declaraba con la mayor lástima. Y aunque su hermano era un calavera y le dominaba el maldito aguardiente, no podía menos de compadecerlo al verle unido á una mujer intratable como un puerco espín.

Pero la familia era la familia. Porque Rosario fuese como era, no iba él á cerrarle las puertas á su hermano Tonet, y menos ahora, que si le ayudaba la suerte, tendría ocasión de hacerlo todo un hombre. Dolores, pálida aún por la reciente emoción, aprobaba todas sus palabras con movimientos de cabeza.

En fin, que con tratarse poco ó nada con aquella loca, todo quedaba arreglado.

Y ahora al negocio.

Al día siguiente, cuando las campanas comenzaban á voltear el toque de gloria, cuando se disparaban tiros en las calles y los muchachos aporreaban las puertas con garrotes, la Garbosa, aquella ruina del mar, aparejada como una barca pescadora, extendía su gran vela latina, blanca, fuerte y nueva, y se alejaba de la playa del Cabañal; contoneábase pesadamente sobre las olas como una belleza arruinada que oculta su vetustez, marchando en busca de la última conquista.

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