V

A las diez de la mañana iban colocando los músicos sus atriles al final de la cubierta, entre el fumadero y una barandilla, sobre la explanada de popa. Ensanchábase el paseo en este lugar, ofreciendo el aspecto de una terraza de café con mesas al aire libre y arbolillos redondos plantados en cajones verdes.

Rompía á tocar la banda una «Marcha granadera» del tiempo de Federico el Grande, con estruendosos alaridos de trompetería, y poco á poco la gente iba poblando el paseo.

El buque, húmedo, sombreado, limpio, parecía sonreír como un dormilón que se despabila con las frías abluciones matinales. Desde mucho antes caminaban los madrugadores por la azulada penumbra de la cubierta, saludándose al paso y comunicándose noticias de la noche anterior. Algunos, vestidos con pijamas ó medio desnudos bajo un largo gabán, descendían del gimnasio y se deslizaban rápidamente en busca de sus camarotes.

Aparecían las primeras señoras, yendo tras breve paseo á arrellanarse en los sillones. Bandas de muchachos aprovechaban la ausencia de los mayores para hacer suya toda la cubierta. Niñeras de diversa nacionalidad, con una criatura al brazo, formaban amigables grupos, mirándose sonrientes sin entenderse. Otras empujaban cunas con ruedas, en cuyo interior una cabeza abultada, de suaves cabellos, aparecía medio dormida entre puntillas y lazos. Una tropa de niños con fusiles de latón daba la vuelta al buque, golpeando el húmedo entarimado con marciales patadas. Eran rubios, morenos ó bronceados, mostrando en la variedad de sus tipos la amalgama étnica del continente americano, en el que sus padres les habían hecho nacer. Un hijo de doctor Zurita, que iba al frente sable en alto marcando el paso, gritaba con el imperio de una casa triunfadora: «A ver gringo, avanza un poco... Un... dos. Un... dos. Tú, gallego, hazte pa atrás».

Fernando, apoyado en la barandilla á corta distancia de los músicos, seguía con los ojos el lento balanceo del castillo de popa, sobre el cual aleteaba una ronda de gaviotas. Eran aves enormes repletas de pescado y desperdicios de los buques, con alas poderosas, blancas y combadas, semejantes á velas.

Seguían al trasatlántico desde Canarias, habituadas á esta soledad azul, inmensa para los ojos del hombre, y en la que su instinto husmeaba la vecindad invisible de la costa de África y del archipiélago de Cabo Verde. Volaban en espiral sobre la popa, abanicando algunas veces con sus alas á los pasajeros de tercera clase. Otras se tendían en fila sobre el camino blancuzco y espumoso que dejaban abierto las hélices en la llanura del Océano. Parecían inmóviles sobre el vapor, que marchaba y marchaba con el jadeante ímpetu de sus pulmones de acero, y cuando quedaban atrás bastábales un par de aletazos para volver á colocarse verticalmente sobre él. Sonaba el chapoteo de un objeto en el mar: una espuerta de residuos de cocina, un madero, un bote de conservas vacío, é inmediatamente se desplomaban, con las plumas encogidas, balanceándose sobre las ondulaciones oceánicas lo mismo que los cisnes de un lago. Y así que terminaban la exploración del objeto flotante ó engullían los residuos, retornaban al buque impetuosas como proyectiles.

Un murmullo de gente invisible subía hasta el paseo en las breves pausas de la música. Ojeda, al inclinarse sobre la baranda, recibió en su olfato un hedor de comida agria. La vasta explanada de popa, libre á aquella hora de toldos, aparecía ocupada por los emigrantes septentrionales. Formaban cuadros sentados en los camarancheles de las escotillas. Otros, por encima de ellos, ocupaban, como si fuesen bancos, los mástiles de las grúas colocados horizontalmente. Algunos, con aire señoril, dormían arrellanados en sillones plegadizos de lona vieja, recuerdo de anteriores viajes.

Correteaban bandas de muchachos medio desnudos, yendo á refugiarse entre las rodillas femeninas en los azares de su persecución. Viejos con luengas barbas, gorros de piel de cordero y peludos gabanes, permanecían en cuclillas mirando el mar, como fakires en éxtasis. Unos jóvenes tendidos sobre el vientre, con la quijada entre las manos, escuchaban la lectura en alta voz de un camarada. Junto á la borda, otros hombres barbudos fumaban en largas pipas, y de vez en cuando sus manos rojas y escamosas se hundían bajo las sotanas forradas de pieles para agitar con fuertes rascuñones los harapos invisibles.

Tenían que abrirse paso los marineros en esta muchedumbre compacta é inmóvil que bebía sol y aire fuera del encierro de los sollados. Sobre un montón de cables, un emigrante de cabeza rapada movía el arco de su violín, sin que el más leve sonido llegase hasta el paseo donde rugían los cobres. En la plataforma del castillo de popa, entre botes, maromas y salvavidas, pululaban los pasajeros de tercera clase que gozaban de preferencia: tenderos ambulantes; rusas y alemanas con grandes sombreros de paja, que, agarradas del talle, hablaban de sus diplomas académicos y de la posibilidad de entrar en el seno de una familia del Nuevo Mundo para enseñar idiomas á los niños; jóvenes melenudos con trajes de buen corte, pero de raída tela, siempre con un libro en la mano. Eran los aristócratas de esta parte del buque, que, aislados en su altura, miraban con desdeñosa conmiseración al rebaño de abajo y con envidia revolucionaria á los del castillo central.

Filas de ropas puestas á secar se balanceaban en la explanada sobre los grupos de cabezas. El suelo, regado á plena manga poco antes, estaba cubierto de cáscaras de frutas, secreciones de garganta y residuos de alimentos. Cabelleras femeniles tendidas al sol recibían la exploración venatoria de los peines. De la blancura incierta de algunas camisas, rígidas y acartonadas por el líquido seco, emergían ubres como harapos, adaptando su arrugada flacidez á las bocas lloronas de los pequeños. Otras madres, con el hijo en las rodillas, desenvolvían tranquilamente sus fajas y pañales, dando á la luz los olvidos hediondos de la inconsciencia infantil.

No tenía Fernando más que ladear un poco la cabeza, volviendo los ojos al interior de la cubierta, y recibía en su olfato inmediatamente la esencia de los licores que burbujeaban con mezcla de soda en las mesas del café, el perfume de agua de Colonia que iban esparciendo las mujeres, como un recuerdo de su baño matinal. Parecía ser de un planeta distinto la vida que se desarrollaba cuatro metros por encima de la muchedumbre emigrante. Los camareros iban de grupo en grupo ofreciendo grandes bandejas cargadas de emparedados y tazas de caldo: el segundo refrigerio de la mañana. Las señoras exhibían con afectada modestia sus trajes de verano recién extraídos de los cofres y cambiaban mutuos cumplimientos. Muchos pasajeros iban vestidos de blanco de pies á cabeza, é igualmente de blanco los domésticos del buque, los músicos y los oficiales. Había momentos en que el castillo central parecía invadido por una tripulación de Pierrots.

Pasó Mrs. Power, sola como siempre en sus matinales paseos, erguida y sin mirar á nadie, con un sombrero de tul elegante y vistoso. Fernando sintió al verla indecisión y timidez; pero ella, deteniéndose un momento, vino en su auxilio. Le saludó, preguntando con un retintín irónico cómo había pasado la noche. Sonreía protectoramente, dando á entender que perdonaba á Ojeda su travesura de niño grande. Todo estaba olvidado... Y le tendió una mano antes de alejarse, continuando su marcha de ritmo varonil.

Transcurría el tiempo sin que la cubierta se viese tan poblada como en otras mañanas. Muchos sillones permanecían vacíos. Las graves señoras alejaban á sus hijas para conversar entre ellas con voz de misterio y gestos de indignación, como si comentasen algo escandaloso. No había aparecido aún ninguno de aquellos jóvenes de cuya amistad hablaba Maltrana con entusiasmo. También él permanecía invisible, y lo mismo Nélida con su escolta de adoradores.

El doctor Zurita pasó junto á Ojeda aspirando el humo de su tercer cigarro matinal.

—Poca gente—dijo—. Anoche, según parece, hubo farra larga. Debe haber abajo un tendal de muertos y heridos... ¡Qué muchachada tan viva! ¡Cosas de la edad!...

Y siguió adelante, sonriendo con una tolerancia de veterano al pensar en las locuras de la «muchachada». Estaba tranquilo por haberle dicho su ayuda de cámara andaluz que los hijos mayores roncaban en sus camarotes con la fatiga de una noche pasada en claro, pero sin desperfectos visibles.

La música siguió desarrollando su programa matinal como si sonase en el vacío. Pasaban las señoritas formando grupos, lo mismo que en las plazas de las pequeñas ciudades alrededor del kiosco de los conciertos; pero les faltaba en este continuo girar el encuentro con los jóvenes, el acompañamiento de un amigo, miradas curiosas y simpáticas que las persiguiesen.

Sólo quedaban ellas en la cubierta. Los hombres graves eran buscados por el mayordomo, que á fuerza de invitaciones y ruegos conseguía meterlos en el fumadero. Se iba á formar allí por aclamación el comité organizador de las fiestas con que se celebraría el paso de la línea equinoccial.

Terminó el concierto, retirándose los músicos con atriles é instrumentos, y entonces fué cuando Maltrana hizo su aparición. Lo vió Fernando asomar la cabeza por la puerta de una escalera tímidamente. Después de largos titubeos avanzó al fin con cierto encogimiento. Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso, sobre el cual parecía destacarse con mayor relieve la fealdad grandiosa de su cara, á la que encontraban algunos cierta semejanza con la de Beethoven viejo.

En su marcha cautelosa, torcía el rostro hacia el lado del mar, bajando los ojos como si temiese ser visto. Ante los grupos de nobles matronas, su cortesía pudo más que el miedo. «Buenos días...» Pero las damas contestaron su saludo á flor de labios, siguiéndole con ojos severos y mirándose después entre ellas... «También éste era de los culpables.» Y todo el peso de su indignación se descargó mudamente sobre Maltrana, el primero que osaba presentarse ante ellas.

Ojeda, al estrecharle la mano, se fijó en su tendencia á volver la cara hacia el mar, rehuyendo el lado izquierdo, y con súbito movimiento le hizo ponerse de frente.

—Pero criatura ¿qué tiene usted ahí?...

Señalaba, riendo, una hinchazón lívida de la sien que se extendía hasta un ojo.

—No es nada—balbuceó Isidro—; poca cosa... Ya le explicaré.

Y para desviar la conversación, se miró de los pies al pecho con gesto de orgullo.

—¿Eh?... ¿qué me dice del trajecito? Tengo otro á más de éste... ¡Cualquiera adivina que es obra de doña Margarita, mi patrona!

Pero Ojeda no se dejó desorientar por tales palabras, y siguió riendo con los ojos puestos en la contusión que desfiguraba á su amigo.

—Cuando se canse de reír, avise—dijo Maltrana, algo amostazado—. Pero ¿no ve usted que nos están mirando esas dignas señoras?... Las conozco, y no quiero perder su amistad. Hablan con mucha soltura de los escándalos de Europa; tienen el propósito decidido de no asustarse de nada, para que no las tomen por unas atrasadas; pero todo es puro exterior, y cuando se despojan de los trajes y los añadidos de París, resultan idénticas á nuestras damas de provincias... Al pasar frente á sus camarotes miro algunas veces por la puerta entreabierta: en el lavabo, marquitos portátiles con imágenes milagrosas nacionales ó de importación; en un boliche de la cama, un rosario y más estampas... Tengo miedo de que me echen la culpa á mí, que soy el más infeliz. Me temo que por dejar en buen lugar á sus niños y á los amigos de sus niños, digan que fui yo quién organizó lo de anoche... Y yo tengo interés en estar bien con todo el mundo, en conservar mis amistades.

Fernando no pudo contener su impaciencia. «Pero ¿qué era lo de anoche?...» Maltrana sonrió, como si recordase algo, y dijo, remedando á su amigo, con entonación dramática:

—Soy un miserable... Un miserable que siente asco de sí mismo.

Pero antes de que Fernando pudiera enojarse por este recuerdo, se apresuró á añadir:

—Lo de anoche fué una lección; una lección de cosas y de nombres: una «farra», una «remolienda», como dicen mis amigos de varias repúblicas. Anoche supe también lo que es «curarse», y me curé tan prolijamente, que aquí me tiene con una sed infernal y este adorno junto á un ojo... Pero no me arrepiento: ¡qué muchachos simpáticos! Da gloria tener amigos tan cariñosos. Unos me llamaban gallego, otros me apellidaban godo. ¿Ha notado usted qué variedad de motes amorosos gozamos los españoles en la América que habla español?

—Sí; y en otras repúblicas nos llaman gachupines, patones, sarracenos y no sé qué más. Podría escribirse un tratado geográfico-apodesco para mayor claridad en las relaciones hispanoamericanas... Pero son bromas de familia que no merecen atención: adelante.

Y Maltrana describió la fiesta íntima en el fumadero después del baile, cuando las graves damas con sus hijas se habían retirado á los camarotes y sólo quedaba en la cubierta algún que otro señor entregado á su paseo habitual antes de irse á la cama. Los jugadores de poker habían terminado sus partidas, prudentemente, al ver invadido el salón por una banda de locos que gritaban discursos subiéndose á las mesas, ensayaban suertes de gimnasia con las sillas ó se tendían en los divanes colocando los pies entre las copas.

—El pobre mozo del bar, amigo Ojeda, ese rubio con bigotes á lo kaiser, se movía incesantemente de una mesa á otra, descorchando botellas de champán, llenando copas, recogiendo del suelo vidrios rotos. Al principio estaban por grupos: á un lado los sudamericanos, al otro los yanquis y los ingleses, más allá los alemanes, pretendiendo cada uno sobrepujar al vecino en generosidad. Una mesa pedía dos botellas, la otra tres, la otra cuatro; y todos cantaban, intercalando en su música gritos de animales conocidos ó fantásticos... Esperábamos la llegada de las damas: unas cuantas coristas que habían prometido no sé á quién, tal vez á nadie, su interesante presencia. Pasaba el tiempo y no venían. Unos amigos hablaron seriamente de ir al camarote de Nélida para traerla á la fiesta y darle una paliza al hermano, proposición que puso foscos al belga y al alemán, como si cada uno por su parte se creyese el depositario del honor de la muchacha.

Calló Maltrana, cual si temiera decir demasiado; pero ante la curiosidad de su amigo siguió adelante.

—Un chileno forzudo, gran amigo mío, se levantó con resolución. «Oiga, godito: vamos á ver si nos traemos á algunas de esas damas.» Abajo, en un corredor, cazamos á dos coristas polacas que iban tranquilamente desde cierto lugar á su camarote, y mi amigo el atleta las subió casi en volandas sin entender sus palabras. ¡Gran éxito! Las dos son negruzcas, flacas, con aire de gitanas, pero jamás se verán en toda su vida tan admiradas y obsequiadas. Y cuando las pobrecitas llevaban bebidas no sé cuántas copas, mirándonos á todos con la superioridad que proporciona la escasez del artículo, y se debatían entre los señores aglomerados en torno de ellas, chillando y contrayéndose en el asiento como si por debajo de la mesa las cosquillease una tropa de ratas, entra el mayordomo, el oversteward, mirándolas fijamente, sin vernos á nosotros, como si no existiésemos; y bastaron unas cuantas palabras suyas en alemán para que saliesen cabizbajas y temerosas, lo mismo que unas niñas ante la reprimenda del maestro... Bien dicen que la sociedad del mujerío dulcifica la rudeza de los hombres. Apenas nos quedamos solos... batalla. Unos increparon á otros por haber sido demasiado audaces, haciéndolos responsables del susto y los aleteos de las dos palomas inocentes. De pronto, un puñetazo... y el fumadero fué la venta del Don Quijote. Todos sentían la necesidad de pegar sin saber á quién: dos hermanos se aporrearon sin conocerse; los bocks y las copas iban por el aire. Yo dudaba entre huir ó poner paz, y en medio de mis vacilaciones me alcanzó esta caricia... Crea usted que me duele, pero el espectáculo valía la pena de ser visto. Lástima que usted no lo presenciase.

Ojeda se inclinó con irónico agradecimiento. «Muchas gracias.»

—La tranquilidad se restableció gracias á la intervención de algunos marineros que limpiaban la cubierta y á la amenaza del mayordomo de introducir por las ventanas las mangueras del riego... Con la calma renació el buen acuerdo; todos pedían lo mismo: más champán. Y como era la hora en que se cierra el bar, muchos hacían provisiones, guardando las botellas debajo de las mesas. Una ternura conmovedora se apoderó de la asistencia. Cada uno se rascaba los chichones ó se arreglaba los rasguños del traje, mirando amorosamente al vecino. Argentinos y chilenos cruzaban as copas con ruidosa fraternidad. ¡No más Andes! ¡Ellos solos se bastaban para comerse el mundo! Y súbitamente coligados, miraban á los demás fieramente.

—¿Y qué decían los demás?—preguntó Ojeda.

—El amigo Pérez y otros de diversas repúblicas exigieron copa en mano entrar en la confederación. ¡Hermanos, todos hermanos! Y se abrazaron con lágrimas de ternura, dando vivas á las tierras hispanoamericanas. Un brasileño insinuó dulcemente con lenguaje mesurado y cortés: «Se os senhores dâo licença...». Y el Brasil entraba igualmente en la gran alianza. ¡Viva la América latina!... Alguien se fijó en mi humilde persona y en el adorno que llevo junto á un ojo. «¡Ah, pobre galleguito simpático!» Y prorrumpieron en vivas á la «madre patria», á la vieja España, ensalzándola melancólicamente, como si hablasen de una abuela que se les hubiese muerto hace años. Las copas me venían á la boca por docenas, como si quisieran ahogarme. Algunos se abrazaron á mí, mojándome el cuello con lágrimas de embriaguez. Tienen en la Península no sé cuántos parientes duques y marqueses; aún guardan en su casa papelotes antiguos de nobleza, y me pedían mis señas en Buenos Aires para enviármelos, como si esto pudiese interesarme... Luego, no sé cómo, los yanquis vinieron á chocar igualmente sus copas. ¡Hurra á los Estados Unidos! ¡América sobre el resto del mundo!...

Pero este huracán de fraternidad había sido demasiado impetuoso para mantenerse en los límites de un continente, y pasando los mares se difundía por Europa entera. Al final, ingleses, alemanes, franceses y belgas entraban en la gran alianza. ¡Viva la confederación universal!

—Y un inglés pequeñito—continuó Maltrana—, que usted habrá visto con su traje á cuadros y su pipa, derramaba lágrimas en la copa, repitiendo con una incoherencia obstinada de beodo: «Yo he entrado en el buque con el corazón puro, y puro quiero sacarlo de él...». El mayordomo entraba á cada rato para decirnos que eran las dos, que eran las tres, que eran las cuatro, y había que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía. Algunos roncaban tirados en las banquetas; otros se alejaban titubeando, para volver poco después pálidos, con la pechera de la camisa manchada. De pronto se apagaron las luces y salimos empujándonos, entre un griterío de protesta. Se habló un poco de matar al mayordomo, pero había desaparecido.

—¿Y se fueron ustedes á dormir?—preguntó Ojeda.

—No, señor; una fiesta de esta clase no termina tan pronto. Yo me vi, no sé cómo, en un corredor de abajo con dos botellas en las manos y un amigo á cada lado. Al marchar, con las piernas blandas como si fuesen de algodón, nos llevábamos por delante todos los zapatos depositados á la entrada de los camarotes... Vimos unos cuantos amigos que golpeaban unas puertas, encorvándose para hablar por el ojo de la cerradura. Eran los camarotes de las francesas, señoritas ordenadas y de buenas costumbres, que se acostaron sin presenciar el baile y estaban durmiendo con la honrada tranquilidad de un industrial en vacaciones. «Cien marcos», proponía uno. «Quinientos cincuenta», insinuaba otro, enfurecido por el silencio. «Mil... Dos mil...» Los dejamos soltando cifras ante las puertas obscuras é inmóviles. Era lo mismo que si hicieran proposiciones á un panteón.

Isidro hablaba cada vez con más lentitud, como si se aproximase á la mayor dificultad de su relato y pensase en el medio de sortearla.

—Luego encontramos á un amigo alemán que iba á despertar al médico, con la cabeza chorreando sangre. Se había caído de una escalera, golpeándose en los filos de los peldaños, que son de bronce... También yo me sentí atraído por las puertas y empecé á golpear la de mi vecino, el hombre misterioso, el personaje de Hoffmann. Necesitaba hablar con él: le invitaba á levantarse, para que bebiésemos una copa juntos y presentarle á mis amigos. «Sal, no tengas miedo: te conozco. Tú eres Sherlock Holmes...» Una manía de borracho que á última hora se apoderó de mí. Y luego empecé á aporrear la puerta vecina, la del misterio, pugnando por abrirla. Se me había metido en la cabeza que el amigo Holmes llevaba oculta en este camarote á una princesa rusa que viaja de incógnito y va á casarse con un jefe de tribu del Gran Chaco. Fantasías del alcohol, querido Ojeda. Y los dos acompañantes, menos ebrios que yo, pretendían disuadirme arrancándome de allí. «Mi amigo, no haga leseras...» «Compañero, no sea empecinado.» Y al fin pudieron meterme en mi camarote y acostarme, y allí he estado hasta que me despertó la música... Un baño á toda prisa, y á enfundarme en este traje de marinerito amoroso que guardaba con impaciencia desde que nos embarcamos, ¡Pocas ganas que tenía yo de lucirlo!... ¿Eh? ¿qué le parece el trajecito de mi patrona?...

Ojeda le miró con fingida severidad.

—Muy bien, Isidro. Bonito modo de ir en busca de una vida nueva. Se está usted amaestrando para el trabajo.

—¡Bah! Es el mar, la influencia desmoralizadora del mar. Ya me oyó usted anoche. Aquí somos otros que en tierra; tal vez más espontáneos, más verdaderos. El aislamiento, la vida en común, nos despojan de nuestros envoltorios y la bella bestia aparece tal como es, excitada por el fastidio, ansiosa de entretenerse en algo. Y así como se prolongue la navegación, nos sentiremos más iguales, más hermanos, con mayor cantidad de «animalía»... El hombre siempre ha sido lo mismo en el mar. Acuérdese de los antiguos viajes á las Indias y la Oceanía. Los maestres de las naos recogían las espadas de los hidalgos, para no devolvérselas hasta el final del viaje. Todo desafío concertado durante la navegación no tenía validez al saltar á tierra. Aquellos viajes eran de meses y los nuestros son de días; pero representan lo mismo, pues nosotros vivimos y sentimos con mayor velocidad que nuestros abuelos... No pase usted cuidado: recobraré mi cordura al llegar al último puerto, y todos harán lo mismo. Tal vez por eso dice usted que las amistades hechas en un buque rara vez se prolongan en tierra. Se ven las gentes con demasiada intimidad, y luego, cuando se encuentran, se saludan de lejos con la sonrisa de un buen recuerdo; pero se evitan á la vez, como si se hubiesen conocido en una aventura poco honorable.

Un bramido monstruoso sobresaltó á muchas señoras en sus asientos. Era el silbato del buque, que daba la señal del mediodía.

—La hora del almuerzo—dijo Maltrana alegremente—. ¡Tengo un hambre!... ¿Ha notado usted cómo abre el apetito la mala conducta?

En el antecomedor agolpábanse los viajeros frente á una larga mesa cubierta de platos diversos: vasijas con ensaladas; jamones y piezas de embutido exhibiendo en sus caras rojizas el negro mosaico de las trufas; anguilas enormes enterradas en gelatina; salchichas alemanas de color de rosa y leve perfume de droguería; anchoas flotantes en sal líquida; botes que mostraban entre los dientes del latón recién cortado el granulento verde del caviar. La mano de un cocinero iba de un extremo á otro de la mesa, armada de un tenedor, colocando en los platos estos entremeses del almuerzo á gusto de los pasajeros.

Muchos curiosos se detenían frente á un gran reloj regulado desde el puente por una corriente eléctrica, y modificaban sus cronómetros con arreglo al salto atrás que acababan de dar las agujas. Todos los días, al llegar el sol á su altura máxima, había que retrasar la marcha del tiempo diez minutos. Otros pasajeros discutían ante un tabloncillo en el que estaba la carta de navegación, examinando la mancha azul del Océano punteada de alfileres con banderitas germánicas. Cada alfiler era colocado á las doce del día, y el espacio abierto entre dos de ellos representaba una singladura, veinticuatro horas de navegación. Las banderitas salían del mar del Norte, é iban alineándose á lo largo de la costa de Europa hasta avanzar en pleno Atlántico. La última recién clavada erguíase: entre Canarias y Cabo Verde. Más abajo, el mar limpio, el mar inmenso, la mancha azul no más grande que la palma de la mano, pero cruzada por las líneas negras de los grados, que representaban días y días. ¡Faltaban tantos para que cada uno llegase á su destino!... Y dominados por la preocupación de la velocidad, criticaban la marcha del buque, acusando á la Compañía de avaricia en el gasto de carbón, disputando el número de millas que debía correr, haciendo apuestas sobre la singladura del día siguiente.

Al entrar en el comedor, Maltrana se vió saludado por sus compañeros de mesa con guiños maliciosos. El viejo doctor Rubau, siempre de negro, parecía compadecerse, con un gesto de cansancio, de las falsas ilusiones de la vida. «¡Ah, juventud, juventud!...» No le habían dejado dormir tranquilamente gran parte de la noche. También habían llamado á su camarote, equivocándose de puerta, para proponerle por el ojo de la cerradura algo monstruoso, que no acabó de entender en la torpeza de su sueño interrumpido.

Munster ocultaba su cólera con una sonrisa de resignación. Había renunciado al bridge en la noche anterior por falta de compañeros, refugiándose en el poker forzosamente, y cuando después de perder cien marcos empezaba á recobrar su dinero, la invasión de una tropa de locos le expulsaba del café como á las demás «personas serias».

—Y usted, señor Maltrana, no es un niño, y debía dejar para los muchachos estas hazañas impropias de su edad.

El joyero, sordamente irritado contra su cabeza blanca y sus arrugas, gustaba de envejecer á los demás, creyendo remozarse de tal modo, y por esto insistió en aumentar los años de Isidro, sin hacer caso de sus protestas.

Entraban en el comedor poco á poco todos los jóvenes que se habían mantenido ocultos hasta entonces en sus camarotes. Unos avanzaban á toda prisa, fingiéndose preocupados con algún pensamiento de importancia. Otros desafiaban la curiosidad, ostentando arrogantemente las erosiones mal disimuladas por el peluquero con polvos de arroz. Los norteamericanos destapaban champán en el almuerzo y gritaban lo mismo que en la noche anterior, insensibles al cansancio y al trasiego de líquidos. En las mesas de familia, las mamás acogían á sus hijos con ojos de severidad y labios apretados; pero aquéllos salían del paso saludando á «sus viejos» con aire indiferente, como si los hubiesen visto momentos antes.

Al terminar el almuerzo, Fernando se encontró con Mrs. Power en la escalera del jardín de invierno, y juntos fueron á sentarse en el sitio que ocupaba ella habitualmente con la pareja de compatriotas. Ojeda, después de ser presentado á los esposos Lowe, permaneció allí como si estuviese en familia.

«Ya lo acapararon los yanquis—pensó Maltrana—. Ahora la señora le muestra un abanico y le invita á escribir en él... Desea versos; tal vez versos de amor. Dejemos al amigo Ojeda que siga su destino.»

Y cuando dudaba entre ocupar una mesa libre ó irse al fumadero en busca de sus amigos los comerciantes españoles, se vió llamado por el doctor Zurita que, repantingado en un sillón, le mostraba un papel.

Che, Maltrana, venga para acá. Pero ¿ha visto qué graciosos son estos gringos?...

Le mostraba la lista del comité organizador de las fiestas ecuatoriales, constituido una hora antes bajo las indicaciones del mayordomo. Una ocasión para éste de vender á buen precio, en clase de premios, todos los objetos de pacotilla adquiridos previsoramente en Hamburgo.

—Fíjese, che, en los presidentes de honor. ¡Qué abundancia!

Eran el doctor Zurita, el obispo, el abate francés, el conferencista italiano y Ojeda. ¡Y qué de títulos!... El obispo era Su Grandeza, Zurita Su Excelencia, y Ojeda, por ser algo, aparecía con el título de doctor.

—Pero ¡qué graciosos estos gringos!

Reía Zurita con una mezcla de burla democrática y satisfacción infantil.

—Vea, Maltrana: yo fui ministro, ¿sabe?... ministro de la provincia, en mis tiempos de muchacho, cuando andaba mezclado en los batifondos de la política. Además, he sido diputado nacional. Ahora no me meto en nada; mis negocios no más, y á vivir tranquilo. Pero tal vez por esto me tratan de Su Excelencia. ¡Qué demonios de alemanes! Todo lo averiguan... Bueno, señor; esto va á costarme algunas libras más.

Y volvía á reír, contemplando con una mirada entre irónica y amorosa «aquella diablura de los gringos» tan aficionados á categorías y honores.

Maltrana, en su inquieta movilidad, salió del jardín de invierno para dirigirse al café. En torno de una mesa vió sentados á sus tres compatriotas, los graves y honrados comerciantes que le regalaban buenos consejos.

—Saludo á sus respetables firmas sociales—dijo tomando asiento junto á ellos.

Pero como interrumpía una conversación interesante, sólo mereció varios gruñidos á guisa de saludo. Estaba hablando el señor Goycochea, un vasco de ojos claros, membrudo, bajo de estatura, la cabeza cana y el bigote y la barbilla teñidos de rubio con cierto descuido que dejaba visible el blanco de las raíces capilares. Maltrana le tenía por el más rico de los tres. Bastaba ver el respeto de sus compañeros, que callaban apenas tosía él indicando su deseo de hablar.

Aparte del prestigio que debía á su fortuna, gozaba entre los amigos de cierta consideración social por su matrimonio y su género de vida. La esposa era una dama imponente, con triple mentón y quevedos de oro, que antes de acomodarse en la cubierta de paseo se hacía buscar por la doncella su asiento propio, una poltrona comprada en París, la única de á bordo que podía contener las amplitudes de su respetable maternidad. Nacida en la Argentina, su origen y su apellido parecían irradiar un halo de gloria sobre la prole, borrando la insignificancia del origen paterno. La familia residía en París, y cada dos ó tres años regresaba á América para que el jefe viese de cerca la marcha de sus negocios. Habitaban un hotelito propio en las inmediaciones de los Campos Elíseos, y poseían dos estancias en la provincia de Buenos Aires, á más de la gran casa de comercio en la capital, que dirigía un antiguo dependiente convertido en socio. Un personaje importante el tal vasco... La señora infundía respeto á los dos compatriotas del esposo, siempre con la cabeza alta, parca en palabras, llamando á Goycochea por su apellido, como si fuese un amigo en visita, mirándolo todo insolentemente con sus ojos de miope. Las tres niñas hablaban inglés y alemán é iban escoltadas por una institutriz roja y pecosa que miraba con tanto desprecio como la señora á los amigos del señor. De toda la familia, encerrada en su altivez triunfante, él era el único comunicativo y simple de carácter... cuando los suyos no estaban presentes.

Tenía yo entonces diecinueve años—continuó diciendo Goycochea luego de la interrupción de Maltrana—, y me fui á pie con otro muchacho desde mi pueblo á Bayona, donde tomamos pasaje en un bergantín francés. Nos faltaban papeles para embarcarnos en España: teníamos miedo á lo de la quinta... Un viaje de sesenta y cinco días. ¡Y pensar que ahora nos quejamos por si el vapor se atrasa un par de horas!

Yo vine en una fragata de Barcelona cargada de vino, hace cuarenta años, y echamos dos meses y medio en el viaje—dijo Montaner, el residente en Montevideo.

—A mí me trajeron en una goleta de Cádiz con cargamento de sal—declaró Manzanares, antiguo amigo de Goycochea—. No sé cuánto tiempo estuvimos quietos en la línea por las malditas calmas. ¡Y qué alimentación!... El mejor librado era yo, que por ser muchacho ayudaba á los de la cocina y podía rebañar las sobras de los calderos... Y ahora, señores, nos damos el gusto de venir aquí. Nosotros hemos conocido los malos tiempos; nos ha costado sudar la plata. No como otros, que llegan con toda clase de comodidades y quieren de golpe conquistar una fortuna; como si la fortuna estuviese ahí, esperándoles en el muelle.

Y miraba á Maltrana con súbito rencor, cual si le irritase verlo rodeado de los lujos de un gran trasatlántico, mientras ellos, hombres ricos, habían ido á América sufriendo hambre en buques de vela.

Un señor malhumorado el tal Manzanares, de esquelética delgadez y el bigote gris caído sobre las mandíbulas salientes. Sus ojos turbios sólo se animaban con los fulgores de la rabia. Una dolencia del estómago agriaba aún más su carácter y le hacía emprender frecuentes viajes á Europa, siempre en busca de nuevas aguas curativas. Era un erudito en anuncios de específicos y catálogos de farmacia: conocía todos los remedios, y siempre tenía uno, el último lanzado á la circulación, que le merecía hiperbólicas alabanzas, al mismo tiempo que abrumaba con sus ferocidades verbales á los «ladrones» inventores de los otros. Este enfermo crónico comía con una voracidad pantagruélica, y para vencer la torpeza de sus digestiones caminaba á todas horas por el buque, ensalzando las ventajas de la marcha. Únicamente en el café se le veía sentado: el resto del día lo pasaba dando vueltas en la cubierta; y cuando la afluencia de gentes dificultaba su tenaz ambulación, circulaba abajo por los pasillos de los camarotes. Al encontrar á Maltrana saludábalo invariablemente con el mismo ofrecimiento: «Le invito á que demos un paseo...». «Muchas gracias—contestaba aquél—; es á lo único que usted convida.»

Sentía Isidro contra este señor una hostilidad irresistible. Era el que más le ofendía cada vez que intentaba darle buenos consejos. «Ustedes los periodistas, que son medio locos...» «Usted, que no hará nada en América porque es escritor...» Manzanares admiraba la brutalidad como la más grande de las facultades, y se hacía lenguas de un gobernante cuando amenazaba con perseguir á «la canalla popular».

—Con ése no se juega—decía entusiasmado—; ése tiene la mano dura... Pega fuerte...

Y pedía el fusilamiento inmediato á un lado y otro del Océano de todos los que escriben en los papeles, oficio que sólo sirve para que los obreros pidan menos horas de trabajo y aumento de jornal.

—Cuando pagué mi pasaje—continuó Goycochea—no me quedaba nada, absolutamente nada, ni dos reales. ¡Para lo que me hubiese servido el dinero en aquel barco!... La comida era poca y pésima; la galleta tenía gusanos y había que tragarla sin verla; en el rancho nadaban al principio unas piltrafas de tocino; luego, alubias solas. Yo no tenía otro equipaje que dos camisas y un pantalón, además del que llevaba puesto; un pantalón nuevo, azul, con muchos botones: la única prenda que pudo hacerme mi madre... ¡Aún lo estoy viendo!...

Y al mismo tiempo que Goycochea parecía admirar imaginativamente con la ternura del recuerdo este pantalón, único lujo de su pobreza, contemplaba en una de sus manos el centelleo de un brillante límpido y tembloroso como una gota de luz.

—Tenía yo un gran amigo en el barco, un chico de Aragón, compañero de cama y caldero, listo, muy listo, y eso que no sabía leer... ¡Pobre! Murió hace dos años, luego de haber hecho una buena fortuna y educar á la familia como Dios manda. Un hijo suyo es doctor y dicta clases en la Universidad. Muchas veces he leído su nombre allá en París, cuando doy un paseo hasta la Avenida de la Ópera y echo un vistazo á los diarios argentinos en el Banco Español. Creo que es diputado ó que va á serlo: tal vez algún día lo veamos ministro... El padre parecía bruto porque no tenía letras, pero guardaba algo en la mollera. Dormíamos bajo la misma lona, al pie del palo mayor; nos ayudábamos al lavar lo que teníamos puesto; éramos como hermanos... Y un día, él se enamora de mi pantalón. «Que te lo compro... Que te doy tres pesetas por él...» Y vinimos regateando desde Cabo Verde al río de la Plata.

El millonario sonreía al recordar su testarudez.

—El era de Aragón, baturro de verdad, ¡figúrense ustedes!, pero yo soy vasco. «Que te doy tres y cuartillo... Que te doy tres y un real... Tres y media...» Los amigos intervenían en la venta del pantalón. De proa á popa mediaban expertos, examinando el cosido de la prenda, la solidez de los botones, la duración de la tela. Y con las alabanzas de los inteligentes crecían los deseos de mi amigo. «¡Remoño, no seas cabezota!... Dámelo por cuatro, que es lo que vale.» Deseaba ponerse majo al bajar á tierra; hablaba de cierta chica de su pueblo que estaba sirviendo en Buenos Aires... Al embocar el río de la Plata casi lloraba de rabia. «Me alargo hasta cinco. Mira, maño, que no tengo más.» Y el trato quedó cerrado en un duro, un «napoleón», como se decía entonces, el único dinero con que llegué á Buenos Aires. ¡Y gracias que hubiese entrado con él!... Ustedes se acuerdan de cómo se desembarcaba en aquellos tiempos. No había muelle; del barco á una lancha, y de la lancha á una carreta hundida en el agua hasta el eje, que le arrastraba á uno á las costas de la orilla. Catorce reales me llevaron por desembarcar, y entré en Buenos Aires con peseta y media y un pantalón viejo que no lo hubiese querido un pobre... Luego pasaron muchos años sin que nos viésemos mi amigo y yo. Un día nos encontramos en una junta patriótica de comerciantes españoles.

Goycochea se entristecía recordando á su compañero.

—Cuando por sus negocios pasaba cerca de mi tienda, entraba á saludarme. Tenía un modo suyo de anunciarse: un garrotazo sobre el mostrador. «¿Quién está aquí?» Y al salir yo del escritorio, la misma pregunta: «¿Cómo estás, maño? ¿Cómo tienes á la maña y tus cachorricos?...» La última vez que le vi, fué antes de retirarme yo á París. Éramos los dos del Directorio de un Banco. Llegaba don Mateo apoyado en su bastón, renqueando una pierna por el reuma. Los empleados y mozos del Banco lo adoraban, y eso que al menor enfado los trataba de «sarnosos» levantando el garrote. Pero en el Directorio pedía siempre aumento de sueldo para ellos y disminuciones en el amueblado. Se irritaba con las poltronas de los directores, las mesas de Consejo, las lámparas eléctricas. Decía que eran punterías indignas de hombres. Él tenía un buen pasar y no necesitaba de estas cosas en su casa. Mejor era distribuir la plata á los que abrían las puertas: badulaques cargados de hijos. Se sentía morir. «Maño, esto va mal; dentro de poco, al pocico.» Pero se consolaba pronto. «La verdá es, maño, que hemos hecho camino. Hemos educao á nuestras familicas, las dejamos un cuscurro de pan, y podemos irnos en paz. ¡Quién nos hubiera dicho en el barco que nos veríamos aquí! ¿Te acuerdas del pantalón? ¿Te acuerdas del duro que me sacaste, vasco del moño?...» Y ya no le vi más.

Manzanares, que escuchaba con un orgullo de clase el relato de su amigo, miró luego á Maltrana.

—Aprenda usted, joven. En el mundo existen hombres de mérito aunque no hayan escrito en los papeles. Ahí tiene el ejemplo en don Antonio Goycochea. Entró en Buenos Aires con peseta y media, y hoy tiene ocho millones de pesos... tal vez diez... tal vez doce.

Goycochea le interrumpió modestamente. Un mediano pasar nada más: una situación decente para la familia.

—La casa sí que es fuerte: la firma Goycochea y Mazpule tiene algún crédito. Giramos al año unos veinte millones. Pero nos deben mucho... ¡Hay tantas quiebras!

Y los tres prorrumpieron en exclamaciones, elevando las miradas al techo para expresar los riesgos y aventuras del comercio en América, únicamente compensados por las enormes ganancias, muy superiores á las del viejo mundo.

Sintióse humillado Maltrana por el aislamiento en que le dejaban aquellos señores. Acalorados por la comunidad de sus intereses, no le veían, se habían olvidado de él. Era un profano que osaba injerirse en la francmasonería del negocio. Quiso levantarse, pero se detuvo al notar que Manzanares sentía la emulación de hablar igualmente de sus esfuerzos.

Había empezado la vida comercial en el desierto argentino, cuando los indios ocupaban los territorios cruzados ahora por el ferrocarril, y el malón, con su reguero de saqueos, incendios y rapto de personas, asolaba los pequeños campamentos, transformados actualmente en ciudades de importancia. El blanco centauro de las llanuras, con su poncho, su facón y sus grandes espuelas, resultaba tan peligroso como el jinete cobrizo de larga lanza. Manzanares había sido dependiente en un boliche aislado sirviendo vasos de caña á través de una fuerte reja que resguardaba el mostrador de las manos ávidas y los golpes de cuchillo de los parroquianos. A lo mejor pasaban corriendo, con la celeridad del espanto, mujeres, niños y rebaños, y tras ellos los hombres, que preparaban sus armas mirando inquietos el horizonte. Poco después asomaba en el último término de la Pampa una nube de polvo. Dentro de ella cabalgaban sobre caballos en pelo los guerreros de la horda indígena en insolente avance sobre los núcleos de civilización pastoril enclavados audazmente en el desierto. Eran demonios cobrizos, de lacias y aceitosas melenas sujetas por una cinta, ávidos de aumentar con nuevas vacas y hembras blancas la fortuna de bestias y esclavas que guardaban en sus tolderías.

Cerrábase el establecimiento lo mismo que una fortaleza, y se armaban el patrón y sus dependientes con trabucos y fusiles viejos guardados debajo del mostrador como herramientas profesionales. A esta guarnición uníanse los parroquianos de los ranchos inmediatos, que corrían á refugiarse con sus familias en el boliche, único edificio de ladrillo en muchas leguas á la redonda. Con ellos entraban los tripulantes de los rosarios de carretas sorprendidos por el malón en su marcha lenta, chirriante, que duraba semanas y semanas.

Unas veces pasaba de largo la tromba cobriza, atraída por el ganado de lejanas estancias; otras ponía sitio al almacén, codiciando más que el dinero los barriles de caña. Hervía la horda en torno del boliche, que por sus aberturas barriqueadas lanzaba relámpagos de plomo. Los asaltantes, arrastrándose, intentaban poner fuego á sus puertas. En los momentos de descanso mataban las yeguas robadas en las inmediaciones y se bebían la sangre entre el griterío de una borrachera feroz. Y esta situación duraba días y días, hasta que llegaba la noticia á los fortines y otra tropa se señalaba en el horizonte, compuesta de jinetes con viejos uniformes, peor armados y montados que el enjambre de indios, los cuales solamente huían por hartura, deseosos de poner en salvo su botín.

Y así había reunido Manzanares sus primeros centenares de pesos, aguantando golpes y hurtando el cuerpo al facón de los parroquianos ebrios, más temibles que los indios. Al volver á Buenos Aires, por uno de esos desvíos de profesión tan comunes en las tierras nuevas, el servidor de vasos de caña y pedazos de charqui había entrado en una tienda de ropas de lujo. Su patrón lo enviaba en viaje por todo el país, y así había conocido, yendo en diligencia, los asaltos en los caminos, unas veces por las bandas de indígenas, otras por «montoneras» de guerrilleros que robaban á las gentes en nombre de un caudillo de provincia ó de un partido político. La nación hervía entonces en revueltas civiles, antes de cristalizarse definitivamente. Había dormido á la intemperie, sin más cama que el «recado» de su caballo, bajo el frío de las tierras del Sur, ó rodeado de nubes de mosquitos en los campos del Norte. Había ayudado muchas veces, con los compañeros de viaje, á tirar de la diligencia atascada en un barrizal al que llamaban carretera. En otras ocasiones le había sorprendido una creciente de aguas, que ahogaba á las bestias de tiro.

—Yo creo, señores, que entonces pillé para el resto de mis días esta enfermedad del estómago, que terminará conmigo... Acabé por establecerme, y poseo mi depósito en la calle Alsina, ya saben ustedes dónde; uno de los mejores depósitos al por mayor de ropa fina para señoras; y tengo clientes en toda la República y trescientas muchachas trabajando en los talleres. Nosotros no giramos lo que usted, amigo Goycochea: seis millones por año nada más, pero la ropa blanca es artículo que deja más que otros. Yo voy á Europa con frecuencia, visito á nuestros proveedores de Hamburgo, Milán y París, me entero de las novedades, y cada cinco ó seis años me asomo á España y vivo en mi pueblo por unos días. El cura me saca unas pesetas con pretexto de reparaciones en la iglesia; el alcalde me pide para la escuela, para el lavadero, para un camino; los gaiteros se están toda la noche ante la casa, toca que toca, esperando la sidra. Las sobrinas, que son no sé cuántas, siempre tienen á punto un chiquillo que soltar al mundo cuando yo llego, y quieren que el tío de América lo apadrine. Todos parecen encantados de que mi señora no haya tenido hijos. Cuando estuve allá la última vez, hablaba el alcalde de ponerle mi nombre á una calle y una lápida al casucho donde nací... Yo no tengo su posición, señor Goycochea, pero he hecho la mía y me ha costado sudarla como á usted. Puedo retirarme cuando quiera; ¡para los hijos que he de mantener!... Pero le tengo ley á mi establecimiento, que empezó siendo una miseria y hoy ocupa un cuarto de manzana. Además, cuento con el socio, que corre con todo el trabajo: un antiguo dependiente al que di participación. Ya conocen ustedes la firma: Manzanares y Mendizábal.

La falta de hijos parecía amargar su triunfo, colocándole en rencorosa inferioridad ante el prolífico vasco. Pero como una compensación, hizo el elogio de su esposa, valerosa compañera de los primeros años de pobreza y ahorro. No podía compararse con la señora de Goycochea, que él veía como una gran dama de majestad imponente—otro motivo de envidioso rencor—. Era una muchacha de la tierra, que había gobernado la casa con economía feroz, cuidando de que cada dependiente comiese lo estrictamente necesario para mantenerse en pie, sin hartazgos que perjudican á la salud. El hábito del ahorro persistía en ella al vivir en plena fortuna, con una afición á mezclar sus brazos arremangados en las más bajas tareas de la casa. Y Manzanares, que había «corrido mundo», y todos los años, en su viaje á París, conocía el Montmartre de noche, porque «el hombre debe verlo todo», empezaba á creer que esta compañera no estaba á nivel de sus triunfos comerciales, y por esto había de privarse de exhibirla—como Goycochea ostentaba la suya—, temiendo ciertos descuidos de su lenguaje. Pero un viejo sentimiento de gratitud y los propios gustos estéticos le hacían prorrumpir en elogios de su personalidad física. Además de ser muy buena, todavía se conserva hecha una real moza.

—Es algo parecida á su señora, amigo Goycochea. La mía pesa cien kilos. ¿Y la de usted?

Goycochea hizo un gesto de tristeza. Había llegado á pesar algo más, pero en París se había puesto á régimen. Ahora estaba de moda la delgadez.

—La mía pesa ciento seis—declaró Montaner, el comerciante de Montevideo.

—¡Buena!—afirmó Manzanares con autoridad—. ¡Buena debe ser!

Este hombre esquelético admiraba con un entusiasmo concentrado, casi religioso, la desbordante exuberancia femenina como signo de salud, buen honor y virtudes domésticas... Pero Montaner, que se consideraba humillado por el silencio en que le dejaban sus compañeros, interrumpió á Manzanares.

Él también «había hecho lo suyo». La República Oriental se prestaba menos que la Argentina á los vaivenes de fortuna y los rápidos triunfos. El dinero era más lento en sus avances, y tal vez por esto de paso más sólido: la gente pensaba en retener más que en adquirir. No podía hablar de millones como los compañeros, pero gozaba de un buen pasar, y á su muerte, los hijos, si no eran unos ingratos, se acordarían de que «el viejo» había trabajado...

—Aquél es un gran país, más pequeño que la Argentina, pero rico, muy rico. ¡Lástima que sea la tierra de las revoluciones!... El uruguayo es bueno, caballeresco, aficionado á las cosas de pensamiento, pero demasiado valiente, demasiado guapo, convencido de que falta á su deber cuando se mantiene unos cuantos años sin salir al campo á matarse. Todos somos allá «blancos» ó «colorados»; y no sé qué demonios hay en el ambiente, que los que llegan, sean de donde sean, apenas aprenden á hablar toman partido por unos ó por otros. Yo mismo, señores, soy «blanco», más blanco que el papel, más blanco... que la leche; y mis hijos lo son también. Dos de ellos se me fueron al campo en la última revolución. Y si ustedes me preguntan qué es eso de ser «blanco», les diré que luego de tantos años no estoy todavía bien enterado... Tal vez me hicieron «blanco» á la fuerza.

Y relató su llegada á Montevideo, cuarenta años antes, sin más fortuna que una carta de presentación para un catalán establecido en el interior. El país estaba en revuelta, pero la ciudad presentaba su aspecto normal. Las gentes se abordaban en la calle sonriendo: «¿Qué noticias hay de la revolución?» lo mismo que si hablasen de la lluvia ó del buen tiempo. Y Montaner salió en una diligencia, como único pasajero, hacia el pueblo dónde estaba su compatriota.

—A las pocas horas, unos hombres á caballo, armados de lanzas, con pañuelos rojos al cuello, rodearon la diligencia. Era una patrulla de «colorados». El jefe habló con el mayoral. «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que no llevaba otro pasajero que un pobre muchacho español, algunos jinetes avanzaron su cabeza por las ventanillas. «¡Ah, galleguito; «blanco» de mier... coles! ¡Déjate crecer el pelo para que te cortemos mejor la cabeza cuando seas grande!...» Lo decían riendo; pero yo, que sólo tenía trece años, me acurruqué en un rincón y deseaba meterme debajo del asiento. Se fueron, y dos horas después, cerca de un rancho, encontramos otra partida de jinetes, con lanzas también, y con esos caragüelles bombachos que parecen enaguas recogidas en las botas; pero éstos llevaban al cuello pañuelos blancos. Y la misma pregunta: «¿Qué llevas ahí?» Y al saber que era yo español, sonrisas en la portezuela lo mismo que si me conociesen toda la vida. «Baje, jovencito, baje y descanse, que está entre amigos. Tómese una copa de caña...» Desde entonces no tuve duda: sabía lo que me tocaba ser en aquella tierra: blanco, siempre blanco. Ahora, los años han traído cierta confusión, y gentes de todos los orígenes figuran en los dos bandos. Pero en mis tiempos, los gringos eran todos «colorados», y los gallegos y vascos «blancos», tal vez porque en las filas de éstos habían combatido muchos españoles procedentes de la primera guerra carlista... ¡La sangre que se ha derramado! ¡Los combates sin cuartel, en los que no se admitían prisioneros!... Yo he visto degollar docenas de hombres lo mismo que ovejas.

Montaner quedó silencioso, como si le obsesionasen sus recuerdos.

—Ahora han cambiado las cosas—añadió—. Los antiguos escuadrones con lanzas son ejércitos provistos de artillería; se respetan los prisioneros, se hace la guerra con más «civilización»; pero la guerra sigue, y la gente se mata creo yo que por pasar el rato... El país se ha acostumbrado á esta vida, y se desarrolla y progresa á pesar de las revoluciones. Es como algunos enfermos, que acaban por entenderse con su enfermedad y viven con ella de lo más ricamente. ¡Pero al que le tocan de cerca las consecuencias de estas luchas!...

Hablaba con resignación de los retrasos sufridos en su fortuna por culpa de las guerras. «Blancos» y «colorados», en sus correrías, se le habían comido los mejores animales de su estancia. Muchos iban á la guerra por el placer de mandar sable en mano, como si fuesen dueños, en las mismas tierras donde trabajaban de peones en tiempos de paz, por el gusto señorial de matar un novillo y comerse la lengua, abandonando el resto á los cuervos. Él llevaba largos años formando en su estancia una cabaña de caballos finos, con reproductores costosos adquiridos en Europa. Cuando descansaba, satisfecho de su obra, surgía una de tantas revoluciones, y un grupo de partidarios vivaqueaba en sus tierras, cambiando los extenuados caballejos de la partida por los mejores ejemplares de la cabaña. Y los animales de pura sangre morían en la guerra ó quedaban abandonados en los caminos, lo mismo que si fuesen bestias rústicas de exiguo precio.

—Total, algunos centenares de miles de pesos perdidos en unas horas—dijo con tristeza—. Muchos se entusiasman con las hazañas de ambos bandos, y ven en ellas una continuación del valor español. «Es la herencia de España», dicen «blancos» y «colorados» para justificar esa necesidad que sienten de revoluciones y de golpes. Y yo me digo: «Señor, otras repúblicas de América descienden igualmente de españoles, y viven sin considerar necesaria una revolución cada dos años...». ¿Se han fijado ustedes que en la América de origen español todas las cosas malas son siempre «¡cosas de España!», y rara vez se les ocurre atribuir á la pobre vieja alguna de las buenas?...

—Así es—interrumpió Maltrana—. Yo he tratado en París americanos de origen español de todas alturas y latitudes, y salvo una minoría que ha hecho estudios, todos discurren de idéntico modo; como si les inculcasen esta manera de pensar en la escuela de primeras letras. España es la culpable de todos sus defectos, la responsable de todas sus faltas. Ella es la autora de sus revoluciones; de la pereza propia de los climas cálidos; de la embriaguez á que incitan los climas fríos; de la afición desmedida al juego en gentes que nunca gustaron del placer de la lectura; de la imprevisión y falta de ahorro en países acostumbrados á la abundancia. Algunos hasta la increpan porque su república tiene pocos ferrocarriles...

Los tres oyentes asintieron, reconciliados de pronto con él. ¡Estos hombres de pluma!... ¡Qué simpáticos cuando no se metían en negocios!...

—En cambio—continuó—, si alaban una buena cualidad de su raza la atribuyen á los indios, y los que tal dicen son nietos ó biznietos por padre y madre de gallegos y vascos que llegaron á América á fines del siglo XVIII... Y si los indios no son los autores de lo bueno, le cuelgan el milagro á la «raza latina», que no es más que una ficción histórica. La «raza española», algo positivo cuya realidad perciben todos en el idioma y las costumbres apenas ponen el pie en América, sólo existe y merece recuerdo cuando hay que anatematizar lo malo del pasado. La gloria se la lleva la «raza latina» que nadie sabe qué es y en qué consiste. Yo conozco una civilización latina; ¿pero raza latina? ¿en dónde está fuera de Italia?... En fin, señores, no hay que irritarse. Tal vez estas injusticias no pasan de ser una manifestación instintiva de viejo cariño... desorientado, de amor filial vuelto del revés.

Se interrumpió Isidro, saltando de su asiento al ver que pasaba ante las ventanas la gorra blanca del médico de á bordo. La contusión de la sien le hizo recordar de pronto con una picazón dolorosa su propósito de consultarle. Salió del café despidiéndose de sus compatriotas con rápido saludo, y alcanzó al doctor, para mostrarle el lívido chichón. Rio bondadosamente el alemán al examinarlo. ¿También él había sacado su parte de la fiesta de la noche? Llevaba curados á algunos pasajeros que se mantenían invisibles en sus camarotes. Lo de Maltrana era insignificante. Después de la hora del té le esperaba en la botica.

Al quedar solo se aproximó al jardín de invierno, mirando al interior por una de las ventanas. Todos seguían ocupando los mismos sitios: Ojeda con Mrs. Power y el matrimonio Lowe; el doctor Zurita hablando con dos compatriotas suyos «de las cosas del país». El padre de Nélida sonreía á través de sus barbas de patriarca, dando explicaciones á un grupo de amigos con insinuantes y suaves manoteos. Tal vez exponía los grandes negocios que le aguardaban en Buenos Aires, y de los cuales quería dar participación á los demás, generosamente. Algunos pasajeros se retiraban, con los ojos entornados por el exceso de luz, en busca de sus camarotes para dormir la siesta.

Maltrana sintióse atraído por el rumor de avispero que zumbaba bajo el gran toldo del combés, entre el castillo central y la proa. Veíanse por los intersticios de las lonas gentes tendidas sobre el vientre, dormitando con la cabeza entre los brazos; mujeres que recosían ropas viejas, chicuelos persiguiéndose. Sonaba á lo lejos una gaita con dulce sordina, semejante á un lamento pastoril que lagrimease la melancolía de su destierro lejos de las praderas verdes.

—Hagamos una visita á nuestros amigos «los latinos».

Salió á la explanada de proa por un corredor de la cubierta baja. Al abrir la reja tuvo que apartar á un grupo de emigrantes que se agolpaban contra los hierros. Era gente moza, muchachos que se sentían atraídos por este obstáculo, símbolo visible de la separación de clases.

Pasaban gran parte del día pegados á ella, explorando el largo corredor alfombrado de rojo, con grandes intervalos de sombra y manchas blanquecinas de eléctrica luz. Las puertas de los camarotes de primera clase se abrían á ambos lados de este pasadizo, que á ellos les parecía interminable y magnífico, como un bulevar habitado por millonarios. Espiaban desde allí las entradas y salidas de los pasajeros. Seguían con mirada de admiración la marcha rítmica de las señoras que surgían de las pequeñas viviendas para perderse en un dédalo de calles alfombradas, ascendiendo á los pisos altos del buque, que ninguno de ellos había alcanzado á ver, y de los que llegaban rumores de músicas y fiestas. El respeto á la jerarquía social les impulsaba á amontonarse contra la reja, como si por ella se columbrara un mundo superior, manteniéndose en envidioso silencio cada vez que una señora pasaba por cerca de ellos sin mirarlos. Cuando las necesidades del servicio hacían transcurrir junto á esta barrera á las camareras rubias, de limpio delantal y albo gorro, los mozos contemplativos parecían desesperarse y un rumor de palabra mascadas y de relinchos contenidos agitaba su cuerpo.

Aparecía con frecuencia cerca de la verja una niñera alemana cuidando de un chiquitín peliblanco y cabezudo, que jugueteaba á gatas sobre la alfombra con un osezno de peluche. Al verla, los muchachos sonreían con repentina confianza. Era de su misma clase social, y esto bastaba para desatar las lenguas é iluminar los ojos con el fulgor del deseo.

«¡Rica!... ¡Monísima!... ¡Acércate, prenda, que tengo que decirte una cosa!...» «¡Oh carina tanto bella!»

Cada mocetón usaba de su idioma para exteriorizar el entusiasmo. Algunos árabes de bronceada y nerviosa delgadez permanecían silenciosos, pero avanzaban el cuello lo mismo que los caballos de carreras, brillando sus ojos de brasa con un fulgor homicida, mostrando sus dientes ansiosos de morder. La fraulein, de un rubio pajizo, regordeta, blanca y apretada de carnes, sonreía con ingenuidad, manteniéndose á distancia de la reja, á través de cuyos hierros manoteaban las fieras. Pero no por esto se decidía á huir, prefiriendo á los paseos superiores, abiertos al aire y la luz, la permanencia en este pasillo medio obscuro, donde recibía el homenaje tembloroso y exacerbado del deseo viril. Sus ojos grises y su rostro de una blancura tierna, semejante á la de un merengue, acogían con visible complacencia estas palabras de brutal homenaje en idiomas que no podía entender.

Algunos de los muchachos, que eran españoles, trataban con respetuosa familiaridad á Maltrana, que por algo se creía «el hombre más popular del buque».

—Don Isidro, tráiganos pa aquí á esa güena moza... ¡Retrechera!... ¡Cachonda!

Otros, que habían vivido en la Argentina, se unían á este coro de entusiasmo murmurando con arrobamiento:

—¡Preciosura! ¡Lindura!

Un napolitano suplicaba á Maltrana, con humildad, como si fuese el dueño del buque:

—¡Siñor, que nos la echen!... ¡Mande que nos la echen!

Isidro volvió á cerrar la verja y fué avanzando entre los jóvenes.

—¡Orden, muchachos!... Orden y formalidad. A ver si viene un alemanote de ésos y os larga un par de mamporros por sinvergüenzas.

Las fieras enardecidas volvieron á agolparse en la verja, mientras la ingenua fraulein les volvía la espalda y se arrodillaba en la alfombra para juguetear con el pequeñuelo, mostrando la blancura de sus medias repletas de carne firme, la curva pecadora de su falda abombada por ocultas esfericidades.

El avance de Maltrana produjo entre los emigrantes un movimiento de curiosidad simpática y obsequiosos saludos: algo parecido á lo que despierta la entrada de un orador político en una reunión popular. «Don Isidro, buenas tardes... Venga por aquí, don Isidro.» Y todas las miradas, aun las de «los latinos» de Asia, que no podían entenderle, le acariciaban con la suavidad del agradecimiento. ¡Aquél era un hombre! Un rico que gustaba de mezclarse con la gente pobre; no como los otros señores, que sólo se dejaban ver en los balconajes de los puentes para echar una mirada de lástima, huyendo apenas se volvían hacia ellos algunas cabezas, cual si no quisieran concederles ni el goce de la curiosidad.

Recosían unas mujeres sus ropas; otras, patiabiertas dentro de sus batones sucios y repantingadas en pobres sillones de lona, se agarraban con las manos á lo más alto del respaldo. Algunas se quejaban de dolores en el brazo que había recibido la vacunación. Los árabes permanecían acurrucados en el caramanchel de las escotillas, mirando el mar con expresión pensativa... sin pensar en nada.

Un grupo de hombres jugaba á los naipes. Varios italianos, con fuertes manoteos y gritos, lo mismo que si mandasen un ejército militar, amaestraban á otros españoles en el juego de la morra. Fogoneros libres de servicio, rubios muchachotes vestidos de blanco, permanecían erguidos en medio de esta muchedumbre, contemplando de lejos, tímidos y sonrientes, á ciertas beldades morenas, como si esperasen hacerse entender con su inmovilidad silenciosa. En el fondo, junto al castillo de proa, continuaba sonando la gaita invisible su gangueo pastoril.

Salió una mujer al paso de don Isidro, saludándolo con familiaridad. Era grande y obesa, con el amplio rostro sombreado por una pátina rojiza. La gran abundancia de zagalejos y faldas hacía aún más imponente su volumen. Tenía cierto aire de resolución y miraba siempre de frente, acompañando sus palabras con un movimiento de brazos autoritario, como hembra acostumbrada á mandar la primera en su casa.

—Usted es la de Astorga ¿verdad?—dijo Maltrana, que pretendía recordar los nombres y el origen de todos los del buque—. Espere... Usted es la señá Eufrasia.

—Justo—dijo la mujer, satisfecha y orgullosa de la buena memoria de aquel personaje—. Yo soy la Ufrasia, y éste es mi marido.

Y señalaba á un hombre sentado cerca de ella, grande también, con el abdomen mantenido por las complicadas vueltas de una faja negra. Su cara llena, de mejillas colgantes, asomaba majestuosa, como la de un prelado, bajo las alas del sombrerón.

La señá Eufrasia, cuarentona de incansable verbosidad, hablaba con aire protector de sus compañeros de viaje. Los compatriotas, «los de la tierra», le inspiraban lástima.

—¡Probes! Tenemos aquí gentes de mucha necesiá, don Isidro. Hay que ver cómo van esas mujeres y cómo llevan á sus críos... Nosotros, aunque me esté mal el decirlo, no vamos á las Américas por hambre. Teníamos allá en el pueblo nuestro buen pasar; pero á nadie le amarga subir, y éste (señalando al marido) me dijo un día: «Ufrasia, ¿por qué no nos vamos á ver eso del Buenos Aires de que hablan tanto?». Y como no tenemos hijos, yo dije: «¡Hala, amos en seguía!». Y éste vendió los cuatro terrones y la casa, y, gracias á Dios, llevamos algo, por si un por si acaso aquello no nos gusta y queremos volvernos. De este modo, en el barco puede una darse mejor vida que las otras y dormir aparte, y comprar en la cantina lo que se le apetece, y hasta hacer una cariá, que crea usted que viene aquí gente bien necesitá de que la ayuden. ¡Y allá vamos toos, don Isidro!... Dicen que aquello del Buenos Aires es muy hermoso, y que no hay más que agacharse en las calles pa dar con una onza de oro.

Lo decía sonriendo, pero á través de su incredulidad adivinábase cierto respeto por la ciudad lejana y misteriosa, urbe de maravillas y tesoros de la que hablaban continuamente los emigrantes.

El marido movió la cabeza con autoridad, y sus ojos parecían decirle: «Mujer, que estás cansando al señor... Vosotras no entendéis nada de nada».

—Usted que sabe tantas cosas, don Isidro—siguió la Eufrasia—: éste y yo tuvimos esta mañana una porfía. Dice que en Buenos Aires no hay monea de oro, ni de plata, ni otra cosa que unos papelicos con figuras, á modo de estampas, con lo que se compra too... Y eso no pue ser, ¿verdá que no, don Isidro? ¡Una tierra tan rica y no tener dinero!... Vamos, que no pue ser.

—Pues así es, señá Eufrasia—dijo Maltrana.

Y el marido, saliendo de su mutismo por este triunfo extraordinario sobre la esposa siempre dominadora, dijo solemnemente:

—¡Lo ves, mujer!... Las hembras no sabéis na de na y queréis meteros en too.

Pero la Eufrasia, sin prestar atención al marido, bajaba la cabeza como para seguir mejor el curso de sus pensamientos.

—¿De manera que no hay pesetas... ni duros... ni siquiera perras gordas?... Malo; eso no me gusta. Tal vez tenga razón éste, y las mujeres no sepamos na de na; pero yo digo que esto no me gusta. La monea es siempre monea, y los papelicos, papelicos.

Y tras esta afirmación indiscutible, suspiraba resignadamente.

—En fin; veremos cómo pinta aquello, y si no nos gusta, la puerta la tenemos abierta... Peor están los demás, que van tan á ciegas como nosotros y á la fuerza han de quearse allá, pues no tien pa volverse.

Hacía el elogio de las pobres gentes que ocupaban la proa. Los «moros», como ella llamaba á los sirios, eran buenos muchachos y sus compañeras unas pobres que infundían lástima. Los italianos le merecían no menos simpatía, porque acataban en ella cierta superioridad, viéndola gastar y vivir mejor que los otros, y la llamaban «señora». Sus cariños malogrados de hembra infecunda iban hacia todos los niños de diversas nacionalidades que vivían cerca de ella, tratándolos con varonil dureza de palabra al mismo tiempo que los cuidaba y acariciaba.

—¿Aónde vas tú, cabezota?—gritó deteniendo á un pequeño que correteaba perseguido por otros—. Fíjese, don Isidro, qué guapo: paece el niñico Jesús. Su madre es una italiana con ocho hijos, y anda malucha, tendida por los rincones, sin poer la probe ocuparse de ellos. ¡Si no fuese por mí!... ¡Ah, ladrón! Ya tienes otro siete en los calzones que te remendé ayer. ¿Qué has hecho de la perra gorda? ¿Te has comprado más caramelos en la cantina?... Pero mire usted, don Isidro, ¡qué sucio y qué hermoso! ¡Guarro!... ¡Cochinote!... ¡Ham!... ¡ham! Deja que te muerda esos hocicos de cerdo de leche.

Y teniéndolo en alto con sus brazos poderosos, lo besuqueaba, lo apretaba contra la pechuga ingente, mientras el niño se defendía de esta avalancha de caricias y palabras ininteligibles pata él, gritando: «Mama... mama» y golpeando con los pies el abdomen que le servía de ménsula. El marido, inmóvil en su asiento, miraba á Maltrana como implorando disculpa por estas ruidosas expansiones.

—¡Lo robaría!—clamó la señá Eufrasia—. Si éste quisiera, lo tomaríamos como nuestro... Me llevaría todos los chicos que veo.

Las voces de la mujerona hicieron volver la cabeza á otros grupos lejanos, despegándose de ellos algunos hombres al reconocer á don Isidro. Se aproximaron á él, en espera de los cigarrillos con que acompañaba sus apariciones, y poco á poco lo fueron llevando hacia el castillo de proa. Un hombretón se levantó del suelo, tendiéndole la mano con ese aire protector de ciertos jaques que hablan y accionan lo mismo que si perdonasen la vida al que los escucha.

—Salú, don Isidro—dijo con acento andaluz—. Ya nos extrañábamos un poquiyo de no verle esta tarde por aquí.

Volvió á sentarse entre un grupo de jóvenes españoles, unos con boina, otros con amplio sombrero, que le escuchaban, sonriendo, admirativamente. Era malagueño, según decía, y bastaba sostener con él un breve diálogo para enterarse á las primeras palabras de su nombre, lugar de nacimiento y apodo. Todas sus afirmaciones, aun las más insignificantes, las rubricaba con la misma declaración: «Y esto se lo ice á osté su seguro servior Antonio Díaz, natural de Málaga, por otro nombre el señó Antonio el Morenito». Y acompañaba esta firma verbal con una mirada de superioridad y conmiseración que parecía decir: «Al que sostenga lo contrario le rebano é pescuezo».

El Morenito, que ya pasaba de los cuarenta, sentía cierto respeto por don Isidro, «un señorito como Dios manda, y no como los otros fantasiosos que huían de tratarse con los pobres».

A impulsos de esta simpatía había llegado á considerar á Maltrana hombre de grandes arrestos, tan corajudo casi como él, y cada vez que pensaba en la posibilidad de hacer un disparate para vengarse de la gente del barco ó de los pasajeros orgullosos, exponía de idéntico modo su discurso: «Entre don Isidro y yo...». Y don Isidro escuchaba y aprobaba con su sonrisa estos planes destructivos, halagado en el fondo de su ánimo de que aquella fiera le considerase digno de su colaboración. Tenía aterrados á muchos de los emigrantes con sus amenazas y explosiones de mal humor. Otros admirábanle por la insolencia con que protestaba á gritos de la calidad del rancho y de todos los servicios del buque, atreviéndose á insultar á los oficiales, que no podían entenderle. No obstante tanta bravura, Maltrana notaba en él cierto encogimiento al llevarse la mano á la gorra para saludar cierta timidez felina en los ojos cuando algún superior le dirigía la palabra.

—Este tío saluda de mal modo—pensaba Isidro—. Es el mismo encogimiento medroso y vengativo con que los presidiarios saludan á sus jefes.

El trato con los árabes del buque hacía acordarse al Morenito de los moros de Marruecos, contando algunas de sus correrías por las costas de África. Por las mañanas, cuando se lavaba al aire libre, desnudo de cintura arriba, producían admiración los costurones y profundas cicatrices que constelaban su cuerpo, recuerdos, según él, de heroicos combates por mar y tierra contra la tiranía de las aduanas. Otro motivo de respeto era el saberle poseedor de una gran navaja á pesar de los registros que hacían los tripulantes del buque en la gente peligrosa; navaja que nadie había visto, pero que mencionaba con frecuencia en sus bravatas. Maltrana, conocedor de las costumbres del presidio, imaginábase en qué lugar indeclarable podría guardar el valentón esta arma, que era como el cetro de su amenazadora majestad.

—Siéntese un poquiyo, don Isidro, y descanse... Tú, dale un asiento ar cabayero... Les estaba proponiendo á estos chicos un negosio; un modo seguro de haserse ricos.

Maltrana, desde su sillón de lona, vió acurrucados á la redonda, con la mandíbula entre las manos, á todos los admiradores del Morenito, lo mismo que una tribu de guerreros en Consejo. El malagueño hablaba con la boca torcida, expeliendo las palabras por una de sus comisuras, para hacer sentir al auditorio toda la grandeza de su bondad de maestro.

—Estos mozos son unos palominos, don Isidro, que van á América á rabiar y haser ricos á los demás... lo mismo que en su tierra. Pero vení acá, arrastraos, ¡peleles! ¿Pa eso os habéis embarcao ustedes?... Fíjese, don Isidro: unos piensan dir ar campo á sudar camisas trabajando; otros quieen meterse á criaos de casa grande... Y yo les propongo á estas güenas personas que hagamos una partía: una partía como las que había endenantes. Allá no habrán visto eso nunca; cosa nueva. ¿Qué le paese?...

Y exponía su plan con entusiasmo.

—Una partía, y agarramos á un richachón de allá y lo secuestramos; le peímos á la familia unos cuantos millones, con la amenasa de que le vamos á cortá las orejas; nos dan los millones, nos los repartimos como güenos hermanos, y antes de seis meses estamos de güerta y ricos. Una partía que tendría mucho que ver. Usté, don Isidro, sería er capitán. (Aquí Maltrana saludó agradeciendo, excusándose con un gesto de modestia.) No; no se nos jaga er chiquito. Yo sé que tié usté lo suyo mu bien puesto... y crea que yo entiendo de esas cosas. Además, tié talento pa too, y yo soy hombre que respeta la sabiduría... El Morenito, Antonio Díaz, un servior, sería er teniente, toos estos mozos ya se despabilarían con tan güenos directores. ¿Eh? ¿qué le paese? ¿No es un verdaero negosio?

Isidro asintió con imperturbable gravedad. Sí; un buen negocio que valía la pena de ser estudiado detenidamente; la explotación de una nueva industria. Casi habría que pedir patente de invención, para evitar las imitaciones. Y los crédulos muchachos, que oían al Morenito en silencio porque estaban en el mar, lejos de toda posibilidad de acción, pero abominaban interiormente de estos planes que pugnaban con las preocupaciones de su honradez, mirábanse indecisos al ver que un señor como don Isidro no se escandalizaba.

—¿Lo oís, panolis?—exclamó el valentón—. Mirá cómo un cabayero que lo sabe too encuentra que mi idea es güena... Pero si es que os fartan riñones pa sacarle el dinero á un rico, poemos hacer la partía pa perseguir á los indios. Allá hay muchos, ¡muchos! En América atacan los ferrocarriles y las diligencias y hasta los tranvías en las afueras de las poblasiones; yo lo he visto muchas veces en los sinematógrafos. Y Buenos Aires está en América, y allí hasen farta hombres de resolusión que les digan á esos gachós de color de chocolate con plumas en la cabesa: «Ea, se acabó; ya no molestáis ustedes más á la reunión, porque no nos da la gana». Y los cazamos como conejos, y el gobierno, agradesío, nos paga á tanto la cabesa, y en unos cuantos años nos jasemos ca uno con una fortunita pa golver á la tierra. No será uno rico tan aprisa como con el secuestro, pero argo es argo, y siempre es mejor que destripar terrones ó servirles er chocolate en la cama á los señores. ¿No le paese, don Isidro?

Y don Isidro aprobó otra vez. Una idea tan buena como la anterior; también habría que pedir privilegio, para que el gobierno no permitiese matar indios más que á la partida del señor Antonio el Morenito.

Admiraba los heroicos expedientes discurridos por este hombre hacerse rico sin apelar á la vulgaridad del trabajo ordinario, reservado á los otros mortales. Y así permaneció Isidro algún tiempo, escuchando los planes del aventurero desorientado que iba á América con cuatro siglos de retraso. La honradez en alarma de sus oyentes formulaba tímidas observaciones.

—Pero allá hay presidios—dijo uno—. Allá hay policías.

—No serán más bravos que los seviles y los carabineros de nuestra tierra—contestó el Morenito con arrogancia—. Yo sé lo que es eso... ¡Bah! ¡Me los como!

—Pero los indios no se dejarán zurrar así como así—arguyó otro. Deben ser gente brava... gente salvaje.

—A ésos—dijo el matón despectivamente—, á ésos también me los como.

Se aproximó al grupo un nuevo oyente, saludando á Maltrana, con fina sonrisa, en la que había algo de burla para el valentón.

—Aquí tenemos á don Juan—dijo Isidro—. Éste no entra en nuestra partida: no es hombre que sirva para el caso.

—No señó, no entra—contestó el Morenito—. A don Juan, en sacale de sus librotes no sirve pa mardita la cosa... Mu güena persona, mu cabayero, pero no va á ganá en su vida dos pesetas.

Era alto y enjuto de carnes, con luengas barbas que á pesar de su juventud le daban un aspecto venerable. Hablaba con voz dulce y ademanes reposados, interpolando en sus palabras una risa discreta, que era el eterno acompañamiento de su conversación. Según Maltrana, este amigo respiraba optimismo y confianza en la vida, esparciendo en torno de su persona un ambiente de contento. Y sin embargo, vivía en el entrepuente, mezclado con el rebaño inmigrante, sin otras consideraciones que las que le concedían sus compañeros de viaje, cautivados por la dulzura de su carácter y la superioridad de educación. Sus trajes, viejos y raídos, eran de buen corte; se notaban en su persona los vestigios de una situación más próspera. En sus manos finas quedaba como recuerdo familiar una antigua sortija, salvada de los apremios de la pobreza.

El curioso Maltrana conocía algo de su vida. Juan Castillo era un agrónomo que había intentado en las tierras de panllevar heredadas de sus padres la realización de todos los adelantos aprendidos en una gran escuela de Bélgica; ensueños de poeta agrícola realizados con el ímpetu de una voluntad entusiástica y crédula. La usura le había proporcionado un pequeño capital para su empresa, y luego de batallar algunos años con la rutina de los campesinos, de habituarlos á vivir en paz con las máquinas y de extraer de las profundidades del subsuelo las venas líquidas para esparcirlas en redes de irrigación, cuando la tierra empezaba á responder á estos esfuerzos con sus primeros productos, los acreedores habían caído sobre él, ejecutándolo con glacial ferocidad.

—Conozco el procedimiento—había dicho Maltrana al oírle por vez primera—. Es el mismo de las tribus antropófagas. Le dieron á usted alimento, le dejaron tranquilo para que echase caries, y cuando estuvo á punto, ¡zas! el degüello y banquete canibalesco.

Huía de la ruina, perdida la herencia de sus padres, perdido el crédito, deshonrado por deudas á las que daban sus acreedores un carácter delictuoso; todo ello por querer innovar con arreglo á sus estudios una agricultura estacionaria casi igual á la de los primeros tiempos de la humanidad. Y en su fuga había mirado al Sur, como todos los que navegaban en aquella cáscara de acero, presintiendo más allá del círculo oceánico renovado diariamente una tierra remozadora de existencias, donde las vidas destrozadas se contraían virginalmente lo mismo que capullos para empezar el curso de una nueva evolución. La esperanza le había rozado también con su aleteo ilusorio. Casi celebraba esta ruina que le había desarraigado de la tierra paterna. ¿Quién podía saber lo que le esperaba al otro lado del Océano?...

Abandonando el grupo del Morenito, avanzaron hacia la proa Maltrana y Castillo. Una voz quejumbrosa les hizo detenerse.

—¡Don Isidro!... ¡Buenas tardes, don Isidro y la compaña!

Un hombre sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la borda, avanzaba su rostro pálido entre los pliegues de una manta.

—¿Eres tú, enfermo?—dijo Maltrana—. ¿Cómo va ese ánimo?

Con voz doliente murmuró una queja interminable contra el mar. Desde su entrada en el buque, la salud parecía haber huido de su cuerpo. Otros cantaban á todas horas, como si el aire salino y la inmensidad azul les diesen nuevas fuerzas, excitando su apetito. Él se había embarcado sintiéndose fuerte, y de pronto todas sus energías le abandonaban.

—Estoy muy enfermo, don Isidro. Ayer aún pude subir solo á la cubierta; hoy han tenido que empujarme escalera arriba unos amigos. Debo estar blanco como un papel, ¿verdad, señor?... No tengo fuerzas para andar, ni deseos de comer. Esto no marcha... Los demás se quejan de calor; dicen que cada vez pica más el sol, y yo tiemblo si me quito la manta... Y lo que me da más rabia es que el médico, don Carmelo el oficial y otros me miran como si les hubiese engañado, y dicen que si llegan á saber esto no me dejan embarcar, porque allá en Buenos Aires no quieren enfermos... Pero señor, ¡si yo me embarqué sano y bueno!, ¡si es este maldito mar que no me prueba!...

Creyendo ver en Maltrana el mismo gesto de duda de los empleados del buque, se apresuró á añadir:

—Yo he sido un roble, don Isidro. Reumatismos nada más, según decía el médico de mi pueblo, por haber dormido al raso en el campo muchas noches. Pero fuera de esto... nada. Lo juro por mi nombre: Pachín Muiños. Y ahora, de pronto, me veo hecho un trapo, y me ahogo, señor, las piernas no pueden tenerme y me faltan fuerzas para ir de un rincón á otro. ¡Qué ganas tengo de salir de aquí!... Estoy seguro de que apenas salte á tierra seré otro, volveré á sentirme fuerte como en mi pueblo... Diga, señor: ¿cuándo llegamos á Buenos Aires?

Hacía la pregunta ávidamente; se incorporaba para mirar más allá de la borda. Al esparcir su vista por la inmensidad, esperaba encontrar en el horizonte el negro perfil de la tierra ansiada.

—¿Tardaremos dos días?—siguió preguntando.

—Más, un poquito más—dijo Maltrana suavemente para engañar su impaciencia.

—¿Como cuántos más?—continuó con tenacidad el enfermo.

Y al adivinar en las palabras evasivas de Maltrana que aún quedaban muchos días de viaje, el pobre Muiños volvió á sumirse en la desesperación... ¡Buenos Aires! Deseaba llegar cuanto antes al término del viaje, y repetía el nombre de la ciudad, como si encontrara en él un poder milagroso igual al de las antiguas palabras cabalísticas.

Isidro, luego de consolarle con engañosas afirmaciones, asegurando que antes de una semana verían la tierra ansiada, retrocedió con Castillo hacia la reja de salida.

—¡La esperanza!—dijo con tristeza—. Ese pobre está muy enfermo, le faltan fuerzas para tenerse en pie, y se traslada, sin embargo, de un hemisferio á otro en busca de salud y dinero. ¡Qué de ensueños van en este cascarón con todos nosotros!...

—¡Y si fuese solo!—contestó Castillo—. Pero le acompañan su mujer y tres hijos.

La ilusión de la salud le había hecho desarraigarse de su pueblo. Allá en Galicia no podía trabajar una semana entera sin que el esfuerzo atrajese la enfermedad. La imagen de América había pasado por su miseria como un resplandor de esperanza. En aquella tierra de fortuna, donde todos se transformaban, él sería otro hombre. Y repuesto por unos meses de descanso y holgura, á causa de haber vendido su casucho y unas vacas, Muiños entró en el buque con un aspecto engañador de hombre sano. El ambiente del mar y la vida de á bordo habían sido fatales para él: cada día transcurrido marcaba un descenso de su salud.

—Lo que él cree reumatismo—añadió Castillo—es, según el médico del buque, una insuficiencia cardíaca, que empieza á complicarse con una bronquitis alarmante. ¡A saber en lo que parará! La mujer y los chicos, acostumbrados á sus enfermedades, no se fijan en él. Ella comadrea con las otras mujeres, y los muchachos juegan ó aguardan con impaciencia la hora del rancho. Y el pobre Muiños, cuando se ahoga en el entrepuente, sube á la cubierta envuelto en su abrigo para tenderse al sol, y pregunta cuántos días faltan para llegar, cuando aún estamos al principio del viaje... Inútil decirle la verdad. Su ilusión, que se ha concentrado en Buenos Aires, le hace olvidar el tiempo y la distancia. Cree que le engañan cuando le dicen que aún faltan muchos días. Al avistar Tenerife preguntó con emoción si ya estábamos en Buenos Aires. Mañana, al ver de lejos las islas de Cabo Verde, volverá á creer que hemos llegado... ¡Infeliz! De todos los que vamos en el buque es el que más piensa en Buenos Aires, y bien podría ocurrir que fuese el único que no llegase á verlo.

Maltrana se despidió de Castillo junto á la verja divisoria de clases, frontera inviolable que partía en dos Estados diversos el microcosmos flotante.

Arriba, en la cubierta de paseo, encontró á Fernando junto á una de las ventanas del salón que daban luz á la plataforma interior, ocupada por el piano.

Quiso hablarle Isidro, pero su amigo se llevó un dedo á los labios imponiendo silencio. Miró entonces por la ventana y vió á una mujer sentada al piano. Llegó á sus oídos al mismo tiempo una música en sordina y el susurro de un canto á media voz.

—Es de Tristán—murmuró quedamente Ojeda en su oído—. El lamento desesperado de Iseo.

Los dos permanecieron en silencio á ambos lados de la ventana, escuchando el canto que venía del interior con lejanías de ensueño. Maltrana, menos sensible á la emoción musical, examinaba de espaldas á esta mujer, fijándose en su nuca blanca, ligeramente sombrecida como el marfil antiguo. El casco de su cabellera tenía junto á las raíces un dorado tierno, que iba coloreándose hasta tomar en la superficie el tono rojizo del cobre fregoteado. Su cuello se inclinaba hacia delante con una esbeltez anémica, una fragilidad que marcaba bajo la piel los tendones y arterias, dilatados por la tenue emisión de la voz.

De pronto, la cara invisible se volvió hacia ellos, como si acabase de notar su presencia. Vieron unos ojos cuyas pupilas de color de ceniza estaban dilatadas por la sorpresa; un rostro de palidez verdosa, algo descarnado, que se coloreó instantáneamente con un acceso de rubor. Parecía asustada de que alguien pudiese oírla. Con un gesto de timidez y contrariedad cerró el instrumento, púsose de pie y marchó hacia la puerta del salón para huir de los dos importunos.

Ojeda la siguió con la vista. Era alta, y su enfermiza delgadez estaba disimulada en parte por lo recio del esqueleto. Las caderas marcaban su ósea firmeza bajo una falta de dril claro. La cabellera amontonada con gracioso descuido, los zapatos blancos algo usados, la blusa modesta de confección casera, la falta total de alhajas, daban á su figura un aspecto de pobreza sufrida animosamente, de incertidumbre bohemia sobrellevada con resignación.

—Usted que conoce aquí á todo el mundo—preguntó Ojeda—: ¿quién es?

—Hace rato que lo sabría usted si me hubiese dejado hablar... Es la mujer del director de orquesta de la compañía de opereta: un rubio de cara granujienta, que se pasa día y noche en el café tomando bocks con los de su tropa. Buen colador; hay veces que los redondeles de fieltro se amontonan en su mesa como una columna... Y cuando no toma cerveza, admite whisky ó lo que caiga. No tiene otra ocupación en el buque que empinar el codo.

—Es una mujer interesante—murmuró Ojeda—. ¡Y tan tímida!...

Aguardaba todas las tardes á que el salón quedase desierto. Descendían las familias á sus camarotes para dormir la siesta; otros pasajeros se acostaban en las sillas largas del paseo; sólo permanecían algunos en el jardín de invierno. Entonces, casi de puntillas, iba hacia el piano, y apenas colocaba los dedos en el teclado, parecía olvidar su timidez, aislándose del mundo exterior, con los ojos vagos y sin luz, como si su mirada se concentrase interiormente y su canto fuese un débil escape, un lejano eco de otra música de recuerdos que sonaba dentro de ella.

Al verla Fernando en el piano, había sentido curiosidad por conocer su música. ¡Tal vez una romanza dulzona y sensiblera de opereta!... Y aún le duraba la sorpresa que había experimentado al escuchar las grandiosas frases del dolor de Iseo.

—Debe tener una voz magnífica, ¿no lo cree usted, Isidro?... Quisiera ser su amigo... Usted debe conocerla.

Maltrana se excusaba, algo contrariado de que por esta vez no le fuese posible alardear de una amistad. Apenas se había fijado en ella: ¡pchs! ¡la mujer de aquel borrachín director de orquesta!... Era algo arisca; huía de la gente; apenas se trataba con las otras damas de la compañía. Vivía para su hijo, un pequeñín de cabeza enorme, siempre agarrado de su mano. A los saludos de Maltrana respondía siempre con una inclinación de cabeza y un manifiesto deseo de huir. Además, como mujer no valía gran cosa: parecía enferma. La primera vez que se fijó en ella fué por las burlas de unas niñas elegantes que comentaban su palidez verdosa: «Ahí va esa de la opereta. Se le ha reventado la hiel y la tiene revuelta por todo el cuerpo».

—Pero esto no importa, Ojeda; ya que la señora le interesa por lo del canto wagneriano, yo se la presentaré. Conozco algo al marido; hemos bebido juntos. Él se llama Hans... Hans Eichelberger, eso es; el maestro Hans. Y ella... aguarde usted, ella se llama Mina. Ahora recuerdo que el marido la llama así, y según me dijo, es un diminutivo de Guillermina. El maestro habla algo el español: ha andado por la Argentina y Chile en otras correrías musicales. Ella creo que muy poco.

Avanzaron los dos amigos hacia la popa, deteniéndose en la baranda cercana al café, sobre la cubierta de los de tercera clase. Habían levantado los marineros una parte del toldo y se veía abajo el rebullir de la emigración septentrional, gentes melenudas que á pesar del calor conservaban sus abrigos de pieles. Sonaba el gangueo de un acordeón con el apresurado ritmo de la danza rusa. Una muchacha de falda corta, botas polonesas y pañuelo verde, por cuya punta asomaba una trenza de pelos rojos, daba vueltas al compás de la música. En torno de ella, un mocetón de camisa purpúrea danzaba de rodillas ó se sostenía en portentoso equilibrio con las piernas casi horizontales y las posaderas junto al suelo. Los gritos y palmadas de los otros rusos acompañaban estas agilidades de loca danza gimnástica. Los judíos polacos y galitzianos, envueltos en sus hopalandas de carácter sacerdotal, contemplaban el espectáculo rascándose las barbas luengas, contrayendo los matorrales de sus cejas casi unidas.

—¡Las gentes que venimos aquí!—dijo Fernando—¡Y pensar que es el nombre de una ciudad desconocida, el vago prestigio de una tierra lejana, lo que nos ha juntado á personas de tan diverso nacimiento!...

—Veintiocho pueblos, según afirma don Carmelo el de la comisaría, venimos en el buque; y lo mismo ocurre en otros trasatlánticos. ¿No es verdad, Ojeda, que esto se parece al avance en masa de los pueblos de Europa cuando las Cruzadas?... Hace poco, me acordaba yo, abajo, de las muchedumbres que siguieron á Pedro el Ermitaño. Marchaban enfermas, desfallecidas de hambre, y cada vez que avistaban una pequeña ciudad prorrumpían en alaridos de gozo: «¡Jerusalén! ¡Es Jerusalén!». Y estaban aún en el centro de Europa: en Alemania ó en Hungría. Abajo, en la proa, tiene usted á un heredero de aquellos héroes de la esperanza. Va enfermo de cuidado, es posible que no llegue al término del viaje, y cada vez que vemos una isla, una costa, se galvaniza y pregunta si es Buenos Aires.

—La humanidad vive de ilusión, Maltrana. Necesitamos poner nuestro deseo lejos, en tierras desconocidas, pues la distancia borra la duda y da certeza á lo más inverisímil. Para los europeos, el lugar de maravillas fué Bagdad, la de Las mil noches y una noches; en cambio, en mis viajes por Oriente, he visto á judíos y mahometanos suponer tesoros y magias en la antigua Toledo. Cuando los poetas del Sur imaginan algo prodigioso, sitúan el escenario en las fortalezas del Rhin ó los fiordos escandinavos. Al soñar Wagner el castillo de Monsalvat, coloca la mansión del Santo Grial en los Pirineos españoles y da un palacio árabe á Klingsor el encantador. El ambiente que nos rodea es demasiado real para que podamos cultivar en el nuestras ilusiones.

—Así es, Fernando. Pero la esperanza humana, que en otras épocas fué puramente mística y por eso tal vez miraba á Oriente, es ahora positiva, cifra sus anhelos en el bienestar material y se dirige hacia Occidente. Todos queremos ser ricos, necesitamos serlo, y esta esperanza comunica á las tierras lejanas el prestigio de la ilusión. Hace siglos, la gente de empuje iba al Perú; ayer soñaba la humanidad con los tesoros de California, y allá corrían en masa los hombres de aventura; hoy empieza á mezclarse con el esplendor de los Estados Unidos la irradiación que surge de una nueva ciudad-esperanza: Buenos Aires.

Mañana—interrumpió Ojeda—, los peregrinos de la riqueza, torciendo su camino, se derramarán por las islas de la Oceanía, y tal vez la Jerusalén del porvenir estará dentro de millares de años en algún lugar del Pacífico donde en este momento colean los tiburones y se hinchan y deshinchan las olas solitarias.

El deseo humano colocaría la ciudad de la esperanza sobre alguna tierra sacada del fondo de las aguas por una convulsión del planeta; tal vez sobre atolones que los infusorios madrepóricos estaban petrificando en aquel momento con lenta y paciente labor multimilenaria... Nunca faltaría en el globo un lugar que atrajese á los hombres inquietos y enérgicos, descontentos con su destino, ansiosos de cambiar de postura.

—Cada vez será más grande esta peregrinación—dijo Maltrana—. Sentimos la imperiosa necesidad del dinero como no la sintieron nuestros abuelos; y los que vengan detrás la experimentarán con mayor ímpetu que nosotros. Yo deseo ser rico: no tengo rubor en confesarlo; es lo único que me preocupa. Necesito saber qué es eso de la riqueza, y á conseguirlo voy... sea como sea. ¿Y usted, Fernando?...

Sonrió éste levemente. También quería ser rico, y su deseo imperioso le había desarraigado del viejo mundo, lanzándolo en plena aventura, como los miserables que se aglomeraban en los sollados de la emigración. Necesitaba una gran fortuna para creerse feliz. Y sin embargo... ¡quién sabe!, la riqueza no es la dicha, no lo ha sido nunca; cuando más, puede aceptarse como un medio para afirmarla... Tal vez ni aun esto era cierto. Recordaba la wagneriana leyenda del anillo del Nibelungo, el milagroso oro del Rhin, símbolo del poder mundial. Quien lo poseía era señor del universo, dueño absoluto de todas las riquezas; pero para conquistarlo había que maldecir el amor, renunciar á él eternamente.

—Y el amor, Maltrana, y otros sentimientos, valen más que un tesoro. Yo soy pobre y marcho en busca del dinero porque veo en él una garantía de seguridad y de reposo para ocuparme tranquilamente en otras empresas de mi gusto. Pero si alguien me hiciese ver que la riqueza debía pagarla con la renuncia del amor, le juro que saltaba á tierra en el primer puerto para volverme á Europa.

Isidro levantó los hombros desdeñosamente. ¡Fantasías de artista! ¡Cavilaciones de poeta! ¿Qué tenían que ver el amor y la riqueza para que los colocasen juntos, como antitéticos é inconfundibles?... Él quería ser rico por serlo, por conocer las dulzuras del más irresistible de los poderes, las satisfacciones orgullosas y egoístas que proporciona la llamada «potencia de dominación». Y si para ello había de renunciar á las gratas tonterías del amor y á otros sentimientos que el mundo considera con un respeto tradicional, pronto estaba al sacrificio. Le irritaba el menosprecio con que durante siglos y siglos religiones y pueblos habían tratado á la riqueza, como si ésta fuese algo diabólico y vil, incompatible con la elevación de alma y la nobleza de la vida.

—Usted dice que es pobre, Fernando, y otros como usted lo dicen igualmente. Todo el que no es millonario se cree en la pobreza, y habla de ella como de algo agradable y hermoso que debe proporcionarle una aureola de simpatía. No; usted no ha sido pobre jamás, ni sabe lo que es eso. Usted necesita ser rico, conforme; pero no tiene una idea de lo que es la miseria. Le habrán hecho falta miles de duros, pero jamás al llevarse una mano al bolsillo ha dejado de sentir el contacto de las rodajas de plata... Pobre lo he sido yo, lo soy aún, lo he sido toda mi vida. Y como he visto de cerca la verdadera pobreza, fea y calva como la muerte, la detesto, y deseo que no me siga tenazmente, como hasta ahora, fuera del alcance de mi odio. Quiero que algún día se me aproxime, se coloque á mi lado, para acogotarla, para romperle á puñetazos los costillares, para convertir en polvo el andamiaje de su esqueleto.

Comenzó á reír Fernando con estas palabras, pero se contuvo al notar la sincera vehemencia con que hablaba Isidro y el vaho de lágrimas que empañaba sus ojos repentinamente.

—Yo sé mejor que nadie lo que es la pobreza, y por eso me irrito cuando en España y otros países que llaman, no sé por qué, «caballerescos» é «idealistas», oigo decir á las gentes con orgullo: «Yo que soy pobre, pero muy honrado». Y tal prestigio debe tener la frase, que muchos que no son pobres se jactan de serlo, como si esto fuese un testimonio de honradez... ¡Mentira! Ningún pobre puede considerarse honrado, ya que la pobreza es una deshonra, un certificado de incapacidad. Cierto que habrá siempre pobres, como hay en el mundo feos, contrahechos ó imbéciles. Pero el que tiene un defecto físico ó intelectual no hace gala de él, antes procura remediarlo; y el pobre que se resigna con su suerte y no busca hacerse rico, sea como sea, á las buenas ó las malas, es un cobarde ó un inútil, y no puede convertir su vileza en un mérito.

Ojeda acogió con aspavientos de cómico terror estas palabras.

—Repita usted, Isidro, tales cosas á los de tercera clase, y seguramente que no llegamos á Buenos Aires. Se van á sublevar, á hacerse dueños del buque.

Pero Maltrana, dominado por su emoción, no le escuchaba y siguió hablando:

—¡La miseria!... Sé lo que es, y quiero evitar que la conozcan aquellos que yo amo. Usted, Fernando, ignora mi vida.[1] Tal vez le hayan dicho que una parte de ella anda por ahí en relatos novelescos... Pero la verdad es siempre más cruda, más intragable que los pequeños trozos realistas de los libros, aderezados con salsas de fantasía... La mujer que me trajo al mundo pereció como un animal, cansada de trabajar. Un pobre hombre que me servía de padre murió asesinado, por la imprevisión de unos contratistas, en una catástrofe del trabajo, y su cadáver fué bandera revolucionaria para otros tan desdichados como él. Yo he comido las bazofias que comen los perros. Mis nobles ascendientes eran traperos y se mantenían con las sobras de las cocinas de Madrid. He crecido sabiendo con qué punzadas y retortijones avisa el estómago el dolor de su vacío... He sufrido privaciones y vergüenzas, hasta que un día...

[Nota [1] Véase La horda]

Calló un momento. Temblaba su voz, súbitamente enronquecida. Se llevó una mano á los ojos como si le molestase la luz.

—Un día, cuando fui hombre, una infeliz me escuchó: una compañera de miseria, ansiosa de ideal á su modo. La pobre creía encontrarlo en mí, señorito hambriento que hablaba de cosas que ella no podía entender. Mi vida floreció por vez primera; conocí la alegría, la verdadera alegría, durante unos meses; luego, el idilio acabó en el hospital. Y aquel cuerpo gracioso, cuerpo de pobre, en el que luchaba la juventud con un raquitismo hereditario, bajó á la tierra despedazado: lo hicieron cuartos, como una res de matadero, sobre el mármol de la sala de disección... Usted, Ojeda, debe amar á alguien como amé yo. Todos encontramos una posada de amor en el camino de la vida: hasta los más infelices. Imagínese el cuerpo que usted adora, con el orgullo de la posesión, desnudo sobre una mesa; las blancas intimidades, sólo por usted conocidas, expuestas ante la insolencia juvenil; la epidermis arrancada de los músculos como el forro de un libro; las manos pasando de mesa en mesa; los pechos como unas piltrafas, nadando en un cubo; la cabeza á un lado, las piernas á otro... ¡No puedo, no puedo pensarlo! Es un recuerdo que me amarga muchas noches... Pero ¿por qué hablo de esto?

Frunció Ojeda el ceño, emocionado por las palabras de Maltrana. Hacía mal en acordarse del pasado; era mejor ir adelante sin volver la cabeza.

—Así terminó nuestro amor—dijo Isidro después de larga pausa, levantando la frente de entre las manos—. Así terminó, porque éramos pobres... Me quedó un hijo, y la primera vez que lo tuve entre mis brazos, en una casucha de las afueras de Madrid, creí nacer de nuevo, pero más fuerte, con una voluntad que nunca había sospechado... El pobre rollo de manteca, con sus ojitos como dos punzadas, me hizo sentir la impresión de una fuerza misteriosa que me insensibilizaba interiormente. Desde entonces estoy fabricado con algo muy duro: soy de acero, soy de bronce. «Sólo puedes contar conmigo, pobrecito—le dije al pequeño—. No tienes á nadie más en el mundo, pero yo trabajaré por ti». Fui tímido y flojo para defender á la madre; pero el chiquitín me dió una fiereza de tigre... Esta segunda parte de mi vida la conoce usted mejor que la otra. No es ningún secreto. «Isidro Maltrana: un canallita simpático, un sinvergüenza que conoce la manera de vivir...»

Ojeda intentó protestar.

—No mueva la cabeza, Fernando; no diga que no, por amabilidad: déjeme la gloria de mi mala fama, que es muy justa y me enorgullece. Pensé en ser ladrón, pues contaba con buenas relaciones para emprender la carrera; pero soy cobarde; tampoco podía alquilar mis brazos como matachín, porque son débiles. Pero alquilé mi pluma y mi bilis, y tal fué mi desvergüenza, que hasta tengo admiradores. He fabricado libros para que los firmasen graves personajes y estudios laudatorios de esos mismos autores, sobre cuyas nobles cabezas escupiría de buena gana. He insultado á hombres que respeto y admiro, amontonando contra ellos infamias y mentiras, cuando, de seguir mis deseos, me hubiese arrodillado para implorar su perdón. He recibido golpes y me los he guardado tranquilamente cuando el ofendido era más fuerte que yo. Otras veces, acorralado como un gato que no encuentra salida, he hecho el papel de tigre, batiéndome como un caballero de la Tabla Redonda en defensa de cosas que no me interesaban. He vivido en la cárcel por artículos de periódicos que no tuve la curiosidad de leer. Cuando había que atajar alguna opinión justa con una nota insolente y discordante, Maltranita se encargaba de ello, siempre «por cuanto vos contribuísteis». ¿Qué no he hecho yo para ganar dinero?... Hasta me he prestado á ser intermediario en los amores secretos de ciertos personajes y he servido de honorable acompañante á sus queridas... No se asombre, Ojeda; convénzase de que lleva por compañero á uno de los canallas más notables que ha tenido Madrid.

A pesar del tono de esta afirmación, que hizo sonreír otra vez á Fernando, el bohemio continuó, con gesto fosco y ojos enternecidos:

—Y no crea que me arrepiento de mi pasado. Desconozco el rubor y la vergüenza: son lujos que sólo pueden permitirse los felices... Cada vez que cometí una mala acción, me bastó para olvidarla hacer una visita al colegio de ricos donde se educa mi Feliciano gracias á los esfuerzos de su padre, tan nobles y tan heroicos como los de cualquier duque antiguo que salía lanza en mano á robar en las encrucijadas. Mi hijo me cree un gran personaje porque ve que mi nombre figura en los periódicos; sus maestros no me admiran menos y permiten que algunas veces me retrase en el pago de mis obligaciones. Soy para ellos un señor de cierto poder, que trata familiarmente á los ministros y pasea todas las tardes por los pasillos del Congreso. Y esta devoción de mi hijo y sus allegados me compensa de todas mis vilezas: hasta de las numerosas bofetadas que llevo recibidas por mis atrevimientos... Yo quiero que mi Feliciano, el hijo del bohemio y de la gorrera despedazada en el hospital, sea rico, muy rico; y por esto, sólo por esto, me he alistado en la cruzada al Nuevo Mundo. En mí se han contraído y achicado todos los afectos, para dejar espacio únicamente al de la paternidad, que me ocupa por entero... Usted, Fernando, no sabe lo que es el sentimiento paternal y hasta dónde llega su santa ferocidad. «Perezca el mundo y sálvese la carne de mi carne.»

—No tanto—dijo Ojeda—; no exagere usted.

—Sí: «Robemos á los hijos de los demás para que nuestro hijo sea rico...». Y yo soy un padre. Sé bien que esta paternidad no es más que un sentimiento egoísta, como el amor, como el patriotismo, como tantas ideas respetables é indiscutibles que traen revuelto al mundo... Pero la vida no es más que una urdimbre de egoísmos, y yo carezco de fuerzas para reformarla. Voy á trabajar por el pequeño, y en nombre de mis sacrosantas ternuras de padre de familia, reventaré si me es posible á otros padres de familia que se me pongan por delante, dispuestos como yo á toda clase de porquerías para asegurar el bienestar de su prole. Quiero hacer rico á mi hijo... ¡y caiga el que caiga!

—Cuando llegue usted á enriquecerse—interrumpió Ojeda—, es muy probable que su hijo sea como los hijos de casi todos los ricos: un ser inútil para la sociedad, un ente de lujo que gaste sin tino lo que el padre amontonó en fuerza de sacrificios.

—Lo he pensado muchas veces; ¿y qué?... Yo tengo tanto derecho como cualquier burgués á producir un hijo inservible y decorativo. No todo en el mundo debe ser útil. Es una satisfacción para el egoísmo paternal haberse matado trabajando en un extremo del mundo para que el hijo vaya al otro hemisferio á mantener cocotas de precio y sostener el juego en los clubs elegantes. Un orgullo tan legítimo como el de los criadores de caballos de carreras, hermosos é inútiles, que no sirven para arar un campo ni pueden tirar de un carretón, pero corren y corren sin objeto entre los entusiasmados epilépticos de la multitud... Además, Fernando, amo el dinero por ser dinero con un respeto casi religioso. Yo, que no he creído en nada, creo en su majestad irresistible, en su poder benéfico, que revoluciona nuestra existencia, haciéndola más cómoda y fácil... El dinero es también poesía, una poesía sobria, enérgica, intensa, más humana y conmovedora que la insincera y manida que ustedes vienen repitiendo hace siglos en sus versos.

Esta afirmación provocó en Ojeda una risa franca.

—A ver, siga usted: eso me interesa; suelte su bagaje de paradojas. Es divertido, y le hará olvidar el recuerdo de sus tristezas pasadas.

Pero Maltrana, insensible al regocijo de su amigo, siguió hablando. Un movimiento universal, semejante al nacimiento de una religión poderosa, se estaba apoderando de los destinos del mundo. Pero muy pocos se daban cuenta de este suceso, que iba á abrir en la Historia una era nueva.

—Siempre ha ocurrido así. Los hombres tardan siglos en conocer las fuerzas recientes que los mueven; han de transcurrir varias generaciones para que un día lleguen á enterarse de que son completamente distintos de como fueron sus abuelos... Si resucitase un romano de los dos primeros siglos de nuestra era y le preguntásemos qué se hablaba en su tiempo de los cristianos, nos miraría con extrañeza. Nada sabría de ellos; su época fijaba la atención en otros asuntos más importantes. Y sin embargo, bajo de sus pies, en la sombra, latía una fuerza ignorada por él, que iba á transformar el mundo... Desde hace ochenta años ha venido á la tierra un nuevo dios: el dinero. Y ese dios tiene sus apóstoles: el centenar de grandes millonarios y capitanes de industria esparcidos por el mundo, ministros de un poder misterioso, que permanecen en la sombra, como si la grandeza de su misión les impusiese el incógnito; hombres cuyos apellidos conoce la tierra entera, igual que los de los reyes, pero á los cuales muy pocos han visto en persona, pues rehuyen la publicidad.

Ojeda escuchaba con interés creciente estas palabras de su amigo.

—Los Césares modernos los visitan á bordo de sus yates y los sientan á sus mesas; poco falta para que los emperadores, al escribirles, les llamen «querido primo» como es de uso entre testas coronadas. Se necesita ser ciego para no ver el poderío de estos monarcas mundiales, cuyos abuelos fueron leñadores, barqueros ó míseros prestamistas. Antes, los conductores de pueblos hacían la guerra á su capricho ó por desavenencias de familia, siempre que les daba la gana. Ahora disponen de más soldados que nunca, de prodigiosas herramientas de destrucción, y sin embargo se mantienen en forzado quietismo, armados hasta los dientes. Para tirar de la espada tienen que consultar antes á estos nuevos «primos» de la mano izquierda, cuyo auxilio les es indispensable. «No nos conviene la operación», dicen los apóstoles modernos en el misterio de su retiro bancario, donde fraguan los dramas mundiales. Y la espada tiene que volver á su vaina, ó cuando más, se emplea en alguna expedición colonial, apaleando negros ó amarillos, todo para mayor gloria del dios que somete de este modo nuevos pueblos á su culto...

Continuó Maltrana ensalzando la grandeza de estos magos modernos.

La actividad de los hombres corría canalizada sobre la costra del globo en el punto que se dignaban señalar ellos con un dedo. Soberanos de miles y miles de kilómetros de vías férreas ó de flotas como jamás las tuvo Imperio alguno, les bastaba una orden telefónica para cambiar el curso del progreso humano. Islas del Pacífico en las que hace cincuenta años los naturales asaban todavía para su consumo la carne humana, habían realizado en tan corto lapso de tiempo una evolución de siglos y hasta ensayaban el régimen socialista. Un país desierto lo transformaban en un lustro. Hacían surgir ciudades con paseos, estatuas y tranvías eléctricos, sobre una tierra habitada poco antes por avestruces. Les bastaba para realizar este milagro con tender una línea de ferrocarril. Costas inhospitalarias y desiertas brillaban de pronto con los focos eléctricos de sus puertos. Establecían una nueva línea de navegación, y el gran rebaño emigrante, los aventureros inquietos que todo lo transforman, llegaban hasta donde era la voluntad de los taumaturgos ocultos en la sombra...

Miró Isidro la multitud que bailaba abajo en la explanada de popa, y añadió:

—Nosotros mismos vamos adonde vamos porque los apóstoles de la nueva religión nos han abierto un camino y nos empujan por él sin que nos demos cuenta... Usted que es poeta, acuérdese, Ojeda, de lo que dió la vieja España á estos países americanos... Les dió el conquistador un héroe grande como los de la Ilíada, un superhombre, que en menos de un siglo exploró medio globo, labrando su vivienda en las alturas andinas á cuatro mil metros, junto á los nidos de los cóndores, ó en valles ecuatoriales que son ollas de fuego. Él engendró los actuales pueblos de América, legándoles una predisposición al heroísmo y un alto concepto del honor. Dio también el sacerdote, el misionero, que con la difusión del cristianismo fué dulcificando las costumbres y suprimió una idolatría que necesitaba de sacrificios humanos... ¡Qué regalo tan hermoso para ser cantado por los poetas! ¡La espada y la cruz, el heroísmo y la piedad!... Y sin embargo, los pueblos hispanoamericanos dormitan en la época colonial, produciendo lo estrictamente necesario para su mantenimiento, y luego de su independencia dormitan igualmente bajo el pie de valerosos déspotas que reemplazan con una tiranía inmediata y tangible la mansurrona y perezosa de la metrópoli. Y todo sigue así, hasta que aparece el nuevo dios... El dinero, el vil dinero, maldecido por los poetas, arriba á sus costas, y entonces únicamente es cuando se transforma todo en unas docenas de años.

La locomotora avanzaba sobre el suelo virgen antes que el arado; las estaciones surgían en el desierto como postes indicadores de futuros pueblos; el buque de vapor estaba pronto en la rada para llevarse el sobrante de las cosechas á otro lugar del globo; el exiguo mercado consumidor tímido y mísero se agrandaba hasta ser un productor gigantesco; los grupitos de emigrantes que cada dos meses llegaban en un bergantín, como gota suelta de vida, eran reemplazados por pueblos enteros que volcaban los trasatlánticos diariamente en la tierra nueva...

—Y toda esa revolución—continuó Maltrana—la han hecho y la siguen haciendo los apóstoles misteriosos de mi dios; esos magos que se ocultan en un despacho austero de la City de Londres, en un piso vigésimo de Nueva York ó en cualquier avenida elegante de París ó Berlín.

—¡El dinero!—exclamó Ojeda con despectiva expresión—. El dinero no es más que un medio, y ha existido siempre. La actividad humana, el progreso de la ciencia, el afán de bienestar, son los que han realizado juntos esas transformaciones maravillosas. Justamente, esa América colonial y dormitante de la que usted habla fué una gran productora de dinero. Acuérdese del Potosí y otras minas célebres que cargaron los galeones españoles de barras preciosas durante siglos. ¿Y de qué nos sirvió tanto dinero?... Fué nuestra muerte.

Maltrana protestó: su dinero no era ése. Él hablaba del dinero moderno, del dinero animado por la vida, alado é inteligente, incapaz de sufrir encierro alguno, dando sin cesar la vuelta á la tierra, penetrando en todas partes en forma de papel, irresistible y triunfador bajo el misterio de los caracteres impresos, lo mismo que el pensamiento humano.

Este dinero omnipotente aún no contaba un siglo de existencia. Su vida no iba más allá de la de un hombre octogenario. Cierto era que había existido siempre; pero antes del avatar victorioso que le hizo señor del mundo, su vida se arrastraba vergonzosa entre desprecios y vilezas. Pluto era un dios sombrío y cobarde, amarillo y macilento como el oro enterrado. Las religiones lo emparentaban con el diablo, viendo en la riqueza una tentación. El hombre perfecto era en todos los pueblos el asceta roído por la miseria, insensible á las grandezas terrenales. Multiplicar el oro se tenía por empresa de mercaderes, relegados á las últimas capas de la sociedad. La manera noble de conquistarlo era lanza en ristre en medio de un camino, desvalijando á las caravanas, ó entrando á saco en las ciudades tomadas por asalto. El precioso metal, buscado en secreto y despreciado en público, no tenía otro empleo que el préstamo y la usura; atrayendo crímenes y maldiciones.

Ocultábase en escondrijos subterráneos, temeroso de la luz, como los réprobos de una religión vergonzosa. Era pesado y voluminoso en el encierro de sus bolsas, y no podía moverse más allá del grupo urbano donde lo había amasado el ahorro. Los que se dedicaban á su manejo parecían afligidos de una enfermedad moral: amarilleaban con la zozobra, temblando á cada paso, como si el aire se poblase de enemigos. Las muchedumbres famélicas creían remediar sus males entrando á degüello en los barrios poblados por los sórdidos devotos del dios amarillo; los grandes señores, en sus apuros monetarios, ahorcaban á los negociantes para reunir fondos. Y al dulcificarse las costumbres, no por esto llegaba á borrarse el estigma con que estaban marcados los sacerdores del oro. Se les adulaba en momentos de angustia, y se les repelía luego con el pie en nombre de la caballerosidad y la nobleza de alma.

—Pero un día, el aprovechamiento del vapor cambió la faz del mundo. Casi ha sido en nuestra época: hemos conocido personas que presenciaron esta gran revolución, la más trascendental y positiva de todas. Existía la locomotora y hubo que fabricar miles y miles, abriéndola caminos por todo el planeta. La máquina industrial no podía caber en los pequeños talleres de familia, y fué preciso construir monstruosos edificios, más grandes que las catedrales y los templos del paganismo. Ningún monarca ni potentado era capaz de acometer individualmente esta empresa gigantesca... Entonces, el dios amarillo cambió de forma, saliendo majestuoso y triunfador, como el sol, de la hopalanda del usurero que le había tenido oculto. En su glorioso despertar ya no fué metálico, pesado é individual; no vivió más en su escondrijo de terror, y reunió á las muchedumbres para la obra común por medio de esos documentos que llaman acciones y obligaciones. El papel, que es el ala del pensamiento moderno, fué el signo de su poder. Hombres que no habían salido más allá de las afueras de su pueblo entregaron sus ahorros para trabajos titánicos que se realizaban al otro lado del planeta. Valerosos capitanes de escritorio, poetas de la aritmética, con el atrevimiento de los conquistadores, pusiéronse al frente de estos ejércitos de soldados anónimos á los que no conocerán nunca... Y en ochenta años han hecho suyo el mundo, como no lo dominó ningún ambicioso ilustre.

Maltrana hablaba con tono oratorio del gran milagro del dinero moderno. El globo estaba erizado de chimeneas; las inmensidades del Océano ofrecían siempre en el horizonte un punto negro y una nubecilla de humo; cascadas y ríos creaban al rodar fuerza y luz; las grandes barreras de piedra que llegan con su cumbre hasta las nubes sentían perforadas sus entrañas por un rosario de hormigas férreas resbalando sobre cintas de acero; en las obscuridades submarinas vibraban como bordones inteligentes los cables conductores del pensamiento; fuerzas misteriosas y hostiles trabajaban esclavizadas para el bienestar común; las antiguas hambres habían desaparecido gracias á las flotas inmensas que surcaban á todas horas el Océano, compensando con el sobrante de unos pueblos la carestía de otros; el hombre, hastiado de su reciente señorío sobre la costra terráquea, se lanzaba en el espacio, aprendiendo á volar.

—Y todo esto, amigo Ojeda, es el milagro de mi dios. Dirá usted que es obra del hombre; pero el hombre, sin la esperanza del dinero, haría muy poco en el presente régimen social. Nadie realiza trabajos penosos por gusto, nadie expone su vida gratuitamente en empresas sin gloria. Si usted le dice al que perfora un túnel ó levanta un terraplén sobre un pantano que está sirviendo á sus semejantes y merece por esto gratitud, se encogerá de hombros. Él sufre y pena para que mi dios le recompense inmediatamente. Y si mi dios le falta, abandona la labor, sin importarle gran cosa lo sublime de su trabajo... Abra los ojos, Fernando, y no sea impío con la gran divinidad de nuestra época. Los antiguos dioses se declaran vencidos por él, y le adulan y temen. El despreciado Pluto, cornudo y triste en otros tiempos como un macho cabrío, ocupa ahora el trono del noble Zeus, declarado inútil. Apolo y Marte hablan mal de él, lamentando la pérdida de su antigua majestad; pero esta murmuración es á espaldas suyas, pues apenas mi dios fija en ellos sus ojos de oro, el uno le ofrece la espada para sostenimiento del santo orden, sin el cual no hay buenos negocios, y el otro preludia en el arpa un himno en su honor á tanto la estrofa.

Ojeda rio francamente de estas palabras.

—Hércules y Vulcano—continuó Isidro—, dos brutos bonachones, le siguen como perros fieles. El héroe forzudo lleva bajo sus bíceps los cartuchos de dinamita con los que hacer volar istmos y montañas, y el herrero tuerto martillea día y noche para servir los incesantes pedidos de su señor... Mercurio el trapacero, que robó descansadamente durante siglos detrás de los mostradores, hace ahora antesala en los Bancos y se quita con humildad el capacete con alas para suplicar al gerente el descuento de un pagaré... Hasta la caprichosa Venus hace salir de su alcoba por la puerta de escape, como entretenidos vergonzosos, á sus antiguos amantes olímpicos y abre luego de par en par la puerta de honor para que entre por ella el dios despreciado.

—Pero á usted le ha tratado mal ese dios—dijo Ojeda burlonamente—. Usted ha vivido siempre en la pobreza.

—Mi dios no me conoce, no conoce á nadie. Es ciego y sordo para los humanos, como lo son las fuerzas de la Naturaleza. El volcán erupta su fuego sin importarle que los hombres hayan levantado un pueblo en su falda; ríos y mares se desbordan sin enterarse de que unos seres ínfimos han creado sus hormigueros en las arrugas que les sirven de vallas; la tierra, cuando desea temblar, no pide permiso á los parásitos que anidan en su epidermis... El dios ignora nuestra existencia: la humanidad sólo figura como los ceros en sus altas combinaciones aritméticas. Por eso, cuando se le ocurre á mi dios echar bendiciones, caen éstas casi siempre sobre los brutos con suerte ó los maliciosos que las agarran al paso. Y cuando reparte golpes, son verdaderos palos de ciego que llueven irremisiblemente sobre los inocentes... Pero este dios, como todas las divinidades, tiene una iglesia que piensa por él y administra sus intereses: la iglesia de los grandes millonarios, directores del mundo. Y yo me he embarcado para cambiar de vida, para intentar la conquista de la riqueza, para entrar en esa iglesia aunque sea de simple monaguillo, y ver de cerca los misterios de la sacristía.

Fernando se encogió de hombros al hablar de la riqueza. Para ser feliz, le bastaba al hombre con tener asegurada la satisfacción de sus necesidades. Él, por desgracia, necesitaba más que otros para una existencia tranquila, pero apenas hubiese conquistado lo que juzgaba indispensable, pensaba huir de esta pelea por el dinero. La vida ofrece ocupaciones más nobles.

—Es que usted, poeta—dijo Maltrana—, no conoce la poesía grandiosa que emana del dinero manejado por un hombre de genio. Todas las fantasías poéticas, por bellas que parezcan, resultan frías é infecundas, como los placeres solitarios. Es más hermosa la acción, el abrazo de los hechos, el estrujón carnal de la realidad. Yo admiro á esos demiurgos modernos del capitalismo que cuando fijan su atención en un desierto del mapa lo transforman desde su escritorio en unos cuantos años, y si alguna vez se dignan ir á él, encuentran ferrocarriles, ciudades, muchedumbres bien vestidas, y pueden decir: «Esto lo he hecho yo, esto es mi obra». Una satisfacción que envidio; un motivo de orgullo más verdadero que el haber imaginado un gran poema.

—Maltrana, no diga disparates—interrumpió Ojeda, algo amoscado—. Aunque, en verdad, no sé por qué hago caso de sus afirmaciones. Mañana dirá usted todo lo contrario. Cada vez que hemos hablado en Madrid defendía usted una opinión diversa... Conozco esta enfermedad de la gente pensante. Usted, á quién he visto casi anarquista, rompe ahora en himnos de la riqueza, sólo porque cree ir camino de conquistarla en un país nuevo... Se engaña usted, Isidro. Cuando lleguemos allá se convencerá de que el trabajo representa tanto ó más que el capital. Sus paradojas pueden tener algo de verosímil en la vieja Europa, donde abundan los brazos. Pero en las llanuras americanas, que están casi despobladas, se enterará de lo que vale el hombre y de cómo el dinero no puede nada cuando le falta su auxilio... Además, yo desprecio el dinero, ¿se entera usted? Lo busco porque lo necesito; pero de ahí á rendirle un culto religioso hay mucha distancia. Es algo que nos envilece y achica, y si fuese posible suprimirlo, la humanidad viviría mejor. ¡Los crímenes que comete ese capital, tan adorado por usted, para agrandarse y triunfar en sus empeños!

Ahora fué Maltrana el que rompió á reír.

—¡Poeta sensible y de vista corta!... Esperaba de un momento á otro su objeción. «¡Los crímenes que comete el capital en sus grandes empresas mundiales!...» Sí, los reconozco: son los mismos crímenes de los grandes conquistadores que han trastornado el curso de la Historia; los crímenes de las revoluciones que nos dieron la libertad. El hombre pasa y la obra queda. Poco importa que caigan algunos si su muerte beneficia á todos los humanos... Además, lo que hoy aparece como un crimen es mañana un sacrificio heroico...

Quedó silencioso unos instantes, como si buscase un ejemplo, y luego añadió:

—Hace poco han terminado en el interior de la América ecuatorial un ferrocarril á través de tierras inexploradas, pantanos en los que duerme la muerte, bosques inhospitalarios. Los trabajadores han caído á miles en esta obra: cada kilómetro tiene al lado un cementerio; las fiebres de la tierra removida, los reptiles venenosos, los caimanes de las ciénagas, han matado más hombres que en una batalla. Las familias de los muertos y las almas sensibles prorrumpieron en alaridos de indignación contra la Compañía constructora. «Explotadores sin conciencia, que por hacer un buen negocio y aumentar sus dividendos llevan los hombres como bestias al matadero.» Y tenían razón; su protesta era justa. Decían la verdad. Pero los capitalistas, que viven lejos y tal vez no se molestarán nunca yendo á contemplar esta obra suya, pueden responder desde sus escritorios: «Gracias á nuestra audacia fría y dura, los hombres tienen un camino para llegar á países nuevos que guardan enormes riquezas. Hemos puesto en comunicación con el resto del mundo las entrañas olvidadas de todo un continente». Y también ellos tienen razón; también dicen la verdad... Porque ya sabe usted, Ojeda, que eso de la verdad única é indiscutible es una ilusión humana. Cada uno tiene la suya. Existen en nosotros tantas verdades como intereses.

Ojeda permaneció silencioso como si no le interesase contradecir á su amigo, y éste continuó:

—La literatura es la culpable de ese desprecio que muestran por el dinero todos los que son incapaces de conquistarlo. Quiere educar al vulgo, y emplea para ello ideas viejas, patrones que se cortaron hace siglos. Todo novelista que se respeta, todo dramaturgo que posee el secreto de hacer patalear de entusiasmo al público, no conoce vacilaciones al graduar la simpatía atractiva de sus personajes. El hombre funesto, el «traidor» de la obra, ya se sabe que debe ser un rico, un manipulador de caudales; y si ostenta el título de banquero, mejor que mejor. Los banqueros tienen asegurado en las obras literarias un éxito de odio y de rechifla. Los personajes simpáticos son pobres, y dicen cosas muy hermosas sobre las infamias del «vil metal» y la necesidad de idealizar la vida.

El arte literario sólo había dispuesto, según Maltrana, de cuatro resortes para mover sus criaturas: el amor, el odio, el hambre y el miedo. El dinero se mostraba alguna vez en ciertos autores, pero como un accesorio, como un telón negro para que se destacasen mejor las figuras de los personajes simpáticos. El amor, con sus combinaciones y conflictos innumerables y siempre iguales, era el que llenaba por entero libros y comedias.

—Y así llevamos siglos sin enterarnos de que en el mundo hay algo más que el amor; y hasta los más bobos empiezan á cansarse de tanto papel impreso y tantas salas iluminadas para hacernos conocer las angustias y conflictos de dos seres que quieren acostarse juntos y no encuentran el medio, ó las crisis de alma de una señora que desea faltarle á su marido y no sabe cómo empezar... No; en el mundo, el amor no lo es todo. Le dedicamos algunas horas de nuestra existencia (que por cierto no resultan las más despreciables), pero más tiempo nos lleva la preocupación del dinero y la lucha titánica por conquistarlo. Si la literatura fuese un reflejo de nuestra existencia y no un entretenimiento halagador para los ociosos, hace años que figuraría en ella como elemento principal el dinero moderno, que ha creado una aristocracia de la voluntad, unos héroes más nobles é interesantes que esos galanes pobres que lloriquean de amor, dicen palabras bonitas y son incapaces de ganar un poco de plata para que la señora de sus pensamientos viva con mayores comodidades.

—Siga usted—dijo Fernando—. Creo estar en Madrid en un estudio de pintor, en un saloncillo del Ateneo, en una tertulia de café... Esto me rejuvenece.

—Ríase, pero sepa que me da rabia la hipocresía de los «sacerdotes del ideal», que maldicen el dinero en público y luego corren tras él como un cobrador de Banco. Aún quedan algunos solitarios que escriben como cantan los pájaros, sin importarles lo que ello pueda valerles. Pero éstos no cuentan para nada, y poco á poco caen en el olvido. Hoy la fama literaria se aprecia por el número de representaciones y la cantidad de volúmenes; ó lo que es lo mismo, por el dinero que percibe el autor. Antes de escribir se consulta el gusto del vulgo, para que la tirada del libro sea grande ó la sala de espectáculos esté repleta muchas noches. Y luego, estos inventores de sonoras maldiciones al dios amarillo, cuando llega el ajuste de cuentas con el editor ó el empresario, son capaces de andar á cachetes por peseta más ó menos... No, Ojeda; yo prefiero la franqueza brutal. El dinero es vil, pero solamente para aquellos que no lo poseen. A mí, pobre siervo de la pluma, me ha hecho cometer grandes bajezas. Un día he escrito una cosa, y meses después, por unas pesetas más, he pasado á la casa de enfrente para escribir todo lo contrario. Por eso quiero hacerlo mío: para sentirme digno y libre por primera vez en mi existencia. Mi dios se venga de los que le llaman vil sometiéndolos á la humillación, que es el mayor de los envilecimientos.

Miró á Ojeda largamente con extrañeza, y luego continuó:

—¡Y que un hombre de su talento no crea que el dinero es el móvil de las más grandes acciones!... Acuérdese de los primeros navegantes que rasgaron los misterios del mar: de nuestros respetables abuelos los argonautas. Ellos realizaron hace docenas de siglos lo que usted y yo buscamos ahora. Iban á la conquista del Vellocino de Oro, lo mismo que nosotros, argonautas con pantalones, al meternos en este buque... Y cuando el navío Argos estaba á punto de zarpar, el primero que saltó en él con la lira á cuestas fué Orfeo, el divino cantor, el primero de los poetas conocidos. Usted me dirá que iba para ver cosas maravillosas, tentado por la novedad heroica de la aventura; y yo, que conozco la vida, le diré que iba por todo eso y además por tocar su parte cuando llegase el momento de distribuir las ganancias de la expedición... Y lo mismo pensaron los románticos caballeros vestidos de hierro que cabalgaban en las Cruzadas huyendo de sus castillejos hipotecados á los usureros germánicos y francos. «¡Jerusalén! ¡Vamos á libertar el sepulcro de Cristo!» Pero una vez realizada la conquista, por no separarse más del dichoso sepulcro ampliaron el círculo de sus correrías, cortando el terreno de los vencidos en condados y reinos, y se dieron una vida de sátrapas orientales como no la habían podido soñar en sus magras tierrecillas de Europa.

El recuerdo de Colón surgió en la memoria de Maltrana.

—Ya sabe usted—continuó—cuál era el ensueño de nuestro amigo don Cristóbal al ir como solicitante detrás de la corte de los Reyes Católicos. Figúrese las decepciones y desalientos que sufriría durante ocho años, cuando monarcas y ministros, ocupados en guerras inmediatas, no podían escucharle. Al volver á su alojamiento veía el oro del Gran Kan, las flotas de Salomón, las riquezas de Marco Polo, tesoros maravillosos en los que algún día hincaría el diente, y esto bastaba para que su ánimo se reconfortase, insistiendo en la demanda... Créame, Ojeda: el dinero es el móvil de las grandes acciones, el compañero de los ensueños sublimes, la última finalidad de los mayores idealismos. Mire á esas gentes que tenemos á nuestros pies. Van en busca del dinero de un extremo á otro del globo. ¿Y cree usted que no sueñan? ¿Se imagina usted que en su peregrinación hacia el pan no hay mucho de ilusión, de idealismo?...

Ojeda movió la cabeza afirmativamente.

—En eso dice usted verdad. Algunas noches, al asomarme á esta baranda, me fijo en los emigrantes que duermen al aire libre huyendo del calor de los sollados. Ofrecen el aspecto de un campamento, y por esto tal vez viene á mi memoria el recuerdo de los granaderos de Napoleón, que no eran más que simples soldados, pero al dormir sobre la tierra dura veían desfilar en sus ensueños toda clase de grandezas. Cada uno creía llevar en su mochila el bastón de mariscal, y esto bastaba para que corrieran sin cansancio toda Europa de combate en combate. Éstos son lo mismo: la santa ilusión borra en ellos la duda y el desaliento. Todos guardan en su hato de ropa el título de millonario futuro... Si el granadero sentía vacilante su fe, le bastaba mirar al mariscal cubierto de oro, que había sido soldado lo mismo que él. Cuando los emigrantes dudan, no tienen más que acordarse de tantos y tantos ricos que hicieron su primer viaje igual ó peor que ellos. En este mismo buque pueden ver ejemplos que reanimen su energía...

¡Los milagros de la ilusión! Muchos de aquellos hombres habían trabajado otra vez en América, huyendo luego desalentados. Preferían la miseria en la patria á la vida vagabunda del peón en el Nuevo Mundo, y al volver á su país besaban el suelo con transportes de entusiasmo, jurando morir en él. «América para los americanos. No nos engañarán más...» Pero al poco tiempo, los mismos relatos que los habían enardecido antes del primer viaje volvían á morder con profunda mella sus imaginaciones simples. La América odiosa se transformaba é iluminaba, recobrando los dulces colores de la prístina visión. Tal vez habían huido demasiado pronto; tal vez atribuían injustamente al país culpas que sólo eran de ellos. La prosperidad de los que se habían quedado allá les irritaba como un error.

—Olvidan pronto lo que sufrieron—continuó Fernando—, para recordar únicamente las contadas horas de felicidad. Sucesos insignificantes y casi olvidados reaparecen en su memoria como ocasiones de fortuna torpemente despreciadas. «Yo pude ser rico—dicen en su pueblo—, pero tuve mucha prisa en volver.» Y acaban por creerlo á ojos cerrados, y el deseo de regresar á la tierra de la esperanza es cada vez más imperioso, hasta que al fin se embarcan con iguales ó mayores ilusiones que la primera vez... Y allá van, revueltos con los neófitos de la emigración; y ellos, los desengañados y maldicientes de poco antes, son ahora lo mismo que los veteranos que reaniman á los reclutas en las veladas del vivac con hiperbólicas historias.

—Yo creo—dijo Maltrana—que si el curioso Diablo Cojuelo, que levantaba los tejados de los edificios, pudiera mostrarnos lo que encubren las tapas de esos cráneos, leeríamos en todos ellos lo mismo: «Buenos Aires... Buenos Aires».

—Así es... ¡Qué poder de ilusión tiene este nombre!... Todos, al repetirlo, ven la ciudad-esperanza, la tierra del bienestar, la Sión moderna.

Ojeda, con su lírico entusiasmo, reconstruía los pensamientos de la muchedumbre cosmopolita que iba hacia el Sur tendiendo las manos tras el aleteo de la diosa sin cabeza.

Este nombre circulaba como una música por el mundo viejo, despertando las almas adormecidas. Las razas sin patria y los pueblos cansados de tenerla sentían un instantáneo rejuvenecimiento al pensar en aquel país de maravillas, donde se realizaban asombrosas transmutaciones. El holgazán sentíase activo; el apático se agitaba con entusiasmos optimistas; el oprimido por la estrechez del ambiente natal rompía su quiste de rutinas con súbito enardecimiento. Muchos iban allá llamados y aconsejados por otros compatriotas que les habían precedido... Pero ¿y los que marchaban á la ventura, faltos de amistades, sin conocer el idioma, sabiendo únicamente repetir con enfermiza tenacidad: «Buenos Aires... Buenos Aires...»? ¿Quién les había enseñado el nombre? ¿Qué encanto el de estas sílabas, que hacían avanzar á las lejanas muchedumbres, confiándose al gesto bueno ó malo del destino?...

Admiraba Ojeda el fuerte tirón con que este conjuro de esperanza había arrancado á los grupos humanos enraizados por la historia en lugares distintos del planeta. «¡Buenos Aires!», murmuraba el viento de las noches invernales al colarse por el cañón de la chimenea en el hogar campestre, donde la familia española ó italiana maldecía el embargo de sus campichuelos y la escasez del pan; «¡Buenos Aires!», mugía el vendaval cargado de copos de nieve al filtrarse por entre los maderos de la isba rusa; «¡Buenos Aires!» escribía el sol con arabescos de luz en los calizos muros de la callejuela oriental, para el árabe en medrosa servidumbre; «¡Buenos Aires!», crujían las alas de oro de la ilusión al volar de reverbero en reverbero por los desiertos bulevares de una metrópoli dormida, ante los pasos del señorito arruinado y el bachiller sin hogar que piensan en matarse á la mañana siguiente.

Y todos, sin distinción de razas y clases, fuertes y humildes, ignorantes é inteligentes, al eco de este nombre veían alzarse en el paisaje de su fantasía, bañada por el resplandor de la esperanza, una mujer de porte majestuoso, blanca y azul como las vírgenes de Murillo, con el purpúreo gorro símbolo de libertad sobre la suelta cabellera; una matrona que sonreía, abriendo los brazos fuertes, dejando caer de sus labios palabras amorosas:

—Venid á mí los que tenéis hambre de pan y sed de tranquilidad; venid á mí los que llegasteis tarde á un mundo viejo y repleto. Mi hogar es grande y no lo construyó el egoísmo; mi casa está abierta á todas las razas de la tierra, á todos los hombres de buena voluntad.

Maltrana interrumpió la lírica evocación de su amigo con irónico entusiasmo:

—¡Muy bien dicho, poeta! ¡Muy hermoso! Que la matrona azul y blanca no nos haga concebir falsas ilusiones... que de cerca nos parezca tan hermosa como de lejos... Que así sea. Amén.

Share on Twitter Share on Facebook