Capítulo IV

Después de pasear una mirada de satisfacción por la enorme masa de Villa-Sirena, sus dependencias y las arboledas inmediatas, el coronel dijo á Novoa:

—Aquí costó menos lo que se ve que lo que no se ve. Hay mucho dinero enterrado.

Y volviendo la espalda al edificio, don Marcos señaló los jardines que se extendían en diversos planos, unos casi al nivel de los techos de la «villa», otros escalonándose en descenso hasta cerca de las olas.

Recordaba el promontorio tal como era cuando la difunta princesa tuvo la humorada de adquirirlo: un antiguo refugio de piratas; una lengua de rocas batidas y desordenadas en los días de viento mistral, con profundas cuevas abiertas por el oleaje roedor, que hacían desmoronarse las tierras superiores y amenazaban fraccionar su longitud en una cadena de isletas y escollos.

—¡Las murallas que hemos levantado!—continuó—. ¡La piedra que hemos metido aquí!… Basta para cercar á toda una ciudad.

Había muros de más de veinte metros que descendían en suave pendiente desde los jardines al mar. En unos lugares, estos muros tenían como cimiento visible las rocas que emergían como verdosas cabezas, lavadas incesantemente por las espumas; en otros, bajaban hasta perderse en la profundidad acuática, lo mismo que los diques de los puertos, cubriendo las antiguas oquedades del promontorio, las cuevas, las caletas en formación, todos los ángulos entrantes que habían sido rellenados con tierra vegetal.

Estos trabajos enormes de albañilería eran el orgullo de Toledo por su costo y su grandeza. Llamaba la atención de su compatriota sobre las proporciones de las murallas, dignas de un monarca de la antigüedad.

—Y no sólo son fuertes—continuó—. Fíjese, profesor: todas son «artísticas».

Los bloques de piedra habían sido cortados en grandes exágonos regulares, y formaban, incrustados unos en otros, un mosaico uniforme, marcándose cada pieza por su reborde de cemento. A trechos se abrían en los muros largas aspilleras para que la tierra expeliese su humedad; pero cada una de estas ventanas cegadas tenía una planta silvestre, una planta de vida dura y acre perfume, que se esparcía con la indestructible voluntad de vivir del parasitismo, derramándose muro abajo, cubierta de flores la mayor parte del año. Las espesas arboledas de la cima, los interminables balaustres blancos con arcos de clemátides color de vino, parecían chorrear una vida inferior florida y verde por estos desgarrones de las murallas, enviándola al mar.

—Cuando vea esto desde abajo, en una barca, lo apreciará usted mejor. El señor de Castro dice que se acuerda de la reina Semíramis y de los jardines colgantes de Babilonia… Son comparaciones que sólo se le ocurren á él. Lo único que yo puedo decir es lo que ha costado todo esto. ¡La piedra que ha habido que traer! Toda una cantera. ¡Y las barcazas de tierra vegetal para rellenar los huecos, nivelar el suelo y hacer un jardín decente!…

Le entusiasmaban los parterres modernos en torno del edificio y entre éste y la verja lindante con el camino de Mentón, por su armonía elegante, por las reglas majestuosas á que estaban sometidos árboles y plantas. El entendía así los jardines, como todas las cosas de la existencia: mucho orden, respeto á las jerarquías, cada uno en su sitio, sin ambiciones que producen confusión. Pero temía exponer sus gustos de «hombre rancio», acordándose de las burlas del príncipe y de Castro. Estos preferían el parque, lo que el coronel llamaba en sus adentros el «jardín salvaje».

Habían aprovechado los vetustos olivos existentes en el promontorio como base de este parque. Eran árboles que no podían ser llamados viejos, por resaltar mezquina é insuficiente esta denominación; eran simplemente antiguos, sin edad visible, con un aire de inmutable eternidad que los hacía contemporáneos de las rocas y de las olas. Más que árboles parecían ruinas, muros de leña negra deformados y derrumbados por una tormenta, montones de madera encorvada y ahuecada por el chamuscamiento de un incendio extinguido. También en ellos era más importante lo invisible que lo expuesto á la luz. Sus raíces, gruesas como troncos, desaparecían serpenteando en la tierra roja para volver á surgir treinta ó cuarenta metros más allá. Habían muerto por un lado y resucitaban vigorosamente por el otro. Lo que quinientos años antes era tronco aparecía ahora como un muñón negro en forma de mesa, cortado por el hacha ó el rayo; y la raíz, á flor de tierra, florecía á su vez, convirtiéndose en árbol, para continuar una existencia sin límites visibles, en la que los siglos se contaban como años. Otros olivos tenían el corazón roído, vaciado; sostenían simplemente la mitad de su coraza de corteza, como una torre partida por una explosión; pero en lo alto ostentaban su inverosímil cabellera vegetal, unos puñados de hojas plateadas á lo largo de las ramas sinuosas y negras. A sus pies, la madera de las raíces, que parecía guardar en sus nudos las primeras savias del planeta, abarcaba un radio mucho más grande que el ocupado por el ramaje en el espacio. Algunos olivos que sólo contaban trescientos ó cuatrocientos años se erguían con una arrogancia de juventud, frondosos y exuberantes, tendiendo sobre el suelo su sombra ligera, inquieta, casi diáfana, una sombra de cristal empolvado que cambiaba de sitio según el capricho del viento.

—Su Alteza dice que hay olivos aquí que fueron conocidos por los romanos. ¿Lo cree usted, profesor? ¿Algún árbol de éstos será del tiempo de Jesucristo?…

Ante la indecisión de Novoa, continuó sus explicaciones. Caminaban, entre muros de vegetación recortada, hacia el final del parque.

—Mire usted: el jardín griego.

Era una avenida de laureles y cipreses, con bancos curvos de mármol, y teniendo por fondo una columnata en semicírculo.

—A mí me hubiese gustado plantar palmeras, muchas palmeras, de Africa, del Japón y del Brasil, como las que hay en los jardines del Casino. Pero el príncipe y don Atilio las aborrecen. Dicen que son un anacronismo, que jamás han existido en esta tierra, y las han importado los ricos de gustos ordinarios que edifican desde hace cincuenta años en la Costa Azul. Ellos sólo admiten el antiguo jardín provenzal ó italiano, olivos, laureles y cipreses, pero no cipreses como los de España, copudos, enormes y fúnebres, para adorno de calvarios y cementerios. Mírelos usted: son ligeros y finos como plumas. Para que no los tumbe el viento hay que plantar dos ó tres juntos, y forman un solo penacho.

Habían llegado al fondo del parque, donde estaban los olivos más frondosos. Marchaban por senderos abiertos á través de altas masas de vegetación silvestre y olorosa que podía desafiar con su savia brava el ambiente marítimo cargado de sal. Eran plantas de hoja dura que exhalaban perfumes exóticos é intensos. Novoa, al aspirarlos, evocó lejanas visiones geográficas. Un olor de incienso y de arroz sazonado con karri flotaba sobre este jardín selvático. De un árbol á otro se tendían una especie de lianas. Estas guirnaldas naturales habían empezado á florecer en pleno invierno, bajo el soplo de una primavera precoz, destacándose con una magnificencia de fiesta galante sobre el verde severo y pálido de los olivos.

—Don Atilio dice que todo esto le hace pensar en una sinfonía de Mozart.

El Mediterráneo estaba á sus pies, profundamente azul, peinándose con lentos cabeceos en una fila de escollos puntiagudos que sacaban de sus hilos acuáticos borbollones de espuma. Se bifurcaba el promontorio aquí, formando los dos brazos de una horquilla desigual. El más corto era una prolongación del parque, llevando aguas adentro la magnífica arboleda que abullonaba su dorso. El otro descendía hasta el mar como un caos de rocas y tierras sueltas, sin más que algunos pinos retorcidos que se aferraban al suelo, empeñados tenazmente en prolongar su agonía. La miseria y el abandono de esta lengua de tierra arrancaban una mueca dolorosa al coronel cada vez que tendía su vista por encima del muro divisorio. La punta ruinosa, mordida por el mar, con cuevas que amenazaban convertirse en estrechos, sin entrada fija, aislada de tierra firme por los jardines de Villa-Sirena y defendida por una pared hostil, representación inexpugnable del derecho de propiedad, era para don Marcos un motivo de indignación y de escándalo.

Sin duda por esto le volvió la espalda, dirigiendo sus miradas más allá del peñón en que está asentada Mónaco.

—Eso es hermoso, profesor: uno de los panoramas más dulces que existen. Por algo viene aquí la gente de todos los extremos de la tierra.

Fijó su vista en unas montañas de color violeta que avanzaban sobre el mar en último término, como el final de un mundo. Eran las llamadas Montañas de los Moros, con la punta del Esterel, una desviación de los Alpes Marítimos, un sistema montañoso aparte, que se mete aguas adentro. Al otro lado existía un pedazo de la llamada Costa Azul que empieza en Tolón y Hyères; pero este fragmento no interesaba al coronel. Lo que él veía, con su imaginación mas que con los ojos, recorriéndolo á vuelo de pájaro, era la verdadera Costa Azul, la suya, la de las gentes bien nacidas y ricas, á las que visitaba en sus «villas» elegantes ó en los hoteles de gran precio.

Los Alpes Marítimos formaban una muralla paralela al mar. En algunos lugares descendía rápidamente sobre el Mediterráneo, con el ligero declive de un baluarte, sin ninguna alteración que disimulase su derrumbe. En otros puntos su caída era más suave, creando un oleaje de piedra, montañas filiales que avanzaban sobre las olas, dibujando cabos y suaves golfos. Y en estos remansos marítimos, desde el Esterel á la frontera de Italia, las gentes ricas y friolentas llegadas todos los inviernos habían acabado por convertir en capitales de fama mundial adormiladas ciudades de provincia. Las aldeas de pescadores se transformaban en pueblos elegantes; los grandes hoteles de París y Londres edificaban sucursales enormes en las desiertas bahías; las tiendas más lujosas del bulevar instalaban su filial en villorrios donde algunos años antes todo el mundo andaba descalzo.

Toledo recorría con el pensamiento la ondulante línea de localidades célebres asomándose al mar en la punta de los promontorios ó encogiéndose en la herradura de los pequeños golfos para recibir mejor la refracción del sol invernal enviada por las murallas rojas de los Alpes: Cannes, que le inspiraba respeto por su silenciosa distinción—los tísicos y los valetudinarios ilustres sólo querían morir allí—; Antibes, con su puerto cuadrado y sus baluartes, que, según Atilio Castro, recordaba las marinas románticas pintadas por Vernet; Niza, la capital adonde convergía toda la gente para gastar su dinero, remedando la vida de París; la profunda bahía de Villafranca, refugio de acorazados; el Cap-Ferrat y su hermosa excrecencia de la punta de San Hospicio, antiguo refugio de piratas africanos: Beaulieu, con sus palacetes tunecinos habitados por multimillonarios norteamericanos de mesa siempre abierta, que habían invitado á almorzar muchas veces al coronel; Eze, el villorrio feudal agarrado tenazmente á una ladera de los Alpes y cayéndose en ruinas en torno de su cariado castillo, mientras abajo forman los tránsfugas un nuevo pueblo al borde del golfo que sus antecesores llamaban orgullosamente el Mar de Eze; Cap-d'Ail, que es como el atrio del principado inmediato; la roca de Mónaco, llevando sobre su lomo una ciudad amurallada; enfrente, el flamante Monte-Carlo; más allá, el Cap-Martin, de sombría vegetación, cerrado y señorial, último asilo de reyes destronados; y finalmente, tocando á Italia, el dulce Mentón, dominio de los ingleses, otro lugar de enfermos distinguidos, donde debe terminar sus días todo tísico que se respeta.

—¡El dinero que se ha gastado aquí!—dijo don Marcos.

El ferrocarril de la Cornisa había sido considerado cincuenta años antes como una obra extraordinaria, al abrirse paso en esta región de montañas; pero la misma obra se repetía ahora en todas direcciones, para comodidad de los invernantes. Caminos de suaves curvas, limpios y firmes como el piso de un salón, se extendían por el borde del mar ó ascendían á las cumbres de los Alpes, pasando de cresta en cresta por viaductos de atrevidos arcos. Las carreteras se sumían en largos túneles. Donde la roca vertical no permitía abrir una cornisa, el constructor la inventaba con taludes de muchos metros cuya base se perdía en las olas.

Una nueva ilusión había venido á agregarse á todas las que pueden realizar los felices de la tierra. ¡Poseer una casa en la Costa Azul!… Y en cincuenta años, todos los caprichos arquitectónicos, todas las fantasías de los ricos que desean asombrar con su ostentosidad, cubrían esta ribera del Mediterráneo de «villas» y palacetes griegos, árabes, persas, venecianos, toscanos y de otros estilos conocidos ó indescifrables. La palmera se aclimataba como algo indígena.

—Se han invertido enormes fortunas; se han arruinado tres generaciones y enriquecido otras tantas. ¡Pensar lo que era esto hace un siglo!… ¡Ver lo que es ahora!…

Habló el coronel de la tumba de una inglesa completamente abandonada en la punta extrema del Cap-Ferrat. Era una precursora de los invernantes actuales, una joven contemporánea de Lord Byron, seducida por la belleza del Mediterráneo y de unas montañas sin caminos, casi inexploradas. Al morir, la habían enterrado en el promontorio desierto, por ser protestante. Los pescadores y los cultivadores de esta costa solitaria repelían al extranjero, negándole hospitalidad hasta en sus cementerios.

—Esto ocurrió aún no hace un siglo… ¡Y qué pobreza! Todos los productos del país eran naranjas cortezudas, limones y estos olivares, muy hermosos, muy decorativos, pero que producen una aceituna pequeñísima, puntiaguda, toda hueso. ¡Al lado de las nuestras de Andalucía, profesor!… Ahora hay en la Costa Azul millonarios hijos del país, que no han hecho mas que vender los pobres campos de sus abuelos. La tierra roja abundante en piedras se compra á metros hasta en los rincones más desiertos: lo mismo que los solares de las grandes ciudades. A lo mejor, en un camino, le gusta á usted una casucha con unos cuantos terruños en torno de ella. El edificio tiene la techumbre combada y las paredes con grietas, por las que pasa el viento. Los dueños duermen con las gallinas, el cerdo y el caballo: la miseria y el descuido de los rústicos en casi todos los países. Se le ocurre á usted que con poco dinero podría crearse allí un retiro campestre. Estas buenas gentes no deben pedir mucho, por exageradas que sean sus pretensiones. Y cuando uno pregunta, después de largas consultas y dudas, acaban por decir con tranquilidad: «Ciento cincuenta mil francos» ó «doscientos mil». A la protesta y el asombro responden, señalando las montañas, el sol, el mar: «¿Y la vista, señor?… »

La tierra roja de Los Alpes representaba poco por su fuerza productora; era la situación lo que constituía su valor. Y los naturales se habían enriquecido vendiendo á metros la luz del sol, el azul del Mediterráneo, el anaranjado de las montañas, las nubes de apoteosis á la hora del ocaso, el abrigo de la lejana roca, que desvía como un biombo el soplo helado del mistral.

—¡Y la tenacidad inexplicable de algunas de estas gentes!…

Don Marcos se volvió hacia aquella tierra miserable que parecía clavada como una maldición en los jardines de Villa-Sirena, señalándosela á Novoa. La princesa Lubimoff, con todos sus millones, no había podido comprar esta punta del promontorio. Era de un matrimonio viejo y sin hijos.

—Aquella es su casa—añadió señalando una especie de cubo amarillento en mitad de la montaña, al borde de un camino que cortaba la ladera roja y negra.

La princesa, después de adquirir el promontorio para su castillo medioeval, había considerado como asunto insignificante la adquisición de este pequeño extremo de su propiedad. «Deles usted lo que pidan», dijo á su hombre de negocios. Y á pesar de su indiferencia por el dinero, se asombró al saber que se negaban á aceptar doscientos cincuenta mil francos por unas rocas socavadas por las olas y dos docenas de pinos moribundos.

—Yo presencié las entrevistas con los viejos. El enviado de la princesa ofreció quinientos mil, seiscientos mil, sin que el matrimonio pareciera enterarse de lo que representaban estas cifras… La princesa se impacientó, lamentando que esto no ocurriese en Rusia y en sus buenos tiempos. Hasta habló de encargar á Italia un asesino (como lo había leído en algunas novelas) para que la desembarazase de los dos viejos testarudos. Su Alteza era así… ¡Pero tan buena! Al fin, un día nos dió una orden á gritos: «¡Ofrézcanles un millón, y acabemos!… » Imagínese, profesor, ¡más de dos mil francos por metro! ¡como en el centro de las grandes capitales!… Subimos á su casucha. Ni pestañearon al oir la cifra. La vieja, que era la más inteligente, dejó que el apoderado y el notario de Su Alteza le explicasen lo que era un millón. Miró á su marido largamente, á pesar de que ella sola pensaba en la casa, y al fin aceptó, pero con la condición de que la princesa elevaría en la punta extrema de su propiedad una capilla á la Virgen. Era un deseo de su imaginación simple que había acariciado toda su vida. Sin la capilla no aceptaba el millón. «¡Vaya por la capilla!», dijimos. El día de la firma de la escritura vimos á los dos viejos, sentados juntos y con la vista baja, en el despacho del notario. Este nos recibió agitando las manos y mirando á lo alto con desesperación. No aceptaban: era inútil insistir. Querían conservar las cosas como las habían recibido de sus antecesores. «¡Qué vamos á hacer con un millón!—gimió la vieja—. ¡Terrible vida la nuestra!» Intentamos hablar de la capilla para convencerla, pero huyeron los dos, como el que se ve en perversa compañía y teme malas proposiciones.

El coronel miró otra vez el muro divisorio.

—Su Alteza, que era de humor guerrero, levantó inmediatamente esta pared antes de abrir los cimientos de la «villa». Como usted puede ver desde aquí, los viejos, para entrar en su propiedad, sólo podían hacerlo por el borde de la playa, y en días de tormenta hay que meterse en las olas hasta las rodillas. No importa; después de aquello le tomaron más gusto á su tierra, y descendían de su montaña todos los domingos para sentarse al pie de la pared. A fuerza de medir la punta, acabaron por descubrir un error del arquitecto, aturdido por las prisas de la princesa. Se había equivocado en cincuenta centímetros, y la mitad del grosor del muro estaba en tierra de los viejos. La campesina, que experimentaba ante las gentes de justicia un miedo supersticioso, amenazó, sin embargo, con un pleito, aunque tuviera que vender su casucha y su campo de la montaña. Hubo que derribar todo el muro y volver á construirlo medio metro más acá. Unos sesenta mil francos perdidos; nada para Su Alteza, pero yo sospecho á veces si esto pudo acelerar su muerte.

Don Marcos creyó necesario hacer una pausa respetuosa en honor de la difunta.

—La vieja también ha muerto—continuó—, y su marido sólo viene aquí de tarde en tarde. Si encuentra que uno de sus pinos se ha venido abajo por el movimiento de las tierras, se sienta junto á él, lo mismo que si velase á un cadáver. Otras veces pasa las horas mirando el mar y los peñascos, como si calculase lo que tardarán las olas en partir á trozos su propiedad. Una tarde, yendo á pie de La Turbie á Roquebrune, tropecé con él cerca de su casucha, cuando estaba apacentando unas ovejas. Tiene barbas de patriarca; siempre lo he visto lo mismo, apoyado en su bastón, una boina mugrienta en la cabeza y envuelto en un capote áspero. Además, lleva una pipa entre los dientes; pero rara vez humea… «El millón está esperando—le dije por bromear—. Cuando usted quiera puede venir á recogerlo.» No pareció entenderme. Me sonreía como á alguien que se recuerda con vaguedad, pero tal vez creyéndome, otro. Fijaba sus ojos en Monte-Carlo, que estaba á nuestros pies, á vista de pájaro. Así debe pasar las horas y las semanas. Su cara es de palo, de arcilla cocida; habla poco, y nadie puede adivinar sus impresiones. Pero yo creo que todos los días experimenta la renovación de idéntico asombro, y que morirá sin salir de él. Ve el mar que es siempre lo mismo, las montañas eternamente iguales, la casa que construyeron sus abuelos y que ya era vieja cuando él nació, los olivos, los peñascos… ¡pero esa ciudad que ha surgido, siendo ya él hombre, de una meseta cubierta dematorrales, horadada de cuevas, y que cada año se agranda con nuevos hoteles, con nuevas calles, con más cúpulas y torrecillas!…

El coronel olvidó repentinamente al viejo campesino. Al lado de su compatriota Novoa se sentía locuaz, se imaginaba pensar con más vigor y amplitud, á consecuencia de este comercio con un sabio. Además, experimentaba cierto orgullo al poder hablar, como antiguo habitante del país, de muchas cosas que ignoraba el recién llegado.

—Esto ha sido casi de nosotros—continuó, señalando el castillo de Mónaco—. Durante siglo y medio, esa fortaleza ha tenido una guarnición española. Nuestro gran Carlos V—y el viejo legitimista puso un profundo respeto en su voz al evocar este nombre—ha dormido allí… Y también allí.

Volviéndose, señaló en la montaña, encima del Cap-Martin, el pueblo de Roquebrune aglomerado en torno de su castillo ruinoso.

—El archivero del príncipe de Mónaco estudia las numerosas cartas que posee de nuestro gran emperador dirigidas á los Grimaldi. Cuando los historiadores del principado quieren hacer constar la indiscutible independencia de este pedazo de tierra, evocan como orígenes los tratados firmados en Burgos, Tordesillas y Madrid.

Resucitaba con breves palabras la historia de este pequeño Estado nacido en torno de un pequeño puerto. Los navegantes semitas le daban el nombre de Melkar (el Hércules fenicio), y dicho nombre se convertía poco á poco en el actual de Mónaco. Los güelfos y gibelinos de Génova se disputaban el dominio de su castillo, hasta que un Grimaldi disfrazado de monje entraba por sorpresa en su recinto, abriendo las puertas á sus amigos y haciendo para siempre del antiguo Puerto Hércules una propiedad de su familia.

—Ese fraile, espada en mano—continuó don Marcos—, es el que figura á ambos lados del escudo de Mónaco. Después, la historia de los Grimaldi fué semejante á la de todos las familias soberanas de aquellos tiempos. Hicieron la guerra á los vecinos, se pelearon entre ellos, y hasta hubo hermano que asesinó á su hermano… Los navegantes de Mónaco se dedicaron á corsarios, y su bandera sirvió á veces para dar personalidad á piratas de otros países… La alianza de los Grimaldi con España les permitió titularse príncipes. Hasta entonces sólo habían sido marqueses. Carlos V les llamaba en sus cartas «amados primos», con otros títulos honoríficos… Este peñón era de gran importancia para los monarcas de España, que tenían posesiones en Italia y necesitaban conservar seguro el camino. Los reyes de Francia ambicionaban, por su parte, suprimir el obstáculo, atrayéndose á los Grimaldi. Durante ciento cincuenta años hay que reconocer que se mantuvieron fieles á sus compromisos, y eso que desde Madrid sólo de tarde en tarde les enviaban los subsidios prometidos. Dos galeras monegascas figuraban siempre en las armadas de España… Sólo cuando la decadencia de los Austrias empezó á hacernos perder nuestra influencia europea nos abandonaron los Grimaldi, con la precipitación del que huye de una casa que se viene abajo. Richelieu hacía en aquellos momentos la grandeza de Francia, y se fueron con él. Una noche de relámpagos y truenos, cuando la guarnición, compuesta en su mayor parte de italianos al servicio de España, dormía sin cuidado, la sorprendieron, la desarmaron, después de matar á algunos que pretendían resistirse, y acabaron por enviarla cortésmente al virrey español de Milán con la noticia de que la alianza quedaba rota para siempre.

Los príncipes de Mónaco, feudatarios de Francia, vivían después en Versalles, haciendo oficio de cortesanos ó sirviendo en los ejércitos del rey. La Revolución los perseguía, como á todos los monarcas, guillotinando á una hermosa dama de la familia. Napoleón los había tenido como edecanes un su séquito militar, y la larga paz del siglo XIX les hacía volver á instalarse en su exiguo principado.

—¡Eran tan pobres!—siguió diciendo Toledo—. Tenían que mantener el boato de una corte, pues en los Estados pequeños, donde se vive como en familia, resulta preciso exagerar la etiqueta para que el príncipe sea respetado. Había que sufragar los mismos gastos de una nación grande, justicia, administración, hasta un ejército diminuto para la seguridad interior, y todo el principado no producía mas que limones y olivas… Mire usted si eran pobres y si se verían apurados, no sabiendo de dónde sacar recursos, que bajo el reinado de Florestán I, abuelo del príncipe actual, hubo un intento de revolución por haber decretado el soberano que toda la oliva del país sólo podía molerse en los molinos de su propiedad.

Después, bajo Carlos III, aún resultaba más angustiosa la situación. El principado se disolvía. Los dos pueblos Mentón y Roquebrune, dependientes de Mónaco, se emancipaban de él, entusiasmados por la revolución italiana, incorporándose á la monarquía de los Saboyas. Poco después, al adquirir Napoleón III el antiguo condado de Niza, se hacían franceses. Y Mónaco quedaba aislado dentro de Francia, con su soberanía bien reconocida; pero la tal soberanía no abarcaba mas que una ciudad única en la meseta de un peñón, un pequeño puerto y unos alrededores cubiertos de plantas parásitas: casi el terreno que recorre un burgués pacífico en su paseo después del almuerzo. ¿Cómo iba á sostenerse el minúsculo Estado?…

—El juego lo salvó. No crea usted, como algunos, que esto fué una iniciativa del soberano de Mónaco. Muchos príncipes alemanes habían apelado á la misma industria para el sostenimiento de sus dominios. Es una invención germánica. Mas el juego á orillas del Mediterráneo, bajo un sol invernal que rara vez se muestra infiel, resulta otra cosa que en un Estado del centro de Europa… Al principio no marchó el negocio. Establecieron un miserable Casino en el Mónaco viejo, frente al palacio, en lo que hoy es cuartel de los carabineros del príncipe. Los «puntos» eran muy contados. Había que venir en diligencia por lo alto de los Alpes, siguiendo la antigua vía romana, y descender desde La Turbie por caminos como barrancos. Se necesitaban verdaderos deseos de jugar. Luego, el Casino bajó al puerto, donde hoy está el barrio de La Condamine: igual fracaso. Los arrendatarios del juego quebraban, sin poder cumplir sus compromisos con el príncipe… Pero se abrió el ferrocarril de la Cornisa, quedando Mónaco en el camino de París á Italia, y todos los jugadores, todos los desocupados del mundo, afluyeron aquí en pocos años… ¡Qué transformación!

El coronel volvió á acordarse del viejo campesino que, apacentando sus ovejas en la ladera alpina, pasaba las horas con los ojos fijos en la maravillosa ciudad extendida á sus pies, en el mismo lugar que había visto de joven cubierto de matorrales.

—Entonces nació Monte-Carlo. Frente al peñón de Mónaco, formando la otra ribera del puerto, había una meseta abandonada. No hace de esto mas que unos sesenta años. Aún quedan diseminados un los jardines de la plaza, entre los árboles tropicales, algunos pobres olivos de aquel tiempo, que han sido respetados como recuerdos de la época de miseria. Donde hoy vemos el Casino, los grandes hoteles y las casas de té más elegantes, existían cavernas de la época prehistórica, que en tiempos menos remotos sirvieron también de guaridas de ladrones. Esta meseta salvaje era apodada, por sus grutas, «Las Espeluncas». Algo de lo que ha visto usted en el Museo Antropológico de Mónaco: hachas de piedra, restos humanos, etc., procede de esas cavernas… Y la meseta abandonada se convirtió, en una docena de años, en la gran ciudad de Monte-Carlo, de fama mundial, dejando obscurecido y casi olvidado en el peñón de enfrente al histórico Mónaco, que no es ya mas que uno de sus arrabales. Ha crecido tanto este Monte-Carlo, que se extiende de una punta á otra del principado: todo el suelo nacional está bajo techo, y cada año se desborda fuera de las fronteras. En territorio francés se llama Beausoleil. No hay mas que atravesar la plaza del Casino, sus jardines en pendiente, y subir una escalinata hasta el llamado bulevar del Norte, para encontrarse con uno de los espectáculos más raros de Europa. Una acera es del príncipe de Mónaco y la de enfrente de la República francesa. Los tenderos pagan distintas contribuciones y obedecen á distintos reglamentos, según tienen sus escaparates á la derecha ó á la izquierda.

Toledo quedó pensativo un momento.

—¡Los milagros de la ruleta!—continuó—. ¡El poder mágico del «negro» y el «rojo»! El Casino dicen que es un portento de mal gusto, pero chorrea oro como una iglesia rica. Su teatro estrena óperas que después se hacen célebres en el mundo. Los hoteles, innumerables, son palacios. Monte-Carlo está erizado de cúpulas y torrecillas lo mismo que una ciudad oriental. Las calles parecen salones, con un pavimento escrupulosamente cuidado, sin la más leve suciedad. ¿Y los jardines?… Los Alpes forman aquí una magnífica mampara: vivimos en un agujero asoleado, casi un invernáculo. Pero á veces sopla el mistral, hace frío, y yo no comprendo cómo pueden vivir tan lozanos, tan frescos, todos esos árboles tropicales, todas esas plantas que nacieron en atmósferas de horno. Los pobres olivos veteranos deben sentir tanto asombro como yo al verse en semejante compañía… ¡El guano poderoso del «treinta y cuarenta»! Tengo la certeza de que, si el juego cesase, toda esa vegetación tropical se disolvería inmediatamente como un ensueño.

El silencioso Novoa acogió con una sonrisa estas palabras.

—¡Y qué transformación en las gentes!—continuó el coronel—. Fíjese en el público del domingo: todos señores, todos igualmente bien vestidos. Las niñas del país copian lo que ven á las mundanas elegantes, y ¡figúrese usted si vienen aquí mujeres de esa clase!… No se ve un mendigo ni un haraposo. Nacer aquí significa algo: da la certeza de tener la vida asegurada. El Casino cuida de todos; nunca falta un puesto para un hijo del país en las salas de juego, en los jardines, en el teatro; y cuando no, en la policía, en las oficinas administrativas, en lo que depende del príncipe, y es pagado igualmente con dinero de la Sociedad. Llegar á «jefe de mesa» es el mariscalato de un monegasco. Puede ganar hasta mil francos al mes y además las propinas: lo que tal vez no ganará usted nunca, profesor. Y acaba construyendo su «villa» en lo alto de Beausoleil, donde cuida su jardín viendo á sus pies el Casino, la casa de la buena madre… Todos comen, con tal que sepan callar y no se mezclen en lo que no les importa. Un viejo cochero que me sirve algunas veces se atrevió á ser franco una noche, porque estaba algo borracho. Su mujer lleva treinta y tantos años en los water-closets del Casino (sección de señoras), sus hijas trabajan en la limpieza, sus hijos están empleados en el teatro. Todos cobran. Los viejos tienen su jubilación, los enfermos perciben un socorro, viudas y huérfanos cobran pensiones por el empleado muerto. «Esto es un gran país, señor—me decía el cochero—; el mejor del mundo. Aquí todos viven, siempre que sepan ser discretos y no tengan mala cabeza… » Y discretos lo son todos. Además, se vigilan entre ellos y tienen miedo á que los denuncie su mejor amigo si hablan del escándalo último ó de un suicidio de jugador. Para el extranjero, ninguno de ellos sabe nada.

—¿Y cuando alguien habla?—preguntó Novoa—. ¿Y si alguna es de mala cabeza?

—Lo destierran. Este es un despotismo paternal que no se atreve á mayores castigos. La policía del príncipe le hace atravesar media calle y lo pone en la acera francesa… No se ría usted: esta pena es cruel. Los desterrados de otros países acaban por acostumbrarse á su desgracia, porque viven lejos y sólo ven á su patria con el pensamiento, pero el de aquí casi puede tocarla con la mano: no tiene mas que atravesar el ancho de una calle. Como todo está en pendiente, contempla su casa unos cuantos tejados más allá. De la chimenea sale el humo del almuerzo, y él no puede ir á sentarse á su mesa; la familia está en las ventanas, y tiene que hablarla por señas. Además, y esto es lo peor, ve cómo los demás que fueron prudentes siguen su vida dulce á la sombra del Casino, y el tiene que buscar una nueva profesión, un trabajo mas duro… Tan intolerable resulta este martirio, que acaba por huir á una ciudad lejana, para que transcurran unos cuantos años y le perdonen.

Don Marcos volvió á hacer el elogio de Monte-Carlo. Las gentes que perdían su dinero en el Casino guardaban un mal recuerdo; pero ¿dónde encontrar una ciudad más tranquila, plácida y limpia, con su temperatura primaveral en pleno invierno?…

—Todo el mundo pasa por aquí: mucho pillo, pero también se ven gentes ilustres y puede uno gozar de una sociedad distinguida… . Yo apenas juego, y por esto aprecio la hermosura del país. Es más: siento á veces la satisfacción del que disfruta gratis las cosas; y cuando contemplo los paseos hermosos, cuando asisto á los conciertos y á las óperas y gozo la dulce paz de una ciudad en la que no hay miseria ni revolucionarios desesperados, me digo: «Esto lo pagan los jugadores y yo lo disfruto. Ellos pierden para que yo viva bien.»

Mientras Novoa sonreía otra vez, el coronel insistió en su admiración.

—¡Parece imposible que la ruleta haga tantos milagros!… Y sólo podemos hablar de lo que esta á la vista. El juego ha costeado ese puerto de La Condamine tan bonito: un puerto de yates, con sus muelles elegantes que son paseos. Debe haber intervenido igualmente en la restauración del castillo de los príncipes. Hasta contribuye al fomento de la vida espiritual y al prestigio de la religión. Antes de la ruleta no había mas que simples curas en Mónaco; desde que triunfó el Casino existe un obispo y canónigos, y se ha levantado una hermosa catedral bizantina que sólo necesita, según dice Castro, que el tiempo la ennegrezca un poco. La misa de los domingos figura entre las grandes diversiones del principado. Los diarios de Niza publican el programa de lo que cantará la capilla junto con el programa del concierto en el Casino: canto llano de los maestros mas célebres, de Palestina ó de nuestro Vitoria…

Novoa le interrumpió:

—Hay, además, el Museo Oceanográfico. El solo basta para justificar y purificar todo el dinero procedente del Casino.

Dijo esto con la voz dulce y el gesto algo desmayado que lo eran habituales, pero había en sus palabras la firmeza mística del creyente.

El coronel asintió. El Museo que entusiasmaba al profesor era obra del príncipe soberano; y él sentía un profundo respeto por «Alberto», como le llamaba familiarmente. Había sido oficial en la Armada española; había navegado como teniente de navío por las costas de Cuba; elogiaba en sus libros á los viejos marinos españoles, sus primeros maestros en el arte de navegar. ¿Qué más para que lo venerase don Marcos?…

—Siempre que asiste á una ceremonia en su principado viste el uniforme de almirante español… Y es un hombre de ciencia: eso lo sabe usted mejor que yo…

Dejó hablar á Novoa. Tres cuartas partes del planeta estaban cubiertas por los mares, y la humanidad había permanecido siglos y siglos sin deseos de conocer la misteriosa vida oculta en el abismo de las aguas. Los navegantes, al deslizarse por su superficie, iban guiados por la rutina ó por experiencias fragmentarias, sin llegar á abarcar las leyes fijas y regulares de las corrientes de la atmósfera y las corrientes marinas. La ciencia, que lleva realizados tantos descubrimientos en solo un siglo de existencia, se detenía desalentada ante las orillas del Océano. Los sabios, en sus laboratorios, sólo necesitaban para sus trabajos aparatos fáciles de adquirir; ¡pero estudiar los mares, vivir en ellos años y años!… Para esto era preciso disponer de buques, fabricar un material costoso y nuevo, mandar hombres, gastar millones, errar pacientemente por los desiertos oceánicos, sin ambición, sin prisa, esperando que el «gran azul» librase sus secretos casualmente; exponer muchísimo para conseguir muy poco. Sólo un soberano, un rey, podía hacer esto; y el antiguo oficial de la marina española, llegado á príncipe, lo había hecho.

—Gracias á él—prosiguió Novoa—, la oceanografía, que apenas era nada, aparece hoy como un estudio serio. Sus yates han sido laboratorios flotantes, cruceros de la ciencia, que poco á poco han realizado las primeras conquistas de la profundidad. Con sus flotadores errantes ha afirmado de un modo cierto los viajes circulares de las corrientes atlánticas; con sus sondajes minuciosos reveló los misterios de la vida submarina en los diversos pisos de la masa oceánica. Los sabios han podido navegar y estudiar sin apremios de economía gracias á él. Por su munificencia se han publicado hermosos libros, se han abierto museos, se han hecho excavaciones en la tierra que aclaran el origen del hombre.

—Y todo eso—interrumpió el coronel, persistiendo en su anterior admiración—con dinero del Casino. El juego costea los cruceros científicos, el carbón y el personal de las lejanas expediciones, la impresión de libros y revistas, las subvenciones á los jóvenes que desean perfeccionar sus estudios, el Instituto Oceanográfico de París, el Museo Oceanográfico de Mónaco donde usted trabaja, el Museo Antropológico… Y hay que contar que todo esto no es mas que una propina que abandonan los accionistas… ¡Lo que produce ese palacio que muchos encuentran horrible!…

—Nada importa la procedencia de las cosas cuando resultan útiles—dijo el profesor con dureza—. Nadie pregunta á los gobiernos, al recibir su ayuda para una obra benéfica, cuál es el origen del dinero. Muchas veces lo han extraído con más crueldad y violencia que lo sacan en este lugar, adonde todos acuden voluntariamente. Bueno es que el dinero de los ambiciosos, de los ilusos, de los que sienten un vacío en su vida que no saben cómo llenar, sirva por primera vez para algo grande y humano. Fíjese en lo que lleva hecho por la ciencia en pocos años este príncipe de un Estado minúsculo. ¡Si los grandes emperadores dedicasen á empresas semejantes la inmensa fuerza de que disponen! ¡Si Guillermo hubiese hecho lo mismo, en vez de preparar la guerra toda su vida!… ¡Lo que tendría adelantado la humanidad!

El coronel, por considerarse hombre de guerra, sólo admitió á medias estas palabras del profesor. La espada, la gloria militar, eran algo: el mundo resultaría feo sin ellas… Pero se calló, no atreviéndose á turbar el entusiasmo de su amigo.

—Todos los pecados de un lado se redimen al otro.

Novoa, al decir esto, señalaba la masa del Casino irguiendo sus cúpulas y torrecillas policromas sobre la meseta de Monte-Carlo. Luego su índice trazaba una raya en el aire pasando por encima del puerto, é iba á apuntar sobre la eminencia de la izquierda, ó sea el peñón de Mónaco, un edificio cuadrado y enorme que descendía sus muros hasta las olas, un palacio nuevo, cuya piedra guardaba aún la blancura de la estearina en esta atmósfera pocas veces rayada por la lluvia: el Museo Oceanográfico.

Don Marcos sonrió ante este contraste.

—Lo mismo que don Atilio. Cada vez que contempla desde aquí el panorama, se fija en esos dos palacios separados por la boca del puerto y que ocupan los dos promontorios. Dice que el uno justifica al otro, y añade que son… ¿cómo dice él? ¿una antítesis?… No: es otra cosa.

A través de los árboles llegó desde Villa-Sirena el mugido metálico de un gong llamando á los huéspedes, esparcidos en el parque ú ocultos todavía en sus habitaciones. El coronel lo escuchó con placer. «El almuerzo.»

Lanzó una última mirada á los dos enormes edificios, el uno erizado de remates agudos y multicolor, el otro cuadrado y de una blancura uniforme. Entre ambos promontorios, á ras del agua, venían á encontrarse las dos escolleras nuevas que cerraban el puerto, con dos torrecillas octógonas que flanqueaban la boca, rematadas por linternas de faro: la una de vidrios verdes, la otra de vidrios rojos.

El coronel se dió un golpe en la frente y sonrió á su compatriota:

—¡Ah, sí, ya recuerdo!… Dice que el Casino y el Museo forman un símbolo.

 

Quince días llevaba de existencia, sin desacuerdos ni obstáculos, aquella asociación que Atilio había titulado de «los enemigos de la mujer». ¡Libertad completa! Villa-Sirena era de todos, y su dueño parecía un invitado más.

Al levantarse Castro, bien entrada la mañana, veía en un rincón del jardín al príncipe, despechugado y con los brazos desnudos, manejando una azada. El complemento de la nueva vida era para él cultivar una pequeña huerta, dándose la satisfacción de comer legumbres y oler flores que fuesen producto de su trabajo. Este hombre que había tenido un batallón de servidores en torno de él para las necesidades de su existencia, deseaba ahora bastarse á sí mismo, conocer la seguridad orgullosa del que sólo confía en sus brazos. Resultaban vanas sus invitaciones á Castro para que imitase este ejercicio sano y provechoso, que era al mismo tiempo una vuelta á la primitiva sencillez.

—Gracias: no me gusta Tolstoi. Como vida simple, prefiero ésta.

Y se tendía en el musgo, al pie de un tronco, mientras el príncipe seguía cavando su huerta. Hablaban de los compañeros. Novoa estaba en la biblioteca ó vagaba por el parque. Algunas mañanas tomaba el tranvía á primera hora para ir á Mónaco y continuar sus estudios en el Museo. En cuanto á Spadoni, nunca se levantaba antes de mediodía, y muchas veces el coronel golpeaba su puerta para que no llegase con retraso á la mesa del almuerzo.

—Sólo se duerme al amanecer—dijo Atilio—. Pasa la noche consultando sus apuntaciones sobre la marcha del juego. A veces se mete en mi cuarto cuando estoy durmiendo, para comunicarme una de las innumerables martingalas que acaba de descubrir, y tengo que amenazarle con una zapatilla. Guarda en su habitación, entre los cuadernos de música, rimeros de hojas verdes que contienen día por día todo un año de juego en las diversas mesas del Casino… Está loco.

Pero Castro se guardaba de añadir que muchas veces pedía prestado á Spadoni su archivo para comprobar los propios cálculos, y á pesar de burlarse de sus invenciones, arriesgaba sobre ellas algún dinero, por una superstición de jugador que cree en el instinto de los inocentes.

Después del almuerzo, los dos se apresuraban á marcharse al Casino. El príncipe, si no asistía á un concierto, se quedaba con Novoa y el coronel en una loggia del piso alto, contemplando el mar. La guerra había poblado esta parte del Mediterráneo. En tiempos normales era un mar desierto y monótono, sin otros incidentes que el revuelo de las gaviotas, los espumosos saltos de los delfines y algún que otro trapo de barca pescadora. Los vapores y los grandes veleros apenas si se marcaban como una pequeña sombra en el horizonte, navegando rectamente de Marsella á Génova, sin contornear el extenso golfo de la Costa Azul. Pero ahora el peligro submarino había obligado á la navegación comercial á deslizarse al amparo de las costas. Casi todos los días pasaban convoyes: vapores de carga de diversas nacionalidades pintarrajeados como cebras para disminuir su visibilidad y escoltados por torpederos franceses é italianos.

Estos rosarios de buques, navegando tan cerca de la costa que podían leerse sus títulos y distinguir á sus capitanes erguidos en el puente, hacían hablar al príncipe y al profesor de los horrores de la guerra.

Intervenía el coronel á veces en el diálogo, pero era para lamentarse de los obstáculos que oponía la tal guerra á sus funciones de intendente. Cada día resultaba más difícil su gestión. No encontraba nada que valiese la pena de ser presentado en una mesa como la del príncipe, y eso que los precios pagados por él le producían indignación al compararlos con los de los tiempos de paz. ¡Y la servidumbre!… Había hecho venir criados de España, ya que todos los del país estaban en el ejército, pero se los sonsacaban inmediatamente los dueños de los hoteles. Todos preferían servir en cafés ó alojamientos de continuo tránsito, seducidos por el azar de las propinas y el roce con las camareras de blanco delantal.

Había improvisado un servicio de comedor con aquellos dos muchachos italianos de Bordighera cuyas familias estaban instaladas en Mónaco. El mayor, más avispado, se apellidaba Pistola, y trataba despóticamente á su compañero, largándole hipócritas patadas y coscorrones en pleno comedor cuando el coronel estaba de espaldas. Atilio, por la atracción del consonante, había apodado Estola al compañero de Pistola, y todos en la casa aceptaban el nombre, hasta el propio interesado.

—¡Lo que me ha costado adecentarlos y educarlos!—gemía Toledo—. Y ahora parece que los van á llamar de Italia para que sean soldados… ¡Más hombres á la guerra! ¡Hasta estos chicuelos, que aún no tienen la edad!… ¿Qué haremos cuando se vayan Estola y Pistola?

Muchas noches, á la hora de comer, sufría quebrantos la disciplina de la comunidad. El primero que faltó fué Spadoni. Llegaba después de media noche, diciendo que había comido con unos amigos. Otras veces no volvía; y transcurridos varios días, se presentaba tranquilamente, como si hubiese salido horas antes, con la serena inconsciencia de un perrillo vagabundo. Nadie podía saber con certeza dónde había estado. El mismo lo ignoraba. «Encontré á unos amigos… » Y en el curso de media hora, estos amigos eran los ingleses de Niza ó una familia de Cap-Martin, como si hubiese vivido en los dos lugares al mismo tiempo.

Atilio también faltaba. Un compañero de juego le había enseñado en el Casino los pequeños cartones partidos en columnas que sirven para marcar las alternativas del «rojo» y el «negro». Varias damas extraían de sus sacos de mano, entre el pañuelo, la caja de polvos, el lápiz para los labios, los billetes de Banco y las fichas de diversos colores, que son el dinero del juego, unos documentos de igual clase. Todos los textos estaban acordes. Por la mañana y por la tarde perdían los «puntos» y ganaba la casa; pero á partir de las ocho de la noche, una fortuna loca sonreía á los jugadores. Las estadísticas no podían ser más claras: imposible la duda. Y Castro renunciaba á la buena mesa de Villa-Sirena, contentándose con un bock y un emparedado en el bar. Luego regresaba á media noche en un carruaje de alquiler, pagando á manos llenas al cochero asombrado. Otras veces, de pie ante la verja, rebuscaba en su portamonedas antes de reunir el precio de la carrera. Los hados habían mentido. Los augures de los cartoncitos estaban á aquellas horas tan limpios como él.

Toledo mascullaba protestas. Este desorden le hacía lamentar una vez más la escasez de personal. La servidumbre se levantaba tarde, á causa de sus esperas nocturnas. Por esto el coronel sentía la satisfacción de un gobernador de fortaleza que ve todas las poternas cerradas y siente las llaves en su bolsillo, las noches en que no faltaba ningún compañero del príncipe. Después de la comida escuchaban á Spadoni. Sentado ante un gran piano de cola, hacía música á su capricho ó seguía las órdenes del príncipe, melómano de gustos pervertidos por un excesivo refinamiento, que sólo deseaba obras de autores extravagantes y obscuros.

Castro, que era pianista, no podía á veces ocultar su entusiasmo ante los prodigios de este ejecutante.

—¡Y pensar que es un imbécil!—exclamaba con la franqueza de la emoción—. Todas sus facultades las ha deformado y aglomerado, concentrándolas en la música, sin dejar nada para los demás… No importa; es un idiota… pero un idiota sublime.

Algunas noches, Spadoni se quedaba con un codo en el teclado y la frente en la diestra, como si la música le ensimismase, cuando, en realidad, lo que danzaba debajo de sus melenas eran cuadrados rojos y negros, muchos naipes y treinta y seis números formando tres filas presididas por el cero. El príncipe, molestado por este silencio, se dirigía á Castro.

—Cuéntanos algo de tu abuelo don Enrique.

Este abuelo había sido casado con una tía del general Saldaña; y aunque Atilio no alcanzó á conocerle, hablaba con frecuencia de él como de un personaje curioso que le inspiraba cierto orgullo ó amargas ironías, según el estado de su ánimo. Era un hombre de belicoso humor y sombríos entusiasmos, que había acabado de dilapidar la fortuna de la familia, ya quebrantada por los antecesores. Emparentado con un gran número de aristócratas, terminó por negar este parentesco, como si fuese algo vergonzoso. Los títulos de nobleza de su familia dejó que los tomasen otros. El lema que figuraba, desde siglos en el escudo de los Castro lo había reemplazado con uno de su invención, que resumía su vida entera: «Mañana más revolucionario que hoy.» Durante treinta años no hubo en España insurrección triunfante ó abortada en la que no interviniese este caballero de gesto sombrío, quisquilloso, espadachín, que trataba á los hombres como un déspota y estaba dispuesto á morir por la libertad del género humano.

—¡Un don Quijote rojo!—decía Castro.

De niño recordaba haber jugado con su sable, fabricado en Toledo: un arma repujada de oro, con arabescos copiados de la vieja espada del descubridor y conquistador Alvaro de Castro, que había sido Adelantado en las Indias. Pero en lo alto de la hoja, donde los abuelos ponían su mote de fidelidad á Dios y al rey, él había hecho grabar «¡Viva la República!». Sin este sable caballeresco, se negaba á tomar parte en una revolución. Lo había llevado de Sicilia á Nápoles siguiendo á Garibaldi para destronar á los Borbones. «Mañana más revolucionario que hoy»; y sus compañeros le parecían de pronto unos reaccionarios, lo que le hacía buscar nuevas doctrinas que colmasen su insaciable deseo de destrucción y renovación. Al fin, este descendiente de Adelantados y Virreyes acabó por ingresar en la primera «Internacional de trabajadores». Y lo más extraordinario fué que su primitiva educación, sus altiveces y sus acometividades paladinescas le acompañaron en esta vida nueva, haciéndole convertir la más insignificante divergencia de doctrina en un «asunto de honor».

Por discusiones de comité se había batido en París con un «camarada» obrero. Apenas cruzaron los sables, el trabajador recibió un corte en la cabeza.

—Es justo—dijo el herido limpiándose la sangre—. El marqués, que ha podido aprender el manejo de las armas, debe pegarle al hijo del pueblo.

Don Enrique palideció ante esta ironía, y por restablecer la igualdad, por suprimir sus ventajas históricas, levantó el sable, dándose una feroz cuchillada en el cráneo, mientras corrían los testigos á sujetarle para que no reincidiese.

Después de seguir por segunda vez á Garibaldi en la guerra de 1870, batiéndose contra los prusianos en Dijón, el movimiento insurreccional de la Commune le atrajo á París.

—Creo que lo hicieron general—decía Atilio—. En aquella mascarada trágica debió sufrir mucho. Lo cierto es que lo fusilaron las tropas del gobierno y nadie sabe dónde fué enterrado.

La admiración por este abuelo de vida novelesca se amortiguaba al pensar en su madre. Pobre, huérfana y olvidada de sus parientes, había tenido que casarse con un hombre que casi podía ser su padre, llevando fuera de España la vida errabunda de las familias del cuerpo consular. Atilio había nacido en Liorna, recibiendo el mismo nombre de su padrino, un viejo señor italiano amigo del cónsul de España. El recuerdo de su abuelo venía á entenebrecer de vez en cuando la existencia de su pobre madre, resignada y devota. En Roma, los españoles de paso, todos gentes de sanas ideas que llegaban para ver al Papa, torcían el gesto al enterarse de su origen. «¡Ah! ¡Usted es la hija de Enrique de Castro!… » Y ella parecía encogerse, pedir perdón con sus ojos tristes y humildes.

—Yo no reniego de mi abuelo—añadía Atilio—. Me hubiese gustado conocerle. Lo único que lamento es que nos dejase tan pobres; aunque sus antecesores ya habían hecho más que él para arruinarnos.

Los días en que había perdido se mostraba más quejumbroso, recordando las inmensas posesiones de los Castro de la conquista americana.

—Hay ahora inmensas ciudades en campos que dió el rey á mis antecesores. Uno de mis remotos abuelos apacentaba sus caballos y construía su barraca colonial donde existen actualmente jardines, monumentos y grandes hoteles. Eran centenares de millones de metros: á una peseta el metro, ¡imagínate, Miguel! Sería más rico que tú, más rico que todos los millonarios del mundo… Y no soy mas que un mendigo bien trajeado. ¡Ira de Dios! ¿Por qué no guardaron mis abuelos sus tierras, en vez de dedicarse á servir al rey ó al pueblo? ¿Por qué no hicieron lo que cualquier patán que conserva religiosamente lo que le entregaron sus antecesores?…

Otras noches, sentados en la loggia, escuchaba el príncipe á Novoa ante el nocturno espectáculo del cielo y del mar. No había más luz que el velado resplandor que llegaba desde un salón lejano. La costa estaba obscura. La silueta de Monte-Carlo y de Mónaco se recortaba sobre el fondo estrellado, sin un solo punto rojo. Eran escasos los reverberos en la ciudad, y además tenían los vidrios pintados de azul. Los farolones de la escalinata del Casino estaban enfundados como las linternas de un coche fúnebre. La amenaza de los submarinos alemanes mantenía á todo el principado en la obscuridad, lo mismo que las costas de Francia. Sólo á la entrada del puerto de Mónaco las dos torrecillas octogonales tenían en sus cimas un faro rojo y un faro verde, que derramaban sobre las aguas un zigzag de rubíes y otro de esmeraldas.

En esta penumbra, puesto de pie y mirando á los astros, Novoa hablaba de la poesía de la inmensidad, de las distancias que dan el vértigo al cálculo humano. A Spadoni le era imposible imitar la atención del príncipe y de Castro. ¿Qué podía importarle la llamada estrella tricolor? Los millones de millones de leguas de que hablaba el sabio despertaban su bostezo; y por una asociación de ideas, se dedicaba á jugar mentalmente, suponiendo que acertaba cincuenta veces seguidas, siempre doblando.

Ponía una simple moneda de cinco francos—la puesta menor que admiten en el Casino—, y á los veinticinco golpes se detenía con espanto. Había ganado treinta y tres millones y medio de duros: más de ciento sesenta y siete millones de francos. ¡Solamente en veinticinco minutos!… El Casino cerraba sus puertas, declarándose en quiebra; pero esto no conseguía sacarle de su delirio. La prodigiosa pieza de cinco francos continuaba sobre el paño verde al lado de una montaña de dinero que seguía creciendo y creciendo. Había que completar los cincuenta golpes, siempre doblando. Dió cinco más en su imaginación y se detuvo. Ya había ganado mil setenta y tres y pico de millones de duros: más de cinco mil millones de francos. Tendrían que entregarle el principado entero de Mónaco, y aun esto tal vez no alcanzase á cubrir la deuda. Al golpe treinta y cinco, el simple «napoleón» se había convertido en treinta y cuatro mil millones de duros: ciento setenta y un billones de francos. No le iban á pagar; estaba seguro de ello. Sería necesario que se reuniesen todas las grandes potencias de Europa, que se aliasen como para una gran guerra, y aun así tal vez no hiciesen honor al crédito que les presentaba el pianista Teófilo Spadoni.

Ya no podía calcular mentalmente. A los veinte golpes tuvo que valerse del lápiz que le servía en el Casino para marcar la marcha del juego y de aquellos cartones divididos en columnas que facilitaban los empleados. El dorso resultaba estrecho para sus ganancias, que se ensanchaban, formando cantidades quiméricas. Siguió su juego triunfador. En el golpe cuarenta se detuvo. Cinco millones de millones de francos. Decididamente, no le podían pagar ni en Europa ni en el mundo entero. Las naciones tendrían que ponerse en venta, el globo terráqueo saldría á pública subasta, los hombres serían esclavos, todas las mujeres se alquilarían para entregarle el producto de su deshonor; y aun así, sería preciso que solicitasen un plazo de unos cuantos miles de años para quedar bien con él, acreedor del universo, sentado en su banqueta de pianista como sobre un trono.

Aunque tenía la certeza de que le engañaban, de que nadie en la tierra ni el cielo podía afianzar á la banca, siguió jugando. Sólo quedaban diez golpes. Y cuando dió el que hacía cincuenta, tuvo un rasgo magnánimo. Regaló con el pensamiento á los empleados del Casino los centenares, los miles, los millones y los millones de millones. El se quedaba simplemente con la cifra que figuraba á la cabeza de la ganancia, y escribió en su cartoncito:

5.000.000.000.000.000 de francos

¡Cinco mil billones!… Como producto de cincuenta minutos de trabajo, no estaba mal.

Llamó de pronto su atención el silencio con que el príncipe y Castro escuchaban á Novoa, y fijó en éste sus ojos de visionario todavía deslumbrados por el revoloteo áureo de la Quimera.

También el sabio hablaba de millones de millones, de cifras que no podía abarcar con palabras y detallaba repitiendo uno tras otro docenas de ceros. El pianista creyó entender que profetizaba la vejez del sol dentro de un plazo (aquí una cifra interminable), la desaparición de la vida presente, la fuga del astro hacia una constelación remotísima, su apagamiento y su muerte (otra cifra que infundía miedo).

Sonrió Spadoni con desprecio. El sol, la constelación de Hércules adonde éste se dirige, los cien mil millones de millones de años que necesita para llegar á ella, los diez y siete millones de años que tardará en apagarse, dejando de calentar la vida de la tierra, todos los cálculos de este sabio, ¡miseria, pura miseria! Si él dejaba su moneda sobre la mesa cincuenta veces más, las cifras de la astronomía iban á resultar despreciables y ridículas al lado de una ganancia obtenida en cien minutos. Sólo Dios podía ser su banquero, pagándole con estrellas como si fuesen monedas; ¿y quién sabe si el mismo Dios sería capaz de resistir el centésimo golpe de cinco francos, siempre doblando, y no tendría que declararse en quiebra?…

Se sumió por algún tiempo en la contemplación interna de su grandeza. Al volver á la vida exterior, la voz de Novoa seguía sonando con cierto misterio ante el obscuro horizonte, perforado arriba por las punzadas de las estrellas, ondeado abajo por la fosforescencia de las olas.

El príncipe le había impulsado á hablar del mar como regulador y origen de la vida. El pianista se enteró de que los océanos cubren las tres cuartas partes del globo, y como representan una fuerte mayoría sobre los continentes, éstos viven sometidos á aquéllos, aunque se crean superiores, como los gobiernos tienen que sufrir la influencia del sufragio universal y acatar la fuerza de las mayorías. Todas las grandes leyes atmosféricas se establecen, no en la reducida superficie de las tierras, rugosa y quebrada, sino en la limpia extensión de los océanos, que permite á las moléculas obedecer libremente á las leyes mecánicas de los flúidos.

Spadoni tocó en un codo á Castro. Quería comunicarle en voz baja la inaudita ganancia que acababa de realizar. Pero Atilio repelió su mano sin volver la vista y siguió escuchando.

Novoa hablaba ahora de las aguas ardientes condensadas en la atmósfera primitiva del globo, que se habían precipitado sobre su corteza en formación, disolviendo ó arrastrando cuanto encontraban en esta superficie acabada de nacer.

—Con la sal que hay en los océanos—dijo Novoa—se podría construir todo el relieve del continente africano.

El pianista volvió á agitarse. ¡Una Africa toda de sal! ¿De qué podía servir eso?…

—Castro, escúcheme—dijo en voz muy queda—. Yo pongo cinco francos y doy cincuenta golpes, siempre doblando, ¿sabe usted?…

Pero el otro no quiso saber nada, y rechazó el cartoncito que le tendía ocultamente.

Spadoni, ofendido, cerró los ojos, queriendo aislarse y no escuchar estas cosas sin importancia para él. Si el sabio hablaba todas las noches, él perdonaría la hospitalidad del príncipe, yendo en busca de otros amigos.

De pronto, una palabra le sacó de su altivo aislamiento, haciéndole abrir los ojos. El profesor hablaba del oro arrastrado por las lluvias hirvientes de la creación planetaria y que estaba disuelto en el mar.

—Sólo hay unos miligramos por tonelada de agua; pero con el que existe en los océanos se podría formar una mole tan enorme, que, repartida proporcionalmente entre los mil quinientos millones de habitantes que tiene la tierra, nos tocaría á cada uno un lingote de cuarenta mil kilos, ó sean cuarenta mil toneladas de oro.

El pianista avanzó su rostro, estupefacto. ¿Qué decía el profesor?

—Y teniendo en cuenta—prosiguió Novoa—el curso del oro antes de la guerra, el lingote que nos corresponde á cada uno de los humanos representa ciento veinte millones de francos.

Fué cortado el silencio por un ruido estridente. Castro volvió la cabeza, creyendo que Spadoni roncaba. Al ver sus ojos desmesuradamente abiertos, comprendió que era un suspiro emocionado, una exclamación de sorpresa.

—Doy mi parte por cien mil francos en billetes—dijo con voz grave.

Y mientras los demás reían, él quedó con la mirada fija en Novoa. ¡El mar!… ¡quién diría que el mar!… Aquel sabio sabía mucho; y él, con repentina veneración, se propuso escucharlo siempre.

 

Una noche, Atilio y el príncipe comieron solos. El pianista se había fugado á Niza, al salir del Casino, con sus amigos los ingleses, que jugaban al poker en el landó. Novoa estaba invitado á comer por un colega del Museo, y no volvería hasta media noche.

Miguel recordó sus impresiones de la tarde. Había ido al Casino para asistir á un concierto clásico, osando arrostrar la curiosidad obsequiosa de los empleados y el miedo á tropezarse con algunas de sus antiguas amistades. Desde la escalinata exterior á las puertas del teatro tuvo que responder á una serie de profundos saludos de los funcionarios, unos con kepis y dorados botones, otros de levita solemne, erguidos y dignos como notarios de comedia. La gente que paseaba por el atrio se fijó inmediatamente en él. «¡El príncipe Lubimoff!» Todos recordaban su yate, sus aventuras, sus fiestas, repitiendo su nombre como un eco de gloriosa resurrección. Había tenido que pasar á toda prisa entre los grupos, con la mirada vaga, fingiéndose abstraído, para no ver ciertas sonrisas conocidas, ciertos rostros invitadores que le hacían evocar visiones dulces del pasado.

Buscó un asiento de los más ocultos en la sala de espectáculos, un rincón de diván junto á la pared; pero también aquí le persiguió la curiosidad. En torno del atril del director estaban los músicos de más renombre, los que se engalanaban con el título de «solistas de S. A. S. el Príncipe de Mónaco». Algunos de ellos habían navegado en el Gaviota II formando parte de su orquesta. Durante unos compases de espera, el primer violín, al mirar á la sala para reconocer á sus entusiastas, descubrió á Lubimoff, participando inmediatamente su sorpresa á los otros solistas. Todos le sonrieron, dedicándole con los ojos lo que surgía de sus instrumentos, y el público acabó por fijarse en este señor medio oculto que poco á poco iba atrayendo las miradas de la orquesta entera.

Al terminar el concierto salió apresuradamente, temiendo que le cortasen el paso ciertas amigas antiguas que había descubierto entre la concurrencia. Cruzó el atrio violentamente, hendiendo los grupos que no le dejaban avanzar. Aquí había llamado su atención un personaje de ademanes majestuosos y aspecto excesivamente brillante, con sombrero hongo, pero de seda gris bien peinada, gabán de color de miel con bocamangas de terciopelo del mismo tono y guantes y zapatos blancos. Las patillas grises estaban unidas al bigote; la raya del peinado descendía hasta la nuca, y por encima de las orejas avanzaban, brillantes de cosméticos, dos mechones recortados y teñidos.

—Creí que era un general ruso ó un personaje austriaco vestido de invierno, con una elegancia digna de la Costa Azul, y eras tú, querido coronel. Aún no te había visto fuera de Villa-Sirena.

Toledo se ruborizó, no sabiendo si enorgullecerse ó afligirse por estas palabras.

—Alteza, siempre me ha gustado vestir bien y…

—¿Quién era la señora que hablaba contigo?…

—Era la Infanta. Me contaba que había perdido siete mil francos que le enviaron de Italia, que no tiene con qué atender á los gastos de su vida, y…

—¿Una flaca con un gran sombrero de cow-boy?… No, no es esa. Te pregunto por la otra.

«La otra» sólo la había visto de espaldas, pero atrajo momentáneamente su atención por su esbeltez y su aire de señorío.

—Alteza—dijo don Marcos titubeando—, era la duquesa de Delille.

Un silencio. Y como si con esto le hubiese pillado su príncipe en falta y necesitara excusarse, se apresuró á añadir:

—Es muy buena con la Infanta. Le regala trajes para sus hijos, creo que hasta le presta su ropa… ¡Una hija de rey! ¡Una nieta de San Fernando!… Yo soy un viejo soldado de la legitimidad, y no puedo menos de agradecer que…

Miguel cortó su protesta con un gesto. Basta: no quería oir más. Y se dirigió á Castro. También lo había visto cerca de la salida del Casino hablando con otra dama.

—Y yo te vi igualmente—dijo Atilio—, pero ibas impetuoso y con la cabeza baja, abriéndote paso lo mismo que un toro acosado. ¿Quieres saber quién es esta señora? ¿Te interesa?…

Lubimoff levantó los hombros; pero su indiferencia era falsa. En realidad, le había interesado, aunque ligeramente, esta desconocida, rubia, alta, con un aspecto de vigor esbelto, de ágil soltura, como las gimnastas y las amazonas.

—Pues es «la Generala»—continuó Castro, sin parar mientes en la falta de curiosidad de su amigo—. Este generalato no hay que tomarlo en serio. Es un apodo cariñoso. Creo que lo inventó la de Delille, pues te advierto que las dos son muy amigas. Es generala como otros pueden ser coroneles.

Don Marcos no reparó en esta maldad. Atilio se mostraba esta noche de mal humor, con los nervios excitados, deseoso de morder. Debía haber perdido en el juego.

—La llaman «la Generala» por su carácter algo varonil, por la rudeza con que trata á veces á las gentes. ¡Una mujer extraordinaria! ¡Una verdadera amazona!… Tira á las armas, hace gimnasia, nada en los ríos en pleno invierno, y además tiene una voz como un suspiro de brisa, gorjea al hablar como un pájaro, parece que va á desmayarse á la menor emoción lo mismo que una niña tímida… ¿Quieres saber quién es?… Se llama Clorinda; un nombre de poema y de comedia antigua. Yo la llamo siempre doña Clorinda; creo que sin esto le falto al respeto, á pesar de su juventud. Tal vez tiene dos ó tres años menos que su amiga Alicia. Las dos se detestan, y no pueden vivir separadas. Una semana por mes chocan, se insultan, cuentan la una de la otra los mayores horrores; luego se buscan. «¿Cómo estás, corazón mio?» «¿Me guardas rencor, mi ángel?»

El príncipe sonrió al ver cómo imitaba las palabras y gestos de las dos señoras.

—Clorinda es americana—continuó Castro—, pero americana del Sur, de una pequeña República donde sus padres, abuelos y bisabuelos han sido presidentes, hombres de guerra y padres de la patria. Su generalato no es sin fundamento. Allá en su país la admiran por su hermosura y por los grandes éxitos que le suponen en Europa, con ese agrandamiento y desorientación de la distancia. Su retrato resulta una propiedad pública; figura en todos los paquetes de café y todos los prospectos de su país. Es la belleza nacional; y cuando envejezca, siempre existirá un rincón del mundo donde la consideren eternamente joven. Se casó en París con un joven francés, soñador, algo artista y algo enfermo del pecho. Por esto mismo lo amó «la Generala». Con un hombre fuerte é impetuoso se hubiesen matado los dos á los pocos días. Ahora es viuda. No la creo muy rica; la guerra debe haber disminuído sus rentas, pero tiene para vivir con desahogo. Hasta me imagino que debe sufrir menos apuros que la de Delille. Es mujer de buena cabeza.

Calló un momento.

—¡Pero de tan raras ideas! ¡Tan acostumbrada á imponer su voluntad!… La conocí en Biarritz hace algunos años. Aquí la he visto muchas veces en las salas de juego: saludos, conversaciones insignificantes. Cuando una mujer apunta, no admite galanterías que la distraigan. Hoy es la primera vez que hemos hablado largamente. ¿Sabes lo que me ha preguntado en seguida?… Que por qué no estoy en la guerra. En vano le he dicho que yo soy neutral y le he demostrado que la guerra no me interesa. «Si yo fuese hombre, sería soldado.» ¡Y si hubieras visto su mirada al decirme esto!…

Lubimoff dedicó una sonrisa despectiva á esta mujer.

—Para ella—siguió diciendo su amigo—, todos los hombres deben trabajar en algo, producir, ser héroes. A su pobre marido, dulce como un cordero enfermo, lo adoró porque pintaba unos cuadros paliduchos y había conseguido modestas recompensas en varias Exposiciones. Los hombres como yo son para ella una especie de figurantes alquilados para animar los salones, los casinos, los balnearios, para sostener la conversación y ser galantes con las damas; pero no le interesan. Me lo ha dicho esta tarde, una vez más.

—¿Y á ti te duele su opinión?—dijo el príncipe.

Calló Atilio, como si pesase sus palabras antes de hablar.

—Sí, me duele—dijo al fin resueltamente—. ¿Por qué negártelo? Esa mujer me interesa. Cuando no la veo, no me acuerdo de ella. He pasado meses y años sin que volviese á mi memoria. Pero así que la encuentro, me domina… la deseo. Yo, sin ser tú, he tenido también mis satisfacciones amorosas. ¡Pero esta mujer es tan distinta á las otras!… Además, ¡el placer de vencerla, esa necesidad de dominación que hay en el fondo de nuestros deseos amorosos!… Cada vez que hablamos, y ella con su voz de pájaro y su sonrisa compasiva marca la enorme distancia que existe entre los dos, quedo triste, mejor dicho, desalentado, como si necesitase alcanzar algo á que no llegaré nunca por más que me esfuerce. Hoy debería estar alegre: hace meses que no he tenido una tarde igual. He jugado, y mira… ¡mira! Diez y siete mil francos.

Había sacado de un bolsillo interior un fajo de billetes azules, arrojándolo sobre la mesa con cierta furia.

—Llegué á ganar hasta veintiséis mil. Una suerte de amante desesperado, de marido infeliz… Y sin embargo, no estoy contento.

El príncipe volvió á sonreir, como si una verdad palmaria acabase de demostrar la certeza de sus afirmaciones. ¡La mujer! Aquella Clorinda, generala de mil demonios, era una verdadera mujer, que con sólo breves minutos de conversación había perturbado á Castro y tal vez acabase por quebrantar la vida dulce, sin placeres violentos pero sin tristezas desesperadas, que llevaban los huéspedes de Villa-Sirena.

—Y tú, Atilio—dijo con tono de reproche—, te emocionas por esa especie de virago de voz suave… Tú crees en el amor como un colegial.

Castro adoptó un tono fríamente agresivo. De él podía decir el príncipe lo que quisiera; ¡pero llamar virago á la otra!… ¿con qué derecho? Ocultó, sin embargo, la verdadera causa de su enfado, fingiéndose herido por la alusión á su credulidad.

—Yo no creo en nada; creo tal vez menos que tú. Sé que todo lo que nos rodea es falso, convencional; mentiras que aceptamos porque nos son necesarias momentáneamente. Tú admiras, como si fuese algo divino é inconmovible, la música y la pintura. Pues bien; que se modifique un poco la forma de nuestro oído, y las sinfonías de Beethoven serán verdaderas cencerradas; que se cambie el funcionamiento de nuestra retina, y todos los cuadros célebres habrá que quemarlos, porque nos parecerán lienzos manchados por un juego de niños… que se transforme nuestro cerebro, y todos los poetas y los pensadores resultarán pueriles idiotas. No; no creo en nada—insistió rabiosamente—. Para vivir y para entendernos necesitamos que haya arriba y abajo, derecha é izquierda; y también esto es mentira, pues vivimos en el infinito que no tiene límites. Todo lo que consideramos fundamental no es mas que un cuadriculado que inventaron los hombres para que sirva de marco á sus concepciones.

El príncipe se encogió de hombros, mirándole con extrañeza. ¿A qué venía todo esto, con motivo de una mujer?…

—Todo mentira—prosiguió—; pero no por ello voy á vivir como una piedra ó un árbol. Yo necesito falsedades dulces que me canten hasta la hora de la muerte. La ilusión es una mentira, pero deseo que venga conmigo; la esperanza otra mentira, pero quiero que marche ante mis pasos. Yo no creo en el amor, como no creo en nada. Cuanto digas contra él lo sé hace muchos años; pero ¿debo darle con el pie si me sale al paso y quiere acompañarme? ¿Conoces tú una quimera que llene mejor el vacío de nuestra existencia, aunque sea poco durable?…

Miguel acogió la vehemencia de su amigo con un gesto sardónico.

—¿Sabes por qué parezco más joven de lo que soy?—continuó Atilio, cada vez más exaltado—. ¿Sabes por qué seré joven cuando otros de mi edad serán ya viejos?… Me finjo irónico, parezco escéptico, pero poseo un secreto, el secreto de la eterna juventud, que guardo para mí… Puedo revelártelo. He descubierto que la gran sabiduría de la vida, lo más importante, es «pasar el rato»; y lleno el vacío que todos llevamos dentro con una orquesta: la orquesta de mis ilusiones. Lo necesario es que toque siempre, que no queden los atriles vacíos; una vez terminada una partitura, hay que colocar otra nueva. A veces, la sinfonía es de amor… Las mías han sido hermosas pero breves. Por eso las he reemplazado con otra interminable, la de la ambición y la codicia, cuyos compases son infinitos como las estrellas del cielo, como las combinaciones de las cartas. Juego. Veo en el girar de la ruleta un castillo que será mío, un castillo más suntuoso que todos los que existen; un yate superior al que tú tenías; fiestas interminables. La baraja me hace contemplar magnificencias como no las soñaron los cuentistas persas. Sus colores son montones de gemas preciosas. Las más de las veces pierdo y la orquesta me acompaña en sordina, con una marcha fúnebre de hermosa desesperación; pero á los pocos compases, esta marcha se convierte en himno triunfal: la salida del nuevo sol, la resurrección de la esperanza.

Ahora la mirada del príncipe era de piedad. «Está loco», parecían decir sus pupilas.

—Esta tarde, mi orquesta—continuó—me ha hecho conocer una nueva sinfonía, algo que no había oído nunca. Mientras ganaba dinero, no pensé una sola vez en mí. Nada de palacios, ni de yates, ni de fiestas. Pensaba únicamente en «la Generala», y pensaba con verdadero odio, deseando vengarme de ella. Quería ganar cien mil francos… (¡qué sabe uno!… ¡tal vez los gane mañana!) y luego de ganarlos comprar un collar de perlas á la salida del Casino (los cien mil completos) y enviárselo con un simple anónimo que dijese así, poco más ó menos: «Homenaje de antipatía de un hombre inútil y despreciable.»

Una carcajada del príncipe despertó con sobresalto al coronel, que, como buen madrugador, se había adormecido en su asiento. Luego, al notar que Su Alteza no se fijaba en él, se deslizó fuera del hall, como si le atrajese algo más importante que aquella conversación de los dos amigos, que parecían ignorar su presencia.

—Pero ¿qué encuentras tú en el amor?—dijo Miguel—. Porque yo creo que tú sabes lo que es verdaderamente el amor. Todas esas ilusiones de los adolescentes, todos los idealismos de los poetas, no son mas que caminos tortuosos que conducen á un mismo término, al único: el acto carnal. ¿Y no estás fatigado de él? ¿no te acobarda su monotonía?

La voz del príncipe tomó cierta entonación lúgubre, como si clamase sobre los escombros de su vida entera. Había encontrado centenares de mujeres de las que levantan á su paso una muda explosión de deseos. La resistencia femenil le era desconocida. Es más: habían corrido á él, haciendo espontáneamente la mitad del camino, acosándole sin orden, obligándolo, por un pundonor varonil, á sobrepasarse en sus fuerzas con una prodigalidad que hacía doloroso el placer… ¡Y todas eran iguales! El comprendía el espejismo de la ilusión en los que admiran desde lejos lo que no pueden conseguir. Es la curiosidad por lo secreto, el deseo que infunde el obstáculo, las fantasías mentales que inspiran los trajes, los adornos, todo lo que cubre el cuerpo femenino, dando á su monotonía la seducción de un misterio continuamente renovado. Para él, ¡ay! eran todas como si marchasen desnudas. Nada podía excitar ya su interés: todo lo conocía.

—Además—y su voz se hizo más sorda—, á ti solo te lo confieso. El amor y la mujer me hacen pensar en la miseria de nuestra existencia, en el inevitable final, en la muerte. Desde que vivo emancipado de sus engañosas seducciones, me siento más alegre, más seguro de mí mismo; gozo con ingenuidad del momento que pasa… No quiero hablarte de las vergüenzas físicas de esos cuerpos que pretendemos divinizar, de las impurezas diarias ó mensuales que les hace sufrir la vida con sus exigencias. La mujer es menos sana que el hombre. La Naturaleza lo ha querido así. Déjala sin los cuidados de la higiene moderna, y resultará una bestia inmunda, roída por internas suciedades… Pero no es eso lo que me hace huir de ella.

Calló, añadiendo poco después con tristeza:

—No puedo estar al lado de una mujer sin encontrarme con la imagen de la muerte. Cuando acaricio su cabellera sedosa, tropiezo con un cráneo pulido, duro, amarillento, como los que asoman á flor de tierra en los cementerios abandonados. Un beso en la boca, un mordisco en la barbilla, me hacen ver el maxilar óseo con sus dientes, casi igual al de los antropoides que están en los museos. Los ojos morirán; la nariz de graciosas alillas y ventanas sonrosadas se disolverá igualmente; lo único sólido y cierto son las cuencas negras y la grotesca chatez de la calavera. Los pechos turgentes no pasan de ser simples tumores engañosos que disimulan la fúnebre jaula del costillaje; las piernas que nos parecen adorables columnas son agua y piltrafas que se disolverán, dejando al descubierto dos largas flautas de cal. Creemos adorar la suprema belleza, y abrazamos á un esqueleto. Nos horroriza la imagen de la muerte, y toda mujer la lleva dentro, obligándonos á adorarla.

Ahora era Castro el que miraba con ojos de asombro. «Está loco», parecían decir sus pupilas, fijas en el príncipe.

—Lo que tú tienes, Miguel, es que estás ahito—dijo después de un largo silencio—. Me recuerdas á esas personas que, al sentarse á la mesa, disimulan con ascos su inapetencia. Las carnes asadas, de suculento perfume, son para ellas cadáveres, envolturas de pus; los frescos vegetales, las dulces frutas, concreciones del estiércol y de todos los zumos malolientes que vigorizan la tierra. El pan y el vino les hacen pensar en las manipulaciones de su elaboración… Pero si sus sentidos despiertan, si resucitan sus necesidades, lo ven todo como si acabase de salir el sol y encuentran un encanto inefable en lo mismo que les repugnaba… ¿Qué me importa que una mujer lleve dentro un esqueleto? También lo llevo yo, y esto no me impide encontrar muy agradables los placeres de la vida y considerar que de todos esos placeres el más interesante es… el encuentro de dos esqueletos.

Castro reía con una conmiseración afectuosa contemplando á su amigo.

—Estás harto, lo repito; tienes la inapetencia y las visiones fúnebres de los que sufren una dolorosa indigestión… Tú te restablecerás. Eres joven aún para permanecer en esa atonía: el apetito volverá á ti. Deseo que no encuentres la mesa puesta como en el pasado, que la dificultad te exalte, que la negativa te haga sufrir; y entonces… ¡entonces!…

 

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