Capítulo XII

 

Don Marcos desciende por los jardines públicos hacia la plaza del Casino, en conversación con un militar.

Ya no es el ceremonioso coronel que besaba manos viejas y nobles en los salones de juego y asistía como inevitable comensal á los almuerzos de todas las familias linajudas de paso en el Hotel de París. Nada recuerda en su persona los levitones forrados de terciopelo, los sombreros de seda blanca y demás esplendores de su elegancia original. Va sobriamente vestido de obscuro, y su aspecto tiene algo de rústico; revela al hombre que vive en el campo, gusta de cultivar la tierra y se siente cohibido al volver á la existencia urbana. Lleva puestos los guantes, lo mismo que en sus buenos tiempos; pero ahora es por necesidad. Sus manos le recuerdan cierto exiguo jardín en torno de una «villa» diminuta, con cinco árboles, doce rosales y unos cuarenta arbustos más, que conoce uno por uno, dándoles nombres propios, cuidándolos y regándolos fervorosamente hasta encallecer sus dedos.

El militar también marcha como un hombre de campo, mirando á todos lados curiosamente. Un áspero bigote cubre su labio superior, uno de esos bigotes duros y agresivos que surgen después de largos años de continua rasura. Su uniforme es viejo, desteñido por el sol y las lluvias. El paño amarillento tiene el color neutro de la tierra. Su brazo derecho pende inerte del hombro y se mueve al ritmo del paso, con el vaivén de las cosas inanimadas. La mano va cubierta de un guante cuya rigidez acusa el relieve de algo duro y mecánico. La otra mano se apoya en un garrote, y una pipa humea en su boca. Sobre sus bocamangas casi se confunde con el color de la tela un breve y único galón de oficial.

—Diez meses y veinte días—dice Toledo—que Su Alteza salió de aquí… ¡Qué de cosas han ocurrido!

El militar es el príncipe Lubimoff: un Lubimoff que parece más fuerte, más sereno y decidido que el del año anterior, á pesar de su brazo artificial. La cabeza tiene las mismas canas de antes, discretamente esparcidas; pero el bigote, al crecer libremente, ha surgido casi blanco.

Las patillas del coronel son de la misma tonalidad. Con la desaparición de sus elegancias cesaron igualmente los cuidados de tocador, y el gris discreto de un teñido prudente ha dejado paso al blanco de una franca vejez.

Don Marcos señala la plaza hacia la que se dirigen los dos.

—¡Si hubiese visto Su Alteza esto la noche del armisticio!

La noticia del triunfo hacía correr á todas las gentes. Bajaban de Beausoleil, subían de La Condamine, llegaban del peñón de Mónaco. Por primera vez después de cuatro años, se iluminaban de arriba á abajo las fachadas del Casino, de los hoteles y cafés. La plaza estaba repleta de gente. Todos parpadeaban deslumbrados, después de la larga noche en que les había tenido sumidos la amenaza submarina. Unos cuantos instrumentos de cobre rugían la Marsellesa, y la muchedumbre, siguiendo las banderas de los países aliados, daba vueltas en torno del «queso», como las falenas alrededor de la luz, no queriendo salir de la plaza.

De pronto se había formado una larga línea danzante, una farándula, que empezó á correr y saltar, agrandándose en cada una de sus contorsiones. Todos se agregaban á ella, por el contagio del entusiasmo; el oficial unía su mano con la del soldado; las graves señoras levantaban las piernas y perdían el sombrero; las señoritas tímidas gritaban, con los cabellos sueltos; los rostros femeninos tenían esa expresión de locura entusiástica que sólo se ve en los días de revolución. Los cojos saltaban, los ciegos creían ver, los mancos se agarraban con sus muñones á la fila serpenteante. La Marsellesaparecía un himno milagroso, comunicando á todos una nueva fuerza. ¡La paz!… ¡la paz!

En una de sus evoluciones, la cabeza de la humana serpiente remontaba las gradas del Casino, La farándula quería meterse en el atrio, en las salas de juego, para arrastrar entre sus anillos al público, á los croupiers, á las mesas. Toda actividad interesada debía cesar en esta hora de generosa alegría.

—¡Ay, los jugadores! ¡Qué enfermedad la del juego, marqués! Al llegar á la plaza se quitaban el sombrero ante las banderas, faltaba poco para que llorasen, cantaban una estrofa de la Marsellesa. «¡Viva Francia! ¡Vivan los aliados!… » Y á continuación se metían en el Casino para apuntar su dinero al mismo número de la fecha celebre ó á otras combinaciones sugeridas por la paz.

Los porteros, con aire de viejos gendarmes, formaban en masa heroicamente para rechazar con sus pechos, sus panzas y sus puños la farándula revoltosa que pretendía introducirse en el solemne palacio. Parecían indignados. ¿Cuándo se había visto tamaña insolencia?… Buena era la paz, y el pueblo debía regocijarse; ¡pero meterse en el Casino como un motín danzante, para interrumpir el funcionamiento de una industria honrada!… Y habían acabado por repeler gradas abajo aquella fila de señoras desgreñadas por el entusiasmo, de militares condecorados que olvidaban repentinamente sus enfermedades v sus heridas.

 

El príncipe y Toledo llegan á la plaza y se dirigen á la izquierda del Casino, donde está el Café de París.

Lubimoff se sienta á una mesa, en un ángulo saliente del café que las gentes apodan «el Promontorio». El coronel permanece derecho. Ha pasado la tarde con el príncipe, y necesita volver á su casa. Ya no tiene la independencia de antes; alguien vive con él, y su nueva situación le impone obligaciones ineludibles.

Ve con la imaginación la casita que habita en lo alto de Beausoleil, rodeada de un pequeño jardín. Todo es suyo por escritura pública. Pero la suerte de su propiedad no le inquieta: nadie se llevará sus paredes y sus árboles. Lo que le tiene nervioso es cierto suboficial americano, joven y membrudo, que siente la manía de pasear en torno de su vivienda, y ciertos ojos claros que le siguen hambrientos desde una ventana, cierta boca carnuda que le sonríe, ciertas manos que él cree haber sorprendido de lejos arrojando una flor, y cuya propietaria le grita furiosa todos los días para convencerle de que ha visto visiones.

Don Marcos se ha casado.

Pocas semanas después de marcharse el príncipe, un gran cambio se realizó en su existencia. Villa-Sirena era ya de aquel nuevo rico, constructor de autocamiones y aeroplanos, que también había comprado el palacio de París. El coronel, al darle posesión, sólo se acordó de alabar los méritos del jardinero y su familia.

Lubimoff, antes de marcharse al frente, se había ocupado de la suerte de su «chambelán», asegurándole una pensión de diez mil francos al año y enviando además cierta cantidad para que comprase una casa. Ya que deseaba morir en Monte-Carlo, debía tener su pequeña Villa-Sirena.

Al poco tiempo de jardinear en su propiedad, viendo abajo la plaza del Casino, Toledo fué en busca de Novoa. Era su mejor amigo; además, era español, y tenía el deber de servirle en la circunstancia más importante de su vida. Lo necesitaba como padrino de boda. El profesor quedó estupefacto al enterarse de que se casaba con la hija del jardinero. ¡Una muchacha que podía ser su nieta!… Era desafiar al destino, correr á sus años en busca de la desgracia que ya presagiaba su nombre.

—Piense usted, don Marcos, que la juventud tiene sus derechos.

—Y la vejez sus deberes—contestó el coronel con bondad, resignándose ante el porvenir.

Ahora, de pie ante el príncipe, balbucea con timidez y confusión porque va á abandonarlo.

—Me espera Madó: la pobrecita sale muy poco. Le gusta que la lleve por las tardes al concierto en las terrazas. Son las cinco.

Y cuando el príncipe asiente con un movimiento de cabeza, echa á andar precipitadamente. Luego, más lejos, casi empieza á correr cuesta arriba, jadeando y sin sentir el cansancio. Desea llegar á su casa pronto, y tiene miedo de llegar. Madó sólo le convence cuando está al alcance de sus gritos. Se estremece pensando que puede de nuevo ver visiones.

 

Al quedar solo el príncipe, se borran poco á poco de sus ojos el vaso que tiene delante, las mesas inmediatas, el gentío sentado en torno del «queso». Su visión se contrae y se hunde, para contemplar otras imágenes que guarda su memoria.

Llegó en la mañana á Monte-Carlo. Sólo van transcurridas unas horas, ¡y ha visto tanto!…

Recuerda unas frases de su amigo Lewis; frases tristes, dichas en uno de los almuerzos en Villa-Sirena: «La vida es rara y desigual en su curso. Transcurre el tiempo sin que surjan sucesos extraordinarios, y de pronto, las horas valen meses, los días son años, y pasan en unos minutos cosas que en otras ocasiones necesitarían siglos… » ¡Qué de muertes en el espacio relativamente breve que le separa de su última salida de Monte-Carlo!…

Lubimoff ve en su memoria el corto y agitado período después de su llegada á París: su ingreso en la Legión extranjera, el grado de subteniente concedido al antiguo capitán de la Guardia imperial, su ida al frente después de haber distribuído y colocado el millón y medio producto de la venta de Villa-Sirena, la dura vida de campaña, los combates, la muerte acompañando con una generosidad lúgubre los avances de la ofensiva triunfal. Recuerda su encuentro con un legionario que le llama y al que tarda en reconocer: ¡Atilio Castro! Un Castro que ya no sonríe irónicamente, que contempla la vida con gravedad y parece convencido ahora del valor de sus acciones. Como pertenecían á distintas compañías, ya no se vieron más. Un anochecer lo encontró después de un combate, pero tendido en el suelo entre otros cadáveres, con la frente rota, la masa cerebral al descubierto. El rictus de la muerte era en él una sonrisa serena. ¡Pobre Castro!… ¿Qué sería de doña Clorinda?…

El príncipe deja de pensar en esto. Otros cadáveres le atraen. Evoca una visión reciente: su llegada á Monte-Carlo después de haber vivido mucho tiempo en un hospital. Al bajar del tren, Toledo examina con emoción el brazo mecánico que disimula imperfectamente el brazo amputado. Ha sufrido varios meses las consecuencias de una herida fatal y estúpida, recibida sin gloria pocos días antes del armisticio.

Sube á la risueña casita de don Marcos, que será, la suya mientras permanezca aquí. Allá abajo, avanzando sobre el mar, encuentra el promontorio de Villa-Sirena, que es de otro, y vuelve la vista para evitar que renazcan ciertos recuerdos. Esto hace que tropiece con los ojos de Madó, la señora de Toledo; unos ojos que consideran sin duda más interesante al príncipe Lubimoff bigotudo, avejentado y con uniforme, que cuando era el elegante amo de sus padres. ¡Pobre coronel!… Y huye de la mirada tentadora, de la boca carnuda y purpúrea que parece desafiarle al sonreir.

Después del almuerzo sigue un camino que asciende por la montaña formando ángulos; ve un muro de piedra, pasa una puerta, contempla un instante un monumento rematado por un gallo enorme.

Toledo se descubre. ¡Paz á los héroes! Luego señala la entrada de la fúnebre construcción.

—El pobre Martínez está ahí.

Bajan por unas gradas de piedra á una segunda sección del cementerio, escalonado en la montaña. En esta meseta sólo hay tumbas á ras del suelo, losas sepulcrales guardadas por un rectángulo de cadenas ó simplemente con orlas de flores. Un instinto estético parece influir en la parquedad de los ornamentos. Desde estas explanadas se ve una gran extensión de costa verde moteada de blanco por las «villas» y las poblaciones; los Alpes de color de rosa, los cabos de rocas purpúreas, el azul profundo y denso del Mediterráneo, el azul flúido y suave de un cielo sin nubes. Y las tumbas sonríen en esta Naturaleza esplendorosa, difundiendo, al entreabrirse bajo la acción del calor, un ligero vaho de sebo, un tufillo de estearina líquida.

Busca el coronel entre ellas, leyendo los nombres.

—Aquí, marqués.

Señala una losa con una simple inscripción: «Mary Lewis.»

—Lo mismo que un pájaro, Alteza. Un amanecer la encontraron muertecita en su cama del hospital. No dió un grito, no se quejó; se fué como había vivido… Las enfermeras cuentan que el cadáver sonreía; un cadáver ligero como una pluma.

En torno de la tumba se ennegrecen varias coronas, lo mismo que si las hubiese chamuscado un incendio. Toledo rebusca entre estas ofrendas de las compañeras de la difunta, hasta señalar un manojo de rosas frescas que empiezan á marchitarse.

—Debe ser de lord Lewis—sigue diciendo—. Cuando le va mal en el Casino, sube á ver á su sobrina. Su Alteza sabrá seguramente que, con la muerte de lady Lewis, él es ahora lord… verdaderamente lord.

Levanta el príncipe sus hombros. ¡Vanidades humanas en este lugar, que da á todas ellas un carácter grotesco!…

Don Marcos adivina su impaciencia, y mientras descienden dos escalinatas más, va dando explicaciones.

—La inglesa se fué antes que la otra; por eso la enterraron arriba. ¡Han muerto tantos en los últimos meses!…

Llegan á la última meseta del cementerio, la más baja, un campo cuadrado de tierra rojiza, en el que no hay losas, ni columnas truncadas, ni cadenas. Pequeños montículos que afectan la forma de un féretro indican el lugar de las sepulturas. Algunos tienen cruces de madera. De una de éstas pende el retrato de un soldado joven en el centro de una corona depositada por sus padres.

Dos hombres asoman su busto á ras del suelo y vuelven á hundirse después de vaciar sus palas: abren una tumba para alguien que va á llegar. Miguel se fija en el campaneo lúgubre que viene de abajo, desde una iglesia de la ciudad invisible, á través del éter vibrante y luminoso.

El coronel insiste en sus explicaciones.

—Es una sepultura provisional, sin losa, sin nombre. Con motivo de la guerra, era imposible enviar la muerta á París. Estará aquí el tiempo que exige la ley, y luego, esa señorita que es su heredera la trasladará al panteón del cementerio de Passy, donde está enterrada su madre.

Duda un poco examinando los montículos, y al fin se detiene ante uno de ellos, quitándose el sombrero.

—Aquí es.

Lubimoff no puede contener su extrañeza. «¿Aquí?… » Ve un túmulo de tierra sin adorno alguno, sin nada que lo diferencie de los otros, y que no le infunde ninguna emoción. Mira con inquietud á su acompañante. ¿No se habrá equivocado?… ¿No estarán ante la sepultura de un pobre militar muerto de sus heridas?

El coronel, ofendido por la duda, repite con energía: «Aquí es.» Se acuerda de que fué el único hombre que figuró en el entierro. Tres enfermeras, la señorita Valeria y él, nada más, siguieron el féretro hasta estas alturas.

¡Pobre duquesa de Delille!… Se conmueve Toledo al recordar su muerte inesperada. Lady Lewis la había enviado al frente. Su nacimiento en los Estados Unidos facilitó que la admitiesen en el personal sanitario de las divisiones americanas que se batían en Château-Thierry.

Escuchando el príncipe las explicaciones de don Marcos, recuerda una confesión de Alicia. Era torpe de manos; su voluntad, ansiosa de hacer el bien, flaqueaba por falta de medios materiales en el momento de la acción. Sin duda por esto la habían expedido á las pocas semanas otra vez á la Costa Azul, para que prestase sus servicios en un hospital más tranquilo que las ambulancias del frente.

Toledo no la había visto. Vivía en las inmediaciones de Monte-Carlo sin que él lo sospechase. La primera noticia que tuvo de ella fué la de su muerte; una muerte que deja pensativo al coronel siempre que la recuerda.

Se infectó con un instrumento de cirugía que acababa de ser empleado en una operación. Tal vez fué por torpeza de sus manos; tal vez… ¡quién sabe! Don Marcos cree que la duquesa estaba cansada de vivir.

—Una muerte horrible, marqués. Yo no la vi: celebré no verla. Me contaron que estaba negruzca é hinchada. Además, pasó muchas horas de suplicio, apoyándose en la cabeza y los talones, hecha un arco, sobre la cama, con el cuerpo dilatado por los más atroces sufrimientos. El tétanos. ¡Morir así una gran dama tan hermosa, tan elegante!… Pero en medio de tales suplicios tuvo serenidad para dictar sus disposiciones testamentarias. La señorita Valeria ha heredado Villa-Rosa y varios centenares de miles de francos: todo lo que ganó ella una noche en el Sporting. En cuanto á Su Alteza…

Le interrumpe el príncipe con un ademán. Sabe hace tiempo, por las cartas de don Marcos, que Alicia se acordó de él en su último instante, dejándolo heredero de sus minas de plata en Méjico, de todo lo que poseía al otro lado del mar: nada por el momento, tal vez en el porvenir una fortuna casi igual á la que Lubimoff tenía antes en Rusia.

Permanece con los ojos fijos en la sepultura. Ve sobre las laderas del túmulo un musgo fino, un bosque minúsculo que abre sus ramajes al soplo de la primavera, y entre cuyas hojas se mueven diminutas flores. Unas mariposas negras ó verdes moteadas de rojo aletean sobre esta selva rumorosa de vida naciente, como aletearon las monstruosas aves prehistóricas sobre las primeras vegetaciones del planeta.

Miguel establece una relación entre estos insectos y el espíritu que habitó el organismo que se deshace cerca de sus pies, bajo un metro de tierra. Sus colores variados y desacordes le hacen pensar en el alma de la muerta. También, minutos antes, otra mariposa blanca revoloteando sobre las flores traídas por Lewis le ha hecho ver el alma pueril y sublime de lady Mary.

Ahora, sentado en el café, su emoción es mayor que en el cementerio. Ve las cosas á través del recuerdo, espiritualizadas, limpias de los sedimentos de la realidad.

¡Pobre Alicia! ¡pobre engañada de la vida!… La Venus triunfadora, la Helena del «banco de los viejos», la beldad centro de lo existente, ansiosa de admiración más que de amor, está en un mísero cementerio, entre cadáveres de soldados, y tal vez aceleró con voluntaria torpeza su salida de un mundo en el que no encontraba lugar, repelida por sus propias acciones.

Nuestra existencia no es mas que un resultado de la voluntad. Formamos la vida á nuestra imagen; en vano nos quejamos contra el destino: somos lo que queremos ser. Alicia sólo podía terminar de un modo extraordinario, de acuerdo con su existencia anterior. El también ha vivido como no viven los demás hombres, y morirá con una muerte distinta á la de ellos.

No siente dolor ni despecho. Se extraña de haber podido odiar á Martínez y deseado á esta mujer con tanta vehemencia. Sólo conoce ahora la melancolía de una tristeza enorme con el recuerdo de estos seres que ya no son, que empiezan á morir segunda vez al quedar olvidados por los que les conocieron. Unicamente pueden inmortalizarse en la memoria del príncipe, pobre memoria destinada á perecer á su vez dentro de unos años.

Intenta con la imaginación atravesar la masa de tierra que cubre á la muerta; pretende ver en la más densa de las sombras. Sólo han transcurrido unos meses de descomposición: su personalidad aún no se ha disuelto enteramente. La ve como era en la vida y al mismo tiempo como es ahora. Su carne se deshace en arroyuelos pútridos que corren por los pliegues de las ropas chamuscadas. Forzosamente sonríe á todas horas en la obscuridad: ya no tiene labios. Sus ojos sirven de abrigo á las prolíficas moscas de la tumba, que engendrarán millones de millones de destructores. Y este anonadamiento de algo que existió, pensó y amó está aún en sus preliminares.

A los devoradores de las partes blandas sucederán los irresistibles artífices del hueso. Miriadas de trabajadores microscópicos laborarán el esqueleto, limpiándolo de las últimas impurezas adheridas á su andamiaje, desmontando las sabias articulaciones, raspando el cemento que adhiere las vértebras. Un día, la mandíbula inferior se despegará, rodando hasta la cavidad abdominal, una mandíbula cuyos dientes conocieron el esplendor de la sonrisa y la caricia del beso. Otro día, el cráneo, al partirse en piezas el espigón que le sirvió de soporte, rodará también, confundiéndose con el polvo de los costillares, con los huesecillos de los pies que marcaron el ritmo de un paso ondulante. Dentro de unos siglos, las revoluciones y las guerras tal vez sacarán á la superficie este cráneo. ¿Por qué no?… Lubimoff acaba de ver en el frente numerosos cementerios removidos por el cañón, con los muertos emergiendo de la tierra, tal como los levantó el estallido de las granadas… Y cuando alguien, en lo futuro, con la eterna curiosidad del príncipe shakespiriano, tome en su diestra el cráneo de Alicia, no podrá decir si perteneció á una dama ó á una moza de posada, si fué de una beldad ó de una negra…

Miguel evoca con irónica tristeza sus ilusiones y sus deseos concentrados en esta nada, y siente la necesidad de olvidar el cadáver. Sus ojos, que miran hacia dentro, ven la minúscula vegetación, los pintarrajeados insectos, todo lo que la primavera ha puesto sobre una tumba sin nombre. Esto es lo que una vida que se consideró superior á las otras ha dejado como único rastro de su existencia. Tal vez en la corola de las florecillas hay una gota del alma de Alicia, y las mariposas la beben para continuar su ebrio revuelo sobre las tumbas.

¡La primavera! El príncipe levanta su pensamiento sobre el dolor individual. Recuerda lo que ha visto en un pedazo de mundo asolado por la bestialidad de los hombres: ciudades en ruinas; pueblos que sólo levantan sus muros un metro sobre el suelo, como las urbes descubiertas después de un cataclismo; granjas incendiadas; campos interminables esterilizados, perforados, vueltos al revés por un cañoneo de cinco años; muchas tumbas… miles de tumbas… millones de tumbas. Las mujeres, vestidas de negro, van por los caminos titubeando á través de los escombros y de los embudos abiertos por los proyectiles monstruosos. Perdieron sus hijos, vieron fusilar sus maridos; ahora exploran el suelo en busca de su casa que fué…

Pero el invierno de la guerra ha terminado; ya llega la primavera de la paz. Y la misma mano verde que pone florecillas y mariposas sobre la tumba anónima cuelga olorosas guirnaldas de los muros ennegrecidos por el incendio, tapiza con terciopelo vegetal las pendientes abiertas por las explosiones, hace gorjear los pájaros y rebullir los insectos sobre las sepulturas, guía la serpenteante enredadera por el leño negro de las cruces, como si quisiera convertirlas en tirsos…

¡Ay! La tierra ignora nuestros dolores.

 

El príncipe sale de su abstracción, y ve al coronel que le saluda de lejos.

Ya está de vuelta, acompañado de madame Toledo, cuya cabeza apenas le llega al hombro. Durante el camino ella ha mirado atrás muchas veces, con la esperanza de verse seguida por el suboficial americano.

Al reconocer al príncipe en el café, olvida al otro, y parece suplicarle con los ojos que abandone su asiento y vaya con ella á las terrazas.

Se alejan los dos hacia el concierto, y Miguel vuelve á caer en su meditación… Recuerda su diálogo con don Marcos poco antes, cuando bajaban del cementerio.

Toledo parece inconsolable. La guerra no ha terminado bien para él. Se muestra escandalizado por el carácter absurdo de su final. ¡Qué tiempos! El fugitivo refugiado en Amerongen le desconcierta y le irrita.

—¡Y yo que le hacía el honor de compararlo con un teniente!… ¡Yo que le consideraba capaz de pegarse un tiro!…

Treinta años aterrando al mundo con el estrépito de su sable y sus bigotes fanfarrones; treinta años de titularse «señor de la guerra», haciendo temblar á los pueblos con su ceño, sus actitudes heroicas y sus frases teatrales; treinta años de preparar millones de hombres para el matadero, obligando á los pueblos á vivir armados en plena paz, y cuando apunta la desgracia para él, cuando considera su existencia en peligro, huye vergonzosamente al extranjero, abandonando á los suyos, lo mismo que un comerciante que hace quiebra fraudulenta.

—¡Es la mentira mayor que ha conocido la humanidad—grita indignado el coronel—, la estafa más grande de la Historia!

Matarse no prueba nada: don Marcos lo sabe perfectamente. ¡Pero hay en la vida tantas cosas que no prueban nada y sin embargo son bellas y lógicas!… La desesperación de los que se suicidan por amor tampoco prueba nada, y sin embargo ha inspirado á la poesía y á las otras artes sus mejores obras. El marino, al perder su buque, se mata; todo hombre de honor que considera su falta irremediable apela á la muerte, para caer en una postura digna.

—Y ese emperador—sigue diciendo Toledo—que ha organizado el exterminio de diez millones de hombres desea llegar á viejo… ¡Ah, sinvergüenza!

El honor militar tal como había venido entendiéndose á través de los siglos lo desconocían también sus generales. Estos especialistas del incendio de poblaciones, estos técnicos del fusilamiento de campesinos, estos artífices del terror, al ver próximo el desastre, se marchaban tranquilamente á sus castillos, como oficinistas que abandonan el trabajo.

De todos estos compañeros del «señor de la guerra», el único digno de respeto era un hombre civil, un comerciante, un judío, el armador Ballin, de Hamburgo, que al ver arruinado el Imperio no quería sobrevivirle y se pegaba un tiro. Mientras tanto, los mariscales de la estrategia fracasada se dedicaban tranquilamente á educar sus perros, escribir sus Memorias y cuidar su salud.

Napoleón, en una de sus últimas batallas, colocaba su caballo sobre una bomba; luego pretendía envenenarse en Fontainebleau. Llamaba á la muerte, y únicamente se decidía á vivir, como un fatalista, al convencerse de que la muerte no quería nada de él. El otro Napoleón, el de Sedán, podía haberse refugiado en Bélgica, abandonando á sus tropas, como lo había hecho el triste César germánico; pero, enfermo y desfalleciente sobre su caballo, prefería galopar solo á lo largo de una carretera barrida por los cañones, esperando la granada que lo hiciese pedazos.

Así entendía Toledo el honor militar, así había sido aceptado en todas las épocas.

Su cólera era implacable contra los generales del Imperio, prontos á correr en la hora mala, y que sólo pensaban en su reputación, lo mismo que los cómicos. Rotas sus líneas, cercados por los aliados, podían haber caído noblemente, peleando hasta el último momento, de acuerdo con sus antiguas bravatas. Pero preferían solicitar un armisticio y entregar sus armas, para que los imbéciles que tanto los habían admirado pudieran seguir creyendo en su divinidad de invencibles y en que sí se retiraban á sus tierras era únicamente por consideraciones de política interior.

¡Lúgubres comediantes, como su amo, hasta el último minuto!…

Y don Marcos, pensando en el miedo que estos hombres han hecho sufrir al mundo durante treinta años, grita coléricamente:

—¡Embusteros!… ¡embusteros!

 

Otra vez sale el príncipe de su abstracción. Alguien se ha detenido ante él, y oye una voz conocida.

—Alteza, ¡qué alegría verle!… El coronel acaba de anunciarme su llegada.

Es Spadoni: el Spadoni de siempre, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas desde su última entrevista con el príncipe, como si fuese ayer cuando rugía de indignación estudiando al piano Lo que la palmera le dijo al agave.

No quiere sentarse: tiene prisa; ha venido solamente para estrechar la mano de Su Alteza. Ya le verá después con más detenimiento en el Casino. El tiene por indudable que el príncipe va á entrar en el Casino. ¿A qué otro lugar puede ir una persona decente en Monte-Carlo?…

Pasa una rápida mirada por su uniforme, admira su rudo aspecto de soldado.

—He sabido las hazañas de Su Alteza; le preguntaba siempre al coronel… ¡Un héroe!

Lubimoff no tiene tiempo para repeler estos elogios. Spadoni pasa á ocuparse de algo más interesante. La guerra, los héroes… cosas nebulosas y sin sentido. El está por la realidad, y empieza á hablar de un nuevo personaje admirado por él, un portugués que juega fuerte, y cuyo nombre, desde hace unos días, parece llenar las salas, á causa de sus ganancias.

—Yo lo observo; además, es amigo mío y creo poseer su secreto. Imagínese, príncipe…

El príncipe se inquieta, adivinando que le va á describir con toda clase de detalles la combinación del portugués, que ya considera suya. Pero el pianista mira hacia el Casino, balbucea, y acaba por interrumpir su relato. Alguien se aproxima, y él sólo quiere hacer partícipe de su secreto al príncipe. Se despide de él, con la promesa de revelarle la combinación preciosa en un diván de los salones privados, cuando entre en el Casino.

Piensa Lubimoff en su existencia de los últimos meses, en sus aventuras de soldado, en su herida, en todo lo que le ha ocurrido á él y al mundo entero mientras este músico permanecía fijo en Monte-Carlo sin admitir otra realidad que el revoloteo de la Quimera.

El amigo Lewis tiende una mano al príncipe. El es quien ha cortado con su aproximación la facundia del pianista. Los jugadores evitan comunicarse sus secretos, por rivalidad profesional. El tiempo, que parece haber olvidado á Spadoni, dejándolo lo mismo que lo vió Miguel por última vez en su «villa de la tumba», se ha ensañado con Lewis, avejentándolo, como si los meses valiesen años para él.

Está triste por las pérdidas que sufre y por los recuerdos. ¡Aquella sobrina que era toda su familia!… Lubimoff sabe por el coronel que no ha heredado nada de ella. La enfermera gastó toda su fortuna en ambulancias y hospitales. Su título es lo único que corresponde á Lewis. Se cumplió su profecía: ya es el tercer lord Lewis, con el apodo de «el Inútil» que él mismo se ha dado.

Examina al príncipe con una mirada errante, detiene los ojos en su brazo rígido, estrecha después con efusión su mano izquierda.

—Usted es un hombre, Lubimoff. Usted sabe hacer las cosas…

Y en estas palabras hay un reproche contra él, que no puede despegarse de Monte-Carlo, que aquí vivirá y morirá haciendo siempre lo mismo.

Sin embargo, este es un gran día. En la mañana ha recibido la visita de un amigo que viene á vivir con él no sabe por cuánto tiempo, tal vez por dos días, tal vez por dos años; un gran amigo del que no tenía noticia alguna y muchas veces ha creído muerto: el conde, el famoso conde.

Ha llegado hasta el café con Lewis, que no puede separarse de él; ha dado su mano al príncipe como si lo hubiese visto el día antes, sin reparar en su uniforme ni en su mutilación. Permanece silencioso en su silla, pasándose una mano por la cabellera blanca y crespa, fijando sus ojos redondos, de fulgor nocturno, en la gente que circula en torno del «queso».

Lewis cree que debe sentirse contento. ¡Día de sorpresas! Primeramente el conde, después el coronel, que le avisa la presencia de Lubimoff…

Evita hablar de su sobrina; incorpora su tristeza á las tristezas de todos… La paz le ha sorprendido: ¿quién podía esperarla tan pronto, á continuación de la fase más angustiosa de la guerra?…

El conde abandona su inmovilidad para hablar.

—Todo el mundo. Los grandes tratadistas anunciaron desde el principio que la guerra terminaría en el otoño de 1918. Era cosa sabida. Yo lo he dicho siempre, y usted, Lewis, me lo ha oído muchas veces.

Su admirador hace un gesto de extrañeza. Pero no puede poner en duda la ciencia de su sabio amigo, y prefiere admitir que es él quien ha olvidado las afirmaciones del otro. Además, no debió entenderlas. Estos depositarios del porvenir nunca exponen sus verdades con claridad: se niegan á decir las cosas como los simples mortales.

Empieza á decaer la conversación. El inglés piensa en el Casino. Iba á entrar en él, cuando le avisó don Marcos la llegada del príncipe. Tiene á su lado al conde, que vuelve de un viaje misterioso y guarda seguramente el rosario de Satán en cierto bolsillo del pantalón huroneado continuamente por su diestra.

—Después nos veremos en el Casino. Supongo que usted entrará un instante… A ver si hoy me trata bien la suerte, después de tan agradables encuentros.

Y se aleja con el conde hacia el Palacio, donde pasará el resto de su vida como en una cárcel.

Lubimoff se fija en dos soldados italianos que le contemplan desde la acera del «queso». Son dos bersaglieri vestidos de gris, con sombreritos redondos cargados de plumas de gallo. Al notar que el príncipe les mira, se desconciertan, vuelven la espalda avergonzados, se alejan, pero antes sonríen y se llevan una mano al empenachado sombrero.

Recuerda el príncipe una noticia que le dió don Marcos, y los reconoce. ¡Estola y Pistola convertidos en guerreros!… Han venido con licencia á ver á sus familias, y en la noche subirán á la casa del coronel para saludar á su antiguo señor. Parecen más altos, más vigorosos. Unos cuantos meses de guerra han bastado para hacerles saltar de la adolescencia á la madurez. Todo hombre lleva dentro un soldado…

Cuando intenta levantarse para dar un paseo por las terrazas, ve venir hacia el café á un señor que le saluda con violentos manoteos y á continuación se asegura los lentes sobre la nariz.

El príncipe tarda en reconocerle; adivina quién es por el timbre de su voz más que por su rostro… ¡El amigo Novoa! Los meses transcurridos han dejado en él mayor huella que en los demás. Ya no es el varón preocupado de las pompas mundanales, que consultaba al coronel sobre los méritos de sastres y sombreros. Ha vuelto á la esclavitud del pantalón con rodilleras y la corbata de nudo hecho; lleva la barba muy crecida y revuelta. Sigue siendo joven en la voz, en los ojos, en sus ademanes vivaces y torpes, pero va disfrazado de anciano.

Este se alegra más que los otros de ver al príncipe. No cesa de alabar á la casualidad, que ha hecho venir á Lubimoff y que acaba de hacerle encontrar á don Marcos.

—Si tarda usted dos días, príncipe, no tengo el placer de verle. Me voy á mi tierra pasado mañana. Ya tengo bastante de Monte-Carlo. ¡Lo que dejo aquí!… Dinero, ilusiones…

Miguel se muestra discreto. Cree oler en su amigo el desengaño inesperado, la decepción, que necesitamos olvidar para que no continúe atormentándonos. Se acuerda de Valeria, y no ve en la persona del catedrático el menor vestigio que denuncie el roce con la mujer. Es una ruina, un tronco seco; el pájaro que cantaba en sus ramas debe haber volado hace mucho tiempo.

Novoa muestra igual discreción. Contempla el uniforme del otro, su manga ocupada por un brazo falso; pero sólo habla de lo sucedido en los últimos meses de un modo general, con vagas lamentaciones.

—¡Las cosas extraordinarias que han pasado! ¡Cuántos amigos muertos! La vida acaba de ser como uno de esos dramas en los que perecen todos al final del último acto.

El príncipe adivina que Novoa piensa en Alicia y se abstiene de nombrarla para no molestarle. Efectivamente, piensa en la duquesa, pero ésta sólo es un punto de partida para llegar á otra mujer que ocupa su recuerdo.

Al fin habla, dando expansión á su melancolía. Puede contárselo todo al príncipe, porque es el único que conoce su secreto. (Lo mismo le ha dicho al coronel y hasta á Spadoni, al lamentar su desgracia.) Y prorrumpe en desesperadas recriminaciones contra Valeria.

Es otra mujer. Ya no la preocupan los países de amor, donde las mujeres se casan sin dote. Después de muerta la duquesa, es una candidata al matrimonio, que ofrece con la cesión de su mano más de trescientos mil francos. El profesor se ha visto repelido y olvidado. ¡Sus viles súplicas ante la realidad, sus esfuerzos vergonzosos para remediar lo que consideró en el primer momento un pasajero capricho femenil!… No quiere acordarse de tales momentos.

—Todo terminó, príncipe. Ahora anda loca por un oficial americano, y acabará casándose con él. Aquí no hay más hombres que los americanos. Todo es para ellos: hasta el amor. La última modistilla se considera deshonrada si no tiene un soldado de los Estados Unidos para pasear de noche… Todas las tardes, ella y el otro bailan en los hoteles de La Condamine, ó aquí mismo, en el Café de París.

Se interrumpe, como si alguien le hubiese tocado en la espalda. No ve á nadie detrás de él, pero sus ojos, á través de los grupos que ocupan las mesas, encuentran algo que hace temblar su voz.

—Esa es, príncipe.

Miguel no la hubiese reconocido. Ve cómo entran en el café dos señoras, escoltadas por dos oficiales americanos. Una de ellas es Valeria, vestida con un lujo estrepitoso y ávido, como si quisiera resarcirse instantáneamente de sus años de modestia y privaciones.

Empiezan á brillar, enrojecidos, los cristales del café, resaltando sobre la luz suave del atardecer. Una tras otra, se encienden las grandes lámparas del interior. Llegan hasta Miguel lamentos voluptuosos de violines.

—La vida ha cambiado mucho desde que usted se fué, príncipe. Todos sienten un hambre feroz de divertirse. Lo primero que ha resucitado con la paz es el tango.

Después, Novoa piensa en él.

—¿Qué puedo hacer aquí?… Estoy pobre; cuanto tenía en mi tierra lo he dejado en el Casino. Ya he estudiado bastante los misterios del Océano. ¡Lo caros que me cuestan!… He soñado un poco, y voy ahora á reanudar allá mi trabajo mal pagado de jornalero de la ciencia.

Otra vez piensa en ella.

—¿Ha visto usted?… La pobre duquesa, que la hizo cuanto es, arriba en su sepultura, y ella aquí bailando, unos meses después de su muerte.

Siente la áspera indignación, la escandalizada moralidad de todos los despechados.

De tal modo aumenta su cólera, que se levanta de la silla. No quiere continuar en el café. La otra le ha visto, y puede creer que la persigue, que espera su salida para suplicarle. Nunca; bastante tiene con ciertas humillaciones que no quiere recordar.

Se despide apresuradamente. Van á verse dentro de poco; don Marcos le ha invitado á comer en su casita de Beausoleil, convencido de que su compañía será agradable al príncipe.

Toma la mano artificial de éste, y no parece notarlo. Sus ojos y su pensamiento están puestos en los vidrios del café, inflamados en plena tarde, á través de los cuales pasa el cadencioso susurro de los violines. Todavía, al alejarse, repite su protesta.

—La pobre duquesa olvidada arriba… y la otra… ¡qué escándalo! Celebro irme pronto. No la veré más.

 

Al quedar solo, el príncipe abandona su mesa. Don Marcos va dando indudablemente la noticia de su llegada á todos los que encuentra, y él teme que se presenten otras personas menos interesantes.

Al caminar, se da cuenta de algo que no ha visto antes, cuando le acompañaba el coronel. La bandera de los Estados Unidos flota sobre todos los edificios. Hay en la vía pública tantos rótulos en inglés como en francés. Soldados americanos por todas partes. El uniforme de Lubimoff y los de otros combatientes franceses se pierden en la gran inundación de hombres vestidos de color mostaza. Pasan incesantemente los automóviles ligeros del ejército americano. Son innumerables; se les encuentra en las calles, en los caminos de la costa, subiendo como hormigas roncadoras las faldas de los Alpes. Una vida robusta, alegre, confiada, una vida de veinte años parece reanimarlo todo. El concierto en la terraza lo da una banda de música americana. Los que transitan por las calles silban maquinalmente danzas del otro lado del Océano, canciones de marcha de los soldados de la Unión. La gente se detiene en las plazas para admirar la agilidad de los americanos en mangas de camisa que se envían la pelota y la devuelven luego de captarla entre sus guantes de esgrima.

Mónaco parece conquistado por las tropas de la gran República; una conquista bonachona y simpática, que hace sonreir á los sometidos. Lo mismo Niza y toda la Costa Azul. El príncipe recuerda su breve permanencia en París pocos días antes. También ha visto americanos por todas partes. ¿Cuántos son?… ¿Qué fuerza sobrehumana ha podido crear en unos meses ese ejército que, todavía recién nacido, parece llenarlo todo?…

Un pueblo acaba de levantarse sobre los pueblos de la tierra. Jamás se conoció en la Historia una ascensión semejante. Predomina por la simpatía, por sus actos generosos, por la fuerza benéfica de su actividad; no por el terror, base de todas las grandezas del pasado.

Lubimoff recuerda las dudas de un año antes. Nadie podía creer que un pueblo sin ejércitos improvisase una fuerza militar igual á las de la vieja Europa. Y con sólo unos meses los Estados Unidos creaban y enviaban dos millones de hombres para decidir el éxito de la lucha y la suerte del mundo.

Llegados á última hora, habían pagado con largueza su parte á la muerte. En cinco meses de guerra perecían ciento veinte mil americanos, proporción exorbitante comparada con la de otras naciones durante cinco años de combate.

Miguel, en su silencioso entusiasmo, enumera lo que acaba de hacer por la humanidad este gran pueblo, tenido hasta poco antes por egoísta y positivo, y que se presenta como el más romántico y generoso.

Dos grandes guerras eran los incidentes más notables de su historia: una, interior, por la supresión de la esclavitud; otra, exterior, para impedir la divinización de la guerra, la hegemonía brutal de un pueblo sobre todos, la exaltación de un imperialismo místico.

Por primera vez en la Historia una democracia había intervenido en la suerte del mundo, sometido eternamente á los arreglos de los reyes. Las repúblicas modernas habían vivido hasta ahora una vida interior y modesta. Las guerras de la Revolución francesa eran defensivas. La República de la Convención peleaba por existir, porque todos los monarcas deseaban suprimirla. La República americana se había lanzado á la lucha voluntariamente, sin que ningún peligro inmediato la amenazase, por un imperativo de su conciencia indignada ante los crímenes alemanes, por un deber de su grandeza y su fuerza democráticas.

Antes de armarse, antes de intervenir en el choque europeo, cuando vivía en paciente neutralidad, por ella se ganaban los batallas. Esta guerra era distinta á las otras. Contra Alemania, preparada durante largos años para la lucha, y que había movilizado guerreramente todas sus fuerzas industriales y comerciales, los aliados se batían en los primeros meses como se bate un pueblo valeroso, pero atrasado, frente á una nación moderna. Mucho valor, grandes heroísmos, algunas veces inútiles, ante la fuerza ciega y mecánica de los inventos industriales aplicados á la destrucción.

Si esta desigualdad iba disminuyendo, era debido en gran parte á la República del otro lado del mar. Sus capitanes del dinero hacían préstamos enormes á los aliados; sus capitanes de la industria facilitaban la fabricación del material monstruoso exigido por los demoniacos adelantos militares; sus buques, desafiando la amenaza submarina, traían á Europa el pan, escaseado por la guerra. Y cuando al fin, agotada su paciencia, intervenía directamente en la lucha, ¡qué generosidad la suya!…

Los combatientes de América batallaban por ideales simples y robustos: el derecho á la vida de los débiles, la dignidad y la libertad de los hombres, la desaparición de las guerras, la inteligencia entre los pueblos, el derecho soberano reglamentando la vida de las naciones; cosas que hacían sonreir poco antes á los escépticos del viejo mundo.

Todos los Estados de Europa tenían fronteras que rehacer, pedazos de tierra que exigir. Los Estados de América no pedían nada, no querían nada.

Cada uno de los contendientes, al pensar en la victoria, calculaba las indemnizaciones que debería cobrar para compensarse de sus esfuerzos y sacrificios. La República americana gastaba más que todos los pueblos. El sostenimiento de cada uno de sus soldados le costaba tanto como siete soldados de los otros países, y sin embargo entraba en la guerra y se retiraba de ella sin exigir un reembolso especial.

Lubimoff admiraba su enorme poder después del triunfo. Jamás Imperio alguno del pasado alcanzó tal grandeza: ni la misma Roma.

Era el único país de la tierra industrial y agrícola á la vez. Formaba un mundo aparte dentro del mundo. Podía aislarse del resto del planeta, sin que su vida sufriese. En cambio, el mundo experimentaría una sensación de vacío si la gran República le volvía la espalda.

Sus ciudadanos en armas iban á retirarse sin jactancia y sin ruido, lo mismo que habían llegado, y sin que ella pidiese nada por su esfuerzo. Desaparecerían como en las antiguas leyendas las hadas y los encantadores, que, luego de hacer el bien, tornan á sus misteriosos dominios.

Pasarían los años: la Historia hablaría de este esfuerzo, único por su intensidad y su carácter generoso, y en la Costa Azul y en otros lugares quedaría de esta hazaña mundial un recuerdo desfigurado. Los niños de hoy, convertidos en viejos, harían memoria de cómo aprendieron á jugar á la pelota con unos soldados llegados de una tierra de prodigios al otro lado del mar; las muchachas, hechas abuelas, se acordarían nostálgicamente del novio americano que tuvieron.

Vuelve el príncipe otra vez á calcular la grandeza de este pueblo, el único que puede hacer milagros, como los hacen las religiones en su primera época de exaltación.

La gran República es la acreedora del mundo. Todas las naciones vencedoras le deben sumas fabulosas; Inglaterra es su deudora por miles de millones, Francia lo mismo. Los pueblos más modestos, Bélgica, Servia y otros, han podido vivir gracias á sus préstamos enormes. Aún no se sabe todo; han de pasar años antes de que se conozca la extensión de su generosidad. Este país, que ama el anuncio y la propaganda ruidosa en sus negocios comerciales, es conciso y modesto al hablar de sus actos desinteresados.

Para seguir viviendo desahogadamente después del cataclismo, la humanidad iba á necesitar su apoyo ó su benevolencia.

«Se ha desviado el centro político de la tierra—piensa Lubimoff—. Ya no está en París; tampoco está en Londres. Permaneció en Berlín algún tiempo, con temblores de inestabilidad, y ahora ha saltado el Océano.»

El hombre todavía desconocido que en lo futuro vaya á instalarse en la Casa Blanca por cuatro años, catedrático, abogado, negociante ó agricultor, pesará sobre los destinos del mundo más que todos los gobernantes que llenan la Historia con el estrépito de la gloria guerrera. Su poder se basará en algo más permanente y sólido que la fuerza de los ejércitos. Tendrá detrás de él el trabajo y la riqueza, que crean los ejércitos; la fuerza democrática, que es la fuerza de la opinión.

Ve claramente Miguel el poder irresistible de esta fuerza.

Alemania, á pesar de sus continuos triunfos militares en los primeros años de la guerra, ha acabado por caer vencida. Tenía en contra suya la opinión. El espíritu democrático del mundo entero se alzó contra el Imperio.

Este triunfo de la democracia empieza á verse por todas partes.

«Ya no queda un solo emperador en Europa—sigue pensando—. Los Imperios vencidos quieren ser repúblicas. Todos los reyes olvidan á sus abuelos de derecho divino y pretenden hacerse perdonar su corona imitando la vida simple de un presidente.»

Este aspecto inesperado del mundo le comunica una nueva voluntad de vivir.

Sabe desde hace algunos meses—desde que abandonó Villa-Sirena—que el príncipe Miguel Fedor Lubimoff resulta un personaje pasado de moda. Tal vez, cuando transcurran los años, otros serán como fué él. En el mundo todo vuelve, y las épocas de paz y abundancia producen fatalmente hombres de su especie. Pero ahora existe una humanidad renovada por el dolor y el sacrificio, una humanidad deseosa de vivir, que ambiciona algo nuevo, sin conocerlo exactamente, y trabaja por conseguirlo.

Miguel se contempla con lástima. ¿Qué va á hacer?… ¿De qué puede servir á sus semejantes?…

Recuerda su almuerzo en la casita de don Marcos. Todavía le duelen, como algo vergonzoso, las atenciones del coronel en la mesa, partiendo su carne, cuidándole como á un niño, esforzándose por suplir la ausencia de su brazo.

¡Adiós, príncipe Lubimoff!… Aunque quisiera continuar su existencia egoísta, dedicada por entero al placer, le sería imposible. Es un inválido: se ve muy viejo… Sólo Madó, que no sabe en realidad lo que desea, puede fijarse en él.

Además, se considera pobre. Por primera vez recuerda con cierta satisfacción la herencia que le ha dejado Alicia. No representa nada en este momento, pero ¡quién sabe si algún día!… Se forja la ilusión de que las minas de Méjico pueden reemplazar á su perdida fortuna de Rusia; ¡y entonces!… Siente un deseo vehemente de recuperar la riqueza para hacer el bien; un anhelo que tiene algo de remordimiento. Sabe la ineficacia del esfuerzo individual para remediar las miserias humanas: una gota perdida en el Océano, un grano de arena en la playa. Pero ¿qué importa?… Se contenta con hacer la dicha de cincuenta desgraciados entre los centenares de millones que pueblan la tierra.

Luego piensa en su situación actual. Desde la mañana ha resuelto su modo de vivir. Huirá del pobre coronel, á causa de Madó. ¡Que otros se encarguen de su infortunio!… Se instalará en Niza, en una pensión rusa que dirige una gran dama empobrecida. Hablarán por las noches de los tiempos en que ella era rica, hermosa y deseada; de los bailes de la corte de Petersburgo, en los que tantas veces danzaron juntos. Lubimoff hasta tiene la sospecha de que uno de sus duelos fué por esta patrona de casa de huéspedes.

Los restos de su fortuna le proporcionan una renta para vivir en modesto bienestar. Será uno más entre los náufragos que se retiran á la Costa Azul para acordarse, bajo las palmeras, de sus triunfos olvidados. Su viejo ayuda de cámara le acompañará en este destronamiento.

Tiene ya una ocupación para llenar sus horas. Quiere ser un contemplador de la vida. Celebra haber nacido en la más interesante de las épocas.

Algo va á ocurrir; algo nuevo en la Historia.

Todavía dura la gran polvareda del combate. Es una niebla que desorienta y no permite dominar el contorno entero de las cosas. Los mismos actores del drama reciente están ciegos. Pasarán años sin que esta niebla caiga y se desvanezca, dejando visible el mundo nuevo.

¿Reaparecerá entonces la misma decoración de antaño, con las líneas cambiadas? ¿Habrán resultado inútiles tantos esfuerzos sangrientos para suprimir la violencia, el egoísmo, la ferocidad prehistórica como bases maestras de la sociedad?

El príncipe piensa con amargura en una decepción posible. ¡Ver resurgir incólume la bestialidad primitiva después de un cataclismo aceptado como una renovación!… ¡Contemplar la quiebra de tantos espíritus generosos, de tantas inteligencias nobles que aspiran al triunfo del bien, que desean á los hombres en paz y á los pueblos en dulce sociedad, trabajando contra la guerra, como las corporaciones higiénicas trabajan para evitar las enfermedades!…

La fe en el porvenir le anima de pronto. El mundo no puede ser eternamente igual: las grandes convulsiones, cuando pasan, no dejan el suelo lo mismo que lo encontraron. ¿Van los hijos á degollarse siempre porque sus padres y sus abuelos se degollaron?… ¿Es preciso que se miren con hostilidad por haber nacido á un lado y á otro de un monte, un río ó un bosque que la política bautizó frontera?

Todos tenemos dos patrias: el lugar donde nacimos y el Estado de que forma parte. ¿Por qué no ensanchar generosamente esta concepción con una tercera patria? ¿No llegará una época bendita en que los hombres se hablen de semejante á semejante, sin pensar en si la Historia les ordena odiarse y matarse?… ¿Amando mucho á su tierra natal no podrán ser al mismo tiempo ciudadanos del mundo?…

 

El príncipe está apoyado en una balaustrada sobre las terrazas y el puerto. Su paseo meditabundo le ha traído hasta aquí sin que él se diese cuenta.

Vuelve la espalda al mar y á los grupos que empiezan á aclararse abajo, después de terminado el concierto. Pasan cerca de él los músicos americanos, seguidos por un enjambre de chicuelos que acompañan su retirada.

Contempla una brecha del horizonte, entre los Alpes y el promontorio de Mónaco, por donde acaba de ocultarse el sol. Sobre el espacio rojizo brilla una estrella que tiene las facetas y la luz de una piedra preciosa.

Lubimoff piensa en los abuelos de la poesía que la cantaron hace tres mil años. Homero la llamaba Kalistos. Astro unas veces del alba y otras del ocaso, Lucifer, Véspero ó «estrella del pastor», acabó por recibir el nombre de Venus, á causa de su blancura luminosa, igual á la del diamante sobre un pecho femenil.

Siente el príncipe en sus ojos una agradable caricia al contemplar este planeta de dulce fulguración. Su nombre simboliza la belleza y el amor. Se imagina á los que pueblan esta gota celeste perdida en el espacio. Deben ser de esencia más pura que la nuestra, limpios completamente de un pasado de animalidad originaria, seres etéreos como los ángeles de todas las religiones.

Después sonríe con amargura.

Otra estrella brilla en el cielo, más hermosa y más grande que ésta. No es blanca, es azul, de un suave azul: el color de la poesía y del ensueño. Centellea en el fondo negro de la inmensidad con el fulgor misterioso de los enormes diamantes azulados que colocan en sus tiaras los monarcas orientales. Los que la contemplan deben sentir en sus órganos visuales el roce aterciopelado del divino misterio. Tal vez los poetas de otros mundos la cantan como un refugio de selección, adonde van á descansar únicamente las almas puras y escogidas; tal vez ha dado origen á religiones y es objeto de culto, teniendo altares, lo mismo que los tuvo el sol.

Y este diamante azul del espacio, este mundo de suave luz, que contemplan los habitantes de los otros planetas como una estrella poética en la que todas las criaturas llevan una existencia inmaterial, es la Tierra, nuestro pobre globo, donde acaban de perecer doce millones de hombres en los campos de batalla, donde han muerto otros tantos millones por las emociones y las pestes que son consecuencia de la guerra, donde se han consumido seiscientos mil millones en humo, en incendios, en acero estallado.

Se acuerda Lubimoff de sus impresiones, horas antes, frente á una tumba que empieza á desfigurarse con los primeros balbuceos de la primavera, La inmensidad no nos conoce, así como tampoco nos conoce la tierra que nos sustenta.

Estamos solos en el infinito, sin otro apoyo que el de nuestras mentiras, nuestras ilusiones y nuestras esperanzas. El hombre sólo puede contar con el hombre…

Y repite lo que en la mañana dijo de la Tierra.

El cielo ignora nuestros dolores.

 

Vuelve lentamente hacia la plaza.

De todos los cafés, de los restoranes, de los hoteles surge el vaivén musical de los cadenciosos violines. Pasan detrás de los grandes vidrios enrojecidos por una luz interior las parejas enlazadas, siguiendo el ritmo de la música. Bailan… bailan… bailan.

La juventud no hace otra cosa. La danza es una especie de rito sagrado, prohibido durante la guerra; y todos se dedican ahora á bailar, con el fervor del fanático que al fin ve triunfante su perseguida religión.

El príncipe recuerda su paso reciente por París. Nunca vió las mujeres mejor vestidas, con un hambre tan manifiesta de placer y de lujo. El tango de los violines del bulevar es contestado como un eco por el tango de los violines de toda la Costa Azul y de las estaciones veraniegas que empiezan á abrirse. El ideal femenil, en este momento, no va más allá de bailar la danza de moda con un guerrero de los Estados Unidos.

Se desvaneció la pesadilla; todo olvidado. Para muchos no queda otro recuerdo de la guerra que los uniformes, más numerosos que antes en los tés donde se baila.

Miguel circunscribe su pensamiento á esta costa, que fué siempre el dominio de los felices.

La guerra la ha trastornado y ensombrecido durante cuatro años. Recorre con la imaginación los salientes y los golfos de su ribera, encontrando en todos ellos un cementerio.

En Mentón hay miles y miles de negros bajo tierra. Los combatientes de Africa, cuyos padres sólo conocieron la lanza y el taparrabos, han venido á caer como tiradores moribundos en esta playa de millonarios europeos. En el Cap-Martin dejaron los ingleses á sus muertos; en Mónaco los hay de todas las nacionalidades; en el Cap-Ferrat duermen los belgas bajo coronas que ya son viejas; en Niza están los cadáveres americanos; y en todas partes, desde el Esterel á la frontera italiana, franceses… franceses… franceses.

Son incontables los cadáveres. Si todos se levantasen á un tiempo, huirían despavoridos los que vienen á dilatar su existencia bajo la palmera y el olivo en la orilla roja del mar violeta.

Pero la vida quiera vivir. Es una primavera interminable, y cubre todo cuanto toca con el musgo ávido del placer, con la enredadera veloz de la ilusión.

Los cementerios, de una blancura agresiva, parecen esfumarse y se pierden en el risueño paisaje como una nota sin importancia. La suavidad del cielo y del ambiente los convierte en jardines. ¡Un cadáver ocupa tan poco sitio y la tierra es tan grande!… Los hoteles que fueron hospitales redoran sos rótulos, desinfectan sus habitaciones, envían anuncios á los grandes diarios de la tierra. Ya pueden venir las gentes á soñar y á procrear entre las paredes que se estremecieron con gritos de dolor ó ronquidos de agonía. La música empieza á gemir dulcemente á lo largo de la costa feliz, entre el susurro de las olas y los estremecimientos de los naranjos de epitalámico perfume. El viejo pastor de los Alpes que después de sesenta años aún no ha salido de su asombro ante el Monte-Carlo surgido á sus pies, en una meseta antiguamente desierta, lo verá crecer todavía con nuevos palacios, con nuevas torres, ensanchando su opulencia como una ciudad de ensueño.

El paso de la muerte ha aguzado la voluntad de vivir. Todos encuentran un nuevo sabor al placer, viendo en lontananza cómo se aleja el negro harapo de la adversaria.

Lubimoff se detiene en el centro de la plaza. Empieza á obscurecer. Por una oreja le entra el balanceo musical de una danza inventada por los negros de la América del Norte para regocijo de los blancos; por la opuesta penetra al mismo tiempo otra música negra: el tango de la América del Sur. En las calles inmediatas suenan nuevas orquestas allí donde hay un establecimiento público, café, hotel ó restorán, con un rótulo inglés en su puerta, para atraer á los héroes del momento: Dancing.

Mira á la montaña que cierra el fondo de la plaza y guarda tumbas en su flanco. Luego mira á lo alto… .

La tierra y el cielo ignoran nuestros dolores.

Y la vida también.

FIN

Monte-Carlo.—Enero-Julio 1919.

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