Terminada, pues, la historia de Dioneo, por vergüenza menos reída de las señoras que por poca diversión, y conociendo la reina que había llegado el fin de su gobierno, poniéndose en pie y quitándose la corona de laurel se la puso en la cabeza a Elisa, diciéndole:
—A vos, señora, os corresponde ahora mandar.
Elisa, recibiendo el honor, como antes había sido hecho hizo: que, disponiendo con el senescal primeramente lo que era preciso para el período de su señorío, con contento de la compañía dijo:
—Ya hemos oído muchas veces que con palabras ingeniosas o con respuestas prontas muchos han sabido con la reprimenda merecida limar los dientes ajenos o evitar los peligros que se cernían sobre ellos; y porque la materia es buena y puede ser útil, quiero que mañana, con la ayuda de Dios, se discurra dentro de estos límites: es decir, sobre quien con algunas palabras ingeniosas se vengase al ser molestado, o con una pronta respuesta o algún invento escapase a la perdición o al peligro o al desprecio.
Esto fue muy alabado por todos, por lo cual la reina, poniéndose en pie les dio licencia a todos hasta la hora de la cena.
La honrada compañía, viendo a la reina levantada, se puso en pie y según la costumbre, cada uno se entregó a lo que más le gustaba. Pero al callar ya las cigarras, llamando a todos, se fueron a cenar; y terminada con alegre fiesta a cantar y a tocar todos se entregaron. Y habiendo ya, por deseo de la reina, comenzado Emilia una danza, a Dioneo le mandaron que cantase una canción, el cual prestamente comenzó: «Doña Aldruda, levantaos la cola, que buenas nuevas os traigo». De lo que todas las señoras comenzaron a reírse, y máximamente la reina, la cual le mandó que dejase aquélla y dijese otra.
Dijo Dioneo:
—Señora, si tuviese un cimbalo diría: «Alzaos las ropas, doña Lapa» o «Bajo el olivo hay hierba». ¿O querríais que cantase: «Las olas del mar me hacen tanto daño»? Pero no tengo címbalo, y por ello decidme cuál queréis de estas otras: ¿os gustaría: «Sal fuera que está podado como un mayo en la campiña»?
Dijo la reina:
—No, di otra.
—Pues —dijo Dioneo—; diré: «Doña Simona embotella embotella; y no es el mes de octubre».
La reina, riendo, dijo:
—¡Ah, en mala hora!, di una buena, si te place, que no queremos ésa.
Dijo Dioneo:
—No, señora, no os enojéis, pero ¿cuál os gusta? Sé más de mil. ¿O que reís: «Éste mi nicho, si no lo pico» o «¡Ah, despacio, marido mío!» o «Me compraré un gallo de cien liras»?
La reina entonces, un tanto enojada, aunque las demás riesen, dijo:
—Dioneo, deja las bromas y di una buena; y si no, podrías probar cómo sé enojarme.
Dioneo, oyendo esto, dejando las bromas, prestamente de tal guisa empezó a cantar:
Amor, la hermosa luz con que sus bellos ojos me han herido a ella y a ti me tiene ya rendido.
De sus ojos se mueve el esplendor con que mi corazón a arder se ha puesto por los míos pasando, y cuánto fuese grande tu valor su bello rostro me hizo manifiesto, el cual, imaginando, sentí que me iba atando todo poder, y que a ella era ofrecido, y ésta la causa de mi llanto ha sido.
Así pues, en tu siervo transformado estoy, señor, y así obediente espero que me seas clemente; mas no sé si del todo ha adivinado mi fe entera y ferviente aquella que mi mente posee, que la paz, si no ha venido de ella no quiero, y nunca la he querido.
Por eso, señor mío, yo te ruego que, al mostrárselo, la hagas tú sentir tu fuego en su costado para servirme, porque yo en tu fuego amando me consumo, y de sufrir me siento ya postrado; y, cuando tú lo creas acertado, dale razón de mí como es debido; que me veré, si lo haces, complacido.
Luego de que Dioneo, callando, mostró que su canción había terminado, hizo la reina decir muchas otras, sin dejar de haber alabado mucho la de Dioneo. Mas luego que parte de la noche hubo pasado, la reina, sintiendo que al calor del día había vencido la frescura de la noche, mandó que todos, hasta el día siguiente, se fuesen a descansar a gusto.
TERMINA LA QUINTA JORNADA