Al terminar Dioneo su novela, Laureta, conociendo que había llegado el límite más allá del cual reinar no podía, alabados los consejos de Pietro Canigiano, que por sus efectos se habían visto ser buenos, y la sagacidad de Salabaetto, que no fue menor al ponerlo en obra, quitándose de la cabeza el laurel lo puso en la cabeza de Emilia, señorilmente diciendo:
—Señora, no sé cuán placentera reina tendremos en vos, pero la tendremos hermosa, haced, pues, que a vuestra hermosura respondan vuestras obras.
Y volvió a sentarse. Emilia, no tanto por haber sido hecha reina como por verse así alabar en público en aquello de que las mujeres suelen ser más deseosas, un poquillo se avergonzó y tal se volvió su rostro cual sobre la aurora son las nubecillas rosas; pero sin embargo, luego de que hubo tenido los ojos bajos un tanto y hubo pasado el sonrojo, habiendo con sus senescales organizado los asuntos pertinentes a la compañía, así comenzó a hablar:
—Deleitables señoras, asaz manifiestamente vemos que, luego de que los bueyes se han cansado durante parte del día, sujetos al yugo, son del yugo aliviados y desuncidos, y libremente donde más les agrada, se les deja por los bosques ir a pastar; y vemos también que no son menos hermosos, sino mucho más, los jardines con varias plantas frondosos que los bosques en los cuales solamente vemos encinas; por las cuales cosas estimo yo, considerando los días que bajo una firme ley hemos hablado, que, como a quien está necesitado de vagar algún tanto, y vagando recuperar las fuerzas para someterse de nuevo al yugo, no solamente sea útil, sino también oportuno. Y por ello, lo que mañana, siguiendo vuestro deleitoso razonar deba decirse, no entiendo limitaros bajo ninguna especificación, sino que quiero que cada uno según guste hable, firmemente creyendo que la variedad de las cosas que se cuenten no menos graciosa será que el haber hablado solamente de una; y habiendo hecho así, quien venga después de mí en el reinado, como a más fuertes podrá con mayor seguridad constreñirnos a las acostumbradas leyes.
Y dicho esto, hasta la hora de la cena concedió libertad a todos.
Todos alabaron a la reina por las cosas dichas, como a prudente; y poniéndose en pie, quién a un entretenimiento y quién a otro se entregó: las señoras a hacer guirnaldas y a solazarse, los jóvenes a jugar y a cantar; y así estuvieron hasta la hora de la cena, venida la cual, en torno a la hermosa fuente con regocijo y con placer cenaron, y después de cenar, del modo acostumbrado un buen rato se divirtieron cantando y bailando. Al final la reina, para seguir el estilo de sus predecesores, sin reparar en las que voluntariamente habían cantado muchos de ellos, ordenó a Pánfilo que cantase una; el cual, libremente comenzó así:
Tanto es, Amor, el bien y el contento que estoy por ti sintiendo que soy feliz en tus llamas ardiendo.
Mi corazón tal alegría rebosa, tan de gozo está lleno por lo que me has donado, que esconderlo sería grave cosa y en el rostro sereno muestra mi alegre estado: que estando enamorado de un bien tan elevado y estupendo leve se me hace estar en él ardiendo.
Yo no sé con mi canto demostrar ni indicar con el dedo, Amor, el bien que siento; y aunque supiera debería callar que, sin dejarlo quedo, se volvería tormento: pues estoy tan contento que todo hablar iría palideciendo antes de un poco irlo descubriendo.
¿Quién pensaría ya que estos mis brazos podrían retornar donde los he tenido, y que mi rostro sin sufrir rechazos volvería a acercar a donde es bendecido?
Nunca hubiera creído mi fortuna, aunque esté todo yo ardiendo y mi placer y gozo esté escondiendo.
La canción de Pánfilo terminaba; la cual, por mucho que fuese por todos debidamente coreada, no hubo ninguno que, con más atenta solicitud que le correspondía, no tomase nota de sus palabras, esforzándose en adivinar aquello que él cantaba que le convenía tener escondido; y aunque varios anduviesen imaginando varias cosas, ninguno llegó por ello a la verdad del asunto. Y la reina, después que vio que la canción de Pánfilo había terminado y a las jóvenes señoras y los hombres deseosos de descansar, mandó que todos se fuesen a dormir.
TERMINA LA OCTAVA JORNADA