CONCLUSIÓN

Había terminado la historia de Dioneo y mucho habían hablado de ella las señoras, quien de un lado y quien del otro tirando, y quien reprochando una cosa y quien otra alabando en relación con ella, cuando el rey, levantando el rostro al cielo y viendo que el sol estaba ya más bajo de la hora de vísperas, sin levantarse comenzó a hablar así.

—Esplendorosas señoras, como creo que sabéis, el buen sentido de los mortales no consiste sólo en tener en la memoria las cosas pretéritas o conocer las presentes, sino que por las unas y las otras saber prever las futuras es reputado como talento grandísimo por los hombres eminentes. Nosotros, como sabéis, mañana hará quince días, para tener algún entretenimiento con el que sujetar nuestra salud y vida, dejando la melancolía y los dolores y las angustias que por nuestra ciudad continuamente, desde que comenzó este pestilente tiempo, se ven, salimos de Florencia; lo que, según mi juicio, hemos hecho honestamente porque,

si he sabido mirar bien, a pesar de que alegres historias y tal vez despertadoras de la concupiscencia se han contado, y del continuo buen comer y beber, y la música y los cánticos (cosas todas que inclinan a las cabezas débiles a cosas menos honestas) ningún acto, ninguna palabra, ninguna cosa ni por vuestra parte ni por la nuestra he visto que hubiera de ser reprochada; continua honestidad, continua concordia, continua fraterna familiaridad me ha parecido ver y oír, lo que sin duda, para honor y servicio vuestro y mío me es carísimo. Y por ello, para que por demasiada larga costumbre algo que pudiese convertirse en molesto no pueda, y para que nadie pueda reprochar nuestra demasiado larga estancia aquí y habiendo cada uno de nosotros disfrutado su jornada como parte del honor que ahora me corresponde a mí, me parecería, si a vosotros os pluguiera, que sería conveniente volvernos ya al lugar de donde salimos. Sin contar con que, si os fijáis, nuestra compañía (que ya ha sido conocida por muchas otras) podría multiplicarse de manera que nos quitase toda nuestra felicidad; y por ello, si aprobáis mi opinión, conservaré la corona que me habéis dado hasta nuestra partida, que entiendo que sea mañana por la mañana; si juzgáis que debe ser de otro modo, tengo ya pensado quién para el día siguiente debe coronarse.

La discusión fue larga entre las señoras y entre los jóvenes, pero por último tomaron el consejo del rey como útil y honesto y decidieron hacer tal como él había dicho; por la cual cosa éste, haciendo llamar al senescal, habló con él sobre el modo en que debía procederse a la mañana siguiente, y licenciada la compañía hasta la hora de la cena, se puso en pie.

Las señoras y los otros, levantándose, no de otra manera que de la que estaban acostumbrados, quien a un entretenimiento, quien a otro se entregó; y llegada la hora de la cena, con sumo placer fueron a ella, y después de ella comenzaron a cantar y a tañer instrumentos y a carolar; y dirigiendo Laureta una danza, mandó el rey a Fiameta que cantase una canción; la cual, muy placenteramente así comenzó a cantar:

Si Amor sin celos fuera, no sería yo mujer, aunque ello me alegrase, y a cualquiera.

Si alegre juventud en bello amante a la mujer agrada, osadía o valor o fama de virtud, talento, cortesía, y habla honrada, o humor encantador, yo soy, por su salud, una que puede ver en mi esperanza esta visión entera.

Pero porque bien veo que otras damas mi misma ciencia tienen, me muero de pavor creyendo que el deseo en donde yo lo he puesto a poner vienen: en quien es robador de mi alma, y de este modo en mi dolor y daño veo volver quien era mi ventura verdadera.

Si viera lealtad en mi señor tal como veo valor celosa no estaría, pero es tan gran verdad que muchas van en busca de amador, que en todos ellos veo ya falsía.

Esto me desespera, y moriría; y que voy a perder su amor sospecho, que otra robaría.

Por Dios, a cada una de vosotras le ruego que no intente hacerme en esto ultraje, que, si lo hiciera alguna con palabras, o señas, u otramente, le juro que sería mi coraje capaz de triste hacerla, y con lenguaje decir no he de poder cuánto por tal locura ella sufriera.

Cuando Fiameta hubo terminado su canción, Dioneo, que estaba a su lado, dijo riendo:

—Señora, sería gran cortesía que dieseis a conocer a todas quién es, para que por ignorancia no os fuese arrebatada vuestra posesión, ya que así os enojaríais.

Después de ésta, se cantaron muchas otras; y estando ya la noche casi mediada, cuando plugo al rey, todos se fueron a descansar. Y al aparecer el nuevo día, levantándose, habiendo ya el senescal mandado todas las cosas por delante, tras de la guía del discreto rey hacia Florencia tornaron; y los tres jóvenes, dejando a las siete señoras en Santa María la Nueva, de donde habían salido con ellas, despidiéndose de ellas, a sus otros solaces atendieron; y ellas, cuando les pareció, se volvieron a sus casas.

CONCLUSION DEL AUTOR

Nobilísimas jóvenes por cuyo consuelo he pasado tan larga fatiga, creo que (habiéndome ayudado la divina gracia por vuestros piadosos ruegos, según juzgo, más que por mis méritos) he terminado cumplidamente lo que al comenzar la presente obra prometí que haría; por la cual cosa, a Dios primeramente y después a vosotras dando las gracias, es tiempo de conceder reposo a la pluma y a la fatigada mano. Pero antes de concedérselo, brevemente algunas cosillas, que tal vez alguna de vosotras u otros pudiesen decir (como sea que me parece certísimo que éstas no tendrán privilegio mayor que ninguna de las otras cosas, como que no lo tienen me acuerdo haber mostrado al principio de la cuarta jornada), como movido por tácitas cuestiones, intento responder. Habrá por ventura algunas de vosotras que digan que al escribir estas novelas me he tomado demasiadas libertades, como la de hacer algunas veces decir a las señoras, y muy frecuentemente escuchar, cosas no muy apropiadas ni para que las digan ni para que las escuchen las damas honestas. La cual cosa yo niego porque ninguna hay tan deshonesta que, si con honestas palabras se dice, sea una mancha para nadie; lo que me parece haber hecho aquí bastante apropiadamente Pero supongamos que sea así, que no intento litigar con vosotras, que me venceríais; digo que para responderos por qué lo he hecho así, muchas razones se me ocurren prestísimo. Primeramente, si algo en alguna hay, la calidad de las novelas lo ha requerido, las cuales, si con ojos razonables fuesen miradas por personas entendidas, muy claramente sería conocido que sin haber traicionado su naturaleza no hubiese podido contarlas de otro modo Y si tal vez en ellas hay alguna partecilla, alguna palabrita más libre de lo que tal vez tolera alguna santurrona (que más pesan las palabras que los hechos y más se ingenian en parecer buenas que en serio), digo que más no se me debe reprochar a mí haberlas escrito que generalmente se reprocha a los hombres y a las mujeres decir todos los días «agujero», «clavija» y «mortero» y «almirez», y «salchicha» y «mortadela», y una gran cantidad de cosas semejantes. Sin contar con que a mi pluma no debe concedérsele menor autoridad que al pincel del pintor, al que sin ningún reproche (o al menos justo), dejamos que pinte no ya a San Miguel herir a la serpiente con la espada o con la lanza y a San Jorge el dragón cuando le place, sino que hace a Cristo varón y a Eva hembra, y a Aquel mismo que quiso morir por la salvación del género humano sobre la cruz, unas veces con un clavo y otras con dos, lo clava en ella. Además, muy bien puede conocerse que estas cosas no en la iglesia, de cuyas cosas con ánimos y palabras honestísimas se debe hablar (aunque en sus historias muchas se encuentren de sucesos más allá de los escritos por mí), ni tampoco en las escuelas de los filósofos, donde la honestidad se requiere no menos que en otra parte, se cuentan; ni entre clérigos ni entre filósofos en ningún lugar, sino en los jardines, y como entretenimiento, entre personas jóvenes aunque maduras y no influenciables por las novelas, en un tiempo durante el cual el ir con las bragas en la cabeza para salvar la vida no sentaba tan mal a las personas honestas. Las cuales, sean quienes sean, perjudicar y mejorar pueden tal como pueden todas las demás cosas, según sea el oyente. ¿Quién no sabe que el vino es óptima cosa para los vivientes, según Cincilione y Escolario y muchos otros, y para quien tiene fiebre es nocivo? ¿Diremos, entonces, que porque perjudica a los que tienen fiebre es malo? ¿Quién no sabe que el fuego es utilísimo, y aun necesario a los mortales? ¿Diremos, porque quema las casas y los pueblos y la ciudad, que sea malo? Las armas, semejantemente, defienden la vida de quien pacíficamente vivir desea; y también matan a los hombres muchas veces, no por maldad suya, sino de quienes las usan. Ninguna mente corrupta entendió nunca rectamente una palabra; y así como las honestas nada les aprovechan, así las que no son tan honestas no pueden contaminar a la bien dispuesta, así como el lodo a los rayos solares o las inmundicias terrenas a las bellezas del cielo. ¿Qué libros, qué palabras, qué papeles son más santos, más dignos, más reverendos que los de la divina Escritura? Y muchos ha habido que, entendiéndolos perversamente, a sí mismo y a otros han llevado a la perdición. Cada cosa en sí misma es buena para alguna cosa, y mal usada puede ser nociva para muchas; y así digo de mis novelas. Quien quiera sacar de ellas mal consejo o mala obra, a ninguno se lo vedarán si lo tienen en sí o si son retorcidas y estiradas hasta que lo tengan; y a quien utilidad y fruto quiera no se lo negarán, y nunca serán tenidas por otra cosa que por útiles y honestas si se leen o cuentan en las ocasiones y a las personas para los cuales y para quienes han sido contadas. Quien tenga que rezar padrenuestros o hacer tortas de castaña para su confesor, que las deje, que no correrán tras de nadie para hacerse leer, aunque las beatas las digan (y también las hagan) alguna que otra vez. Habrá igualmente, quienes digan que hay algunas que hubiera sido mejor que no estuviesen. Lo concedo: pero yo no podía ni debía escribir sino las que eran contadas y por ello quienes las contaron debieron haberlas contado buenas, y yo las hubiera escrito buenas. Pero si quisiera presuponerse que yo hubiera sido de éstas el inventor y el escritor, que no lo fui, digo que no me avergonzaría de que no todas fuesen buenas, porque no hay ningún maestro, de Dios para abajo, que haga todas las cosas bien y cumplidamente; y Carlo Magno, que fue el primero en crear paladines, no pudo crear tantos que por ellos mismos pudiesen formar un ejército. En la multitud de las cosas diversas conviene que las haya de toda calidad. Ningún campo se cultivó nunca tanto que en él ortigas y abrojos o algún espino no se encontrase mezclado con las mejores hierbas. Sin contar con que, al tener que hablar a jovencitas simples, como sois la mayoría de vosotras, necedad hubiera sido el

andar buscando y fatigándose en buscar cosas muy exquisitas y poner gran cuidado en hablar muy mesuradamente. Pero en resumen, quien va leyendo éstas de una en otra, deje las que le molesten y las que le deleiten lea: para no engañar a nadie, llevan en la frente escrito lo que en su interior escondido contienen.

Y todavía creo que habrá quien diga que las hay demasiado largas; a los que repito que quien tiene otra cosa que hacer hace una locura leyéndolas, y también si fuesen breves. Y aunque ha pasado mucho tiempo desde que comencé a escribir hasta este momento en que llego al final de mi fatiga, no se me ha ido de la cabeza que he ofrecido este trabajo mío a los ociosos y no a los otros; y para quien lee por pasar el tiempo nada puede ser largo si le sirve para lo que quiere. Las cosas breves convienen mucho mejor a los estudiosos (que no para pasar el tiempo sino para usarlo útilmente trabajan) que a vosotras, mujeres, a quienes todo el tiempo sobra que no gastáis en los amorosos placeres; y además de esto, como ni a Atenas ni a Bolonia ni a París vais estudiar ninguna, más largamente conviene hablaros que a quienes tienen el ingenio agudizado por los estudios. Y no dudo que haya quienes digan que las cosas contadas están demasiado llenas de chistes y de bromas, y que no es propio de un hombre grave y de peso haber así escrito. A éstas debo darles las gracias, y se las doy, porque, movidas por bondadoso celo, se preocupan tanto de mi fama. Pero a su objeción voy a responder así: confieso que hombre de peso soy y que muchas veces lo he sido en mi vida; y por ello, hablando a aquellas que no conocen mi peso, afirmo que no soy grave sino que soy tan leve que me sostengo en el agua; y considerando que los sermones echados por los frailes para que los hombres se corrijan de sus culpas, la mayoría llenos de frases ingeniosas y de bromas y de bufonadas se encuentran, juzgué que las mismas no estarían mal en mis novelas, escritas para apartar la melancolía de las mujeres. Empero, si demasiado se riesen con ello, el lamento de Jeremías, la pasión del Salvador y los remordimientos de la Magdalena podrán fácilmente curarlas. ¿Y quién pensará que aún haya de aquellas que digan que tengo una lengua mala y venenosa porque en algún lugar escribo la verdad de los frailes? A quienes esto digan hay que perdonarlas porque no es de creer que otra cosa sino una justa razón las mueva, porque los frailes son buenas personas y huyen de la incomodidad por amor de Dios, y muelen cuando el caz está colmado y no lo cuentan; y si no fuese porque todos huelen un poco a cabruno, mucho más agradable sería su manjar. Confieso, sin embargo, que las cosas de este mundo no tienen estabilidad alguna, sino que siempre están cambiando, y así podría ocurrir con mi lengua; la cual, no confiando yo en mi propio juicio, del que desconfío cuanto puedo en mis asuntos, no hace mucho me dijo una vecina mía que era la mejor y la más dulce del mundo: y en verdad que cuando esto fue había pocas de las precedentes novelas que faltasen por escribir. Y porque con animosidad razonan aquellas tales, quiero que lo que se ha dicho baste a responderlas. Y dejando ya a cada una decir y creer como les parezca, es tiempo de poner fin a las palabras, dando las gracias humildemente a Aquel que tras una tan larga fatiga con su ayuda me ha conducido al deseado fin; y vosotras, amables mujeres, quedaos en paz con su gracia, acordándoos de mí si tal vez a alguna algo le ayuda el haberlas leído.

AQUÍ TERMINA LA DÉCIMA Y ÚLTIMA JORNADA DEL LIBRO LLAMADO DECAMERÓN, APELLIDADO PRÍNCIPE GALEOTO

Share on Twitter Share on Facebook