MUSA.— Ahora que nadie puede escandalizarse de mis palabras, te diré que quien tiene dañado el corazón no debe horrorizarse de las culpas de sus semejantes, ni temer que le contaminen, cuando más bien pudiera contaminarlos.
HOMBRE.— Mi corazón está limpio y, gracias al cielo, no necesito de tus consejos. ¿Por qué te habré buscado si soy cuanto he ambicionado ser?
MUSA.— ¡Mientes! Pues antes que todo, hubieras querido nacer príncipe y eres un hijo de cualquiera.
HOMBRE.— ¡Mil veces necia! ¿Crees que tengo en más que la mía la sangre de los príncipes, y que no me envanezco de mi humilde cuna?
MUSA.— Nadie debe envanecerse ni avergonzarse de esas cosas, que son, como quien dice, un azar de la suerte; mas no acontece así. Cuando tu lastimada vanidad lo exige, haces alarde de tu oscuro origen, es cierto, pero en el fondo del corazón llevas clavada esta verdad, como si fuese una dura espina, y jamás puedes acordarte sin rubor de que has tenido que vestir la librea de los que se llaman altos señores para parecerte a ellos. ¡Como si un hombre no valiera tanto como otro hombre!
HOMBRE.— ¿Qué estás diciendo? La cuna ni distingue ni engrandece; pero el hombre sabe distinguirse y engrandecerse sobre los demás.
MUSA.— Mostrad cómo.
HOMBRE.— ¿Querrías acaso compararme con un imbécil de esos que pasan a mi lado revolcándose entre el fango como las bestias? Y el rico y el noble, que no saben hacer más que comer y gastar sin tasa lo que el diablo amontona en sus arcas, ¿estarán nunca a la altura del poeta y del sabio, cuya existencia se consume en bien de la humanidad?
MUSA.— ¡Rutinario! El corazón del hombre es un arcano que sólo Dios comprende, y únicamente podré decirte que así el sabio y el poeta como el imbécil, el noble y el rico egoísta creen valer tanto o más que el resto de los humanos. Quién tenga o no razón, es tan problemático como inútil discutirlo.
HOMBRE.— Musa sin seso… si lo que dices fuera verdad, hace mucho tiempo que hubiera renegado de mí mismo. Un estúpido no pudo ser hecho a semejanza de Dios, y es imposible que me parezca a él.
MUSA.— ¡Orgullo y vanidad! ¿Y qué eres tú más que miseria y polvo como ellos? ¡Tú, que te llamas genio y grande hombre y que aspiras a la inmortalidad! Algún talento, audacia y ambición colosal, he aquí los ejes poderosos sobre los que han girado las ruedas de tu fortuna…
HOMBRE.— El pedestal de mi fortuna ha sido el trabajo; la asiduidad y la inteligencia, el escabel que me ha elevado sobre los que me son inferiores.
MUSA.— ¡Tu trabajo!… ampollas de jabón para algunos, así como tu inteligencia.
HOMBRE.— ¡¡La envidia fija siempre en lo alto sus miradas!!
MUSA.— La presunción en todo ve alabanzas y ojos codiciosos, soberbia criatura… ¿De qué puedes estar orgulloso? ¿De haber escrito pomposos artículos llenos de la más acendrada filantropía y de haber desplegado tu mayor ciencia en lanzar anatemas devastadoras contra los enemigos de la patria, es decir, contra los más pequeños y que no podían volver por su honra sino en bien de tu propia gloria? Pues así fue cómo empinándote poco a poco sobre los hombros de los débiles, te fuiste irguiendo audazmente con el aplomo y la gravedad de un hombre que no depende de nadie y que todo lo debe a su talento. Cuando, por fin llegaste a la dorada cumbre en donde la gente de contra y de pro se pasea sin vergüenza, importuna compañera del vano honorcillo que se ha dejado como inútil en el último peldaño de la escalera mágica, te diste de codo con los poderosos, alargaste con llaneza y abnegación tu dedo meñique al miserable que te había servido de escabel (esto porque no te llamasen ingrato), jugaste con sus Excelencias (q. D. g.) tu sueldo de un año, que perdiste, pero cuya pérdida valió a tu orgullo que algunas duquesas te hablasen al oído, y con sólo cinco mil reales, ¡incomprensible maravilla!, diste la vuelta al mundo, reposando después, allende los mares, sobre una tierra virgen, en las Antillas, en fin, en donde los afortunados refrescan la frente abrasada por el calor del clima, en ríos que corren sobre cauces de oro. Cuando después, perfectamente conocedor de la política, de la estética, de la fisiología, de la mineralogía y de las costumbres extranjeras, te devolviste generosamente a la patria (antes del viaje ostentabas una preciosa cabellera, que no daba indicio de tus profundos pensamientos), apareciste en las Cámaras con la cabeza calva y reluciente como la cáscara de un limón verde, interrogaste a los ministros con esa acentuación cómica, que da tanto valor a las palabras más vacías, insultaste a tus adversarios; y tus antiguos amigos viéndote al fin un hombre, que no puede dejar de serlo el que ha visto correr en sus cauces de oro los anchurosos ríos del nuevo mundo, exclamaron desde el interior de su corazón: «Pésanos, amadísimo compañero, de no haber podido ir delante de ti, pero esperamos fervientemente una ocasión propicia para derribarte de tu frágil solio». Entre tanta pompa y tanto brillo, el recuerdo del modesto puchero, con que te criaron tan gordo y tan bien dispuesto tus buenos padres, estaba a cien leguas de ti, o era como si no existiese: tomando el rábano por las hojas creíste que eras tú el que habías levantado tu fortuna, y no que era la fortuna la que te había levantado a ti, y descontento ya de victorias que otros ganaban a semejanza tuya, al lanzarte por el camino que habían elegido, fue cuando has dicho: «¿Qué he hecho y qué soy al fin? ¡diputado y ministro!… ¡ya no es nada de esto la fruta del árbol prohibido!, sino que parece la esperanza de los abogadillos charlatanes y de todo el que tiene derecho a mandar porque manda. Pigmeos, llegan a alcanzar la fruta velada, y ministros y diputados suben y bajan del poder, en estos felices tiempos, como suben y bajan en la olla las habas que no han acabado de cocerse. ¡Y qué sustos, qué luchas, qué descalabros, qué vergüenzas cuando la patria o los émulos, semejantes al maestro que corrige al pequeñuelo azotándolo, corrigen asimismo al diputado y al ministro… obligándole a hacer su dimisión, decorosamente por supuesto, pero con látigo!… No, ninguno de estos triunfos, mezquinos como su origen, deja un verdadero rastro de gloria en pos de sí: casi siempre ha sido el poder el palenque de las doradas medianías y el bazar de los honores que se toman por asalto, y no es nada de esto lo que conviene a un espíritu emprendedor como el mío, cuyos triunfos no debieran tener rival en el mundo. Rico ya y dueño de algunos millones, no quisiera seguir las trilladas sendas de la vida, sino emprender algún trabajo desconocido que llenase de asombro la Europa, que me rodease de una gloria inmortal… pero ¿qué hacer?… ¡Oh! De buena gana escribiría un libro… y lo grabaría con letras de oro… , pero se escriben tantos… ¿Y de qué trataría en él? ¿Quién lo leería? Y aun cuando lo leyesen, ¿recordarían al día siguiente su contenido? ¡Locura! ¿Quién se acuerda más que de sí mismo?… Y, sin embargo, ésa es mi más querida ilusión… ¡mi eterno sueño!».
Lleno de abatimiento, volviste entonces la mirada hacia las antiguas musas y comprendiste que estabas perdido. ¡Nada nuevo te restaba ya! La inspiración, esa divina diosa que algún tiempo sólo se comunicaba con algunos elegidos, dignos de recibir las celestes inspiraciones, correteaba ya por las callejuelas sin salida, guarida de los borrachos, y se paseaba por las calles del brazo de algún barbero o de los sargentos que tienen buena letra. Poemas, dramas, comedias, historias universales y particulares, historias por adivinación y por intuición, por inducción y deducción, novelas civilizadoras, económicas, graves, sentimentales, caballerescas, de buenas y malas costumbres, coloradas y azules, negras y blancas… de todo género, en fin, variado, fácil y difícil, habías visto trabajos de deslumbradoras apariencias y aspiraciones colosales… ¿Qué te restaba, pues, que hacer en ese infierno sin salida, en medio de ese desbordamiento inconmensurable en donde nadie hace justicia a nadie, y en el cual los más ignorantes y más necios, los más audaces y pequeños quieren ser los primeros? He aquí por qué me llamaste, por qué no puedes abandonarme aun cuando ponga en relieve tu vano orgullo y te diga tan amargas verdades, ¡he aquí por qué me buscarás siempre!, pues sin mí serás ¡uno de tantos! y nada más que esto.
HOMBRE.— ¡Oh musa! ¡Qué mentiras, qué verdades y qué impertinencias acabas de echar por esa boca, que no sé si es de tinta o de carmín! Hablaste a tu gusto… ¡vives tan alto!… y aquí me tienes rendido de desaliento y de asombro. Si lo pasado es un sueño, lo presente caos y confusión, y nada las glorias del mundo para el que ha atravesado el umbral de la eternidad, ¿qué me resta ya? En ti, donde tenía cifrada mi postrera esperanza no hallo más que desencanto, presunción y malicia, lo cual aumenta en mucho mi profunda pena, pues aun cuando mi vida haya sido como la de tantos, apariencia y lodo, y haya dado la vuelta al mundo con un puñado de ochavos, y querido aparecer calvo, lo cual es un abuso de ornato y nada más, en el fondo amo ardientemente la poesía, amo lo justo y lo honroso con toda la fuerza de mi corazón, y nada de esto hallo en ti. ¿Si serás, ¡oh musa!, un nuevo Mefistófeles con su pluma de gallo y sus retorcidas uñas?
MUSA.— ¿El diablo?… ¡Qué locura! ¿Acaso el inmortal Béranger no ha cantado muy alegremente: Ha muerto el diablo, el diablo ha muerto? Y he aquí, sin duda, por qué desde entonces, el mundo que se regocijó con tan dichosa nueva, ha inventado darse al progreso indefinido y al movimiento continuo ya que no podía darse al caballero de la pata coja.
HOMBRE.— Algo de verdad hay en lo que dices, maliciosa, pero añaden algunos que, pasada aquella época de efervescencia en que se cantaba la muerte de todos los tiranos, el diablo, hábil prestigiador, ha vuelto a aparecer más de una vez, si no con su pata coja en una forma más académica y menos sospechosa para los tiempos que corren. Y en verdad que al oír tu voz y al notar tus maliciosas tendencias, estoy por creer que el diablo, haciéndose el muerto como la zorra cuando quiere engañar confiadamente a su presa, burló la sagacidad del cantor popular de la Francia.
MUSA.— Inverosímil es que hombre de tal valimiento se haya dejado embaucar por un personaje tan conocido en sus mañas… y creo mejor que Béranger habrá querido llorar con ese estribillo, Ha muerto el diablo, el triste fin de alguno de sus amigos. ¡Séale la tierra leve!
HOMBRE.— ¡Impía! no quiero oírte, pues que tu sarcasmo alcanza hasta los muertos. ¡Ay, triste de mí! Las viejas musas, apenas hallarían fuerza en sus brazos enflaquecidos para sostener uno solo de mis cabellos, mientras que tú serías capaz de ofrecerme por única inspiración la recolección de las cebollas o una copa de cerveza alemana… ¡Y todo esto, cuando yo necesitaba una idea virgen, un trabajo penoso que, al través de vías inaccesibles y contra la corriente de los ríos del mundo, me guiase directamente a la gloria y la inmortalidad!… Todo era un sueño y en verdad que la vida es ya para mí una pesada carga… ¡Porque el suicidio es un crimen! (Se aleja a grandes pasos.)