[VI]

De pronto el corazón con ansia extrema,

mezclada a un tiempo de placer y espanto,

latió, mientras su labio murmuraba:

—¡No, los muertos no vuelven de sus antros...!

Él era y no era él, mas su recuerdo,

dormido en lo profundo

del alma, despertóse con violencia

rencoroso y adusto.

—No soy yo, ¡pero soy! —murmuró el viento—,

y vuelvo, amada mía,

desde la eternidad para dejarte

ver otra vez mi incrédula sonrisa.

—¡Aún has de ser feliz! —te dije un tiempo,

cuando me hallaba al borde de la tumba—.

Aún has de amar; y tú, con fiero enojo,

me respondiste: —¡Nunca!

—¡Ah!, ¿del mudable corazón has visto

los recónditos pliegues?—,

volví a decirte; y tú, llorando a mares,

repetiste: —Tú solo, y para siempre.

Después, era una noche como aquéllas,

y un rayo de la luna, el mismo acaso

que a ti y a mí nos alumbró importuno,

os alumbraba a entrambos.

Cantaba un grillo en el vecino muro,

y todo era silencio en la campiña;

¿no te acuerdas, mujer? Yo vine entonces,

sombra, remordimiento o pesadilla.

Mas tú, engañada recordando al muerto,

pero también del vivo enamorada,

te olvidaste del cielo y de la tierra

y condenaste el alma.

Una vez, una sola,

aterrada volviste de ti misma,

como para sentir mejor la muerte

de la sima al caer vuelve la víctima.

Y aun entonces, ¡extraño cuanto horrible

reflejo del pasado!,

el abrazo convulso de tu amante

te recordó, mujer, nuestros abrazos.

¡Aún has de ser feliz! —te dije un tiempo

y me engañé; no puede

serlo quien lleva la traición por guía,

y a su sombra mortífera se duerme.

—¡Aún has de amar! —te repetí, y amaste,

y protector asilo

diste, desventurada, a una serpiente

en aquel corazón que fuera mío.

Emponzoñada estás, odios y penas

te acosan y persiguen,

y yo casi con lástima contemplo

tu pecado y tu mancha irredimibles.

¡Mas, vengativo, al cabo yo te amaba

ardientemente, yo te amo todavía!

Vuelvo para dejarte

ver otra vez mi incrédula sonrisa.