XXII

¡Jamás lo olvidaré...! De asombro llena

al escucharlo, el alma refugióse

en sí misma y dudó...; pero al fin, cuando

la amarga realidad, desnuda y triste,

ante ella se abrió paso, en luto envuelta,

presenció silenciosa la catástrofe,

cual contempló Jerusalén sus muros

para siempre entre el polvo sepultados.

¡Profanación sin nombre! Dondequiera

que el alma humana, inteligente, rinde

culto a lo grande, a lo pasado culto,

esas selvas agrestes, esos bosques

seculares y hermosos, cuyo espeso

ramaje abrigo y cariñosa sombra

dieron a nuestros padres, fueron siempre

de predilecto amor, lugares santos

que todos respetaron.

¡No! En los viejos

robledales umbrosos, que hacen grata

la más yerma región, y de los siglos

guardan grabada la imborrable huella

que en ellos han dejado, ¡nunca!, ¡nunca!

con su acerado filo osada pudo

el hacha penetrar, ni con certero

y rudo golpe derribar en tierra,

cual en campo enemigo, el árbol fuerte

de larga historia y de nudosas ramas

que es orgullo del suelo que le cría

con savia vigorosa, y monumento

que en sólo un día no levanta el hombre,

pues es obra que Dios al tiempo encarga

y a la madre inmortal naturaleza,

artista incomparable.

Y sin embargo...

¡nada allí quedó en pie! Los arrogantes

cedros de nuestro Líbano, los altos

gigantescos castaños, seculares,

regalo de los ojos; los robustos

y centenarios robles, cuyos troncos

de arrugas llenos, monstruos semejaban

de ceño adusto y de mirada torva

que hacen pensar en ignorados mundos;

las encinas vetustas, bajo cuyas

ramas vagaron en silencio tantos

tercos, impenitentes soñadores...

¡todo por tierra y asolado todo!

Ya ni abrigo, ni sombra, ni frescura;

los pájaros huidos y espantados

al ver deshecha su morada; el viento

gimiendo desabrido, como gime

en las desiertas lomas donde sólo

áridos riscos a su paso encuentra;

los narcisos y blancas margaritas

que apiñadas brillaban entre el musgo

cual brillan las estrellas en la altura;

los lirios perfumados, las violetas,

los miosotis, azules como el cielo

—y que, bordando la ribera undosa,

recordábanle al triste enamorado

que de las aguas se sentaba al borde

aquella dulce frase, ¡siempre inútil,

mas repetida siempre!: «No me olvides»—,

todo marchito y sepultado todo

sin compasión bajo el terrible peso

de los ya inertes troncos. La corriente

mansa del Sar, entre sus ondas plácidas

arrastrando en silencio los despojos

del sagrado recinto, y de la dura

hacha los golpes resonando huecos,

cual suelen resonar los del martillo

al remachar de un ataúd los clavos...

Ya en el paraje agreste y escondido

que tanto hemos amado, ya en el bello

lugar en donde con afán las almas

buscaban un refugio, y en alegres

bandadas, al llegar la primavera,

en unión de los pájaros, las gentes,

de aire, de flores y de luz ansiosas,

iban a respirar vida y perfumes,

de sus galas más ricas despojado

hoy se levanta el monasterio antiguo

como triste esqueleto. Aquel tan grato

silencio misterioso que envolvía

los agrietados muros, a regiones

más dichosas quizás huyó ligero

en busca de un asilo. Las campanas

de eco vibrante y musical resuenan

de una manera sorda en el vacío

que sin piedad a su alrededor hicieron

manos extrañas, y el rumor monótono

de la fuente en el claustro solitario

parece sollozar por los jazmines,

que, cual la nieve blancos, las cornisas

musgosas adornaban, y parece

triste llamar por la aldeana hermosa

que lavaba sus lienzos en el agua

siempre brillante del pilón de piedra

que el roce de sus manos ha gastado

y hoy buscan de otra fuente la frescura.

¡Lo vieron y callaron... con silencio

que causaron asombro y que contrista el alma!

Si allá donde entre rosas y claveles

arrastra el Turia sus revueltas ondas,

nuestras manos talasen los jardines

que plantaron los suyos, y aman ellos,

su labio, al rostro, de desprecio llenas

una tras otra injuria nos lanzaran

—¡Bárbaros! —exclamando.

Y si dijésemos

que rosas y claveles perfumados

no valdrán nunca, pese a su hermosura,

lo que un campo de trigo, y allí en donde

las flores compitieran con las bellas,

arrastrando el arado, la amarilla

mies con afán sembráramos.

—Mezquinos

aún más que torpes son —prorrumpirían

los fieros hijos del jardín de España

con rudo enojo levantando el grito.

Mas nosotros, si talan nuestros bosques

que cuentan siglos... —¡quedan ya tan pocos!—

y ajena voluntad su imperio ejerce

en lo que es nuestro, cosas de la vida

nos parecen quizás vanas y fútiles

que a nadie ofenden ni a ninguno importan

si no es al que las hace, a soñadores

que sólo entienden de llorar sin tregua

por los vivos y muertos... y aun acaso

por las hermosas selvas que sin duelo

indiferente el leñador destruye.

—Pero ¿qué...? —alguno exclamará indignado

al oír mis lamentos—. ¿Por ventura

la inmensa torre del reloj se ha hundido

y no hay ya quien señale nuestras horas

soñolientas y tardas, como el eco

bronco de su campana formidable;

o en mis haciendas penetrando acaso

osado criminal, ha puesto fuego

a las extensas eras? ¿Por qué gime

así importuna esa mujer?

Yo inclino

la frente al suelo y contristada exclamo

con el Mártir del Gólgota: Perdónales,

Señor, porque no saben lo que dicen;

mas ¡oh, Señor! a consentir no vuelvas

que de la helada indiferencia el soplo

apague la protesta en nuestros labios,

que es el silencio hermano de la muerte

y yo no quiero que mi patria muera,

sino que como Lázaro, ¡Dios bueno!,

resucite a la vida que ha perdido;

y con voz alta que a la gloria llegue,

le diga al mundo que Galicia existe,

tan llena de valor cual tú la has hecho,

tan grande y tan feliz cuanto es hermosa.