Parte primera

Rutilio y Clodio, aquellos dos que querían enmendar su humilde fortuna, confiados el uno de su ingenio y el otro de su poca vergüenza, se imaginaron merecedores, el uno de Policarpa y el otro de Auristela; a Rutilio le contentó mucho la voz y el donaire de Policarpa, y a Clodio la sin igual belleza de Auristela; y andaban buscando ocasión cómo descubrir sus pensamientos, sin que les viniese mal por declararlos: que es bien que tema un hombre bajo y humilde que se atreve a decir a una mujer principal lo que no había de atreverse a pensarlo siquiera. Pero tal vez acontece que la desenvoltura de una poco honesta, aunque principal señora, da motivo a que un hombre humilde y bajo ponga en ella los ojos y le declare sus pensamientos. Ha de ser anejo a la mujer principal el ser grave, el ser compuesta y recatada, sin que por esto sea soberbia, desabrida y descuidada; tanto ha de parecer más humilde y más grave una mujer cuanto es más señora. Pero en estos dos caballeros y nuevos amantes, no nacieron sus deseos de las desenvolturas y poca gravedad de sus señoras; pero, nazcan de do nacieren, Rutilio, en fin, escribió un papel a Policarpa y Clodio a Auristela, del tenor que se sigue:

Rutilio a Policarpa

Señora, yo soy estranjero, y, aunque te diga grandezas de mi linaje, como no tengo testigos que las confirmen, quizá no hallarán crédito en tu pecho; aunque, para confirmación de que soy ilustre en linaje, basta que he tenido atrevimiento de decirte que te adoro. Mira qué pruebas quieres que haga para confirmarte en esta verdad, que a ti estará el pedirlas y a mí el hacerlas; y, pues te quiero para esposa, imagina que deseo como quien soy y que merezco como deseo: que de altos espíritus es aspirar a las cosas altas. Dame siquiera con los ojos respuesta deste papel, que en la blandura o rigor de tu vista veré la sentencia de mi muerte o de mi vida.

Cerró el papel Rutilio con intención de dársele a Policarpa, arrimándose al parecer de los que dicen: "Díselo tú una vez, que no faltará quien se lo acuerde ciento." Mostróselo primero a Clodio, y Clodio le mostró a él otro que para Auristela tenía escrito, que es éste que se sigue:

Clodio a Auristela

Unos entran en la red amorosa con el cebo de la hermosura, otros con los del donaire y gentileza, otros con los del valor que consideran en la persona a quien determinan rendir su voluntad; pero yo por diferente manera he puesto mi garganta a su yugo, mi cerviz a su coyunda, mi voluntad a sus fueros y mis pies a sus grillos, que ha sido por la de la lástima: que ¿cuál es el corazón de piedra que no la tendrá, hermosa señora, de verte vendida y comprada, y en tan estrechos pasos puesta, que has llegado al último de la vida por momentos? El yerro y despiadado acero ha amenazado tu garganta, el fuego ha abrasado las ropas de tus vestidos, la nieve tal vez te ha tenido yerta, y la hambre enflaquecida, y de amarilla tez cubiertas las rosas de tus mejillas, y, finalmente, el agua te ha sorbido y vomitado. Y estos trabajos no sé con qué fuerzas los llevas, pues no te las pueden dar las pocas de un rey vagamundo, y que te sigue por sólo el interés de gozarte, ni las de tu hermano, si lo es, son tantas que te puedan alentar en tus miserias. No fíes, señora, de promesas remotas, y arrímate a las esperanzas propincuas, y escoge un modo de vida que te asegure la que el cielo quisiere darte. Mozo soy, habilidad tengo para saber vivir en los más últimos rincones de la tierra; yo daré traza cómo sacarte désta y librarte de las importunaciones de Arnaldo, y, sacándote deste Egipto, te llevaré a la tierra de promisión, que es España o Francia o Italia, ya que no puedo vivir en Inglaterra, dulce y amada patria mía; y sobre todo me ofrezco a ser tu esposo, y desde luego te aceto por mi esposa.

Habiendo oído Rutilio el papel de Clodio, dijo:

—Verdaderamente, nosotros estamos faltos de juicio, pues nos queremos persuadir que podemos subir al cielo sin alas, pues las que nos da nuestra pretensión son las de la hormiga. Mira, Clodio, yo soy de parecer que rasguemos estos papeles, pues no nos ha forzado a escribirlos ninguna fuerza amorosa, sino una ociosa y baldía voluntad, porque el amor ni nace ni puede crecer si no es al arrimo de la esperanza, y, faltando ella, falta él de todo punto. Pues, ¿por qué queremos aventurarnos a perder y no a ganar en esta empresa?; que el declararla y el ver a nuestras gargantas arrimado el cordel o el cuchillo ha de ser todo uno; demás que, por mostrarnos enamorados, habremos de parecer, sobre desagradecidos, traidores. ¿Tú no ves la distancia que hay de un maestro de danzar, que enmendó su oficio con aprender el de platero, a una hija de un rey, y la que hay de un desterrado murmurador a la que desecha y menosprecia reinos? Mordámonos la lengua, y llegue nuestro arrepentimiento a do ha llegado nuestra necedad. A lo menos este mi papel se dará primero el fuego o al viento que a Policarpa.

—Haz tú lo que quisieres del tuyo —respondió Clodio—, que el mío, aunque no le dé a Auristela, le pienso guardar por honra de mi ingenio; aunque temo que, si no se le doy, toda la vida me ha de morder la conciencia de haber tenido este arrepentimiento, porque el tentar no todas las veces daña.

Estas razones pasaron entre los dos fingidos amantes, y atrevidos y necios de veras.

Llegóse, en fin, el punto de hablar a solas Periandro con Auristela, y entró a verla con intención de darle el papel que había escrito; pero, así como la vio, olvidándose de todos los discursos y disculpas que llevaba prevenidas, le dijo:

—Señora, mírame bien, que yo soy Periandro, que fui el que fue Persiles, y soy el que tú quieres que sea Periandro. El nudo con que están atadas nuestras voluntades nadie le puede desatar sino la muerte; y, siendo esto así, ¿de qué te sirve darme consejos tan contrarios a esta verdad? Por todos los cielos, y por ti misma, más hermosa que ellos, te ruego que no nombres más a Sinforosa, ni imagines que su belleza ni sus tesoros han de ser parte a que yo olvide las minas de tus virtudes y la hermosura incomparable tuya, así del cuerpo como del alma. Esta mía, que respira por la tuya, te ofrezco de nuevo, no con mayores ventajas que aquellas con que te la ofrecí la vez primera que mis ojos te vieron, porque no hay cláusula que añadir a la obligación en que quedé de servirte, el punto que en mis potencias se imprimió el conocimiento de tus virtudes. Procura, señora, tener salud, que yo procuraré la salida de esta tierra, y dispondré lo mejor que pudiere nuestro viaje: que, aunque Roma es el cielo de la tierra, no está puesta en el cielo, y no habrá trabajos ni peligros que nos nieguen del todo el llegar a ella, puesto que los haya para dilatar el camino; tente al tronco y a las ramas de tu mucho valor, y no imagines que ha de haber en el mundo quien se le oponga.

En tanto que Periandro esto decía, le estaba mirando Auristela con ojos tiernos y con lágrimas de celos y compasión nacidas; pero, en fin, haciendo efeto en su alma las amorosas razones de Periandro, dio lugar a la verdad que en ellas venía encerrada, y respondióle seis o ocho palabras, que fueron:

—Sin hacerme fuerza, dulce amado, te creo; confiada te pido que con brevedad salgamos desta tierra, que en otra quizá convaleceré de la enfermedad celosa que en este lecho me tiene.

—Si yo hubiera dado, señora —respondió Periandro—, alguna ocasión a tu enfermedad, llevara en paciencia tus quejas, y en mis disculpas hallaras tú el remedio de tus lástimas; pero, como no te he ofendido, no tengo de qué disculparme. Por quien eres, te suplico que alegres los corazones de los que te conocen, y sea brevemente, pues, faltando la ocasión de tu enfermedad, no hay para qué nos mates con ella. Pondré en efeto lo que me mandas; saldremos desta tierra con la brevedad posible.

—¿Sabes cuánto te importa, Periandro? —respondió Auristela—. Pues has de saber que me van lisonjeando promesas y apretando dádivas; y no como quiera, que por lo menos me ofrecen este reino. Policarpo, el rey, quiere ser mi esposo; hámelo enviado a decir con Sinforosa, su hija, y ella, con el favor que piensa tener en mí, siendo su madrastra, quiere que seas su esposo. Si esto puede ser, tú lo sabes, y si estamos en peligro, considéralo, y, conforme a esto, aconséjate con tu discreción, y busca el remedio que nuestra necesidad pide; y perdóname, que la fuerza de las sospechas han sido las que me han forzado a ofenderte, pero estos yerros fácilmente los perdona el amor.

—Dél se dice —replicó Periandro— que no puede estar sin celos, los cuales, cuando de débiles y flacas ocasiones nacen, le hacen crecer, sirviendo de espuelas a la voluntad, que, de puro confiada, se entibia, o a lo menos, parece que se desmaya; y, por lo que debes a tu buen entendimiento, te ruego que de aquí adelante me mires, no con mejores ojos, pues no los puede haber en el mundo tales como los tuyos, sino con voluntad más llana y menos puntuosa, no levantando algún descuido mío, más pequeño que un grano de mostaza, a ser monte que llegue a los cielos, llegando a los celos; y en lo demás, con tu buen juicio entretén al rey y a Sinforosa, que no la ofenderás en fingir palabras que se encaminan a conseguir buenos deseos; y queda en paz, no engendre en algún mal pecho alguna mala sospecha nuestra larga plática.

Con esto la dejó Periandro, y, al salir de la estancia, encontró con Clodio y Rutilio: Rutilio acabando de romper el papel que había escrito a Policarpa, y Clodio doblando el suyo para ponérselo en el seno; Rutilio arrepentido de su loco pensamiento, y Clodio satisfecho de su habilidad y ufano de su atrevimiento; pero andará el tiempo y llegará el punto donde diera él, por no haberle escrito la mitad de la vida, si es que las vidas pueden partirse.

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