Prologo al cuento del capellan de monjas

Basta, señor —exclamó el caballero—. Con lo que nos has relatado ya tenemos de sobra. Para mucha gente, un poco de desgracia ya es suficiente.

A mí, sin duda alguna, me desagradan los relatos acerca de la caída de los poderosos y lo contrario me alegra: ver cómo un hombre de condición humilde asciende y prospera afincándose en la prosperidad. Estas cosas causan gozo y son las que deberían contarse.

—Sí —comentó el anfitrión—. Por las campanas de San Pablo [476] , dices verdad. Este monje fanfarronea demasiado. Mencionó a la Fortuna vestida con manto de nube o cosa parecida. También nombró a la tragedia, como habéis escuchado. ¡Rediez! El llorar y lamentarse sobre lo acontecido no tiene remedio. También es penoso escuchar cosas tristes, tal como habéis dicho. Señor monje: basta. ¡Vaya usted con Dios! Vuestro relato molesta al grupo. No vale un comino: falta alegría y jolgorio. Por consiguiente, señor monje, don Pedro —que así se llamaba—, le ruego que nos cuente algo diferente. Si no hubiera sido por el tintineo de las campanillas que cuelgan de su brida hubiéramos todos caído al suelo dormidos, a pesar de que el barro es aquí muy profundo. Habría contado en vano su historia, pues, como dicen los sabios, el carecer de auditorio no ayuda a narrar un cuento. Si alguien relata algo interesante, siempre capto el mensaje. Señor, díganos algo sobre caza, por favor.

—No —replicó el monje—. No tengo ganas de jugar. Demos oportunidad a otro.

Entonces el anfitrión, con lenguaje rudo y directo, se dirigió enseguida al capellán de monjas:

—¡Acérquese, señor cura, venga, acérquese, mosén Juan! Cuéntenos algo que alegre nuestro corazón. Anímese, aunque cabalgue sobre un jamelgo. ¿Qué importa que su montura sea pobre y escuálida? Si le va, no se preocupe. ¡Mantenga el corazón alegre! Allí está el meollo de la cuestión.

—Sí, sí, señor. Intentaré ser lo más alegre posible, pues, de otra forma, merecería vuestros reproches.

Al instante inició su relato.

Así habló a todos y cada uno de nosotros este dulce cura, este hombre de Dios, mosén Juan.

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