Prologo al cuento del mercader

Esto de llorar, quejarme, lamentarme y tener molestias de día y de noche es algo que conozco muy bien, como lo saben otros muchos hombres casados —dijo el mercader—, o, por lo menos, así lo creo, ya que es lo que me ocurre; lo sé muy bien. Tengo una esposa, la peor que podáis imaginar; si estuviese casada con el diablo, podría jurarlo: le superaría.

»Pero ¿de qué sirve daros ejemplos de su terrible genio?; ella es una arpía completa. Existe una gran y profunda diferencia entre la gran paciencia de Griselda y el rencor y los deseos de venganza que anidan en mi mujer. ¡Y un cuerno volvería yo a caer en la trampa si ahora fuese libre! Nosotros, los hombres casados, vivimos siempre angustiados y afligidos. ¡Probadlo si no, y veréis que os digo la verdad, por Santo Tomás de la India! [236] .

»Este mal es de la mayoría, no digo de todos, Dios me perdone. ¡Ah, buen maese anfitrión!, creedme, no llevo casado más de dos meses; sin embargo, creo que ningún solterón de toda la vida pudiese empezar a relataros algo tan penoso como lo que podría yo contar aquí referido a la maldad de mi mujer. No, ni aunque me arrancaseis el corazón.

—Bueno, Dios os bendiga, mi querido mercader —dijo nuestro anfitrión—; ya que sabéis tanto del asunto, os pido encarecidamente que nos contéis algo de ello.

—Con mucho gusto —repuso él—, pero mi corazón está demasiado compungido para seguir hablando de mi propia aflicción.

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