Prologo al cuento del monje

Cuando hube concluido el relato de Melibeo y la señora Prudencia y su bondad, el hospedero comentó:

—Como que soy un hombre honrado, y por los preciados huesos de Madrián: habría preferido que mi mujer hubiera escuchado este cuento a beber un barril de cerveza. Nunca se muestra paciente conmigo como Prudencia con Melibeo. ¡Por los huesos de Cristo! Siempre que me dispongo a propinar una paliza a mis sirvientes surge ella con grandes varas y espeta: «¡Mata todos estos perros! ¡No les dejes un hueso sano!».

»Si alguno de mis vecinos no la saluda en la iglesia o la ofende, tan pronto como llegamos a casa se enfurece y exclama: «¡Infeliz cobarde; venga a tu mujer! ¡Por el cuerpo de Cristo, dame tu cuchillo! ¡Tú quédate con mi rueca y vete a hilar!». De la mañana hasta la noche la cantinela es la misma: «Desgraciada de mí que me casé con un lechero o con un mono cobarde, que se deja intimidar por cualquier tipo, y que no se atreve a respaldar los derechos de su mujer».

»Esta es mi rutina diaria. A menos que luche, me debo escabullir. De otro modo estoy perdido si muestro el menor indicio de tardanza o menos intrepidez que un león. Por su culpa algún vecino me matará. Soy peligroso empuñando la navaja, pero no me atrevo a enfrentarme con ella. Por cierto que sus brazos son fuertes. Os daríais cuenta si la ofendiéreis o contradijeseis. Pero dejemos este tema y continuemos.

—Señor monje —dijo—, no haga cara compungida. Ahora le toca a usted. ¡Mirad! ¡Casi hemos llegado a Rochester! [458] .

»Adelante, que nos queremos divertir. Pero, por mi honor, que no sé vuestro nombre. ¿Quizá sir John? ¿O sir Albón? ¿O sir Tomás? ¿En qué monasterio residís? Vive Dios que tenéis la piel suave. En nada se parece a un espíritu o penitente. Hay buenos pastos donde vivís. Debéis, sin duda, ser algún oficial, algún digno sacristán o despensero. Seguro que sois el amo cuando estáis en vuestra casa. No sois un enclaustrado ni un novicio, sino un administrador astuto y discreto. Y ¿qué decir de vuestra corpulencia y tez? Un bonito ejemplar para esta ocasión. Le pido a Dios que confunda al que os hizo entrar en religión. Ya habríais estrujado a más de una mujer. Si tuvierais tanta licencia como potencia para dedicaros al placer de procrear habríais engendrado muchas criaturas. ¿Quién os puso en este amplio redil? Si yo fuera Papa —que Dios me perdone—, no sólo a vos, sino a muchas cabezas tonsuradas que corren por ahí les daría esposa. ¡El mundo está perdido! La religión ha escogido la mejor parte de la procreación. Nosotros, los laicos, somos en esto enanos. De árboles débiles brotan vástagos enfermizos. Esto hace a nuestros herederos flojos y frágiles sin capacidad de engendrar. Esto ocasiona que nuestras mujeres intenten conquistar a los frailes. Esperan mejores servicios de ellos que de nosotros en los placeres del amor. ¡Rediez! No les pagan con luxemburgos [459] . No se enfade, señor monje, aunque bromee. Las verdades surgen entre broma y broma.

Este noble monje replico sin inmutarse:

—Me esmeraré, tal como conviene a mi honradez, en contaros uno, dos o tres cuentos. Y si escucháis, de ahora en adelante os relataré la vida de San Eduardo. O, si no, os puedo narrar algo trágico. En mi celda tengo al menos cien narraciones.

»La palabra tragedia implica una cierta clase de historia, tal como se ve en los libros de la Antigüedad, de aquellos que sucumbieron por la gloria; de gente que se deslizó del estado de prosperidad al de calamidad. Esto les ocasionó la muerte. Estos cuentos aparecen versificados en hexámetros, o versos de seis pies. También se compone en prosa y en versos de muy distinta estructura. Creo que con esta explicación basta.

»Si queréis oír, escuchad. Perdonadme si no sigo un orden cronológico estricto, ya sea acerca de papas, emperadores o reyes. Me saltaré el orden de aparición según los dictados de los eruditos. Algunos los pondré antes que otros, tal como los recuerde. Perdonad mi ignorancia.

Share on Twitter Share on Facebook